En la carrera
de Felipe Trigo
Tercera parte
Capítulo I

Capítulo I

Dejó el tranvía y cruzó la explanada de Atocha.

Había reconocido la estación por su aspecto de alcázar diáfano hundido en laberintos de verjas y fosos y jardines.

-¿Hace el favor de decirme por dónde se entra a la estación?

-Por aquí, señorita.

Dio las gracias y bajó la rampa que la indicaba el guardia. Llegaban coches. Otro señor la echó flores. Torció bajo la marquesina por la primera puerta, donde descargaba un ómnibus. Ya determinadamente guiada por la gente y las carretillas de equipaje, cruzó el anchuroso vestíbulo, y la detuvo un empleado de otra puerta: necesitaba billete de andén.

-¿Hace el favor de decirme dónde se venden?

-Allí, señorita; en los despachos.

Encontró no fácilmente la taquilla que buscaba. Formó cola. Un señor, detrás, la floreó. Ella, grave, con esa señoril indiferencia que contiene a los más irreverentes, impacientábase y miraba el reloj de su pulsera. Se admiraba de lo que engañan el tiempo y las distancias en Madrid. Cierta de haber salido del hotel hacía una hora, llegaba casi tarde.

Volvió veloz con el billete. Al entrar en los andenes bajo la techumbre colosal de vidrios y de hierros, el corazón le saltó. Los viajeros abandonaban el tren que acababa de llegar. Detúvose para revisarlos al paso. ¡Oh!... ¿Y él? ¿No habría venido?... Dominándose el impulso de correr y volver a mirarlos uno a uno, contemplaba desoladamente más trenes en las vías. Una confusión esto, y ella misma tuvo que reafirmarse. «Pasado mañana, martes», le habían dicho. Tenía la memoria débil de no dormir, de haber esperado tanto este momento. Si ella vino el sábado y se informó el domingo, el «pasado mañana y martes» era hoy.

El tren vacío se retiraba. En donde estuvo, decía un cartel: Líneas de Andalucía. En otras decían otros: Línea de Toledo. Líneas de Ciudad Real y Extremadura... Aunque le era ingrato preguntarlo todo, le preguntó a un factor que cruzaba con papeles:

-¿Hace el favor de decirme si el tren que ha llegado es el de Badajoz?

-No, señora; ¡ése! -contestó el factor sin pararse.

Y como pareció señalar al que llegaba en este instante y que allá lejos aún enfilaba la vía de Extremadura, la pobre aturdida pasó rápida a otro andén donde había gente aguardando.

Acercábase, acercábase la temblorosa hilera de vagones, ya con algunas portezuelas abiertas y empleados al estribo. Paró, y fue en seguida una apremiada confusión de viajeros y mozos y equipajes. En un segundo... ¡oh, tuvo que esquivarse tras un grupo...! ¡Esteban, sí..., pero con dos amigos..., quizá de Badajoz!

¡Qué cambiado, aún, en otro año! Más alto, más pálido, más bigote y con dura expresión de hombre y de experiencia. Permanecía en la portezuela, tomándoles a los compañeros entre bromas y entre risas las cajas y maletas que tres mozos iban depositando en el suelo.

Ella temblaba. Le volvían las dudas del efecto que a él pudiera hacerle su presencia. «¿Iría a escupirla?»...

Contemplándole, absorta en él, que era su único y último terror y su única y última esperanza, en una fascinación sentíase atada igual a su compasión que a su desprecio. Le vio bajar del coche y doblar y guardar la gorra en su bolsillo, a la vez que vigilaba cómo uno de los mozos le ordenaba su equipaje. Le vio mirarla..., y ella comprendió que no la conocía..., con su sombrero, con su velo, con su boa de pluma y con su aspecto pleno de mujer...; pero... o un enlace vago de recuerdos, o mejor quizá la misma extática fijeza loca de ella, hiciéronle fijarse...; hiciéronle, por último, conocerla..., y le hicieron acercarse al ímpetu de una lívida explosión de asombros...

-¿Tú?... ¡Oh, tú!... ¿Tú aquí? ¡Antonia!... ¡Tú!

La había cogido la mano, y se la oprimía temblando, con un frío, con un recondito furor de pasión o de sorpresa que igual pudiera resolverse en un beso o un insulto.

Negaba la garganta de ella a pronunciar ni una palabra, querían decirlo todo los ojos.

-¡En Madrid!... ¡Ah, tú!... ¿Qué haces aquí?... ¿Adónde vas?... y ¡con quién!...

Miraba en torno, Esteban, buscando... torvamente.

-¿Con quién?, ¿con quién? -apremió, como ante el miedo de sabérsela robada en un minuto.

-¡Con nadie! -le calmó ella al mismo tiempo que con el alma en la mirada decíale su triste donación de calmas infinitas.

Le tomó el viajero con su otra mano también la mano, y se la guardó entre ambas codicioso. Su voz, lanzando las exclamaciones breves, había sido apagada de terrores, de cautela, que querría robarle al mundo el despojo del tesoro que él perdió... Pero, desde el coche, le vieron los amigos, y uno gritó apresurándose a bajar y a aproximarse seguido por el otro.

-¡Eh! ¡Compadre!, ¡que nos llamamos a la parte en la conquista!

-¡Claro, sí!... ¡Rediós, y qué morucha!...

-¿Tu amiga?... ¡Preséntanos!... ¡Te esperaba, so ladrón!... Fagoaga..., señorita..., para lo que...

Y se interrumpió Fagoaga, y se contuvo este otro paisano suyo en su casi ademán de enlazar a Antonia por el talle. Más que el gesto y la severidad de Esteban, habíanles infundido súbito respeto la distinción y belleza de la joven. No dudaron que no fuese, que no podía ser una de aquellas pupilas de la Leonor, de la Asunción, de la Churrete...

-Una señorita, amiga mía -se limitó Esteban, simple y grave, a presentar.

Y puesto que los mozos tenían listas las maletas, se inclinó hacia Antonia y preguntó:

-¿Sale usted, no?

-Sí -repuso Antonia, tomando el brazo que se le ofreció inmediatamente.

Partieron detrás de la carretilla de los mozos. No hablaban por no profanar el enigma de su encuentro en la atención despierta y silenciosa de aquellos dos que iban al lado. Únicamente, al apartarse un poco en las estrecheces de una puerta, pudo este diálogo entablarse:

-¿Estás sola?

-Sola.

-¿Y qué hacías aquí?

-Esperarte.

-¡Ah!

-Sí, he venido a Madrid y a la estación por ti.

-¡Ah! -volvió a exclamar el sorprendido, el deslumbrado, estrechando el cielo horrible de aquel brazo.

Y adivinó, y le obligaron a callar su adivinación y los amigos: «Trasladado aquel Navarro, desde Cádiz, Antonia le buscaba a él y le quería por amante, también furtivamente.» Era demasiado horrible y demasiado hermoso esto para que Esteban pudiera ahora estimar si era más hermoso que horrible. Por lo pronto agradecíale el interés con que venía a buscarle, puesto que pudo averiguar que llegaba hoy.

El respeto, la mudez como dramática y solemne de ellos se le imponía igualmente a Fagoaga y al otro. En el asalto de cocheros, quedáronse con un pequeño ómnibus. Pronto, sin embargo, hizo Esteban volver a bajar su maleta. ¿Cómo ni adónde ir allí con Antonia?

-¡Señores, hasta luego! Tengo que dejar a esta señorita en otro coche.

-¿De plaza, señor? -intervino el mozo.

-Sí -dijo Esteban alejándose con él; y consultó a Antonia-: ¿Verdad?

Pero al subir, ya nuevamente cargada la maleta, a él le volvió la misma duda: ¿adónde ir? ¿Cómo llevar a Antonia a la casa de estudiantes, ni menos limitar esta entrevista al cuarto de hora del trayecto?... La detuvo.

-¿Tienes prisa?

-¡Oh, no!

-¿Dónde quieres que vayamos? ¿Dónde vives?

-¡Oh, no sé!... Vivo en el hotel Madrid.

Esteban reflexionó. «Viviendo ella con Navarro, no había que pensar en el hotel»..., y eran las ocho de la mañana, y ni sabía de ningún sitio a propósito ni estarían abiertos tan temprano. ¡Con qué rabia de dolor querría él y le iba a morder la boca a... esta querida de otro..., que parecía ansiar con tal premura abandonársele...! La presión tenaz del brazo de ella, efectivamente, tenía una avidez como de espantos de algo..., de lujuria. Además, ignoraba si encontrábanse en Madrid de tránsito, para partir quizá esta misma noche... lo cual explicaría las premuras por buscarle. No sabía..., no sabía... ¡Debían hablar previamente!... Aquí no le dejaban los mozos..., uno pedíale propina, y otro el talón del baúl...; dio ambas cosas, y le propuso a Antonia desayunarse en el mismo restaurante de la estación, ya que ella, por madrugar, no habría tomado nada.

-¡Por horas! -díjole al cochero-. Espérenos en esa puerta cuando carguen el baúl.

Se fijó en el número del coche, y entraron en la fonda. No había nadie. Una estancia cuadrangular de techo alto, llena de mesas como un café, y de recogimiento como una sacristía. Pidieron chocolate.

-Bueno, Antonia -dijo él, de lado a lado del mármol de la mesa-: ¿quieres decirme qué haces en Madrid..., por qué me buscas..., si os vais pronto..., si...?

Era un rencor profundo el de esta pregunta repentinamente formulada sin mirar, tras el silencio hostil y extraño, y tuvo que cortarla al advertir por leves sollozos contenidos que estaba llorando Antonia... Sus lágrimas corrían en silenciosa abundancia por su faz, bajo el velillo lirio del sombrero.

-¿Qué es eso, Antonia?

Ya advertida, ella se alzó el velillo hacia la frente y se llevó a los ojos el pañuelo. La contempló Esteban un rato; su rencor se deshacía; su ser se conmovió de no supo qué grandezas que dormían por sus entrañas; tendió el brazo y le acarició el codo con trémula presión de todas las piedades... Llegó el camarero con las bandejas, y Antonia dominó su llanto y lo ocultó, volviendo a bajarse el tul.

-¿Estás en Madrid hace mucho? -desvió él su curiosidad en casi una hostilidad compasiva, cuando estuvieron solos otra vez.

-No. Hace cuatro días. Llegué el sábado.

-¿Por mucho tiempo?

-¡Oh! ¡Qué sé!... ¡Acaso para siempre!

Hubo una pausa. Los bizcochos permanecían ante los dos, intactos.

-¿Cómo has sabido que yo llegaba?

-Lo pregunté... Suponiendo que vivieras todavía en la calle de Jacometrezo, fui; me dijeron que vivías en la plaza de Isabel II, y allí supe por el dueño de la casa que habías escrito avisando tu viaje para hoy... Yo creía que vendrías, como otras veces, hacía el 5 ó el 6 de octubre.

-Me he anticipado porque tengo que matricularme. El plazo de matrículas termina el 30 de septiembre, y estamos a 29. ¡Oh, quién me dijese que iba a verte, Antonia!... ¿Venís entonces trasladados? ¿Ese... Navarro, con destino aquí?

-No. Vengo sola. He venido sola... y sólo a verte. Ese hombre... no sé ya ni dónde está.

-Ah, ¿cómo? ¡Sola!

Hubo otro silencio. Ella tenía los ojos bajos.

-¡Sola! -replicó al fin-. ¡Sola en el mundo..., si tú también me rechazas..., si tú también me negaras un poco del afecto y de perdón, en caridad!

Volvió a recogerse lágrimas, y dijo:

-Aquel a quien me arrojaron como un trapo..., aquel que me recogió con un egoísmo frío y bestial, como por limosna...; aquel, Esteban, en cuya casa refugié mi infamia y mi tormento, se cansó primero de mi carne, y después también de mi humildad, ¡y me ha echado!... Parece que va a una comisión científica en Bélgica, y me lo dijo cortés, muy cortés...: «que era de años, y que, no pensando poner casa, no podía llevarme...» Mi madre, cuando me echó, me dio enaguas y camisas. Él..., tres mil pesetas..., ¡mi pago, después de mantenida casi un año!... Ya ves, Esteban, quién te busca, y por qué. ¡Una mendiga! ¡Llega a ti queriendo saber, al menos, que tú también la odias..., para no dudar que se halla en el mundo tan sola... por la pena de no haber querido hacerle a nadie daño!

Era ella la que tenía esta vez todo el espanto de la seca crueldad del mundo en los ojos, y fue Esteban el que sentía en los suyos unas lágrimas de llama. Tan piadosas, por Antonia y por todas las inocentes trituradas de la barbarie social, que Antonia tuvo que acariciarle el brazo por encima de la mesa.

-¿No me odias? -exclamó.

Por respuesta obtuvo una convulsión que se ahogó en sollozos de congoja.

-¿No me rechazas? ¿Me soportas junto a ti?

Vio que la miraba él ahora fíjamente, queriendo penetrarla hasta el mismo corazón, en la misma verdad de sus dolores, y se la ofreció entera ella con su alma en las pupilas. En seguida vio y oyó que la preguntaba otro dolor rabioso, directamente al corazón:

-¿Por qué, Antonia, hiciste aquello?

No pudo resistirlo y cerró los párpados, la acusada por la formidable evocación de una gloria ya imposible.

-¡Ah! ¡Deja! -repuso-. ¡Es extraño y largo por demás para explicártelo aquí!

-¡Pues vámonos!

-¿A dónde?

-A..., a... ¿En qué hotel me has dicho que vives?

-Hotel Madrid, Puerta del Sol.

-A tu hotel entonces, ¿quieres?

-Sí.

-¡Vamos!

-¡Vamos!

Llamó Esteban, y al pagar les hizo notar el camarero que no habían tocado el chocolate... ¡Oh, ya estaba frío! Les era lo mismo no tomarlo.

Salieron. Subieron al coche, dando las señas del hotel. El gran abrazo de triste amor, que no se habían cambiado antes, duró desde que se cerró la portezuela hasta que los detuvieron los dependientes del consumo en lo alto de la rampa. Luego permanecieron enlazados por el talle y emplearon el trayecto del Prado en hablar menudas cosas: «cuando partió el otro para Bélgica», «dónde se quedó ella en Cádiz unos días», «por qué no le había escrito desde Cádiz su intención»...; y con medias respuestas también, en la angustia de las mil curiosidades, hízole entender Antonia completamente que debió confiarle su proyecto, más que a cartas, a esta comunicación, en que ponían también sus persuasiones las almas y los ojos. Desde que el coche torció por la Carrera dedicáronse a concertar el porvenir que este mismo día para los dos inauguraba incierto y nuevo...; sin decírselo, claro es que tenían descontado no se más; y, por lo pronto, acordaban que ella le presentaría en el hotel como si fuesen matrimonio... No chocaría, puesto que, a prevención, Antonia había dicho que era casada y que su marido iba a llegar...

Todo bien. Puerta del Sol. Subieron. Quizá al fondista le extrañó un poco la juventud también del esposo...;pero con crédula indulgencia, que no tenía por qué extremar sus dudas de la conyugal veracidad en tanta juventud, los guió al cuarto del segundo ocupado por Antonia. Muy pequeño. Cama estrecha. Habitación de 7,50..., «porque la mesa es de primer orden, como sabe la señora». Sin embargo, por el doble, siendo dos, los pasaría a mejor alcoba... Los condujo, haciendo llevar el baúl, y mandó inmediatamente cambiar la cama por una grande.

-Para la tarde, ¿saben?... Mientras lo arreglan, puede el señor lavarse y descansar en el otro. ¿Se han desayunado?

-No.

-Bien; les servirán el desayuno.

Se fueron a la habitación de Antonia los dos. Un nuevo abrazo los dejó ante el espejo del armario. Esteban se vio negro, igual que un fogonero. El calor, en el tren de charla toda la noche, les había hecho traer abiertas las ventanas...; polvo, humo y carbonilla de la máquina... ¡Iba a lavarse!... Pero, ¡qué extraña sensación!...Al quitarse la chaqueta, contúvole el respeto hacia Antonia...; y le salvó una oportunidad.

-Mira -dijo cuando una sirviente entraba a preguntarle si también quería el señor café-, me lavaré en el otro, puesto que han llevado allí la maleta... ¡Sí, también quiero café!

Salió. A los diez minutos volvía con otra camisa, con otro traje, peinado y limpio. El café esperaba... Antonia púsose a echarlo en las tazas..., y ambos notábanse la misma cortedad en esta enorme confianza. ¡El cuarto de ella! ¡El lecho de ella... blanco! Mirándola, tan pura y tan bonita, Esteban sufría una singular obnubilación de la memoria, en que se borraba el tiempo con la viva idea de Badajoz, como si fuese que su novia, sólo por él transfigurada en una noche, a la mañana siguiente la hubiese deslizado a su cuarto a tomar café... mientras la madre en misa... Las etiquetas de dos baúles que veía enfrente -Cádiz- le volvían a la inverosímil realidad.

Antonia debía sentir las mismas emociones, porque al sentarse, una vez llenas las tazas, exclamó, dejando caer a una mano la frente:

-¡Quién le hubiese dicho, Esteban, a «aquella señorita»..., que nos habríamos de encontrar así!

Respetó él, mudo, este dolor, y tragó el primer bocado de pan empapado en café y en amargura.

Daba el tono de resignación serena con lo que no tenía remedio, y Antonia, pasándose al fin con fuerza y lentitud las palmas de las manos por los ojos y las sienes, mojó asimismo en su taza un pedazo de tostada. Comieron un rato sin hablar y sin mirarse. Sino que el ansia de lúgubres curiosidades seguía flotando sobre ellos, y la joven preguntó:

-¿Qué se dijo..., qué supiste tú, de mí, en aquellos días?

Esteban contestó con agresiva sequedad:

-Que el don Carlos ese había causado impresión en las muchachas; que tú te... ilusionaste de vencedora vanidad en la competencia, y que, sin notar que es un granuja, os confiasteis en la oferta de rápida boda, por demás, tu madre y tú.

-¿Y qué más?

-Oh, qué más..., ¡ya ves!... Lo que supo todo el mundo: que se fue, que te quedaste embarazada, que por poco si te matan haciéndote abortar..., y que últimamente te marchaste a vivir con él en Cádiz; que unos dijeron que él no se quiso casar porque supo cosas mías, y otros que no, que por sistema..., por ser un hombre aficionado a jovencitas «con ese procedimiento». Esto último parece que lo ha explicado en Badajoz un capitán que estuvo en La Coruña, donde había estado Navarro y donde tuvo lances parecidos.

-¡Oh, pues es verdad! -exclamó Antonia, como en la tardía comprobación bien triste de haber sido ella la víctima de un «sistema de crueldad y de ignominia». ¡Ahora, en Cádiz, también ha hecho lo mismo con otra señorita!

Seguía tomando el desayuno, familiarizada ya sobradamente con lo inicuo para que pudiese conturbarla, y añadió:

-¡Qué hombre más raro! No te puedes figurar. Cortés, cortés siempre, inalterablemente cortés en todos sus detalles, como un gran señor educadísimo... y fría y dura su voluntad como una piedra.

Todavía tornó a pesar entre los dos un tenacísimo y hostil silencio de reducción difícil, de reducción como imposible, agravado en Esteban por la especie de asentimiento que habíale prestado Antonia a «su creencia de que se ilusionó con don Carlos»..., y así terminaron a sorbos el café.

-Mira -dijo luego ella abandonándose atrás en la butaca y mientras él encendía nerviosamente un cigarro-, no he dormido nada, ni un minuto, esta noche, esperando la hora de la estación, y tengo la cabeza poco fuerte para decirte como yo quisiese todos mis recuerdos y torturas. Haríame falta poder considerarlos con acierto, porque en su sutileza incomprensible estriba mi defensa entera, mi defensa plena para ti. Sin embargo, espero que me adivines, que me desprecies y maldigas, si acaso, por torpe, por bruta... y no debo retardarte mi disculpa. ¡Oh, sí! -exclamó aún cerrando este proemio con el anticipado asombro de lo que tendría que explicar, no sencillo-, absurdas e incompresibles sutilezas! ¡Lo veo ahora, cuando ya tan rudas me ha dado la vida sus lecciones!... ¿Por qué no naceremos al revés..., primero viejos, muriendo niños?

Un resplandor hubo en su pausa. Era su nobleza, que prendió a Esteban en angustias de atención.

Con la monotonía doliente de una campana que tañese en el fondo más hondo de su alma, empezó en seguida a contar sus emociones. Tomó la historia feroz de sus tristezas desde la hora en que la sorprendió su madre, y sin perdonar ni brizna de recuerdo la fue pasando por los días terribles de aquel tiempo que fue su infierno de la tierra. Habló de los tormentos que material y moralmente la infligieron..., golpes, injurias..., burlas y vigilancias de cárcel, hasta por las criadas y los hermanos mayorcitos. Habló de la pelliquera a quien esperó en vano para escribirle a Esteban, y de su imposibilidad absoluta, sin ella, para poner una sola carta en el correo; del invencible respeto estúpido que su madre la inspiraba, confiándose primero en que la revelación de sus entrañas lo rompiese, y teniendo que romperlo, al fin, cuando ya tarde le sirvió sólo la osadía para forzarla a... otra revelación de sus entrañas en pleno escándalo...

-Todo se conjuró para que yo aceptase a aquel hombre. Se me vistió de largo para él. Mauricia debió de publicar en Badajoz lo nuestro, y supe, con horror, que se sabía, por el desvío de las amigas y hasta por frases que me hirieron en las calles. Mi madre me lo impuso, a Navarro; y él mismo me impuso su trato desde luego yendo a casa... «para poder saber si nos queríamos»...: así solamente le acepté, cierta de hacerle saber que no podría quererle, y ansiosa, por lo pronto, de arrojarle, con la simple predilección de su respetabilidad, un público mentís a los destrozadores de mi honra... Mas ¡qué torpe fui!...; espantada me persuadí de ello, cuando la revelación de mi angustia a mi madre, en la suprema defensa de tu amor, a mi madre misma le pudo consentir mostrarme mi torpeza. ¿Me hubieras tú creído, Esteban (odiándome ya como estarías al saber lo que allí pasaba por verdad de «mis nuevas relaciones»... ), si yo te hubiese escrito que no había sido la novia de Navarro?... ¡Oh!, ¡dime, dime!... ¿No hubieras pensado mejor que me dejaba y que volvía a ti... que yo había sido una vil y una traidora; y acaso una nuevamente ultrajada, en retorno a tu nueva fe con mis mentiras, por recurso?... ¡Bah!, fijate: tú sin carrera, un niño en realidad pendiente de tu madre; yo, tachada por culpas de mi madre y por culpas de mí misma; de ti para mí, además, el fantasma de la duda... Figúrate; ¡aunque hubieses al fin querido y podido creerme, cuánto y con cuánta apariencia de motivos tu familia se hubiese opuesto a aquella reparación de honor, a aquella felicidad que los dos soñábamos tan cerca!... ¡Sí, sí, lo comprendo, y acaso lo comprendes tú! ¡Todo por aquel ridículo y absurdo respeto mío a mi madre! ¡Todo por no haber sido siquiera capaz de prevenirte con una carta mi plan de falsas sumisiones!

La comprendía Esteban. De más. Oyéndola se le saltaban las lágrimas; y un pudor de su amargura, un remordimiento también, le obligaban a esconder el llanto (para que ella no lo viese), como si allí, con los codos en el velador y ambas manos en los ojos, ocultaran arisco únicamente su dolor de tanta inocencia perdida. En los respetos, en las indecisiones, en la cobardía esclava de Antonia, estaba viendo el fiel retrato de sí mismo. En su corazón saltaba ardiendo, al mismo tiempo, la memoria de aquella confidencia miserable que le hizo a Sergio en la taberna. Mil veces había pensado que «él lanzó contra la fama de la infeliz el primer guijarro». Ahora lo ratificaba.

Sentíalo de tal modo que le faltaba el ánimo para lanzarse en confesión a los pies de la pobre destrozada..., para pedirla perdón..., desvelándose como canalla hipócrita a quien ella debiese con asco lanzar de su presencia. Pero ella, humilde, candorosa, siempre incapaz de descifrar las monstruosidades de la vida, seguía, seguía contritamente su relato, encendida en amor de mártir ante el ídolo..., ante el dios que tuviese el derecho de «saber y castigarla todas sus bajezas». Contaba las repugnantes preparaciones de su entrega «al hombre aquel», allá en la sala, abandonada y forzada con violentas pasividades del ama y de su madre misma; hablaba «de su falsedad de niña contra el hombre falso en quien buscábase un marido», y refería luego los tétricos e inquisitoriales detalles de su larga lucha con la muerte y la locura desde una noche en que dos brujas rasgaron sus entrañas. En aquellos días, en aquellas fiebres, en aquellas contemplaciones de delirio hacia la muerte y el vacío y la soledad..., al rechazo de unas gentes que la rodeaban convertidas en verdugos.

La irrupción de lágrimas se desbordó en Esteban, por fin. Se levantó y le dio la vuelta al velador para abrazar a la mártir. Lloraban juntos. Santamente. El llanto se les mezclaba a la infantil amargura infinita en los besos inertes y convulsos de los labios. Besaban lágrimas y rizos, en una caricia perdida del tibio calor de las mejillas y las sienes. Y de tal modo tal desolación era sin término, que Esteban se levantó del brazo de la butaca y quería consolar a Antonia, torciéndose en desesperaciones, con una calma de energía que en vano le procuraba a sus palabras triviales afabilidades...

Sentía la como cruel obligación de saturarse de las no compartidas penas de la ángel, y arrastró cerca otro silla. Antonia continuó evocando ahora su viaje, con Mauricia, de fardo de indecoros... Un ordenanza la recogió en Córdoba. En Cádiz, el... «hombre aquel», y empezó desde el primer instante su vida de nueva prisionera de vergüenzas, en una casa, al menos, «de paz y de prestigios». Dos criadas, y ella en el indeciso papel de otra especie de mimada doncellita que tenía su cuarto junto al amo. Jamás salieron los dos. Nunca vio Antonia la población, más que de noche, y raras veces, sacada a pasear por las murallas con una vieja sirviente, como un perro. La sirviente le contaba que llevábale cartas a otra «novia de don Carlos que ya estaba de él encinta y con la cual iba a casarse». Antonia entonces temblaba un poco de visión de soledades y abandonos, por ella y por la ignota compañera, y alegrábase de ir a ser algún día abandonada sola, sola..., sin un hijo de lo que al menos no habían podido concebir sus entrañas destrozadas, y a quien tendría que tirar con ella al mar buscando el eterno refugio compasivo. ¡Sola! ¡Sola!..., ¡así había terminado sola la historia suya con aquel hombre educadísimo y cortés, grave como un príncipe, y así, sola y triste, y sin prisas de matarse o que el mundo la matara, había venido a buscar el perdón de Esteban, siquiera, antes!

-¡Y encuentras en mí tu mundo, tu mar inmenso de muerte viva, de cariño y de esperanza! -cerró Esteban la historia horrenda como un broche de flor en flores de alegría que anudaban y daban vueltas a un porvenir.

Se abrazaron al impulso de la mutua gratitud, y sus besos fueron más de corazones en las bocas; pero llenos de una igual pureza que les permitió en seguida mudar su conversación hacia este porvenir cuyas brumas de alba tenían que penetrar. Hermanos, en la cruel fraternidad de la experiencia, cuidáronse desde luego de manejar su libertad discretamente.

-¡Mira! -dijo Antonia, levantándose para ir con la llave hacia un baúl. Sacó un tarjetero, volvió a sentarse y mostró billetes-. ¿Ves?... Es el dinero, son las tres mil pesetas que te dije. Para trastornarte, sabiendo yo que tú no puedes, no te habría buscado de otro modo. Con esto (¡ah, sí..., yo lo he pensado mucho, y te oí decir un día que le bastan veinticinco o treinta duros al mes a un estudiante!)..., con esto yo tendría, pues, como un estudiante también, para dos años...; trabajaría además, y... ¡ya ves tú! Pero; fíjate, aún... ¡oh, sí, sí, lo he pensado mucho...!: caro este hotel y caro de cualquier manera un pupilaje, nosotros, si tú quieres, podemos vivir en casa nuestra..., ¿sabes?..., en un piso pequeño que alquilaríamos, que amueblaríamos bien y sin derroche, en donde, en fin, hasta ahorrarías dinero tuyo, porque no habrá de subir el gasto de los dos de... ¡qué sé yo!, ¡no sé lo que cuestan las casas en Madrid!..., un gasto, pongamos, de cuarenta duros..., ¡lo bastante para tener yo con esto hasta que tú acabases la carrera!

La aurora rosa abríase en porvenir de dilatados horizontes. Besó Esteban otra vez las manos de la reflexiva. Libre del peso que vagamente le había agobiado, se lanzó su ser a la inmensa confianza. En verdad, un poco, hasta este instante mismo, y ante esta excelsada adoradísima que él no hubiese podido abandonar sino perdiendo la vida, habían estado turbándole negras visiones de sacrificio y de pobreza... Bella, prudente y generosa... ¡salvados! Cuando el estudiante tuviera que partir en los estíos, la que le esperase le esperaría en «su hogar», y cuando él en tres años más terminase su carrera..., ¡ah, anegábalos la dicha!..., ¡un campo!, ¡un pueblo!, ¡o este mismo Madrid y para siempre el uno junto al otro!...

Perdíanse, al decírselo, en una etérea llama de ilusiones. Charlaban y charlaban, sin fin. Más práctica Antonia, sacó un lápiz y pusiéronse los dos a hacer un cálculo de muebles. Les resultaban mil seiscientas pesetas, y empezaron sin desmayos a tachar y reducir. A la hora y media quedaba ajustado el presupuesto a dos mil reales. Implacablemente.

-¡Vámonos! -lanzó Esteban, con el papel en triunfo.

-¿A dónde?

-A ver los almacenes.

-Bueno, sí..., ¡a ir viendo! ¡Vamos!

El buscaba su sombrero y ella una mantilla; los sorprendió la criada:

-¡Cuando gusten los señores!

-¿Qué?

-El almuerzo. Es la hora de almorzar. Están tocando la campana.

-Pero... ¿la una?

-Sí, señorita, ¡la una! Bajen cuando gusten.

Mirándose con asombro, dejaron la mantilla y el sombrero. Les parecía imposible haberse llevado tan pronto charlando cuatro horas. Habrían jurado que fuesen las nueve o las diez.

-Mira, Antonia -decía ya completamente jovial Esteban dejándose por ella guiar al comedor-, es una cosa que he pensado algunas veces; si uno se aburre o es infeliz, la vida pesa y pasa lenta como un plomo: si es dichoso, no la siente, y... ¿qué es mejor?, ¿no es esto de la dicha una especie de suicidio..., un engaño y una burla de la vida..., un vivir la vida sin la vida, también?

Almorzaron, en la mesa redonda en que había, además, otras familias, y almorzaron con verdadera hambre de alegría y de juventud. Luego se hicieron servir arriba el café. El dueño los llevó a la estancia nueva. Era espaciosa, y frente a frente a una mesita juguetero tenían dos butacas. Sentáronse en ellas, tal como estaban puestas, y cada uno cerca de la taza que había subido detrás un mozo. Proyectaban salir sin pérdida de tiempo: verían los muebles, y emplearían el resto de la tarde buscando pisos por el bulevar, por Chamberí... Sin embargo, fumando Esteban y siguiéndole Antonia la charla con una casta calma fraternal, el ambiente de siesta y la blancura de las amplísimas butacas los iba inundando de perezas deliciosas...

-¿Vamos?

-¡Vamos!

Habíanse indiferentemente preguntado y respondido esto ya tres veces, sin moverse. Y a la cuarta, cuando Antonia, sin moverse, le volvió a invitar, él dijo:

-¡Oye, Antonia, no! Son las dos. Has dicho antes que no dormiste nada anoche. La tarde es larga. Puedes descansar un par de horas. ¿Quieres?

Antonia le miró, al oír la delicada atención, con un pesar de no haber sentido para él igual correspondencia:

-Sí, la tarde es larga... Y eres tú el que anoche no dormiste, cansadísimo del viaje. ¡Debes descansar!

-¡Sí, descansaremos! -sancionó Esteban, poniéndose en pie.

Pero una turbación de nuevo le contuvo, y se quedó mirando a Antonia.

-¿Qué? -inquirió.

-Que... bien. ¡Que sí! -dijo ella levantándose.

