Día de reunión
Don Manuel Fulánez, dueño de «La Colorada», no sabía ya qué hacer para desviar hacia su casa de negocio la corriente poderosa de clientes de la acreditada pulpería la «Nueva Esperanza».
En vano, para tratar de amansarlos, había usado de todas las armas conocidas del oficio: les había comprado los frutos a precios disparatados, ofreciéndoles, en cambio, el azúcar a diez centavos menos de lo que le costaba en plaza.
Todo lo que había conseguido era de haber dado libreta a los que rechazaba el competidor, una punta de atorrantes, metedores de clavos; y, triste, comparaba su palenque desierto con el de don Juan Antonio Martínez, cuyos doce postes, en hilera, bastaban apenas para la mancarronada.
Salió un rato al patio, dando vueltas, juntando con el mingo, las ocho bochas desparramadas; alzó una botella vacía, tirada por algún mamado; de un puntapié hizo rodar a la zanja una caja vacía de sardinas, resto del almuerzo de algún pasajero, y recostado en el alambrado, aspirando con fuerza el aire vivificante de la Pampa, para limpiar sus pulmones del polvo de los estantes, hediondo a tejido engomado y a aguardiente adulterado, cavilaba en los medios de domar la Fortuna.
Cayó, al rato, su vista en la cancha de carreras, dos líneas paralelas, trazadas con la pala, entre el pasto, a tres o cuatro metros de distancia una de otra, y casi tapadas ya, por falta de uso; y una luz genial alumbró los repliegues de su cerebro mercantil, momentáneamente obscurecidos por la mala suerte.
Quince días después, un domingo, por la mañana, cuando don Manuel abrió las puertas del negocio, vio, con una sonrisa de victoria, los caballos ensillados, atados, en número crecido, a pesar de la hora temprana, no sólo en el palenque, sino también a lo largo del alambrado. Una tienda de campaña, formada de un pedazo de arpillera tendido en las varas empinadas de un carrito, indicaba que hasta pasteleras habían venido de lejos, prueba evidente de que sería todo un éxito la reunión.
Y por las puertas apenas abiertas del boliche, se precipitó la gente, pidiendo copas, y galleta, y tarros de café, y cigarros, y tabaco, y fósforos, y esto, y el otro, en medio de alegre algazara.
Don Manuel y sus dependientes se movían, activos, y despachaban, atentos a recibir los pesos al entregar lo pedido, pues en día de reunión no hay fiado.
Nunca, todavía, se había visto tanta gente junta en la casa; y se oía el choque seco de las bolas del billar, y el rodar de las bochas en la cancha, y después de cada partido, era, en el despacho, una invasión de jugadores que venían a hacer pagar a los vencidos los gastos de la guerra.
No había tiempo de cerrar el cajón; los centavos y los pesos iban cayendo, que era una bendición; y cuando vino la hora en que los estómagos empiezan a reclamar la protección de sus amos, bajaron de los estantes las cajas de sardinas, de calamares en su tinta, de pimientos morrones, y otros productos europeos, conservados en latas para la exportación, mientras que, en papeles de estraza, se pesaban pasas de higo y pasas de uva, almendras y nueces, tajadas de queso, de dulce y de salame, a montones. Los dependientes corrían de la pipa del carlón a la cuarterola del vino seco, y de la damajuana de la caña al barril del coñac, sin tener tiempo siquiera para lavar los vasos.
La alegría iba subiendo de tono; las conversaciones se hacían más bulliciosas; las ponderaciones al picazo o al zaino se exageraban, y ya, sólo a gritos, se podía imponer al prójimo la convicción de que ese o el otro iba a ganar.
A las dos en punto empezaron las partidas de la carrera principal, objeto y pretexto de la reunión; el mostrador quedó desierto, y toda la gente se fue a juntar en la cancha: las apuestas se cruzaron, y hubo un momento largo de gran bullicio, de gritos, de llamadas; hasta que de repente, corrió la voz: «¡Ya se vienen!» quedando todo en un silencio ansioso, por un instante, durante el cual no se oyó más que el estrépito de la carrera, seguido pronto de los gritos desaforados que siempre acompañan la llegada a la raya.
Los rayeros eran gente formal; no hubo discusiones; entregaron el dinero al dueño de la carrera, y la gente, cada vez más excitada, volvió a la pulpería, a vaciar copas, a charlar, a discutir, fumando, riéndose, comiendo pasas y gastando la plata con liberalidad criolla.
Discretamente, se inició el partido de taba; y, poco a poco, empezó la vorágine del juego a poner en movimiento pesos y más pesos.
Se principia entre dos risas, por apostar cincuenta centavos al que tira o al que no, y se sigue, un poco más fuerte, cada vez, por amor propio, por despecho de haber perdido, por ganas de recuperar, por ambición de ganar más, y el cocinero, hombre vivo, con apariencia muy seria, sabe atizar el fuego:
-¿Vamos a ver, don Servando, qué hace? ¡Qué había sido miedoso!
Y el gaucho que tiene en mano la taba, en postura de tirar, la mira, callado, la hace dar vueltas al aire, tentadora; extiende el brazo, lo retrae, listo ya, pero sin apuro, esperando que don Servando se decida, y, por fin, lo envuelve a éste, con una mirada suave como terciopelo, fascinadora, y don Servando, tomando su resolución, como la toma el pájaro, al dejarse caer en las fauces de la serpiente:
-¡Cinco al que tira! -dijo. Y ganó.
Y jugó diez, y jugó veinte, y jugó cien, y perdió, y ganó, y sin saber lo que hacía, jugó lo que tenía, sin contar; se empeñó, pidió prestado al pulpero, le dio sus vaquitas en garantía; volvió a jugar, a ganar, a perder, tomó muchas copas, él, hombre sobrio, hombre de familia, blanqueando en canas, ordenado, que había formado su haber a fuerza de trabajo; y, después de la taba, hasta altas horas de la noche, quedó, febriciente, ciego, parado cerca del billar, al lado del coimero, jugando locamente al choclón; hasta que abombado, cansado, ebrio, arruinado como por un temporal repentino, fue a desatar del palenque su caballo, y se retiró.
La vorágine sigue dando vuelta. Los pesos de don Servando ruedan en ella, trayendo otros, y otros, y de todos los bolsillos van saliendo, cada vez más apurados, cada vez en mayor número.
Pero el dinero sacado del tirador para el juego, no vuelve al tirador; cambia ligero de manos, y al pasar de una a otra, siempre algo se resbala de la punta del torbellón, para el cajón de don Manuel Fulánez y de su coimero; hasta que, vacíos todos los tiradores y lleno el cajón, se acabe la reunión.
|
Nota de WS
editarEste cuento forma parte de los libros: