Eneida (Caro tr.)/Libro VI

Eneida (1905) de Virgilio
traducción de Miguel Antonio Caro
Libro VI
Nota: Se respeta la ortografía original de la época
LIBRO SEXTO.


I.

Así hablaba y lloraba juntamente.
Ya, riendas dando, por el mar navegan,
Y á las costas de Cúmas (cuya gente
De Eubea vino) sin tardanza llegan.
Tornan proas al mar: con tenaz diente
La ancla fija el bajel, y á tierra apegan
Las corvas popas, que en la orilla alzadas
La bordan de colores varïadas.

II.

Ledos embisten en hesperia tierra:
Quién hiere el pedernal, que en sus entrañas
De la llama los gérmenes encierra;
Quién penetra las ásperas montañas
Y leños corta, ó por su seno yerra,
Intrincada guarida de alimañas,
Y vuelve, y dando de placer señales
Enseña los hallados manantiales.

III.

Mas Enéas piadoso á las alturas
En que Apolo descuella, se encamina,
Y las cuevas recónditas, oscuras,
Busca de la terrífica adivina
Que, inflamada del Dios, cosas futuras
En estro rebosando vaticina:
¿Veisle? entrando con otros va derecho
Ora el bosque avernal, ya el áureo techo.

IV.

Dédalo de comarcas sanguinosas
Huyendo, es fama, y del furor de Mínos,
Fiarse osó con alas vagarosas
A los reinos del aura cristalinos:
A la region helada de las Osas
Su vuelo por insólitos caminos
Tendió, y moviendo las nadantes plumas,
Fué en el alcázar á parar de Cúmas.

V.

Por vez primera allí devuelto al suelo,
Grato, Apolo, al favor, logró ofrecerte
Sanas las alas que bogó en su vuelo
Y un templo dedicarte hermoso y fuerte.
En las puertas, de Andrógeo el fin, el duelo
Grabó de los Cecrópidas, que á muerte
Siete hijos tributaban cada un año;
La urna ciega allí está do sale el daño.

VI.

En frente, en medio al mar, se representa
Creta: allí lo cruel de sus amores,
Del toro esclava, Pasifae ostenta;
Monumento de estúpidos furores
Allí el biforme Minotauro asienta
La planta; con sus vueltas, sus errores,
Incierto entorno el laberinto gira,
Y á la amante princesa horror inspira.

VII.

Cediendo de la triste á la porfía,
Allí Dédalo mismo de Teseo
El paso indocto con el hilo guia:
Ícaro, y tú tambien lograras, creo,
Insigne asiento en la áurea galería;
Mas de padre el dolor ganó al deseo
Del artífice audaz, que, el brazo alzando,
Caer dos veces le dejó, llorando.

VIII.

Enéas con su gente asaz tuviera
En cada cuadro la mirada fija,
Si, enviado adelante, no volviera
Turbando Acátes su atencion prolija:
Con Acátes, graciosa compañera,
Deífobe llegó, de Glauco hija,
Intérprete de Apolo y de Dïana;
Que vuelta al Rey de la nacion troyana.

IX.

«No es sazon de admirar primores tales.»
Le dice: «importa que inmolar decidas
De grey vacuna siete recentales
Y á par siete ovejuelas escogidas.»
Esto dijo: Troyanos principales
Van á cumplir las órdenes oidas;
Y mostrándoles sigue ella el camino
Al elevado templo Sibilino.

X.

Hay en la roca eubea un lado hendido,
Antro de cien entradas y cien puertas
Que cien voces arrojan con rüido,
De la oculta Deidad respuestas ciertas.
Cuando llegaban al umbral temido,
«¡Tiempo es que el ruego á consultar conviertas
Tus hados, huésped!» la doncella exclama;
Hé aquí el Dios, hé aquí el Dios! mi mente inflama.»

XI.

Esto la vírgen pronunció en la entrada
De la inmensa caverna: en ese instante
Tartamudea, la color mudada,
Crespo el cabello, atónito el semblante:
Enfurecida, aérea, agigantada,
Hínchale el Dios el seno jadeante,
Y ya llena del númen soberano,
Vibró puro su acento áun más que humano:

XII.

«¡Eneas! ¿no será que al Númen santo
Con tus votos y súplicas regales?
No han de abrirse á tus pasos entretanto
Del pavoroso templo los umbrales.»
Calló: los Teucros con glacial espanto
Oyeron resonar palabras tales,
Y postrándose el Rey, con hondo acento
Oró así en religioso arrobamiento:

XIII.

«Febo, que de infortunios y pesares
De los hijos de Troya te apïadas;
Tú que al cuerpo del de Éaco, de Páris
Las flechas dirigiste enherboladas:
Salvo, merced es tuya, hendí anchos mares
Que á ceñir van regiones apartadas;
Yo he cruzado las costas africanas;
Yo las hórridas sirtes vi cercanas.

XIV.

»Hoy piso en fin el límite italiano,
Tierra de promision que ántes huia;
¡Así el signo maléfico troyano
Haya hasta aquí llegado en su porfía!
Y ¡oh cuantos con furor visteis insano
Crecer la gloria de mi patria un dia!
¡Dioses todos y diosas! sin enojos
Volved ya en fin á Troya vuestros ojos!

XV.

»Y ¡oh tú que en siglos ves áun no llegados,
Santa sacerdotisa! (yo no pido
Imperio no ofrecido por mis hados)
Da á mis Teucros gozar reposo y nido
Con los Dioses de Troya fatigados;
Y á Hécate y á Apolo, agradecido,
De mármol fundaré templo y altares
Y fiestas en su honor apolinares.

XVI.

»Tú en mi reino tambien ilustre asiento
Tendrás, y tus sagradas predicciones
Guardando con solemne acatamiento,
Tu culto servirán dignos varones.
Mas oye: á la merced irán del viento
Tus palabras si en hojas las dispones;
Canta tú misma lo que cierto veas.»
Aquí dió fin á su oracion Enéas.

XVII.

En tanto la Sibila áun se subleva
Por sacudir el númen que la oprime,
Y feroz se revuelve en la ancha cueva:
Fogoso corazon, labio que gime
El Dios le doma, que sobre ellos lleva
Hasta grabarla, inspiracion sublime;
Y dan su voz en ecos las cien puertas
Todas á un tiempo sin esfuerzo abiertas.

XVIII.

Diciendo: «¡Oh tú hasta ahora libertado
De los riesgos del piélago marino,
Hoy de riesgos de tierra amenazado!
Vendrá tu gente al reino de Lavino
(No temas, no, que lo revoque el hado);
Mas tiempo habrá que llore porque vino;
Guerras, ásperas guerras estoy viendo;
Miro al Tibre ondear, de sangre horrendo.

XIX.

»Otro Janto, otro Símois, y otra hogaño
Campaña cual la griega rigurosa
Verás, que el Lacio cria ya en tu daño
Otro Aquíles feroz hijo de Diosa;
Ni faltará á tu gente en suelo extraño
De Juno el odio que jamas reposa;
Y en tanto, ¿qué ciudades, ni qué playas
Habrá, infeliz, donde á rogar no vayas?

XX.

»Y otra vez bodas en foráneo suelo
Llorarán los Troyanos; y esa esposa
¡Cuánto traerá de afan! ¡cuánto de duelo!
¡A ti y á tus vasallos cuán costosa!
Tú, hasta do el hado sufra, insta en tu anhelo,
Y lograrás, mudanza milagrosa,
Que ántes que no otra, á próspero destino
Una griega ciudad te abra camino.»

XXI.

Tal desde su antro la Sibila fiera,
Con voz que infunde admiracion y espanto,
Hechos desvuelve, edades acelera,
Y en sombras la verdad brilla en su canto;
Tal de su labio el ímpetu modera
El Dios que el corazon le aguija en tanto;
Mas serenada al fin su ira espumante,
A hablarle torna el héroe suplicante:

XXII.

«Áun no me has anunciado ¡oh vírgen! nada
Ó nuevo ó imprevisto de mi vida.
Mas oye: si hay aquí al Averno entrada,
Si aquí está la laguna tan temida,
Con sobras de Aqueronte sustentada,
Concede que un favor solo te pida:
Mi padre anhelo ver; guia mi planta,
Y dígnate de abrir la puerta santa.

XXIII.

»¡Mi padre! Yo de en medio al enemigo
Entre llamas y dardos libertélo;
Yo le puse en mis hombros, y él conmigo
Fué dándome doquier fuerza y consuelo:
El fué en mis viajes mi mejor amigo;
El los rigores de la mar y el cielo
Con generosas muestras de osadía,
Milagrosa en su edad, llevar solia.

XXIV.

»Y él, él me persuadió que reverente
Llegase, y suplicante, á tus umbrales:
¡Oh! del padre y del hijo juntamente
Te apiaden los trabajos inmortales;
Que tú eres, vírgen santa, omnipotente,
Y de los negros bosques infernales
La pavorosa Hécate no en vano
El cetro aterrador puso en tu mano.

XXV.

»La prenda de su amor el tracio Orfeo,
Luégo que hondo el Erebo la devora,
A salvar acertó, felice empleo
Haciendo de su cítara sonora:
Pólux, merced de enérgico deseo,
Librar logró al hermano á quien adora,
Y partiendo con él su sér divino
Pasa y repasa el lóbrego camino.

XXVI.

»Callaré de Teseo; del tremendo
Alcídes callo y su potente maza:
¡Yo, yo tambien de Júpiter desciendo!»
Pronuncia el héroe, y al altar se abraza.
Otra vez la adivina respondiendo,
«Troyano hijo de Anquíses, de la raza
De los supernos Dioses procedente,
Oyeme,» dice, «y grábalo en tu mente:

XXVII.

»Fácil es del Averno la bajada;
De dia y noche á la region oscura
Patente está la pavorosa entrada;
Mas volver y elevarse al aura pura,
Esa es la parte trabajosa, osada:
Muy pocos á quien Jove con ternura
Vió, ó que ardiente virtud al Cielo eleva,
Vencieron, raza de héroes, la ardua prueba.

XXVIII.

»Cubren selvas espesas y sombrías
El centro del Averno; á la redonda
Carcomiendo el Cocito ciegas vias
Con su torpe caudal callado ronda.
Mas si forzar el Tártaro porfías
Y dos veces cruzar la estigia onda,
Si en esto gozas que á otros acobarda,
Cómo has de comenzar escucha y guarda.

XXIX.

»En medio de estas selvas donde moro
Oculto un ramo está que el tallo tierno
Tiene, y las hojas trémulas, de oro,
Consagrado á la Juno del Infierno:
Cierra en su seno el fúlgido tesoro
Hojoso un árbol entre el bosque eterno,
Y de valles en torno guarnecido,
La amiga lobreguez le hurta al sentido.

XXX.

»Y nadie ya la subterránea ruta
Pudo emprender á do el amor te llama,
Si ántes no desgajó la rica fruta:
La hermosa Proserpina esa áurea rama
Apropiada á su gloria la reputa,
Y es el obsequio que entre todos ama:
Segado el tallo, el gérmen no perece;
Retoña, y la áurea yema amarillece.

XXXI.

»Vé, y de alto en torno el árbol investiga
Con atenta mirada, y avistado,
Allá tiende la mano; que si amiga
La suerte rie, con sensible agrado
Al punto hará que el vástago te siga;
Pero si adusto te rechaza el hado,
No habrá fuerte segur ni ahincado empeño
Que el ramo aparte del materno leño.

XXXII.

»Mas ¡ah! miéntras al sacro umbral se inclina
Tu oido, atento al deseado indulto,
Un cadáver tus tropas contamina;
Fué tu amigo y le ignoras insepulto:
A honrarle ovejas negras vé y destina;
Su cuerpo vé á librar de odioso insulto;
Y así, en fin, á estas lóbregas moradas
Bajarás, no á vivientes franqueadas.»

XXXIII.

Cesó, y quedóse la adivina muda.
La medrosa caverna el héroe deja;
Mirando al suelo va, y acerba duda
Le roe el corazon. Con él se aleja
Acátes, fiel amigo: igual la aguda
Pena que á Enéas, al andar le aqueja:
¿Quién será, cada cual finge y cavila,
El que muerto nos canta la Sibila?

XXXIV.

Hablando, pues, del mal que les espera,
De dolor y ansiedad el pecho lleno,
Allá tirado en la árida ribera
Cadáver infeliz ven á Miseno:
Miseno, hijo de Eolo, á quien diera
Natura el arte de excitar al bueno
A los combates, y el guerrero bando
Llenar de fuego, su clarin tocando.

XXXV.

Él, cuando Troya, acompañado habia
Á Héctor: los campos él, de Héctor al lado,
Con su trompa y su lanza recorria
En la lanza y la trompa ejercitado;
Despues, cuando de la alma luz del dia
Héctor fué por Aquíles despojado,
De Enéas al mandar el fiel guerrero
(Partido no inferior) puso su acero.

XXXVI.

Mas ahora que insensato en la ribera
Retaba al són de cóncava bocina
Al númen que á emularle se atreviera,
Envidiando Titon su arte divina
(Si no miente la fama vocinglera)
Ahogóle en la espumosa onda marina.
Cercándole los suyos danle en tanto,
Enéas sobre todo, amargo llanto.

XXXVII.

Y llorando, el sagrado mandamiento
A cumplir van, y fúnebres altares
Con árboles á alzar al firmamento:
Van á una antigua selva, hondos hogares
De fieras: al herir de hachas violento,
Los fresnos y los pinos seculares
Vacilan, los hendibles robles gimen,
Y los olmos rodando el bosque oprimen.

XXXVIII.

A los suyos el héroe, apercibido
De iguales armas, guia en la faena
Con la voz y el ejemplo, y con gemido
Dice, el gran bosque al ver que en torno suena:
«Ya el presagio cruel está cumplido
En tí, amigo infeliz, ¡oh cruda pena!
¡Así á mis ojos se mostrase ahora
El árbol que áureos frutos atesora!»

XXXIX.

Así exhala plegarias y querellas,
Cuando á su vista, sobre el manso viento,
Llegan iguales dos palomas bellas
Abatiendo el süave movimiento
A posarse en el césped verde. En ellas
Mira Enéas atónito y atento
Las mensajeras de su madre, y clama
Con el acento del que espera y ama:

XL.

«¡Oh aves misteriosas! si camino
Abre el hado, marcadle con el vuelo;
Id al ramo que en torno peregrino
Con rica sombra ampara el fértil suelo!
Y tú en esta sazon, felice tino
Concede, ¡oh madre! y el favor que anhelo.»
Calla; y qué auguren al picar la hierba,
O á dó tiendan las aves, fijo observa.

XLI.

Hasta do el ojo va, la copia alada
Sigue el volar, sigue el volar rastrero;
Mas asomando á la hedïonda entrada
De Averno, se alza en ímpetu ligero:
Buscan las dos la copa deseada,
Y á un tiempo ocupan el feliz madero,
Do entre pardos verdores amarillo
El ramo desigual muestra su brillo.

XLII.

Como en bosques que invierno heló, enverdece
El visco, y con la prole de que abunda,
No hija del árbol á que asido crece,
El tronco protector blondo circunda;
Tal la ráfaga de oro resplandece;
Tal, herida del aura vagabunda,
Treme y cruje la lámina divina
En medio allá de la copuda encina.

XLIII.

Del ramo inerte el Rey ase impaciente
Y vuela á la mansion de la adivina.
Sigue entretanto la llorosa gente
Tristes honras haciendo en la marina
A la insensible víctima presente:
De maderas copiosas en resina,
Y duros troncos de que rajas llevan,
Ingente pira desde luégo elevan.

XLIV.

Y de mustias guirnaldas guarnecida
Y de rectos cipreses custodiada,
De adorno sobrepónenle en seguida
El limpio arnes y la desnuda espada.
En calderas de bronce recogida
Llegan agua á la lumbre aderezada,
Y ántes de que las llamas lo consuman,
El cuerpo helado lavan y perfuman.

XLV.

Unos, en medio del comun gemido,
Le extienden sobre el fúnebre tablado,
De su lujosa púrpura ceñido;
Otros (¡penoso ministerio!) á un lado
Vuelto el rostro, por rito establecido,
Pegan la antorcha al féretro enlutado:
Viandas, incienso, aceite rebosante,
Todo el fuego lo envuelve en un instante.

XLVI.

Cuando en pavesas descansó la llama,
Corineo balsámica ambrosía
En las reliquias cálidas derrama,
Y á una urna de metal los huesos fia:
De noble olivo consagrada rama
Blandiendo leve, á los demas rocía
Con lustral aspersion que hace tres veces;
Llora, y pronuncia las finales preces.

XLVII.

El Rey, de gratitud y piedad lleno,
Manda erigir soberbia sepultura;
Y, «Al túmulo fijar,» les dice, «ordeno
Su clarin y su remo y su armadura.»
Se hizo al pié de un peñon, que de Miseno
Recibió el nombre que inmortal le dura.
Enéas á cumplir vuela, tras eso,
El sagrado mandato en su alma impreso.

XLVIII.

Hay en aquel confin una honda sima,
Vasta caverna de escabrosa roca:
Negro bosque, que en torno se arracima,
Guarda, y medroso lago, la gran boca.
No impune el ave que revuele encima
El torpe aire con sus alas toca
Que en columna de fétidos vapores
Sale á infestar los cercos superiores.

XLIX.

Trajo allí el Rey de la troyana gente
Cuatro negros novillos, á quien riega
Con vino la Sibila la alta frente;
Entre las astas elegido siega
Vellon cerdoso, que á la llama ardiente,
Dón primerizo y breve pasto, entrega;
Y á Hécate á grandes voces llama, Diosa
En Cielo y en Averno poderosa.

L.

Quién apresta al degüello la cuchilla;
Quién vasos llena en sangre que chorrea:
Enéas mismo con su espada humilla
Lúcia cordera cuya piel negrea,
Porque la Noche, de furial cuadrilla
Madre, y su hermana al par, fácil le sea;
Inmolando despues estéril vaca,
Tu númen, Proserpina, honra y aplaca.

LI.

Nocturnas aras en seguida eleva
Al Rey estigio: enteras á la llama
De los novillos las entrañas lleva,
Y encima óleo abundante les derrama.
Y hé aquí, ántes de rayar aurora nueva,
Treme la tierra, su hondo seno brama,
Oscilan selvas y vecinos cerros,
Y en la sombra ulular se oyen los perros.

LII.

Ya llega la Deidad. Con voz sonora
Grita la profetisa: «¡Huid, profanos!
Desamparad la selva; y solo ahora
Vén tú conmigo, ¡oh Rey de los Troyanos!
¡Vén, desnuda la espada vencedora,
Rodeado de alientos sobrehumanos!»
Dijo y hundióse: á su furente guia
Enéas con pié intrépido seguia.

LIII.

¡Oh los que de las almas inmortales
Teneis, Dioses, el cetro y monarquía!
¡Cáos! ¡Flegeton! ¡Tinieblas sepulcrales!
¡Lugares de silencio y noche umbría!
¡Concededme salvar vuestros umbrales,
Y que al orbe revele la voz mia
Lo que vi, lo que oí, cuanto misterio
Guarda vuestro hondo, funeral imperio!

LIV.

Opacos bajo noche alta y desierta,
Cruzando iban, los dos, reinos vacíos
Que allende yacen de la odiosa puerta:
Tal en bosques callados y sombríos
Al viajero señala senda incierta
Maligna luna con sus rayos frios,
Cuando atristan el Cielo alas nublosas
Y hosca el color la noche hurta á las cosas.

LV.

Ante el mismo vestíbulo, manida
Hicieron las Congojas vengadoras,
Las Dolencias de faz descolorida,
Y tú, arada Vejez con ellas moras:
Dolor, Terror, Necesidad raida,
Hambre, que induce á criminales horas:
Todos ellos, terríficas figuras,
Guardan las fauces del Averno oscuras.

LVI.

Y el Trabajo, y la Muerte, y compañero
El Sueño de la Muerte, su impía hermana,
Vense, avanzando hácia el umbral frontero,
Y malos Goces de la mente humana:
De las Furias los tálamos de acero
Allá están, Guerra atroz, Discordia insana:
Esta (¡qué horror!) con sanguinosas hebras
Crina en torno su frente de culebras.

LVII.

Lleno de años, con sombras halagüeño
Convida un olmo en la mitad; y es fama
Que acude en derredor del firme leño
Aerio enjambre que el silencio ama:
Subsiste asido un mentiroso ensueño
En cada hoja fugaz de cada rama;
Y en torno hórridas fieras, monstruos viles
Tienen cabe las puertas sus cubiles.

LVIII.

Centauros hay allí; silbante y fiera
Hidra; Scilas biformes que el mar cria;
Briareo, el de cien brazos; la Quimera
Que de llamas armada desafía;
Con sus hermanas Górgona guerrera,
Con sus iguales pestilente Arpía,
Con tres cabezas Gerïon gigante:
¿Quién habrá que los mire y no se aspante?

LIX.

Sintió Enéas pavor: el fuerte acero
Esgrime osado, y con su punta amaga
Al escuadron de monstruos, que severo
Llega delante ó revolando vaga:
Que sombras son sin cuerpo verdadero
Prudente á tiempo le advirtió la maga;
Él, á no detener la voz su brío
Hiriera ciego el ámbito vacío.

LX.

Parte de allí para Aqueron camino:
Vasto abismo que en lecho hondo de cieno
Hierve, y en el Cocito de contino
El arena descarga de su seno.
Guardian del territorio convecino,
El mustio rio y márgen inameno
El barquero Caron adusto cuida
Con ceño horrible y faz descolorida.

LXI.

El cual sucia caer al pecho deja
La blanca barba; es fuego su mirada;
Cuélgale de los hombros rota y vieja
Con un nudo su túnica enlazada;
Con tardas velas y un varal maneja
El ferrugíneo barco en que traslada
Los muertos: es su edad, si bien anciana,
Vejez propia de un Dios, recia y lozana.

LXII.

Allí, nube de imágenes ligera,
Cuantos dejan del suelo las mansiones
Vuelan sobre la fúnebre ribera:
Austeras madres; nobles campeones;
Vírgenes que en su dulce primavera
Segadas fueron; cándidos garzones
A quienes ya cabe la alzada pira
Lloró el padre infeliz que arder les mira.

LXIII.

Tantos van los espíritus y tales
Como las hojas que en la selva, al hielo
De los últimos dias otoñales
Ruedan precipitadas por el suelo;
O cual, climas buscando más geniales,
A traves de la mar en largo vuelo,
Del tiránico invierno desterradas,
Huir vemos las aves en bandadas.

LXIV.

Y hé aquí la turba que llegó primera
Pasar quiere, ántes que otros, lago allende;
Con vivo amor de la ulterior ribera
Esfuerza ruegos y las palmas tiende.
Caron, de tanta multitud que espera,
Ya á éste toma, ya á aquél; á nadie atiende;
Mas á muchos tambien, ¡desventurados!
Léjos rechaza de los tristes vados.

LXV.

Viendo el tropel, «¡Oh vírgen veneranda!»
Dice asombrado Enéas; «¿á qué llegan
A este rio las almas? ¿Qué demanda
Esa gran multitud? ¿Por qué navegan
Ledos los unos hácia la otra banda,
Y éstos, exclusos, en dolor se anegan?
¿Qué los distingue? di.» Y así de prisa
Respondió la senil sacerdotisa:

LXVI.

«Hijo de Anquíses, semidios troyano!
El lago Estigio y lóbrego Cocito
Mirando estás, por quien jurar en vano
Temen los Dioses como gran delito.
A éstos no honró, al morir, piadosa mano,
Turba doliente en número infinito:
Ese es Caron; trasporta á opuestos lados
Los que fueron en muerte sepultados.

LXVII.

»Ni el linde ingrato y aguas murmurantes
Logran salvar las ánimas que vagan
Desprovistas de honores, sin que ántes
Enterrados en paz sus huesos yagan;
O cien años arreo andando errantes
Sobre esta zona, su esperanza halagan;
Y al cabo de ellos admitidas, vuelan
A ver, en fin, los sitios por que anhelan.»

LXVIII.

Paróse con doliente fantasia
Enéas, y en la gente desechada
Ve á Leucáspis, ve á Oronte, antiguo guia
Del bajel licio en la troyana armada:
Con él salieron de Ilïon un dia,
Y bogando á par de él, á su mirada
Los hundió en crespas ondas Austro impío
Que al nauta sacudió, volcó el navío.

LXIX.

Hé aquí de entre éstos viene Palinuro,
Aquel que en la reciente travesía
Por el líbico golfo, al mar oscuro
Cayó, cuando en mirar se embebecia
Los altos astros de temor seguro.
Así que Enéas en la niebla umbría
Reconoció al llorado compañero,
Tornóse á condoler, y habló él primero.

LXX.

«¿Cuál Dios,» le dice, «Palinuro amado,
Ahogándote con mano traicionera
Te vino á arrebatar de nuestro lado?
Faltóme en cuanto á ti, por vez primera,
Fiel ántes siempre Apolo á lo anunciado,
Prometiendo que salvo á la ribera
Deseada de Italia tocarias:
Mal coronó las esperanzas mias!»

LXXI.

La sombra respondió: «Ni fraudulento
Fué contigo el oráculo divino,
¡Oh hijo de Anquíses! ni en el mar sediento
Númen odioso á sepultarme vino.
Yendo yo, en vela, á mi deber atento,
Casual golpe en la popa sobrevino,
Y en medio de las ondas, sin soltalle,
Caí con el fiado gobernalle.

LXXII.

»Y juro por la negra mar, Rey mio,
Que, perdido el asiento, el timon roto,
Más que por mí cuidé que tu navio,
Privado de defensa y de piloto,
Mal pudiese del piélago bravío
Los golpes contrastar. Violento Noto
Tres noches borrascosas de ardua brega
Me arrastró léjos sobre la onda ciega.

LXXIII.

»Vi las costas de Italia al cuarto dia,
Encumbrado por hórrida oleada:
Poco á poco nadaba, y salvo habria
Hollado, en fin, la playa deseada;
Mas, ¡triste! como á presa de valía
Me embiste horda feroz blandiendo espada
No bien de húmedas ropas agobiado
Trepaba, uñas hincando, agrio collado.

LXXIV.

»Hoy, desecho del mar, en sus riberas
Vientos me azotan. Por la luz del cielo
Y las auras que áun gozas placenteras,
Por tu hijo amado, y por su ilustre abuelo,
Si á éste das honras que de aquél esperas,
Tu invicta mano de tan grande duelo
En el puerto de Velia me redima
Piadosa arena derramando encima.

LXXV.

»Ó ya, supuesto que, de Olimpo santo
Por favor especial, bajado hayas
A visitar los reinos del espanto
Y de tu madre encaminado vayas,
La diestra alarga, si merezco tanto,
Y arrástrame contigo á opuestas playas,
Porque al cabo, rendido de fatiga,
En muerte al ménos reposar consiga.»

LXXVI.

Y dijo la adivina: «¿Estás demente,
Oh sombra temeraria? ¿Por ventura
Querrás el lago Estigio, la corriente
Pasar de las Euménides oscura,
Tú que no ostentas divinal presente
Ni gozas en la tierra sepultura?
¡Triste! no esperes á poder de ruegos
Los hados ablandar sordos y ciegos.

LXXVII.

»Mas escucha mi voz, y tus dolores
Consuela recordando anuncios tales:
Habrá de ancha region habitadores
Que, en fuerza de prodigios celestiales,
Tu sombra aplacarán, daránte honores,
Te alzarán monumentos sepulcrales;
Y el sitio, Palinuro, que te guarde
Hará por siglos de tu nombre alarde.»

LXXVIII.

Al són de estas palabras, un momento
Mitigó Palinuro su agonía,
Y fuése, revolviendo el pensamiento
Que un país de su nombre se gloría.
Ellos siguen en tanto á paso lento.
Caron su barca á la sazon movia,
Y de en medio del lago divisólos
La muda selva atravesando solos.

LXXIX.

Y en recia voz prorumpe: «Tú, quienquiera
Que armado invades mis dominios, tente,
Y qué quieres, dí luégo, en mi ribera.
Aquí en horror profundo eternamente
Moran los Sueños y la Noche impera:
No admite el bote estigio alma viviente;
Ni de atinado, si exenté, me loo,
Ya á Alcídes, ya á Teseo y Piritoo.

LXXX.

»En su abono, su orígen sobrehumano
Mostraban, cierto, y generoso brío:
¡Ah, y aquél ante el trono del tirano
Fué el guarda á encadenar del reino umbrío,
Y temblando arrastróle con su mano;
Y estotros en furioso desvarío
Por robar nuestra Reina, ¿quién tal osa?
El tálamo invadieron de la Diosa!»

LXXXI.

En breves frases respondió prudente
La inspirada de Anfriso: «Insidias viles
No temas, no, que anide nuestra mente,
Ni armas contemplas á tu imperio hostiles:
El encovado can salvo amedrente
Con eternos baladros sombras miles:
Hécate, sin temor de agravio impío,
Casta guarde el umbral del regio tio.

LXXXII.

»Y es que Enéas de Troya, á quien la fama
En piedad, en valor, no dió segundo,
Tan sólo el padre á ver que tanto ama
Viene al riñon del Érebo profundo:
Si eres sordo á tan bello amor, la rama
Mira en que justas esperanzas fundo.»
Y diciendo y haciendo, el tallo santo
Sacaba de los pliegues de su manto.

LXXXIII.

Al ver, tras largos años, que áureo brilla
El dón que misterioso el labio nombra,
Manso el barquero su altivez humilla,
Cesa el debate, y con placer se asombra:
Tuerce el batel cerúleo, y á la orilla
Vuelto ya, do saliera el fondo escombra,
Las tenues almas arrojando fuera
Que sentadas bogaban en hilera.

LXXXIV.

Recibe, en fin, la cavidad vacía
Al fuerte huésped. Rechinando opreso,
Ya anchas grietas al agua negra abria
Flaco el esquife para humano peso.
Mas el barquero con tenaz porfía
A par que á la Sibila, al héroe ileso
Trasporta, y abordando, le enajena
Sobre ovas verdes y movible arena.

LXXXV.

Enfrente á do saltaron, guarecido
En la ancha gruta en que á placer se extiende,
El can trifauce con feroz ladrido
Los ámbitos atruena que defiende:
Viéndole que de víboras ceñido
Sacude el cuello y ya en furor se enciende,
Narcótico manjar con miel dorado
Echa la maga al monstruo espeluznado.

LXXXVI.

El cual tragó la torta engañadora
Con triple boca y con voraz garganta,
Y, largo cuanto el antro donde mora,
Le abate el sueño. Con ligera planta,
Aprovechando la oportuna hora,
A las puertas Enéas se adelanta,
Y traspone volando la ribera
Deaguas que nadie repasar espera.

LXXXVII.

En esto empiezan el comun vagido
De almas de niños á sentir; las cuales,
Léjos, muy léjos del süave nido,
Sollozan de ese mundo en los umbrales:
De tierna infancia en el verdor florido
Negra un hora á los brazos maternales
Arrebatólos, y á la luz del Cielo,
¡Ay! para hundirlos en acerbo duelo.

LXXXVIII.

Están despues los que, torciendo el fuero,
Testimonio falaz llevó á la muerte;
Mas no á sus puestos van sin que primero
Tornen sentencia á dar Justicia y Suerte:
Mínos preside el tribunal severo;
La urna aleatoria agita; indaga, advierte,
Convoca al vulgo que delante calla;
Pesa los cargos, y las causas falla.

LXXXIX.

Arrepentidos yacen, en seguida,
Los que movidos de tedioso enfado
Quitarse osaron sin razon la vida.
Hoy, por volver al mundo, ¡con qué agrado
Trabajos y pobreza aborrecida
Subieran á sufrir! Lo veda el hado;
Cierra el Estigio el paso á sus suspiros
Con nueve vallas en oblicuos giros.

XC.

Tendidos campos se abren luégo, aquellos
Que la fama llorosos apellida:
Los que doblaron al amor los cuellos,
Los que murieron de amorosa herida
Vienen allí; y entre sus mirtos bellos
El bosque cruzan que les da guarida,
Por veredas ocultas. ¡Ay! los hieren
Penas de amor que ni en la muerte mueren.

XCI.

Muéstranse al héroe entre la selva umbría
Fedra, Prócris; Erífile doliente,
Cuyo seno áun la llaga descubria
Que el hijo vengador abrió inclemente;
Evadne, Pasifae, Laodamía;
Cénis, mancebo un tiempo floreciente,
Y ahora, por decreto del destino,
Vuelto al sexo primero femenino.

XCII.

En medio de ellas la fenicia Dido,
Su herida áun fresca, andaba en la espesura.
Cuando la hubo al pasar reconocido
Mal cierto Enéas en la sombra oscura,
Como el que alzarse entre nublados vido
La luna nueva, ó verlo se figura,
Así á hablarle empezó con tierno acento
Y lágrimas que brota el sentimiento:

XCIII.

«¡Infeliz Dido! ¿Conque no mentia
En nuevas que me trajo funerales
La fama? ¿Tú empuñaste daga impía?
¿Yo causa hube de ser de tantos males?
Mas por todos los astros, Reina mia,
Te juro, y por los Dioses celestiales,
Y por estas mansiones justicieras,
Que partí á mi pesar de tus riberas.

XCIV.

»La férrea voluntad del Cielo santo
Que á esta abismosa eternidad me envía,
Lo mismo allá, con invencible encanto
Me arrancó de tu lado y compañía.
Ni pensé nunca que á delirio tanto
Te pudiese arrastrar la ausencia mia.
¡Mas ten! ¡vuelve! ¿á quién huyes? ¡Ley severa
Permite vernos por la vez postrera!»

XCV.

Tal dice el héroe á la infelice amante,
Por si en su ánimo airado tierno cava
Ó amansa su mirada centellante;
Las razones el llanto entrecortaba.
Mas ella, vuelto el tétrico semblante,
Torvos los ojos en el suelo clava,
Y tanto muestra que la voz la toca
Cual si ya mármol fuese ó firme roca.

XCVI.

Y de pronto indignada huye y se esconde
En la parte del bosque más espesa,
Entre acopados árboles, en donde
Al renovado amor que le profesa,
Siqueo como de ántes corresponde.
Enéas, de piedad el alma opresa,
A la sombra siguió por trecho largo
Llorando para sí su lloro amargo.

XCVII.

Mas andando el camino, á los postreros
Campos llegaban cuya igual alfombra
Van á solas hollando los guerreros
A quien la fama por sus hechos nombra.
Entre los capitanes que primeros
Al paso Enéas encontró, la sombra
Vió del pálido Adrastro, vió á Tideo,
Vió al ínclito en la lid Partenopeo.

XCVIII.

Vió tambien los Troyanos que segados
En duras lizas los soberbios cuellos,
Fueron con llanto de la patria honrados:
Glauco, Medon, Tersíloco; y con ellos
Los tres hijos de Anténor afamados;
Y Polifétes, que tus dones bellos
Honró, Céres; é Ideo, que áun regía
El carro y armas que rigiera un dia.

XCIX.

Tantas sombras al ver en larga hilera
Enéas, conociéndolas, suspira;
Mas á izquierda y derecha se aglomera
La multitud, que con pasion le mira;
Ni á su curiosidad satisficiera
Mirarle sólo, á detenerle aspira,
Y mil ánimas llegan voladoras
Con sus preguntas á tejer demoras.

C.

Entanto viendo al héroe, y la armadura
Del héroe, que cruzando centellea
El vacuo espacio de su estancia oscura,
Tiemblan los cabos de la gente aquea:
Tratan unos de huir, cual con pavura
Ya al mar lo hicieron en campal pelea;
Gritan otros, y á médias sólo acierta
Clamor tenue á exhalar la boca abierta.

CI.

Sigue; y hé aquí, las manos mutiladas,
Llagado el cuerpo y con la faz hendida,
Ambas sienes de orejas despojadas,
Y rota la nariz con torpe herida,
Deífobo se ofrece á sus miradas;
Y al ver que triste, avergonzado cuida
De ocultar de su afrenta las señales,
Hablóle en tono amigo y voces tales:

CII.

«¡Valeroso Deífobo, esperanza
De Troya, hijo de reyes! ¿Quién fué osado
En tí á ejercer insólita venganza?
¿Quién consumó tan bárbaro atentado?
Oí que de combate y de matanza
Aquella horrenda noche tú cansado,
Sobre enemigos que humilló tu acero
Caido habias á morir postrero.

CIII.

»¡Mísero amigo! yo en la playa nuestra
Te alcé entónces funéreo monumento
Que áun hoy tus armas y tu nombre muestra
Tres veces te llamé con alto acento.
Mas ¡ay! ni verte pude, ni mi diestra
En suelo de la patria acogimiento
Mullir á tu ceniza.» Enéas dijo;
Y de Príamo así respondió el hijo:

CIV.

«Tú hiciste tu deber; yo estoy pagado
Y agradecido estoy. Suerte inhumana
Es la que me hunde en tan horrible estado
Y el crímen de la pérfida Espartana:
¡Éste, éste es de la pérfida el legado!
Recordarás en la alegría insana
Que pasámos la noche postrimera;
¿Quién no ha de recordarlo aunque no quiera

CV.

»Entónces, cuando el monstruo de madera
De armas grave los muros dividia,
Hembras ella ordenaba la primera
En libre danza y bulliciosa orgía;
Y una antorcha blandiendo traicionera
Con que iba en torno al coro, falsa guia,
De la alta torre en nuestro daño ¡ay ciegos!
Señas hacía á los atentos Griegos.

CVI.

»Yo en mi tálamo infausto, sin cuidado
Ya al cansancio buscando dulce olvido,
Caí en brazos de un sueño regalado
A una plácida muerte parecido.
Mi noble esposa al punto de mi lado
Las armas de mi estancia sin rüido
Aleja: de mi lecho á la testera
Ella mi espada hurtó, fiel compañera;

CVII.

»Las puertas abre, y obsequiosa llama
Á Menelao, por si de mal la eximen
Crímenes nuevos, y la negra fama
A absolver bastan del antiguo crímen:
El Eólida á par, que ardides trama,
Acude: salvan de mi alcoba el límen ...
¡Dioses, si justas súplicas os mueven,
Lo que entónces probé los Griegos prueben!

CVIII.

»Mas ¿á qué me detengo en mis pesares?
Tú aquí, es posible? y con vital aliento?
¿Juguete de los vientos de los mares
Vienes, ó por divino mandamiento?
¿Qué toques de fortuna singulares
Te traen, el profundo apartamiento
A visitar de la region sombría
Que nunca vió la claridad del dia?»

CIX.

En medio de estas pláticas, ligera
En su rósea cuadriga y gentil vuelo
La Aurora la mitad de su carrera
Traspuesto habia por el alto cielo;
Y acaso el héroe consumido hubiera
En estéril hablar y acerbo duelo
El plazo volador, si no le echara
La vírgen con afan su olvido en cara:

CX.

«Nosotros ¡ay! miéntras la noche avanza,
Gastamos mudo el tiempo en lloro vano!
La senda aquí se parte, y en balanza
Está la suerte; de Pluton tirano
Lleva la diestra á la valiente estanza,
Y al encantado Elíseo: á izquierda mano
Caen los muros do la gente impía
En eterno sus crímenes expía.»

CXI.

«Perdon,» dice Deífobo, «si muevo
Tu enojo, profetisa soberana!
El número fatal que llenar debo
Torno á llenar doliente sombra y vana.
Tú vé en paz, gloriosísimo renuevo,
¡Oh luz, oh prez de la nacion troyana!
Goza suerte mejor que fué la mia.»
Y así diciendo á su ángulo volvia.

CXII.

Tornó Enéas á ver, y á izquierda mira
Cerrada una ciudad de triple muro
Al pié de una alta roca: en torno gira
Con lenguas Flegeton de fuego puro,
Y revuelca peñascos en su ira:
Frente, gran puerta, de diamante duro
Las jambas, cual ni de hombres quebrantada
Ni áun de Dioses lo fuera por la espada.

CXIII.

Férrea una torre despreciando el viento
Avánzase orgullosa: allí sentada,
Ceñida un manto de color sangriento
Guarda insomne Tisífone la entrada.
Ruido de barras, en aquel momento,
Y música de azotes despiadada
A oirse empieza, y voces de horror llenas,
Y el pesado arrastrar de las cadenas.

