Esbozos y rasguños/Más reminiscencias

Más reminiscencias



- I - editar

Creo que fue Mad. de Sevigné quien dijo que sucede con los recuerdos lo que con las cerezas en canastilla: se tira de una y salen muchas enredadas. Los evocados en el cuadro anterior traen a mi memoria mil, íntima y necesariamente encadenados a ellos.

El primero que me asalta es el de mi ingreso en el Instituto Cántabro; suceso por todo extremo señalado en aquella edad y en aquellos tiempos, y muy especialmente para mí, y otros pocos más, por las singularísimas circunstancias que concurrieron en el paso, verdaderamente heroico y transcendental.

Comúnmente, pasar de la escuela de primeras letras al Instituto de segunda enseñanza, era, y es, cambiar de local, de maestro y de libros, y ascender un grado en categoría. El trabajo viene a ser el mismo en una y otra región y aún menos engorroso y molesto en la segunda. Pero entrar en el Instituto el año en que yo entré, saliendo, como yo había salido, de la escuela de Rojí, donde le trataban a uno hasta con mimos, era como dejar el blando y regalado lecho en que se ha soñado con la gloria celestial, para ponerse delante de un toro del Jarama, o meterse, desnudo e indefenso, en la jaula de un oso blanco en ayunas.

Fue aquel año el último en que rigió el antiguo plan de enseñanza; es decir, que la segunda se comenzaba por el latín solo, y que aún conservaba esta asignatura sus tradicionales categorías de menores, medianos y mayores. Enseñaba a los minoristas el catedrático don Santiago de Córdoba, trasmerano inofensivo, tan laborioso y emprendedor como desgraciado en sus empresas hasta el fin de su vida. Este buen señor, a quien estimaban mucho sus discípulos por la sencillez bondadosa de su carácter, hallábase a la sazón viajando, creo que por motivos de salud, y estaba encomendada su cátedra, interinamente, al propietario de la de medianos y mayores, con el ítem más de la de Retórica, y Poética, el campurriano archifamoso, perínclito e inolvidable don Bernabé Sáinz, ejemplo vivo de dómines sin entrañas, espanto y consternación de los incipientes humanistas santanderinos de entonces, y de muchos años antes y de algunos después.

Pasar de don Santiago a don Bernabé, no dejaba de ser duro y penoso; pero, al cabo, había cierta semejanza entre uno y otro territorio: los dos eran fronterizos en el edificio del Instituto, y los moradores del primero tenían ya hecho el oído y el corazón a los alaridos que a cada instante partían del segundo, entre el zumbar de la vara y el crujir de los bancos derrengados; el espíritu se empapaba en la idea de aquellos tormentos inevitables, y siquiera, siquiera, cuando era llegado el día de comenzar a padecerlos, se llevaban vencidos ya los riesgos de la aclimatación. Pero yo, Dios mío, que no conocía de aquellos horrores más que la fama, y, candoroso borrego, iba a pasar de un salto desde el apacible redil a la caverna del lobo, ¡qué no sentiría en mis carnes, vírgenes de todo verdascazo, y en mi corazón, formado en el amor de la familia y entre las insípidas emociones de la escuela que acababa de dejar!

Dígaseme ahora si exagero al decir que en aquel paso memorable había heroísmo y transcendencia.

Le di un día, ya comenzado el curso, acompanado de mi padre. Después de haber estado en la secretaría a pagar la matrícula y arreglar el indispensable expediente, me entregaron un papelejo, especie de filiación, y con él en la mano, y temblándome las piernas, por orden del secretario bajamos a la cátedra de don Bernabé. La tal cátedra, como todas las de entonces, se reducía a un salón con una puerta y algunas ventanas; un largo banco de pino, bajo y angosto, arrimado a cada pared lateral; en la testera, y entre los dos bancos, una mesa con tapete verde y tintero de estaño, y enfrente la puerta.

Cuando por ella entramos mi padre y yo, los bancos estaban llenos de muchachos tristes y encogidos, y don Bernabé sentado a la mesa. Levantáronse a una, al vernos, los infelices, que me parecieron bestezuelas destinadas al sacrificio sobre el dolmen de aquel druida fanático, y también se levantó éste, no por mí, sino por mi padre. Me atreví a mirarle mientras contestaba al saludo reverentísimo que le habíamos hecho. Me espantó aquella mueca que en él se llamaba sonrisa. Era de mediana estatura, tenía la frente angosta, bastante pelo, ojos pequeñitos, boca grande, labios apretados, pómulos salientes, largas orejas, color pálido, rugoso el cutis y muy afeitada la barba. Todo esto ocupaba poquísimo terreno, porque la cabeza era pequeña. El pescuezo y las quijadas se escondían entre los foques de un navajero muy planchado y una corbata negra de armadura, con el nudo atrás, oculto por el cuello de la levita, o gabán, pues de ambas prendas tenía algo la que él usaba. Seguía a la corbata, en sentido descendente, un chaleco de terciopelo negro, abierto de solapas, entre las que se veían los ramales, unidos por un pasador, de un grueso cordón de seda, que iban a parar, como supe andando el tiempo, al bolsillo de la cintura del pantalón. Éste era de paño verdoso, con trabillas postizas que pasaban por debajo de unos pies con los juanetes más tremendos que yo he visto. Era de notar que los zapatos de aquellos pies semejaban ébano bruñido; la camisa era blanca y tersa, y en la ropa no descubriría una mancha el microscopio, ni un cañón de barba en aquella cara de marfil arranciado.

Cuando le entregamos el papelejo, nos le devolvió después de leerle.

-¿No apunta usted su nombre? -le preguntó mi padre.

-No hay para qué -respondió-. No se me olvidará.

Tampoco a mí se me han olvidado jamás aquellas palabras, ni la mueca con que las acompañó al mirarme de hito en hito.

Bajé yo los ojos, como cuando relampaguea, y clavé la vista en la mesa. Había en ella, junto al tintero, un atril chiquito con dos balas de plomo al extremo de un cordelillo cada una, con las cuales sujetaba las hojas de un libro abierto. A la derecha de este atril, un bastón de ballena con puño y regatón de plata, y a la izquierda un manojo de varas de distintos gruesos, longitudes y maderas. De aquel bastón y de aquellas varas, o de otras parecidas, habían llegado a mis oídos sangrientas historias. Así es que el no se me olvidará, juntamente con este cuadro de tortura, hizo en todo mi organismo una impresión indescriptible.

Aún no había leído yo la Odisea, ni sabía que tal poema existiese en el mundo, y, sin embargo, presentí, adiviné las mortales angustias de los compañeros de Ulises en la caverna de Polifemo, al ver a este monstruo zamparse a dos de ellos para hacer boca.

Díjonos, no el Cíclope, sino don Bernabé, qué libros necesitaba yo y dónde se vendían; qué horas había de cátedra por la mañana y por la tarde; encargóme que no faltara al día siguiente, y a mi padre que no me diera mimos, porque «aquello no era cosa de juego», y volví a ver la luz del mundo; pero ¡ay!, con los ojos con que debe verla el reo que deja la cárcel para subir al patíbulo.

Notó mi padre algo de lo que por mí pasaba, y díjome por vía de consuelo:

-No te apesadumbres, hijo; que si, andando los días, resulta que es tan bárbaro como cuentan, con no volver a verle está el asunto despachado.

¡Cuánto agradeció a mi padre aquel auxilio mi espíritu angustiado!


- II - editar

La primera noticia que me dieron los minoristas antes de entrar en cátedra al día siguiente, fue que don Bernabé no podía verlos, más que por minoristas, por ser para él carga pesada y hacienda del vecino. Y yo dije para mí: si ese señor desloma a los discípulos a quienes ama por suyos, ¿qué hará con los ajenos cuando dice que no los puede ver?

¡Ay!, no me engañaban mis conjeturas ni mis condiscípulos, ni la fama mentía. El frío de la muerte, la lobreguez de los calabozos, el hedor de los antros, el desconsuelo, el dolor y las tristezas del suplicio se respiraban en aquella cátedra. La vara, el bastón, la tabaquera, el atril de las balas, la impasible faz del dómine, sus zumbas sangrientas, su voz destemplada y penetrante como puñal de acero, apenas descansaban un punto. Mal lo pasaban los novicios; pero no lo pasaban mucho mejor los padres graves: para todos había palos, y pellizcos, y sopapos, y denuestos.

Virgilio y Dante, tan diestros en pintar infiernos y torturas, se vieran en grave apuro al trazar aquellos cuadros que no se borrarán de mi memoria en todos los días de mi vida; porque es de saberse que, con ser grande en aquel infierno la pena de sentido, la superaba en mucho la de daño. Juzgábame yo allí fuera del amparo de la familia y de la protección de las leyes del Estado; oía zumbar la vara y los quejidos de las víctimas, y las lecciones eran muchas y largas, y no se admitían excusas para no saberlas; y no saberlas, era tener encima el palo, y la burla, que también dolía, y la caja de rapé, y el atril de las balas, y el calabozo, y los mojicones, y el truculento azote, y la ignominia de todas estas cosas. ¡Quién es el guapo que pintara con verdad escenas tales, si lo más terrible de ellas era lo que sentía el espíritu y no lo que veían los ojos ni lo que padecía la carne?

Lo diario, lo infalible, venía por el siguiente camino: Como no todos los condiscípulos dábamos una misma lección, cada uno de nosotros tenía un tomador de ella, impuesto por el dómine, el cual tomador era, a su vez, tomado por otro. Hay que advertir también que cuatro puntos eran malé, entendiéndose por punto la más leve equivocación de palabra. Había de saberse la lección materialmente al pie de la letra; de modo que bastaba decir pero en lugar de mas, para que el tomador hiciera una raya con la uña en el margen del libro, después de las tres acometidas que se permitían en las dudas o en los tropezones. Dadas las lecciones, don Bernabé, desde su asiento, iba preguntando en alta voz, por el orden en que estábamos colocados en los bancos:

-¿Fulano?

-Dos -respondía, por ejemplo, su tomador.

-¿Mengano?

-Bené -si no había echado éste ningún punto, o

-Malé -si había pasado de tres.

-¿Cuántos? -añadía entonces el tigre, como si se replegara ya para dar el salto. Lo que aguardaba al infeliz, era proporcionado al número que pronunciaran los ya convulsos labios del tomador, que, de ordinario, y por un refinamiento de crueldad del dómine, era su mejor amigo. Hasta seis puntos se toleraban allí sin otros castigos para la víctima que los ya conocidos y usuales; pero en pasando de seis, en llegando, por ejemplo, a diez, no había modo de calcular las barbaridades que podían ocurrírsele al tirano.

Estas primeras carnicerías tenían lugar después de pasada la lista a todo el rebaño.

Como al lector, por haberle yo dicho que solían ser grandes amigos el tomador y el tomado, puede haberle asaltado la humanitaria idea del perdón de los puntos en obsequio a la amistad, debo decirle que estos perdones... digo mal (pues nadie fue tan valiente que a tanto se atreviera), las apariencias de ellos, dejaron rastros de sangre en aquel infierno en que se castiga el perdón como el mayor de los pecados. Apariencias de él había siempre, y no otra cosa, en las emboscadas del dómine, porque bastábale a éste el intento de tomar una lección sospechosa, para que se le olvidara al que iba a repetirla hasta el nombre que tenía.

En la traducción, en las oraciones, en el repaso, en cada estación, en fin, de aquel diurno calvario, había las correspondientes espinas, lanzadas y bofetones.

Todo esto, en rigor de verdad, pudiera pintársele al lector con bastante buen colorido, y aun puede imaginárselo fácilmente sin que yo se lo pinte con todos sus pelos y señales. Pero, en mi concepto, no era ello lo más angustioso de aquellos inevitables trances.

Temibles son los rayos, y dolorosos, y aun mortales sus efectos; pero los rayos son hijos de las tormentas, y las tormentas se anuncian y pasan; y con ciertas precauciones y esta esperanza fundadísima, el espíritu se habitúa a contemplarlas impávido. Lo tremendo fuera para los hombres el que las centellas dieran en la gracia de caer también a cielo sereno, y a todas horas y en todas partes, sin avisos ni preludios de ningún género.

¡Qué vida sería la nuestra! Pues esa era la mía en aquella cátedra, porque allí caían los rayos sin una sola nube. Don Bernabé no se enfurecía jamás, ni gritaba una vez más que otra; antes parecía más risueño y melifluo, y hasta era zumbón, cuando más hacía llorar. Hería con el palo y con la palabra, como hiere el carnicero: a sangre fría, ejerciendo su oficio. No había modo de prevenirse contra sus rayos, ni esperanza de que la tormenta pasase, ni, por ende, instante seguro ni con sosiego. Ésta era la pena de daño a que yo aludí más atrás; pena mil veces más angustiosa que la de sentido, con ser ésta tan sangrienta.

Andando los meses, y en fuerza de estudiar aquella naturaleza excepcional, pude descubrir en ella, como síntoma de grandes e inmediatos sacudimientos, cierta lividez de semblante y mucha ansia de rapé. Siempre que se presentaba en cátedra con estos celajes, y después del despacho ordinario, o sea la toma de lecciones, con las subsiguientes zurribandas, mandaba echar la traducción a alguno de los cuatro o seis muchachos de palo seguro, que había en clase; media docenita de torpes que guardaba él como oro en paño, para darse un desahogo a sus anchas cuando el cuerpo se le pedía.

Sin más que oírse nombrar la víctima, como ya tenía la conciencia de su destino, levantábase temblando; y con las rodillas encogidas y muy metido el libro por los ojos, comenzaba a leer mal lo que había de traducir... peor. Don Bernabé, con la cabeza gacha, la mirada torcida, las manos cruzadas sobre los riñones, en la una el bastón de ballena y en la otra la caja del rapé, paseábase a lo largo del salón. Poco a poco iba acercando la línea que recorría al banco del sentenciado. Dejábale decir sin replicarle ni corregirle. De pronto exclamaba, con su voz dilacerante envuelta en una caricatura de sonrisa: -¡Anda, candonga! Esta salida equivalía a un tiro en el pecho. El pobre chico se quedaba instantáneamente sin voz, sin sangre y con los pelos de punta.

-¡Siga, calabaza! -gritábale a poco el dómine, acercandose más al banco.

Y seguía el muchacho, pero como sigue el reo al agonizante, seguro de llegar muy pronto al banquillo fatal. Y el lobo siempre acercándose, hasta que, al fin, se paraba muy pegadito a la oveja. En esta postura, tomaba un polvo, agachaba la cabeza, arrimaba la oreja derecha al libro y requería con la zurda el bastón. El traductor perdía entonces hasta la vista, caían de su boca los disparates a borbotones, y empezaba el suplicio. El primer golpe, con la caja de rapé, era a la cabeza; el segundo, con el libro, empujado con el puño del bastón, en las narices, al bajarlas el infeliz hacia las hojas huyendo de los golpes de arriba; después, lanzadas, con el propio puño de plata, al costado, al estómago, a la barriga y a los dientes; doblábase la víctima por la cintura, y un bastonazo en las nalgas le enderezaba; gemía con la fuerza del dolor, y un sopapo le tapaba el resuello.

-¿Conque pasce capellas significa paz en las capillas? -decía, en tanto, el verdugo con espantosa serenidad-. ¡Candonga!, eso se lo habrán enseñado ahí enfrente.

«Ahí enfrente» era la cátedra de Córdoba.

Cuando la víctima, rendida por el dolor y por el espanto, no daba ya juego, es decir, se sentaba resuelta a dejarse matar allí, el verdugo, señalando una nueva con la mano, decía:

-A ver, ¡el otro!

Y el otro seguía la interrumpida traducción; y como era de necesidad que no anduviera más acertado que su camarada, seguían también los palos y los denuestos. En ocasiones no lo hacían mejor los suyos, fuera por ignorancia, fuera por espanto, al llegar a ellos el punto dificultoso; ¡y allí eran de ver en juego todos los rayos de aquel Júpiter inclemente! Entonces tiraba al montón, y recorría los bancos de extremo a extremo, y hería y machacaba hasta romper las varas en piernas, manos, espaldas, entre las orejas, y en el pescuezo, y en el cogote; y cuando ya no tenía varas que romper, iba a la mesa, agarraba el atril de las balas y se le arrojaba al primero en quien se fijaran sus ojuelos fosforescentes.

Por tales rumbos solía venir lo que, no por ser extraordinario, dejaba de ser frecuentísimo, y, sobre todo, imprevisto e inevitable. Inevitable, puesto que ni la falta de salud, ni la pena de un luto reciente, ni las condiciones de temperamento, ni siquiera la incapacidad natural, valían allí por causas atenuantes. Saber o no saber; mejor dicho, responder o no responder. Esta era la ley, y allá va un caso de prueba.

Aquel famoso don Lorenzo el Pegote, cura loco, que al fin acabó recogido en la Casa de Caridad, tuvo el mal acuerdo de que aprendiera latín un sobrino suyo, marinero de la calle Alta. Este infeliz muchacho entró en el Instituto ocho días después que yo, y sentóse a mi lado, con su elástica de bayeta amarilla, sus calzones pardos, sus zapatones de becerro, y oliendo a parrocha que tumbaba».

Cómo le entraría el latín a este alumno que apenas sabía deletrear el castellano, y dejaba el achicador y las faenas de la lancha para coger en las manos el Carrillo, júzguelo el pío lector. Ni en su cabeza cabían las más sencillas declinaciones, ni siquiera la idea de que pudieran servirle en los días de su vida para maldita de Dios la cosa. En cátedra estaba siempre triste y como azorado.

Cualquier mortal de buena entraña, teniendo esto en cuenta, le hubiera guardado muchas consideraciones; pero don Bernabé no vio en el sobrino del loco don Lorenzo más que un discípulo que no tragaba el latín, y desde el segundo día de conocerle comenzó a atormentarle, con una perseverancia verdaderamente espantosa.

Preguntábale sin cesar sabiendo que había de obtener un desatino por respuesta; y como si este desatino fuera un mordisco de fiera acorralada, como a tal contundía y golpeaba al pobre chico, y hasta le ensangrentaba a varazos las encallecidas palmas de las manos. Sufríalo todo el desventurado con la resignación de un mártir, y solamente algunas lágrimas silenciosas delataban su dolor y su vergüenza. Tomaba el dómine la resignación por resistencia provocativa, y entonces caía en una de aquellas borracheras de barbarie que tan famoso hicieron su nombre en el Instituto Cántabro.

Hay que advertir que el tal don Lorenzo iba casi todos los días, con su raído levitón, su bastón nudoso y su faz airada y fulgurante, a preguntar a don Bernabé por los adelantos de su sobrino. Hartábase el dómine entonces de ponderarle la torpeza y holgazanería del muchacho; con lo cual aquel energúmeno, que tenía por costumbre apalear en la calle a cuantos le miraban con cierta atención, deslomaba al sobrino en cuanto éste volvía a casa, harto más necesitado de bizmas y buen caldo.

Antes de cumplirse un mes, ahorcó los libros el callealtero, y se metió a pescador, en cuyo oficio se había amamantado. Y fue un sabio acuerdo. La vida que traía de estudiante no era para tirar más allá de cinco semanas con pellejo. Desde entonces no he vuelto a verle, ni he sabido nada de él. Pero dudo que, por perra que haya sido su suerte, envidiara la que tuvo al caer bajo la férula sangrienta de don Bernabé Sainz.

Qué carnes y qué corazón se me pondrían a mí contemplando estos cotidianos espectáculos, júzguelo el pío lector. Yo no comía, yo no sosegaba. Como don Quijote con los libros de Caballerías, me pasaba las noches de claro en claro, estudiando el Carrillo, sacando oraciones y traduciendo a Orodea; y con tal ansia devoré aquel Arte, tan a mazo y escoplo le grabé en la memoria, que hoy, al cabo de treinta y más años, me comprometería a relatarle, después de una sencilla lectura, sin errar punto ni coma. Y no obstante, más que a estas faenas sobrehumanas, atribuyo a la Providencia el milagro de no haber probado de las iras de don Bernabé sino lo que me tocó en los vapuleos generales, que nunca fue mucho. ¡Pero qué inquietudes! ¡Pero qué temores! ¡Pero qué pesadillas!... vuelvo a decir. Desde entonces niego yo que pueda nadie enfermar, y mucho menos morir, de susto, puesto que sobreviví a tal cúmulo de horrores, tan extraños e inconcebibles en mi edad y especiales condiciones de temperamento.

Algunas veces, al presenciar una de aquellas matanzas, atrevíame a preguntarme con el pensamiento, pues con la lengua hubiera sido tanto como quedarme sin ella en el gaznate: «¿Qué razón puede haber para que faltas tan leves merezcan castigos tan horrendos? ¿Cómo hay padres que consientan que un extraño maltrate de este modo a sus hijos? ¿Quién ha dado a este hombre tan bárbaras atribuciones? Si esto es cátedra, sobran los palos; si matadero, sobran los libros».

Pero como había padres que aplaudían aquellas tundas feroces administradas a sus hijos, y leyes que no ataban las manos al verdugo, calculaba yo que así, y no de otro modo, deberían andar aquellas cosas.

Refiere Suetonio que hallándose Tiberio en Caprea, una tarde en que se paseaba junto al mar, un pescador se le acercó muy quedito por detrás y le ofreció una hermosa lobina que aún coleaba. Sorprendido el tirano por la voz del pobre hombre, mandó que le restregaran la cara con el pez, en castigo de su atrevimiento; y así se hizo. «Fortuna -dijo luego el pescador, mientras se limpiaba la sangre que corría por sus mejillas-, que no se me ocurrió ofrecerle una langosta».

No por el dicho del pescador, sino por el hecho del tirano, saco el cuento a relucir aquí; y esto, para que se vea que, en ocasiones, don Bernabé daba quince y falta a Tiberio. Verbigracia: para el acopio de varas se valía de los mismos discípulos a quienes vapuleaba todos los días; y hubo ocasión en que rompió sobre las nalgas de uno de ellos todas cuantas acababa de presentarle, recién cortadas con ímprobos trabajos, so pretexto de que no eran de las buenas, y que además estaban picadas con el cortaplumas.

Pudiera citar muchos ejemplos de esta especie; pero cállolos, porque no se crea que me ensaño en la memoria de este hombre, que ¡admírese el lector!, a pesar de lo relatado, no fue merecedor de tal castigo.


- III - editar

Esta figura trágica tenía también su lado cómico en la cátedra, no por intento del catedrático, sino por la fuerza del contraste; como es alegre, en un cielo negro y preñado de tempestades, la luz del relámpago que en ocasiones mata.

Don Bernabé era hombre de cortísimos alcances, y esto se echaba de ver en cuanto se salía de los carriles del Arte señalado de texto. En tales casos, hubiera sido, como ahora se dice, verdaderamente delicioso, por la especialidad de los recursos que le suministraba la angostura de su ingenio, si su lado cómico no hubiera estado tan cerca del dramático.

Fuera de los poquísimos ejemplos que sacaba de Tácito o de Tito Livio, todas sus oraciones, propuestas muy lentamente y paseándose a lo largo de la clase, tomando rapé, eran del género culinario, y, mutatis mutandis, siempre las mismas.

-Estando la cocinera -díjome una vez, al llegar yo a hacer oraciones de esta clase-, fregando los platos, los discípulos le robaban el chocolate.

Pues en latín, y sin grandes dificultades, lo de la cocinera, lo de fregar los platos y hasta lo del robo por los discípulos; pero llegué al chocolate y detúveme.

-¿Qué hay por chocolate? -pregunté.

-Hombre -me respondió deteniéndose él también en su paseo, torciendo la cabecita y tomando otro polvo-, la verdad es que los romanos no le conocieron. -Meditó unos momentos, y añadió, con aquella voz destemplada, verdadera salida de tono, que le era peculiar:

-Ponga masa cum cacao, cum sacaro et cum cinamomo confecta. (Masa hecha con cacao, azúcar y canela).

Hízonos gracia la retahíla, y reímonos todos; pero pudo haberme costado lágrimas la dificultad en que me vi para acomodar tantas cosas en sustitución del sencillísimo chocolate, sin faltar a la ley de las concordancias en género, número y caso.

Otra vez, y también a propósito de fregonas y de discípulos golosos, salió a colación la palabra arroba.

-¿Qué hay por arroba? -preguntó el alumno.

A lo que respondió don Bernabé, con la voz y los preparativos de costumbre:

-La verdad es, candonga, que esa unidad no la conocían los romanos... Ponga... pondus viginti et quinque librarum (peso de veinticinco libras).

Como en estos casos le daba por estirarse, en otros prefería encogerse.

-Voy a Carriedo -mandó poner en latín en una ocasión; y como el alumno vacilase...

-¡Carretum eo, candonga! -concluyó el dómine alumbrándole dos estacazos-. ¿Qué ha de haber por Carriedo sino Carretum, carreti?

Cuando un muchacho quería salir de la cátedra, obligado a ello por alguna necesidad apremiante, o fingiendo que la sentía, alzábase del banco, cruzaba los brazos sobre el pecho, y quedábase mirando a don Bernabé, con la cara muy compungida; hacía éste un movimiento expresivo con la cabeza, y así concedía o negaba el permiso que se le pedía.

Aconteció una vez que se alzó un muchacho; y después de haber estado cerca de un cuarto de hora en la susodicha forma de interrogante, sin obtener respuesta, díjole don Bernabé:

-¡Corre, que te pillan!...

Y el chico apretó a correr hacia la puerta.

-¿Adónde va, candonga? -le gritó el dómine. ¡Vuelva, vuelva, y póngamelo en latín!

Volvió el muchacho, y, torpe y atarugado, comenzó a decir:

-Curre... quod... pillant...

-¡No estás tú mal pillo, calabaza! -y deslomóle de un bastonazo-. ¡A ver, el otro!

Y como el otro no estuviese más acertado que su antecesor, continuó el de más allá, y luego el que le seguía, y después el otro, y, por último, los mayoristas, que tampoco supieron vencer la dificultad, con lo que don Bernabé fue entrando en calor, y la bromita del «corre, que te pillan» acabó en tragedia.

Tal era el lado cómico de este personaje. Fiar en sus chistes, equivalía a retozar con el tigre. Al fin, siempre había zarpada.


- IV - editar

Y ahora quisiera tener yo a mi lado a los más sutiles fisiólogos del mundo, para que me explicaran el fenómeno de aquella singular naturaleza; cómo podía ser a un mismo tiempo el más empedernido y sanguinario de los maestros, y el mejor de los hombres. Porque es de saberse que don Bernabé Sainz, fuera de su cátedra, lo era de pies a cabeza. Jamás he conocido persona más inofensiva, más sencilla, más bondadosa. Un niño le engañaba en la calle, un juguete le entretenía, el menor acontecimiento le asombraba. Su integridad rayaba en manía.

Tenía pupilos, ordinariamente. Cuando se trataba de repasarles la lección, era el tigre del Instituto; pero en la mesa, en el paseo, en la intimidad del hogar, era un amigo, un padre cariñosísimo para ellos, como lo era para todos sus discípulos en cuanto dejaban de serio.

A mi modo de ver, era un pobre hombre poseído de un demonio: el demonio del fanatismo, el fanatismo de la enseñanza. Si castigaba a un discípulo con un día de calabozo, dejaba de comer para ir a tomarle la lección de la tarde en el calabozo mismo. Iba a clase hasta con calentura a cumplir con su deber, y su deber era enseñar latín, porque creía haber nacido para eso. Si una consulta sobre la traducción pendiente le robaba el sueño, tanto mejor: ningún hecho más digno, en su concepto, de consignarse en la hoja de servicios de sus alumnos. Presentaba los buenos en un examen con el orgullo y el amor de un general que ve desfilar, en ostentosa parada, a sus valientes veteranos cargados de cruces; y hablaba de ellos en todas partes, y los seguía con la atención a la Universidad, y aunque allí claudicasen, jamás los apartaba ya de su memoria. Llena de esos nombres la tuvo hasta la hora de su muerte. Muchas veces me los citó conmovido y entusiasmado, y por el menos brillante de aquellos «chicos» hubiera dado él, sin titubear, a ser preciso, la diestra con que tantas veces le deslomó a varazos.

En una ocasión, después de haber oído la razón que le dio un discípulo de haber faltado a la clase el día antes, le oí decir:

-Candonga, ¿y por eso no vino? ¿Sabe cómo vengo yo todos los días y como vivo? Pues óigalo, calabaza. Hace veinte años que estoy enseñando latín, y quince que la mujer no sale de la cama; me consume cuanto gano y no tengo más que lo puesto; los únicos ahorros que había hecho se los presté a un compañero que no me los ha de pagar en los días de su vida, y lo mejor de cada noche me lo paso en claro velando a la enferma. ¿Les parece poco? ¡Ah, candonga! ¡Si os cogieran los tiempos que a mí me cogieron para aprender latín, ya os darían confites en estos lances, y os guardarían los miramientos que yo os guardo! Enfermo, y con la nieve a la rodilla, fui yo una noche a casa de un compañero que tenía Calepino, para sacar un significado de la traducción del día siguiente... Y ¡pobre de mí, candonga, si llego a ir al aula sin sacarte!... Y sepan, calabaza, que para entonces ya había servido yo al rey seis años en una compañía de fusileros: dos de soldado raso, uno de furriel y tres de sargento.

He aquí algo a que se agarrarían los fisiólogos llamados a explicar las crueldades profesionales de un hombre tan manso y apacible. Don Bernabé enseñaba como le habían enseñado a él: a estacazos. La costumbre fue haciéndose naturaleza poco a poco. La escasez de entendimiento, lo extremado del amor al oficio, los resabios del cuartel y las tradiciones del sistema, hicieron lo demás. No era a sus ojos mayor delito que echar malé en una lección, faltar con palabras un soldado raso a un triste cabo segundo; y, sin embargo, la Ordenanza militar castiga estas faltas con el presidio, si no con la muerte, ¡y él se conformaba con apalear a los delincuentes de su cátedra!

Hasta dónde llegaban su sencillez y su puntillo de hombre de cuenta y razón, muéstralo el hecho siguiente, que no fue el único en su género:

Llegóse una vez a cobrar la paga del mes a secretaría, y diéronsela con la merma de cierta cantidad que le correspondía pagar por no sé qué gastos hechos por todo el Claustro de profesores.

-Venga mi paga entera -dijo don Bernabé negándose a recoger lo que le entregaban.

-Pues ahí la tiene usted -le replicaron-. Tanto que usted debe, y tanto que le entrego, hacen lo que le corresponde.

-¡Venga mi paga entera, candonga! -insistió.

Diéronte lo que le faltaba.

-¿Cuánto debo yo? -preguntó al tener todo el dinero enla mano.

-Tanto.

-Pues ahí va -dijo entregándolo y guardándose el resto después de contarlo.

-¿Cuánto le queda a usted ahora?

-Tanto.

-Lo mismo que yo entregaba a usted antes.

-Nunca lo negué, candonga; pero yo soy hombre de cuenta y razón, y para tan cortos caudales no necesito mayordomos; y como pago de lo mío, quiero pagar con mi mano, ¡calabaza!

El nuevo plan de estudios le transformó radicalmente. Continuó siendo en la cátedra una fiera, pero con bozal y sin uñas. Perdió así lo mejor de sus bríos, y se entibió su entusiasmo por la enseñanza. No la comprendía sin palos y sin sangre. Andaba triste y desperdigado; y como ya era viudo y sin hijos, se casó con la criada.

Le dieron una cencerrada espantosa: tres noches duró; y no duró más, porque habiéndole insultado groseramente los actores, los dispersó a tiros desde el balcón, en lo cual obró como un sabio y en justicia».

Murió el año de 1865, víctima del cólera que diezmó la población de Santander; y es de advertir que ni este espantoso azote pudo doblar aquel rígido carácter antes de romperle, puesto que don Bernabé fue a cátedra invadido ya por la enfermedad, salió a la hora reglamentaria, y sólo se metió en el lecho para rendir cristianamente el alma a Dios.

En resumen, lector: en mi sentir, las crueldades del dómine, aunque lamentables, e hijas, más que del corazón, del tiempo, de las costumbres y de las leyes que las toleraban y hasta las aplaudían, no hacen al íntegro y virtuosísimo personaje indigno de la estimación de las gentes hidalgas. Me complazco en declararlo así, en honra del hombre que más me ha hecho padecer en menos tiempo. Pero no me arrepiento de haber pintado a Filipo por los dos lados; pues si el vivir bajo el imperio de su barbarie me acongojaba entonces, hoy, que tengo hijos, me espanta el pensar que puede quedar todavía algo de ella en los centros de enseñanza.

Obra es, pues, de caridad sacar esa barbarie al rollo, para lección de incautos y castigo de verdugos.


1878