Manías



Afirmo que no existe, ni ha existido, un nieto de Adán sin ellas. Por lo que a mí toca, desde luego declaro que tengo una. Por ser lo que es y de quien es, no quiero aburrir al lector diciéndole en qué consiste; pero, en cambio, voy a hablarle de las suyas y de las de sus amigos y allegados, con la previa advertencia de que la palabra manía no ha de tener aquí la única significación de locura que le da la ciencia; yo la uso, además, en su acepción vulgar de extravagancia, resabio, etc. Así las cosas, repito que la humanidad entera es una pura manía. Me he convencido de ello desde que al conocer la mía, y por el deseo de consolarme de ella, di en la de observar las del prójimo.

Yo era de los cándidos que ven a los hombres privilegiados sólo a la luz de su fama o de sus relumbrones, y a los colaterales, con las cataratas que da la costumbre de mirarlos sin reparar en ellos.

Un escritor ilustre, un pensador profundo, era a mis ojos el hombre que veía en sus libros. Representábamele, escribiéndolos, lo mismo que se retratan los poetas cursis: vestidos de etiqueta, arrimados al pupitre, graves y solemnes, y observando aquella regularidad matemática que encarga Torío que haya entre la mesa y el asiento; rodeados de libros en pasta, unos cerrados, otros abiertos; la cabeza alta, los ojos casi en blanco, y las ideas pasando de la mente a la pluma con la facilidad con que bajan las cristalinas murmurantes aguas del monte a la llanura. De una inocentada por el estilo debe haber nacido la admitida creencia de que Buffon escribió su Historia Natural con guantes blancos.

Si la celebridad era del género cáustico, veíala yo igualmente sentada a la mesa, ataviada en carácter, con cierto desaliño artístico, la melena revuelta y ondulante, por pluma una saeta con cascabeles, la boca sonriente y los ojos chispeantes; y éste y el otro, y todos los hombres de su talla, escribían a todas horas y siempre que se les antojaba. Los chistes de los unos y las profundidades de los otros, eran tan necesarios en ellos, como la facultad de ver en cuanto se abren los ojos. Sus cerebros estaban en constante elaboración, sin fatigas, sin violencias, sin la menor dificultad, y derramaban las ideas digeridas y a borbotones sobre el papel, tan pronto como la voluntad alzaba las compuertas con la pluma.

A los guerreros famosos representábamelos siempre como se ven en el teatro, con la mirada napoleónica, cargados de cruces y alamares, y andando a paso trágico; a los diplomáticos, con la casaca bordada, la diestra en el pecho, sentados en áureo sillón, muchos protocolos encima de la mesa, y la izquierda mano sobre uno de ellos; a los músicos, a los pintores, abismados en las profundidades de su inspiración. En unos y en otros casos, nada de prosa doméstica, nada de dolores del cuerpo, nada de extravagancias, ni de resabios, ni de vulgar...

¡Qué candor el mío! Precisamente en esta aristocracia de la humanidad es donde andan el desorden, las miserias, las pasiones y las manías como Pedro por su casa; y no habría libro más curioso... ni más triste, que el que tratara de las preocupaciones, ridiculeces, vicios y extravagancias de los grandes hombres, y de los que levantan una pulgada más que el vulgo de las gentes.

Desde luego puede asegurarse que no hay, ni ha habido sabio, ni escritor de nota, que haya tenido ni tenga método, ni orden, ni gobierno en el estudio, ni en la comida, ni para escribir; y rara es la obra que leemos y contemplamos con admiración, que no necesitara, como auxiliar poderoso en su nacimiento, alguna manía prosaica y hasta grotesca.

Os dirán de un poeta célebre sus amigos, que escribe de pie y sobre un montón de libros colocados en una silla.

Mezerai, el historiador, trabajaba con luz artificial de día, y despedía a las personas que iban a verle acompañándolas, con la bujía en la mano, hasta la puerta de la calle.

A Corneille le daba por lo contrario: buscaba la oscuridad para componer sus obras.

¿Quién no ha visto a Walter Scott retratado con un perro a su lado? La fama dice que manoseando la cabeza de este animal, era como mejor pensaba y escribía el célebre novelista escocés.

Malherbe era muy friático, y se ponía varios pares de medias a la vez; por lo cual, y temiendo ponerse en una pierna más que en la otra, las marcaba con letras. Él mismo confiesa que hubo día en que llegó a calzarse hasta la L.

De un literato español, de reciente fecha, Zea, dice uno de sus amigos que, mientras meditaba, se golpeaba la cabeza con una reglilla.