CXIV.

«¿Qué gritos de dolor hieren mi oido?»
Dice Enéas parándose asombrado:
«¿Quiénes llevan allí su merecido?
»¿Cuál es ¡ay! su suplicio y su pecado?»
Y la Sibila respondió: «No ha sido
Nunca á justos varones otorgado,
Magnánimo caudillo, entrar las puertas
Sólo al delito por la pena abiertas.

CXV.

»Mas yo, cuando los bosques infernales
Por Hécate guardaba, del espanto
Vi el reino y sus tormentos eternales:
Tiene el cetro el cretense Radamanto,
Que interroga á las almas criminales,
Castiga sus delitos, y de cuanto
Ocultó hasta la muerte astucia fria,
A hacer les fuerza confesion tardía.

CXVI.

»Y, nunca de venganzas satisfecha,
Con la izquierda azuzando sus serpientes
Y del látigo armada la derecha,
Corre los sentenciados delincuentes
Tisífone á azotar, y los estrecha,
Llamando sus hermanas inclementes;
Y ábrense á devorarlos, y crujiendo
Giran las sacras puertas con estruendo.

CXVII.

»Contempla á la cruel, que allí se asienta
Y el vestíbulo guarda de ese mundo:
¿Qué, si vieses, abiertas las cincuenta
Negras fauces, el monstruo sin segundo,
La Hidra feroz que adentro guarda atenta?
Luégo el Tártaro se abre, tan profundo
Al medio de su abismo, cuanto dista
El alto Olimpo de la humana vista.

CXVIII.

»Allí, humilladas las soberbias vidas,
Los antiguos engendros de la Tierra
Revuélvense en recónditas guaridas
A donde el rayo su ambicion encierra:
Vi á par los dos enormes Alöidas
Que el Cielo con sus manos, ¡loca guerra!
Descargar intentaron, y en su encono
A Jove mismo derrocar del trono.

CXIX.

»Vi allí tambien yacer, de angustias lleno,
Á Salmoneo, por su error insano,
Que de Jove el relámpago, y el trueno
Quiso imitar de Olimpo soberano:
De cuatro brutos gobernando el freno
Y antorchas sacudiendo con su mano,
A Elis cruzó, y en su triunfal camino
Culto pedia como á sér divino.

CXX.

»Fingir quiso el demente (¡mal pecado!)
Al sentar de sus potros con rüido
Los cascos, con el bronce golpeado,
Inimitable luz, sacro estampido:
Envuelto Jove en lóbrego nublado
Venablo duro le lanzó ofendido,
No humosa tea ni exhalada llama,
Y á la sima arrojóle donde brama.

CXXI.

»Yugadas nueve allí cubriendo yace,
Alumno de la Tierra creadora,
Ticio: el hígado eterno le renace,
Pasto al buitre cruel que le devora,
No le consume, y sus entrañas pace
Y fiero en lo hondo de su pecho mora:
Ni el corvo pico en el roer se amansa,
Ni de brotar la víscera se cansa.

CXXII.

»¿Qué, si á Ixïon y Piritoo á cuento
Trajese? ¿ó los que roca ven colgante
Pronta siempre á caer? Áureo aposento,
Regalado festin miran delante;
Mas la Furia mayor vela de asiento
Al lado, y como alguno se levante
Las mesas á tocar, corre, y vocea,
Y airada amaga con su horrible tea.

CXXIII.

»Allí gimiendo están los que al hermano
Profesaron, en vida, odio demente;
Los que hicieron ultraje al padre anciano,
Los que en fraude envolvieron al clïente;
Allí los solitarios que, la mano
Cerrada siempre al mísero pariente,
Sobre el oro enterrado hicieron nido:
Infame grey en número crecido.

CXXIV.

»Y allí aguardan castigo los que amores
Adúlteros pagaron con la vida;
Los que hicieron traicion á sus señores;
Los que en guerra se alzaron fratricida:
No cures de su pena los horrores
Ni las causas saber de su caida.
Quién vuelca enorme risco; atado esotro
Gira en rueda veloz, su eterno potro.

CXXV.

»Está sentado y en perpétuo duelo
Teseo lo estará.—¡Mirad si presta
La justicia ultrajar, reir del Cielo!
Flégias clamando á todos amonesta
Entre las sombras. El nativo suelo
Este por oro enajenó, funesta
Tiranía elevando: esotro puso
A precio de la ley uso y desuso.

CXXVI.

»Y áun hubo ya con ciego desatiento
Quien de su hija el tálamo invadiera.
Todos formaron criminal intento
Y corona ciñeron en su esfera.
No si cien bocas yo, si lenguas ciento
Tuviese y férrea voz, contar pudiera
Las especies sin fin de los delitos,
Los nombres de las penas infinitos.»

CXXVII.

Así la anciana profetisa habia
Hablado, y «¡Sús!» añade: «hora es preciso
Que el paso abrevies, y por esta via
Á cumplir tu deber vayas sumiso:
Los muros que los Cíclopes un dia
Sacaron de su fragua, allá diviso;
Ya, bajo el arco que se eleva enfrente,
Las puertas veo de Pluton potente.

CXXVIII.

»Vé; obsequios debes al dintel frontero.»
Tal dijo, y con el héroe se adelanta,
Y el intermedio espacio, y el sendero
Sin luz, dejan atras con ágil planta.
Acércanse á las puertas: él primero
Entra el zaguan; con gotas de agua santa
Casto los miembros á rociar atiende,
Y el áurea rama en el portal suspende.

CXXIX.

Puesto el dón á la Diosa, y alongados
Del sitio, ya pisaban los amenos
Jardines y los bosques fortunados
Donde con grande paz moran los buenos:
Abrense allí sobre inocentes prados
Tintos en rósea luz cielos serenos;
Regiones siempre iguales, siempre bellas,
Tienen su sol y tienen sus estrellas.

CXXX.

Aquéllos juegan en verjel florido;
Éstos combaten en la roja arena;
Otros saltan en coros, y el sonido
De sus cantos el ánimo enajena:
El tracio vate, con talar vestido,
Los siete tonos de su lira suena,
Moviendo acordes con su voz canora
Ya el plectro de marfil, los dedos ora.

CXXXI.

Brilla de Teucro allí la estirpe clara
Robustez ostentando y lozanía:
Egregios héroes á quien ver tocara
En siglo más feliz la luz del dia.
A Ilo, á Asáraco, á Dárdano repara
Autor de la troyana monarquía,
Enéas, y armas léjos ve, y baldíos
Carros que honraron ya marciales bríos.

CXXXII.

Hincados por el campo ve lanzones,
Y que arrogantes la verdura pacen
Por acá y por allá sueltos bridones.
¡Oh! los que en mundo subterráneo yacen
No renuncian sus viejas aficiones:
Armas y carros sus delicias hacen
Si armas, carros amaron: cuidan fieles,
Si los criaron ya, régios corceles.

CXXXIII.

Luégo, á izquierda y derecha, ve adelante
Los que á dulces festines se abandonan
Tendidos en la hierba verdeante;
Los que en honor de Apolo himnos entonan
Intrincando los pasos en fragante
Bosque, á quien cimas de laurel coronan,
Donde brota y por selva ámplia y risueña
Erídano soberbio se despeña.

CXXXIV.

Están allí los que á la patria amaron,
Y heridas por la patria recibieron;
Allí los sacerdotes que guardaron
Austera castidad miéntras vivieron;
Vates dignos que á Febo interpretaron;
Maestros que el vivir embellecieron
Con artes nuevas; los que haciendo bienes
Vencieron del olvido los desdenes.

CXXXV.

Todos éstos con ínfulas nevadas
Ceñidos van las sienes y cabellos.
Con los cuales confunde sus pisadas
La profetisa por sus campos bellos;
Y volviendo la voz y las miradas
A Museo ante todos, que alza entre ellos
Con majestad serena la cabeza
De muchos rodeado, á hablar empieza:

CXXXVI.

«Oid, almas felices, ruegos píos;
Y tú, máximo vate, ¿dó se esconde
Anquíses, por quien ya los grandes rios
Cruzamos del Erebo; dínos, dónde?
¡Ah! ¿qué sitios repuestos y sombríos
Nos le ocultan?» Museo la responde:
«Aquí moramos bajo hojosos techos,
Y son márgenes blandas nuestros lechos;

CXXXVII.

