Fortunato Lucero, hijo de un capataz de campo y de la cocinera de los peones, se había criado en la estancia, gateando entre las patas de los caballos, con los demás cachorros, con quienes compartía los rebencazos paternos y los fondos de olla, huesos de puchero y sopa de arroz enfriada, entregados por la madre, para que les dieran, entre todos, una limpia preliminar. Y sin haber dejado nunca el establecimiento, a los treinta años, era el capataz de más confianza que tenía el patrón, para salir a los apartes o traer alguna hacienda; pero nunca había subido en un tren, ni se le ocurría que jamás le pudiese esto suceder.

Lo había visto pasar a menudo; y, desde tres años que existía la estación, en el campo lindero, una que otra vez, había llegado a curiosear y ver de cerca al monstruo, pero no le entraban mayores deseos de entregarle el bulto. Le tenía más fe a su tropilla de picazos.

Y hete aquí que una tarde, el mayordomo, en vez de darle las órdenes en la forma acostumbrada, le lee un telegrama del patrón, ordenando que, por el primer tren, fuera a la estación Angélica, donde encontraría caballos, para ir a recibir una hacienda, y traerla.

El mayordomo explicó a Fortunato que tenía que embarcarse a las siete de la mañana, y que a las tres estaría en su destino. Le dio plata para el viaje, y lo dejó sumido en la secreta e infantil emoción que hacía nacer en él la idea de ir, por primera vez, por ferrocarril, en vez de ir por tierra, como solía decir.

Nadie, por supuesto, lo supo nunca; pero Fortunato durmió mal, esa noche, entre sueños intrincados, en que su tropilla, ora era perseguida por el tren, ora lo arreaba, hasta que después de haber ensillado él la locomotora con su recado, se sintió arrebatado con velocidad infernal, en medio de vapores espesos y de ruidos de trueno, hacia campos desconocidos, donde se encontró con una chinita lo más atenta, que le decía llamarse Angélica.

Y a las siete, subió en el vagón, con su recado bien acomodado, entregándose, con recelosa resignación, a su suerte. Pronto vio que el diablo no era tan negro como a sí mismo se lo había pintado. La mañana era fresca; el tren iba ligero, haciendo desfilar con rapidez, bajo sus ojos, los campos de su pago, que conocía palmo a palmo, y algunos trozos de las haciendas vecinas de la estancia, tantas veces revisadas.

Miraba por las ventanillas, con esa atención, rápidamente escudriñadora, del hombre acostumbrado a extender la vista en dilatados horizontes, anotando sin pensar, en su memoria, por ese solo instinto que da el desierto, y comparando entre sí, los mínimos detalles de los campos que atravesaba: la posición y la forma de un rancho, de un monte, de una laguna.

Se estremeció, al cruzar el tren, con fragor, un cañadón, y se admiró que hubieran hecho semejante puente de fierro para pasar un poco de agua, que no alcanzaba a la rodilla de un caballo.

Con extrañeza, veía el alambre del telégrafo bajar y subir continuamente, entre los postes que lo sostenían. ¡Y estos postes!, ¿de dónde los habrían traído?, pues en esta parte de la pampa, por donde cruzaba el tren, no había montes. ¡Qué torcidos eran!, parecía que los hubieran elegido adrede para la risa. Unos, doblando la cabeza, fingían hacer estupendos esfuerzos para sostener sus dos aisladores y los cuatro hilos; otros, ondulados de los pies a la cabeza, se retorcían, como de dolor; ¿sería por las quemaduras de que eran cubiertos?, algunos parecían bailar, o quizá tratarían de sacar los pies del agua, en que los habían plantado; éstos daban vuelta para arriba al pescuezo, como para mirar al ave de rapiña asentada en su punta, carancho o gavilán, chimango o águila. Y ni la vaca que en ellos se refregaba, ni las críticas de Fortunato atajaban, en su marcha de relámpago, las noticias, buenas o malas, importantes o nimias, comerciales o políticas, que, por el hilo, sin cesar, silenciosamente vuelan.

El sol, mientras tanto, subía y empezaba a calentar de veras el techo del vagón, los herrajes y la vía, cuya reverberación, a su vez, calentaba el piso del coche; de modo que ya se viajaba como pan a medio cocer, en un horno ambulante.

Y Fortunato encontraba que no era nada el calor del sol, en el rodeo, comparado con el que se sentía en esa caja, llena de viajeros, de humo, de olores y de una tierra tan espesa que había que cerrar las ventanillas y ahogarse por falta de aire, para no ahogarse con ella.

Quiso echar un sueñito. Pero, vaya, con ese calor, no se puede dormir, y volvió a mirar el campo, aburrido, y con muchas ganas de tomar un mate.

En este momento, unos italianos que iban a hacer la cosecha en el norte, sacaron de las lingheras, salame, pan, cebollas y vino. Fortunato, gaucho imprevisor, que viajaba sin una galleta, siquiera, acostumbrado a encontrar, siempre y en todas partes, el trozo de carne que necesitaba para conservar el vigor nervioso y la elegante delgadez de su sobrio cuerpo de jinete, dejó, a pesar suyo, deslizarse sobre las apetitosas vituallas, una mirada de envidia.

Y los italianos, al verlo tan marchito y tan desprovisto de todo, contentos, por otra parte, de tener un pretexto para entablar relaciones amistosas con gente del país, como deseosos de hacerse perdonar por el gaucho, a quien bien comprenden que, por pacífica y humilde que sea su invasión, lo van despojando, poco a poco, del beneficio de la vida de abundancia y de pereza pastoril que hasta hoy ha llevado, fraternalmente, ofrecieron de comer al paisano.

Fortunato, que se hubiera dejado morir de hambre, antes de pedirles un bocado, aceptó sin cumplimiento, y dejó a los italianos convencidos de que si el gaucho es sufrido y sabe pasarlo sin comer, también, cuando se ofrece, le sabe pegar fuerte.

Y las horas pasaban, monótonas, rodando el tren por la solitaria llanura, cruzando campos bajos que verdean, cañadones que relumbran, pajonales que esperan el arado, trigales dorados que esperan la segadora, alfalfares de esmeralda, muestras de la Pampa del porvenir, y médanos áridos, recuerdos de la Pampa prehistórica.

Se seguían las estaciones, iguales, de construcción uniforme, con sus nombres de santos, de guerreros de la Independencia, de generales de fronteras, de estadistas y de politiqueros, de sabios, de literatos y de personales nacionales y extranjeros, de ingleses promotores de la línea, de antiguos propietarios y de efímeros especuladores, de vencedores y de vencidos de las luchas políticas, de astrónomos célebres que han pasado su vida contando estrellas, y de modestos estancieros que pasaron la suya contando ovejas, de hombres que no han sido más que ricos, y de hombres que no han sido más que útiles, con apellidos ásperos de caciques indios, o con graciosos nombres de niñas cristianas.

Entre las estaciones, algunas habían prosperado de modo inaudito, viéndose en pocos años rodeadas de una verdadera ciudad; otras habían quedado estaciones no más, y la suerte ciega, muchas veces, había permitido que creciera hasta volverse pueblo, justamente la estación que llevaba el apellido de un hombre chiquitito, dejando chiquitita, la estación coronada de algún nombre glorioso.

De repente silbó fuerte la locomotora, y el tren casi se paró, echando bufidos como mancarrón asustado.

-¿Habrá visto algún tigre? -y el amigo Fortunato, apretando el sombrero con la mano, se estira por la ventanilla, para ver lo que pasa.

Pasa que la vía no está todavía alambrada, que los vecinos cuidan mal, y que a una vaca flaca que se estaba calentando los huesos en la misma vía, la alzó el miriñaque de la locomotora y la volcó en la zanja, hecha una bolsa de huesos.

-¡Pobre vieja! -dijo Fortunato; y viendo que cuatro yeguas, ahora, iban trotando entre los rieles, como arreadas por la máquina, sin que se les ocurriese bajar del terraplén, se agitaba el hombre, se desesperaba, gritándoles que no fueran zonzas, hasta que también cayó una víctima del apuro humano.

Y medio kilómetro más allá, fue toda una majada de ovejas, que empezó a disparar, siguiéndose locamente, deshilándose por delante del tren, en forma de arco, hasta que la locomotora la cortó por lo más delgado, matando media docena.

Pero ya pronto iba a llegar Fortunato a Angélica, y le faltaban ganas y tiempo para protestar contra las crueldades de esta huella sin pantanos, tan recta y corta, que va buscando poblaciones viejas, y sembrando por el camino tantas otras nuevas. Sobre todo que estaba muy ocupado en mirar a un muchacho que, a todo correr y castigando el caballo, no podía igualar la marcha del tren, a pesar de haber sido ya aminorada, y calculó con asombro, que, en ocho horas, había hecho, sin reventar mancarrones, alrededor de treinta leguas. Tuvo que confesar, riéndose, a sus nuevos amigos, los italianos, que el ferrocarril es una linda invención, y que los gringos que viajan en él no son mala gente.


M42

Nota de WS

editar

Este cuento forma parte de los libros: