Amos y peones

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-«¡Sandalio! tome esa carretilla, y se va a la alfalfa, a buscar pasto para la yunta de la volanta.

-Patrón, contestó Sandalio, esbozando una sonrisa respetuosamente irónica, yo me he conchabado para peón de campo; no para trabajos de a pie.

-¡Pues, señor! gran trabajo es ir a buscar una carretillada de pasto.

-No es mi obligación, patrón.» El patrón lo miró medio serio.

-«Si Vd. no está conforme con mi trabajo, patrón, me puede arreglar la cuenta.

-Pues, en seguida, amigo; no me gusta pagar brazos, para verlos cruzados.»

Y Sandalio, despachado, después de cenar, se fue de la estancia, lo más contento de haber cazado un pretexto para hacerse despedir y para recobrar su libertad, enajenada durante todo un mes de conchabo. El espejismo falaz de los treinta pesos del sueldo, encerrados en su tirador, le parecía horizonte sin límite, de vida holgada y ociosa; y se iba galopando, bajo el cielo estrellado de la Pampa, aspirando, con pulmones enanchados por el gozo de sentirse libre, la atmósfera perfumada por los mil yuyos floridos, que pisaba su caballo.

Es que la ambición de Sandalio se limitaba a bien poca cosa: alguna platita para los vicios; de vez en cuando, una muda de ropa, un par de botas o un sombrero nuevo, y era hombre feliz.

No le faltaba algún techo hospitalario, donde tender el recado, ni el pedazo gratuito de tumba, que siempre sobra en el campo.

Nunca tampoco falta en alguna estancia, por un mes o dos, en los casos de apremiante pobreza, uno de estos conchabos, de trabajo liviano, de peón de campo, que consiste en ayudar, por la mañana y por la tarde, a recorrer las orillas del campo, para repuntar las vacas o parar rodeo, y a sentarse a tomar mate, en los puestos, mientras la hacienda endereza despacio para el centro.

Su criterio para elegir a los patrones, a quienes hacía el honor de ofrecer sus efímeros servicios, era, más que todo, la reputación que podían tener de ser poco delicados para el trabajo.

Apreciaba particularmente a los hijos de estancieros ricos, que manejan los establecimientos paternos, en calidad de mayordomos. Con estos, en general, hay abundancia de peones y poco que hacer, bajo la indulgente vigilancia de los capataces, mientras que el amo, joven y amoroso, en vez de engordar el caballo con el ojo, pasa vista a los puestos, para elegir la vaquilloncita más sabrosa y tratar de echarle el lazo, o anda por la ciudad, en busca de ovejas algo refinadas. Y la vida corre, suavecita, para el paisano conchabado.

Un paseíto por la mañana, con la fresca; otro, a la tarde, después de la siesta larga; charlas, mates y cigarrillos, buena comida y descanso; por tal que, los días de elección, el patroncito se pueda lucir, en el pueblo, con numerosa compañía de votantes, pronto se pasa un mes, y venga la paga, no antes que el sudor se haya secado, sino, muchas veces, antes que haya tenido ocasión de brotar. ¡Vida linda!

Se comprende que Fortunato, nacido en la estancia, no haya soñado jamás en dejarla, y se haya vuelto igual a esos pumas nacidos en la jaula, acostumbrados a tener segura la ración cotidiana, y que serían incapaces, si se llegasen a escapar, o si los soltasen, de buscarse la vida, de noche, en las majadas mal cuidadas.

Al amo le hace, también, cuenta, conservarlo; trabaja poco, es cierto, pero es hombre de campo y no es exigente; no tiene sueldo fijo, y mal que mal, sirve para lo que le mandan.

Los padres de él han muerto en la estancia, en tiempos del padre del patrón actual, y sigue él, viviendo como han vivido sus viejos, sin más anhelo que vivir así, toda la vida. Cuida los intereses del establecimiento, ni más ni menos que si fueran suyos: es decir, bastante mal, porque es descuidado por naturaleza, pero, a su modo, los vigila con fervor, lo que siempre algo vale.

No conoce en el mundo, más familia que la del amo, ni más casa que la estancia, y si lo viniesen a echar, volvería, como perro fiel, aunque fuese para morir apaleado.

De él se ríe el gaucho Sandalio, que no tiene más patrón, en realidad, que su capricho de incorregible nómade: y también se ríe de él, el catalán Clemente Terradán, valiente trabajador y amontonador paciente de los pesos penosamente ganados, pero para quien el patrón no es más que el que paga; concediendo al que lo emplea la misma mezquina dosis de respeto, que sea aristocrático descendiente de los virreyes, o algún inmigrante enriquecido; reservando sólo la escasa y ruda simpatía de que es capaz, para el que mejor retribuya su trabajo y lo mantenga con carne más gorda.

A Terradán, no le gusta trabajar con patrones poco exigentes, poco delicados, que no sabrían apreciar y remunerar sus esfuerzos.

Él es hombre de pala, más que de caballo, pero a todo se presta, y lo mismo sabrá cuidar una majada, como arreglar el jardín o componer una puerta; trabaja sin descanso, siempre tiene algo que hacer, y su actividad, medida y sosegada, pero continua, no necesita pinchazos.

«Trabaja lo mismo que si fuera para sí; como peón es una alhaja, Clemente,» asegura su patrón.

Y lo es, no hay duda; pero si así trabaja, es que también él sueña con la independencia, y, que para conquistarla, necesita sueldos altos, en proporción con sus desvelos; y economiza con avidez, cuida y defiende sus ahorros con legítima avaricia, como que son la preciosa simiente de su fortuna futura.

-«Señor, le dijo un día, Clemente Terradán a su patrón, ¿sabe que lo voy a dejar?

-¡Oh! ¿y por qué? ¿estás mal aquí? si es cuestión de sueldo, nos podemos arreglar.

-No, señor; es que entro de acopiador habilitado con don Juan Antonio Martínez.»

Y cuando el estanciero le hubo entregado varios meses de sueldo que había dejado acumularse, Clemente, su peón de ayer, hoy comerciante, le ofreció comprar el cuerambre del establecimiento; el precio era razonable; se discutió, y trataron. Don Clemente, por un momento, pasó a ser casi el patrón, pues era él que pagaba.