»Frescos prados tratamos por recreo,
Y á nadie se fijó mansion segura;
Mas pues tanto interes traer os veo,
Venid conmigo á la vecina altura
Y camino hallará vuestro deseo.»
Dice; ante ellos los pasos apresura,
Y horizontes de luz les manifiesta:
De ahí, descienden de la erguida cresta.

CXXXVIII.

En un valle cubierto de verdura,
Anquíses, en el fondo, atento via
Guardadas almas que del aura pura
Subirán á gozar llegado el dia;
Allí en sombra numera su futura
Cara prole, y mirando se extasía
La fortuna y valor hereditarios,
Glorias, triunfos, virtudes, lances varios.

CXXXIX.

Y viendo que hácia allá se dirigia
Hollando Enéas el gramoso prado,
Abre Anquíses los brazos, de alegría
Lágrimas vierte y clama enajenado:
«¿Conque venciste intransitable via,
Hijo, á fuerza de amor? ¿Conque á mi lado
Hoy tornas? ¿Es posible que consigo
Verte, oirte, tocarte, hablar contigo?

CXL.

»Yo, tiempos computando, aqueste día
Fausto acercarse vi: cumplióse el voto.
¡Mas cuánta extraña tierra en tu porfía
Habrás medido, y cuánto mar ignoto,
Y qué de riesgos arrostrado, en via
De confin tan profundo y tan remoto!
De los líbicos pueblos, hijo amado,
¡Cuánto temblé por tí funesto hado!»

CXLI.

Enéas contestóle en tal manera:
«Tu imágen veneranda, padre mio,
Siguiéndome doliente por doquiera,
Forzóme á visitar el reino umbrío.
Ocupan mis bajeles la ribera
Tirrena. Mas tú ahora, con desvío
No á mi mano, señor, robes la tuya;
No á mi abrazo filial tu cuello huya.»

CXLII.

Dice, y llorando, con amante empeño
Tres veces va á abrazar al padre anciano;
Cual humo huye la sombra ó como sueño
Y él tres veces aprieta el aire vano.
Tornó á mirar, y un bosque vió risueño
En un valle repuesto comarcano:
Gárrulo bosque, plácido retiro
Que manso baña el Lete en blanco giro.

CXLIII.

En torno vagan del durmiente rio
Gentes, pueblos, enjambres voladores,
Y cual abejas que en sereno estío
Rondan fugaces peregrinas flores,
Y á los lirios de cándido atavío
Asedian, confundiendo sus rumores,
Tal llenando de estruendo la campiña
La aérea multitud vuela y se apiña.

CXLIV.

Maravillado de la extraña escena,
Medroso Enéas á entender aspira
Qué es aquella corriente tan serena;
Quién la infinita multitud que gira
Á par del rio y sus florestas llena.
El padre Anquíses respondióle: «Mira:
Antiguas almas á quien guarda el hado
Nuevos velos corpóreos, nuevo estado,

CXLV.

»Esas son las que afluyen al Leteo
Y en raudal bienhechor beben olvido.
Tiempos hace, hijo amado, que deseo
Mostrarte mi linaje esclarecido
En estas sombras que delante veo,
Porque, absorto en destino tan subido,
De haber llegado á la que áun mal conoces
Itálica region, conmigo goces.»

CXLVI.

«Mas ¿es creible que al sabido cielo,»
Enéas contristado así murmura,
«Alguna alma de aquí remonte el vuelo
Y á informar torne la materia oscura?
¡Mísera humanidad! ¡Qué inmenso anhelo
De vida y goces! ¡qué cruel locura!»
Anquíses acudiendo á su sorpresa,
Ordenadas razones así expresa:

CLXVII.

«Porque en luz de verdad tu mente aclares,
Hijo, escucha: En los cielos y en la tierra,
Y en las líquidas capas de los mares,
En la alba luna que inconstante yerra
Y en el sol y en los grandes luminares,
Espíritu eternal dentro se encierra:
Todo hínchelo él, vago y profundo;
Alma y centro comun, él mueve el mundo.

CXLVIII.

»Y en él tiene su orígen el humano,
Y el bruto, el ave, y cuanto monstruo cria
En sus senos marmóreos Oceano.
Centella celestial, ígnea energía
Vida á esos séres da, gérmen temprano,
En cuanto no los rinden á porfía,
El fardo de la carne, los mortales
Órganos y ataduras mundanales.

CLXIX.

»De ahí es que ansian y temen, y ó padecen
Ó envueltos gozan en su cárcel dura:
No ven la luz; ni quedan, si fallecen,
Limpios del todo de la mancha impura
De las miserias que al mortal empecen.
¡Pobres almas! la sombra en ellas dura
De usos viles en años adquiridos
En su lucha y su union con los sentidos.

CL.

»Por eso corren del dolor los grados,
Y vicios propios cada cual expía:
Hay unas que, purgando sus pecados,
Expuestas penden en region vacía;
Otras al fuego ó en profundos vados
Residuos sueltan que la culpa cria:
Y así los Manes, por diversos modos,
Merecida pasion sufrimos todos.

CLI.

»Al Elíseo de ahí se nos envía,
Y pocos alcanzamos los amenos
Campos de llena paz y alma alegría;
Que no se ganan por ventura, á ménos
Que (cediendo á la edad, llegado el dia,
El postrer resto de hábitos terrenos)
El alma, redimida á la materia,
Torne á ser mente pura y lumbre aeria.

CLII.

»Consumados mil años, al Leteo
Almas acuden en tropel nutrido:
Arrástralas un Dios, porque el deseo
Nazca en ellas, envuelto en alto olvido,
De volver á vestir corpóreo arreo,
De subir á habitar terreno nido.»
Tal dice, y lleva al héroe y la Sibila
Entre el ruidoso pueblo que desfila.

CLIII.

Y porque logre, al avanzar la hilera,
Ver de frente lo digno de memoria,
Le conduce á un collado, y, «Considera,
Hijo,» le dice, «la sublime gloria
Que á la raza de Dárdano le espera;
Oye los claros nombres que en la historia
Nos guarda Italia; entre futuras gentes
Mira pasar tus dignos descendientes.

CLIV.

»Ese, de asta de paz y augusto porte,
Que á la luz va por suerte el más cercano,
Será el primero que á la vida aporte,
Con sangre mixta y con renombre albano:
Mira, es Silvio: Lavinia tu consorte
A luz darále, de tu amor, ya anciano,
Póstumo dón: le criará su madre
Rey en las selvas, y de reyes padre.

CLV.

»De ahí en Italia empezará el reinado
De Troya. Honor de la Troyana gente,
Prócas luégo aparece, y á su lado
A Cápis ves y á Numitor presente;
Y al otro Silvio, á quien tu nombre añado,
Enéas, ya en virtudes eminente,
Ya en armas, si reinare en Alba un dia:
¡Qué mancebos! ¡qué heroica bizarría!

CLVI.

»Contempla aquésos cuya sien serena
Asombra en derredor cívica encina:
Cuáles de ellos á Gabia y á Fidena
Te alzarán, y la villa Nomentina;
Y de ellos cuáles una y otra almena
Fundarán sobre montes Colatina,
Y á Pomecio y á Inuo, á Bole y Cora;
Nombre á campos darán sin nombre ahora.

CLVII.

»Vé á Rómulo, hijo de Ilia, descendiente
De Troya, hijo de Marte, que al abuelo
Sigue; y mira ondear sobre su frente
Crestones dobles con gallardo vuelo:
Marca el padre en su noble continente
Su propia, alta mision. Por él al cielo
Levantará la frente pensadora
Roma, del orbe militar señora.

CLVIII.

»La cual de siete alcázares murada,
Con viriles renuevos en que abunda
Rie, como en su carro alborozada
De Berecinto la Deidad fecunda
Por las frigias ciudades torreada
Va, y su prole celeste la circunda:
Cien nietos que amamanta y que la adoran;
Todos son Dioses y entre Dioses moran.

CLIX.

»Los ojos torna: á tu nacion atento
Contempla en Roma; á César mira; advierte
Los racimos de Yulo tu sarmiento,
Que á luz cabal predestinó la suerte.
Éste es, éste es el que una vez y ciento
Oiste á altos anuncios prometerte,
César Augusto, hijo de un Dios, que al mundo
El áureo siglo volverá fecundo.

CLX.

»Él á Italia honrará con tales dones
Cual ya Saturno; y llevará su imperio
Del Indo y Garamanta á las naciones,
Su valor fatigando al hemisferio;
Y abriránse á su paso las regiones
Que allende el Sol se embozan en misterio,
Á do el cielo con astros rutilante
Rueda en los hombros del eterno Atlante.

CLXI.

»Ya ven los Caspios reinos su venida,
Por anuncios, con ánimo intranquilo;
Ya la tierra Meótica trepida,
Sus siete brazos estremece el Nilo.
Tigres guiando con pampínea brida
Y de Nisa impeliendo, excelso asilo,
Su carro victorioso, Baco empero
Llegar no pudo á ese último lindero.

CLXII.

»No corrió Alcídes mismo espacio tanto,
Aunque prendió con rápida saeta
La cierva piés-de-bronce, y de Erimanto
Impuso paces en la selva inquieta,
Y el lerneo confin cubrió de espanto.
¿Y dudamos vencer adversa meta
Nuestra gloria ensanchando? ¿Harán temores
Que no hollemos la Ausonia triunfadores?

CLXIII.

»¿Quién es aquél que coronado asoma
De insigne oliva, y que con propia mano
Ya sobre sí sacras ofrendas toma?
Su barba anuncia y su cabello cano
Al primer rey-legislador de Roma,
Que de su humilde Cúres, aldeano,
Y de su hogar, desnudo, imperio grande
Saldrá á regir cuando el deber lo mande.

CLXIV.

»Tulo va en pos, que moverá á pelea,
La paz quebrando, á ejércitos vecinos
Ya al prez no usados que el valor granjea;
Y Anco despues, que áun hoy en sus caminos
El aura popular vano desea.
¿O quieres ver los príncipes Tarquinos,
De Bruto vengador el alma fiera
Y los fasces que al pueblo recupera?

CLXV.

»Bruto duras segures el primero
Cobrará, y el honor del consulado;
Y al ver que nuevo plan traman guerrero,
El, de la bella libertad prendado,
Muerte á sus hijos mandará severo.
En él vencieron (¡padre infortunado!),
Cualquier fallo que espere á su memoria,
Amor de patria y ambicion de gloria.

CLXVI.

»Brillar Decios y Drusos vé lejanos;
Torcuato, que levanta el hacha impía;
Camilo, que del triunfo, con romanos
Rescatados pendones, se gloría.
Esas dos almas que cual dos hermanos
En sombra armadas ves, rayando el dia
¿Qué guerra no se harán? ¡Cuánto de estragos!
¡Qué grandes huestes y sangrientos lagos!

CLXVII.

»De los Alpes el suegro se abalanza;
Convoca sus legiones de Orïente
El enojado yerno á la venganza.
¡Hijos! ¡no hirais el seno á la inocente
Patria! ¡no eterniceis bárbara usanza!
¡Tú, el primero, de Olimpo procedente,
Oh sangre mia, de rencores libre,
No ya esa arma cruel tu mano vibre!

CLXVIII.

»Aquél, cuando á Corinto á su talante
Haya tratado y al orgullo aquivo,
Al Capitolio correrá triunfante;
Éste, el país de Agamemnon nativo
Subyugará, y en Pérses arrogante
Verá á un nieto de Aquíles fugitivo:
Tales desquites á Ilïon reserva
Y al profanado templo de Minerva.

CLXIX.

»No al gran Caton olvidaré, no á Coso;
Ni ya á los Gracos, ni á los dos Scipiones,
Relámpagos de guerra, pavoroso
Apellido á las líbicas regiones.
Fabricio, en tu pobreza poderoso,
¡Salve! y tú, el oro en rústicos terrones
Esparciendo, oh Serrano! ¡Salve, oh Fabios!
No, aunque cansado, os callarán mis labios.

CLXX.

»Máximo, con tardanzas tú prudentes
Salvarás la Nacion. Y esto adivino:
Otros con más primor vultos vivientes
Harán de bronce duro ó mármol fino;
Oradores habrá más elocuentes;
Sabios podrán con más seguro tino
El cielo escudriñar y las estrellas,
Y los cercos medir y el poder de ellas;—

CLXXI.

»Tú, Romano, regir debes el mundo;
Esto, y paces dictar, te asigna el hado,
Humillando al soberbio, al iracundo,
Levantando al rendido, al desgraciado.»
Habla Anquíses, y atiéndenle en profundo
Silencio. «Ved,» añade, «señalado
Con opimos despojos á Marcelo,
Que alza entre todos vencedor su vuelo.

CLXXII.

»En mar revuelta armado caballero
Librará al pueblo de infeliz destino,
Venciendo al Galo, al Peno, y el tercero
Será que ofrenda igual cuelgue á Quirino.»
Viendo Enéas que aquél por compañero
Trae á un jóven de aspecto peregrino
Y brillante armadura, mas la frente
Mustia casi, ojos bajos, faz doliente;

CLXXIII.

«¿Y quién es el doncel, ¡oh padre!» exclama,
«Que le sigue en amiga competencia?
¿Hijo suyo será, ó acaso rama
Remota de su ilustre descendencia?
¿Qué són de córte en torno se derrama?
¡Cuán parecido en la marcial presencia!
¡Mas ay! que en torno de su frente vaga
Odiosa noche con su sombra aciaga!»

CLXXIV.

Con lágrimas Anquíses respondia:
«¿Quieres anticipar de los Romanos
El eterno dolor? Fortuna un dia
Ese jóven mostrando á los humanos
Tornarále á ocultar en sombra impía.
Tal vez, tal vez, oh Dioses soberanos,
Si este dón inmortal nos franqueara,
El trance vuestra diestra recelara!

CLXXV.

»Del Campo Marcio á la romana plaza
¡Cuántos gemidos herirán los cielos!
Y si ya tu onda su sepulcro abraza,
¿Qué, oh Tibre, no verás de acerbos duelos?
Ningun mancebo de troyana raza
Tanto alzará, como él, de los abuelos
Latinos la esperanza; hijo más bueno
Nunca otro criarás, Roma, á tu seno.

CLXXVI.

»¡Oh tipo de fe antigua y piedad rara!
¡Oh, qué brazo invencible en lid guerrera!
Ninguno, si viviese, le retara
Impune, ó ya á pié firme combatiera
Ó caballo brioso espoleara.
Mas ¿qué suerte llorosa no le espera?
¡Ah! lograses trocar males por bienes!
Tú un Marcelo serás, sombra que vienes:

CLXXVII.

»Azucenas me dad con mano larga;
Que, á ilustre nieto fáciles honores,
Cortos alivios de esparanza amarga,
Quiero esparcir sobre su frente flores.»
Dice, y la voz en lágrimas se embarga.
Tal los campos hollando encantadores
En que benigna luz mágica oscila,
Míranlo todo el héroe y la Sibila.

CLXXVIII.

Y luégo que hubo el padre al hijo atento
Aventuras y sitios explicado,
Avivando en su pecho el patrio aliento
Y ambicion santa de futuro estado,
Nuevas guerras le anuncia, de Laurento
Pueblos y muros do le cita el hado:
Y maneras le enseña como eluda
Ya caso extraño, ya fatiga ruda.

CLXXIX.

Allá en confines de misterio eterno
El Sueño volador tiene dos puertas,
Una de albo marfil, otra de cuerno,
A ensueños varios á la vez abiertas.
Transitan la primera, del Averno
Fábricas de ilusion, sombras inciertas;
Las visiones é imágenes reales
Cruzan de la segunda los umbrales.

CLXXX.

Yendo hablando los tres, hé aquí despide
Anquíses á los dos por el abierto
Pórtico de marfil. Enéas mide
Arrancando de allí, camino cierto
Hácia amigos y naves, y decide
Ir tierra á tierra de Cayeta al puerto.
Ya, por fin, proa afuera áncoras tiran;
Las popas en la costa alzar se miran.

FIN DEL TOMO PRIMERO.