Gretry, el músico, para inspirarse ayunaba rigurosamente y tomaba café a pasto, y enardecía su musa tocando el piano sin cesar, hasta arrojar sangre por la boca. Sólo entonces descansaba y trataba de contener la hemorragia. Refiérelo el doctor Reveille-Parise, famoso higienista.

Paer, mientras componía, gritaba con todas sus fuerzas y mandaba a su mujer, a sus amigos y a sus criados que gritasen también.

Paisielio componía en la cama, y Zingarelli leyendo los clásicos latinos y los Padres de la Iglesia.

A Byron le envanecía más su renombre de nadador que de poeta; y el haber pasado seis veces el Helesponto por realizar la fábula de Leandro, le halagaba más el orgullo que el haberse vendido en un solo día 18.000 ejemplares de su Don Juan. Tenía pasión por andar en mangas de camisa por parques y alamedas; y antojándosele que los transeúntes reparaban demasiado en su cojera, muy a menudo se enredaba a sopapos con ellos. En Inglaterra fue su vida un perpetuo escándalo que jamás le perdonó aquella encopetada aristocracia. Teniendo miedo a la obesidad, que él llamaba hidropesía de aceite, cuando fue a Grecia sólo se alimentó de manteca y vegetales; y como este alimento no bastaba a su naturaleza poderosa, entretenía el hambre, que sin cesar le asaltaba, con una oblea empapada en aguardiente. Todas las mañanas se medía la cintura y las muñecas. (Véanse sus Memorias).

Edgard Poe buscaba la luz fatídica y misteriosa con que alumbra sus portentosas investigaciones por los abismos del espíritu humano, en el alcohol. Era un borracho contumaz; matóle el delirium tremens, y se halló su cadáver en medio de la vía pública.

La vida de Swift, el inmortal autor de los Viajes de Gulliver, fue una cadena de deslealtades y prevaricaciones, terminada con la locura.

Al célebre J. Jacobo le atormentaba sin cesar la duda de su final destino. Refiérese que en sus frecuentes paseos solitarios, lo mismo que en su habitación, solía elegir un blanco en los árboles o en la pared, al cual lanzaba su bastón desde cierta distancia. -«Si doy en él, pensaba, mi alma será salva; si no le toca, se condenará».

Lichtemberg dice textualmente: «Nadie es capaz de saber lo que yo padezco al considerar que, desde veinte años hace, no he podido estornudar tres veces seguidas... ¡Ah!, si yo consiguiera persuadirme de que estoy bueno, ¡qué feliz sería!».

Carlos Nodier no admitía en su biblioteca más que libros en 8º y Joubert arrancaba de los que adquiría todas las hojas que no le agradaban; y como era hombre de gusto, quedábase con poco más que la encuadernación de cada libro.

El pintor Rembrandt se moría de hambre teniendo tesoros amontonados en los sótanos de su miserable vivienda.

Balzac sentía verdadera fiebre especuladora, y se pasó la vida tanteando negocios, siempre de baja estofa y desatinados, porque tenía poco dinero y no sabía más que escribir novelas...

Y ¿a qué seguir, cándido lector, si no cabría en libros la lista de las especies de rarezas, vicios y debilidades que tienen y han tenido los hombres cuyas obras admira el mundo y vencerán al tiempo?

¿Qué te diré yo ahora si de esa encumbrada región descendemos al mísero polvo de la tierra, a la masa vulgar de los mortales? Mira en tu casa, mira en tu calle, mira en la plaza, en la tertulia, en el paseo, y verás que cada hombre es una manía, cuando no un vivero de ellas.

Tu mujer no se cortará las uñas en menguante, ni dormirá con sosiego después de haber derramado la sal sobre la mesa; ni tú te pondrás a comer con otros doce, ni emprenderás viaje en martes, ni permitirás que en tal día se case ninguno de tus hijos.

Fíjate en el primer corrillo que encuentres al salir de la casa, y observa: un prójimo no halla palabras en su boca si no echa una mano a la corbata, a las solapas, a la cadena del reloj o a las patillas de su interlocutor. Otro se ve en igual apuro si no tira el sombrero hacia la coronilla, y no agarra por el brazo al mártir que le escucha. Otro necesita girar sobre sus talones para perjeñar una frase. Otro será derrotado en una porfía, aunque defienda el Evangelio, si no se rasca un muslo en cada premisa, y no deduce la consecuencia sonándose las narices; y, de fijo, no faltará uno, a quien le apeste la boca, que deje de arrimarla mucho a la tuya para darte el más breve recado.

No digamos nada de las muletillas, hincapiés o apoyaturas del diálogo. Los «¿está usted?» «¿me entiende usted?» «¿me explico?» «pues» «¿eh?» hasta el inescribible carraspeo de los que peroran, y los «sí, señor»; «mucho que sí»; «comprendo, comprendo»; «justo, justo»; «claro»; «¡pues digo!» «tiene usted razón»; «¡ajajá!» de los que escuchan, aunque no entiendan lo que se les dice, son el alma de la retórica de corrillos y cafés.

La manía de los números es de las más corrientes. Hay hombre que la toma con el número tres, por ejemplo, y se lava de tres chapuces, bebe de tres sorbos, se pone la corbata en tres tiempos, come a las tres cosas en tres platos, da tres vueltas en el paseo y las tres últimas chupadas al cigarro. Si el número tres no alcanza a satisfacer sus deseos, como le sucede en la mesa, le triplica.

Las ramas de esta familia son innumerables, y a ella pertenecen por un costado las personas que fían el éxito de sus negocios al resultado de una apuesta que se hace in mente, por el estilo de la que, según queda dicho, se hacía Rousseau a cada instante. Verbigracia: un señor, a quien yo conozco, no da un paso en la calle sin contar un día de la semana, y al salir de casa se propone él en que ha de llegar al fin de su jornada; advirtiendo a ustedes que al éxito de este propósito une la suerte del negocio que va a emprender, o del asunto que a la sazón le preocupe. Supongamos que compra un billete de la lotería. Al salir de la administración se dice: «Si llego a mi casa en jueves, me toca»; y hala que te vas, comienza a contar: lunes, martes, miércoles... a razón de paso por día. Ganará la apuesta si, al poner el pie en el umbral de la puerta de su casa, le toca decir jueves. Estos monomaníacos son un tantico tramposos; pues ya la experiencia les hace conocer desde lejos si han de faltarles o sobrarles días, por lo cual cambian el paso en el sentido de sus conveniencias. Pero la duda de si es o no lícita la trampa, les hunde en nuevas preocupaciones, de lo cual les resulta una manía-remedio tan molesta como la manía-enfermedad.

Sigue inmediatamente a ésta la de ir siempre por el mismo camino para llegar al mismo punto; o, al contrario, buscar una nueva senda cada vez que se emprende el mismo viaje; la de no volver a hacer, a comer ni a vestir, lo que hizo, comió y vistió el aprensivo el día en que le descalabraron en la calle o perdió el pleito; la de no pisar jamás la raya mientras se anda por la acera; la de no embarcar en días de r; la de no acostarse sobre el lado izquierdo después de beber agua... y tutti quanti.

Pues entremos con las carreras, oficios y empleos... ¿Han conocido ustedes algún marino que no use en los negocios terrestres el lenguaje náutico? Para el hombre de mar, si de mujeres se trata, la jamona es una urca; la joven esbelta una piragua; fijarse en ella, ponerle la proa; hablarla, atracar al costado; casarse, zozobrar, irse a pique. El amante es un corsario: si tiene mucha nariz, de gran tajamar; si es alto, mucha guinda.

Como el marino en tierra, hay médicos, y abogados, y curiales de toda especie, y militares... y zapateros, que usan el lenguaje técnico de la profesión o del oficio, siempre que pueden, que es siempre que les da la gana, lo cual sucede cada vez que se ponen a hablar.

¿Y los aficionados a ciertos juegos? Para un sujeto a quien yo conozco, que veinte años hace juega diariamente a la báciga, tres muchachas bonitas juntas son un bacigote de ases; si tiene un pleito ganado en primera instancia, dice que salió a buenas; si es amigo del juez, que tiene comodín, y si busca recomendación para un magistrado, es porque quiere hacer las cuatro cosas.

Es seguro que el lector conoce a más de una docena de caballeros, de cuyos labios no se caen jamás el albur, el elijan, los párolis y otros análogos donaires del caló de los garitos; pintoresca y culta manía que anda ya retozando en la literatura humorística al menudeo, y hasta en la comedia de costumbres españolas.

Y ¿qué diremos de la manía política, si la mitad del género humano adolece de esa enfermedad! ¡Qué horas, Dios eterno, las de los unos devorando periódicos, tragándose sesiones de Cortes, preámbulos de decretos y movimientos del personal! ¡Qué disputas en plazas y en cafés! ¡Qué jurar en la autoridad de ciertos nombres, y qué renegar de otros! ¡Qué cavilaciones, qué presentimientos, qué sudar el quilo corriendo de esquina en esquina, y qué alargar el pescuezo, ponerse de puntillas y encandilar los ojos para leer partes oficiales recién pegados, y hasta bandos de buen gobierno! ¡Y éstos son hombres de arraigo, libres, independientes, que pagan sin cesar para que vivan y engorden esos mismos personajes que caen, y se levantan, y alternan en la política imperante, y se ríen de los cándidos babiecas que toman esas cosas por lo serio!

¡Qué vida la de los otros! El taller, el escritorio, las cajas de la imprenta, la buhardilla angosta, el andamio... doce horas de trabajo penoso, poco jornal, ocho de familia, deudas indispensables, privaciones dolorosas!... Y por todo consuelo, hablar muy bajito de la que se está armando; acudir a sitios peligrosos para oír una noticia absurda, o entregar el roñoso ochavo del ahorro para pagar los gastos de un viaje fantástico al falso emisario que tiene estas estafas por oficio; ver al tirano siempre sobre sus cabezas y en su sombra y en todas partes; dejar la herramienta, o saltar del lecho al menor ruido, creyéndole anuncio de la gorda; soñar con pronunciamientos y barricadas; desechar honrosos acomodos por amor a la idea que ni sienten ni penetran; triunfar al cabo los suyos; echar la gorra al aire; enronquecerse victoreándolos, y quedarse tan tejedores, tan escribientes, tan cajistas, tan zapateros, tan pobres y tan ignorantes y tan paganos comer antes... ¡y locos de contentos!... ¡Oh manía de las manías! ¡Oh candor de los candores!

He dicho que la mitad del género humano está tocada de esas locuras. Pues la mitad de la otra mitad tiene, cuando menos, la manía de meterse en todo lo que no le importa: lo que tiene su vecino, lo que come, lo que viste, lo que gasta, lo que ahorra, lo que debe; qué empresas acomete: si son atinadas, si son locuras, si se arruinará; si lo merece, si no lo merece, si listo, si tonto, si terco, si cándido. La casa que se construye en la plaza: por qué es tan grande, por qué tan chica; si alta, si baja, si huelgan los peones, si hay muchos, si hay pocos; si avanza la obra, que «así irá ello»; si va lentamente, que «¿por qué no se acaba ya?». Estas cosas quitan el sueño a muchísirnos hombres, y por ellas sudan y porfían, y no tienen paz ni sosiego.

¿Y los que se pasan lo mejor de la vida rascando las cuerdas de un violín, hinchando las del pescuezo para hacer sonar un clarinete, o recortando figuritas de papel, persuadidos de que han nacido para ello, aunque la vecindad se amotine contra la música, y hallen en los basureros los primores que de las tijeras pasan, por paquetes, a los álbum de sus amigas?

Y entre estos mismos seres, al parecer exentos de toda deformidad maniática, ¿no hay cada manía que canta el credo? ¿No es un filón de ellas cada estación del año, amén de otras que no cito por respeto a la debilidad del sexo? ¿Qué son, sino manías, los estatutos de la vida elegante y las exigencias de la moda?

¿Y la manía del matrimonio, y la de la paternidad, y la de la propaganda con tan santos fines, y la de hacer versos, y la de ser chistoso... y la de culotar pipas?

Pues todo esto, con ser tanto y tan frecuente, es un grano de anís comparado con la manía coleccionista, que va invadiendo el mundo en toda su redondez. Se coleccionan sellos, se coleccionan cajas de fósforos, se coleccionan botones, y tachuelas, y sombreros, y tirantes, y todo género de inmundicias, y se pagan precios fabulosos por cosas que los traperos abandonan con desdén en las barreduras. Un plato de Talavera vale ya tanto como una vajilla de la Cartuja, y un trapo da para una capa; y si tiene auténtica y resulta por ella ser un pedazo del herreruelo de don Rodrigo Calderón, vale un tesoro; y no tendrá precio si se trata de un jirón de la casa de los Jirones, o de un pañal de la camisa de un cortesano de Felipe II. Un Vargueño herrumbroso, infestado por las chinches y taladrado por las polillas, vuelve tarumba al hombre de gusto que topa con él en el desván de su vecino, o en los montones del Rastro; y la espada mohosa, y la daga roída, y el morrión aplastado... ¿quién sabe lo que valen hoy si el vendedor lo entiende y el comprador es de casta?

Y hétenos aquí, como traídos del brazo, de patitas entre los señores bibliómanos, la flor y nata, como si dijéramos, de las extravagancias y de los delirios.

Este loco (y perdóneme la franqueza) no busca libros, sino ediciones; ejemplares raros por su escasez y por su fecha. Un incunable ¡qué felicidad! Los de ciertos impresores, como los Aldos, los Estéfanos, Plantinos y Elzevirios; la letra gótica o de tortis; y si el ejemplar es un gran papel y está intonso ¡Virgen María!... ¡qué efervescencia en el gremio, qué ir y venir, qué mimos al poseedor, qué ofertas, qué debates, qué descripciones del ejemplar, qué historias de su procedencia y vicisitudes!... Y el asunto del libro es una chapucería escrita en bárbaro casi siempre, porque no puede ser otra cosa. Los libros buenos se imprimen y abundan; los malos se imprimen una vez sola, y por eso escasean los ejemplares de los antiguos; y precisamente porque escasean, los pagan a peso de oro los bibliómanos, con tal que estén cabales sus folios, tengan íntegros los márgenes y no carezcan de colofón, aunque huelan a demonios, y la pringue no deje por donde agarrarlos; por eso, por ser tan raros y tan viejos, son los más inútiles para el literato. Comúnmente tratan de esgrima, de jineta, caza, heráldica, cocina, genealogía, juegos de manos, caballerías, o de indecencias (Celestinas) semejantes en el fondo, no en la forma, a la famosa de Rodrigo de Cota».

He visto a un fanático ofrecer por una de éstas, a otro que tal, un cuadro de Goya, tres porcelanas del Retiro, no sé qué empuñadura de Benvenuto y cuatro mil reales en dinero... ¡y se escandalizaron los peritos circunstantes y el venturoso poseedor, de lo mezquino de la oferta! Conocía yo el ejemplar codiciado, y te aseguro, lector, a fe de hombre de bien, que sus hojas, atestadas de viñetas, no mejores que las de las coplas de ciego, arranciadas y pringosas, no pasaban de treinta, y que por todo forro tenían un retal de pergamino ampollado y lacerioso, con lamparones de sebo y otras porquerías; pero era un gótico rarísimo, y ¡ahí verá usted! Y yo dije para mí, contemplando al poseedor, al, que quería serio y a los testigos: -«Señor, ¿para cuándo son los manicomios...».

Asombra oír narrar a estos hombres la historia de algunas adquisiciones de mérito. ¡Qué de viajes, de intrigas, de asechanzas, de astucia, de dispendios! ¡Cuántas enemistades, cuántos odios a muerte entre prójimos, antes hermanos en el corazón, por la conquista de unos papelejos hediondos, que ni siquiera se dejan leer, en lo cual nada se pierde, porque se ventila en ellos insípidamente un asunto ridículo, amén de trasnochado!

De la lealtad con que muy a menudo se juega entre estos señores, no he de ser yo quien hable aquí, sino la gente del oficio. Recuérdese la pelea habida años ha en la prensa entre el famoso don Bartolomé Gallardo y otro bibliófilo, muy distinguido y docto, que se firmaba con el seudónimo de Lupián Zapata.

Aplicaba éste al primero (cuya rapacidad en materia de libros es proverbial en la casta), después de haberle dicho de propia cuenta más de otro tanto en variedad de metros y de prosas, las siguientes frioleras, obra, si no recuerdo mal, del famoso Solitario, padre grave de la Orden:


 «Caco, cuco, faquín, bibliopirata,    
 tenaza de los libros, chuzo, púa,   
 de papeles, aparte lo ganzúa,    
 hurón, carcoma, polilleja, rata:    

 Uñilargo, garduña, garrapata,    
 para sacar los libros, cabria, grúa;    
 argel de Bibliotecas, gran falúa   
 armada en corso, haciendo cala y cata:    

 Te pones por corbata una maleta,    
 un Simancas te cabe en el bolsillo,    
 empapas un archivo en la bragueta;   

 juegas del dos, del cinco y por tresillo,    
 y al fin te sorberás, como una sopa,    
 de libros llenas África y Europa». 


Por cierto que esta moral debe ser muy antigua y corriente entre la gente del rebusco, porque recuerdo haber leído, con referencia a Barthélemy, que habiéndosele preguntado una vez cómo había podido reunir la rica colección de medallas que poseía, respondió con el candor de un niño:

-Me han regalado algunas; he comprado otras, y las demás las he robado.

Dicho esto, lector (que, cuando menos, tendrás la manía de ser buen mozo, por ruin, y encanijado que seas), hago punto aquí, apostándote las dos orejas a que siendo, como te juzgo, hombre de bien, después de meter la mano en tu pecho, no te atreves a tirar una chinita a mi pecado.