Se contemplaron. Sin saber por qué, Esteban halló un poco irreverente ir a darla un beso. El silencio de los dos era penoso. Esteban quiso cortarlo en discreción yendo junto al lecho y empezando a desnudarse vuelta la espalda. Pero... carecían de confianza: no tenían en su inmenso amor descontados los rubores de esta enorme intimidad que es el desnudarse juntos la primera vez..., ni habíalos puesto tampoco la situación fraternal en trance de disculpas pasionales..., y Esteban se volvió a subir a los hombros la chaqueta.

Al girarse, vio que Antonia, al lado allá de las butacas, había hecho lo mismo: desajustando el pelo de su blusa, lo juntaban ambas manos al pie de la garganta... y yacía quieta...

Difícil, bien difícil el momento, para la delicadeza de los dos. Acercarse ahora a darla el beso... (que hubiese ya de iniciar bien determinadas intenciones), le pareció más burdo todavía..., casi grosero. Y sonreíanse piadosos con la misma turbación.

Pronto la sonrisa de ella hízose más franca, más leal:

-No, mira, Esteban... ¡Duerme ahí! ¡Yo en mi cuarto! Otra cosa... tendría, ahora, yo no sé qué de violencia... ¿Quieres?

Era tan dulce, tan gentil, tan certera además, la indicación de este ánimo de almas en que habíanlo puesto en toda la mañana tanta idealidad y tanto sufrimiento, que Estaban comprendió que a ambos les sería menos hermoso ahora el amarse plenos de otro modo..., como amantes con la única impaciencia del deleite, y bajó los ojos, accediendo.

-¡Adiós! ¡Hasta luego! -dijo ella.

Salió, dejándolo con un frío de veneraciones en que se dilataba como a un universo nuevo su existencia.


Se despertaron a las ocho, en un tiempo igual agotados sus profundos sueños, perdidos por los senos infinitos de la paz. Fue Esteban el que llegó a despertar a Antonia cuando ya Antonia terminaba de vestirse, y los últimos detalles de tocador precisáronse al acuerdo -puesto que era ya tan tarde- de cenar antes de salir. Muy grata le pareció a él la tarea de ayudarla, de enredar entre las ropas y pañuelos y las cosas de la intimidad de ella que íbala buscando en los baúles y el armario. Cenaron y tuvieron otra sorpresa del reloj: las nueve y media, cuando salían de la fonda... y todas las tiendas cerradas. Para el día siguiente, pues, su visita a los mueblistas.

Fuéronse al circo. A ratos se miraban. A ratos advertían que los miraban desde otras sillas los gemelos. A ratos dejábanse absorber ingenuamente en los peligrosos ejercicios de chiquillos y de niñas; de una pareja también de jovenzuelos, quizá de enamorados, que jugaban con la muerte en las barras... Funámbulos asimismo ellos, los que estaban aquí como espectadores sonrientes, quizá pensaban en los puentes de negro horror que habían tenido que salvar para encontrarse en su melancólica ventura.

Y casi no se hablaban, recibiendo en idéntica emoción las duras lecciones de la vida a través de sus más gentiles aspectos de gracia y de belleza.

Al salir, Esteban halló agradable vagar un poco por las calles. La noche era cálida y serena. Corrieron Recoletos y la Castellana, entre el aroma de las frondas y bajo la clara luna tropical. Muy juntos, parados a veces en la sombra para cambiarse alma en leves besos, decíanse sin fin cosas celestes, ideales..., y jamás el ser de ambos ardió en fluida llama tan suave de purezas toda blanca y toda azul, como la luna.

Regresando con el ágil cansancio del paseo, y por no reposarse y confortarse en la canalla elegancia de un café, compraron en La Mallorquina dulces y málaga. Subieron a su fonda. Vieron en el cuarto grande las ropas y baúles de Antonia, trasladados por orden del amo, que habríale dado el otro a algún viajero..., y la disculpa de forzosa intimidad les hizo sonreír... por inútil. ¡Ya en ellos mismos habíala bien establecido con noblezas francas aquella espiritual purificación que respiraron, a todo cielo, de las flores!

Amigos de la luna, se sentaron al balcón..., en aquel altísimo balcón que dejábales mirarla, desde discreta penumbra, por las aceras de enfrente. Dos sillas de tapicería contra la baranda, y un abandono más comiendo dulces. Eran las tres. El dulzor, no sabían ellos ciertamente, al fin, si era de los dulces, del málaga o de sus bocas. La estancia, delante de los dos llenábase también del misterio de la noche, y en su fondo, otro fantástico misterio dibujaba el lecho blanco. Esteban decía cosas de Dios, del infinito o no sabía qué flores de carne que su mano magna iba descubriendo entre las sedas... Y allí posaba los labios en breve adoración, y allí sentía un corazón su frente reclinada.

Habían desnudado a Antonia los ángeles, quizá, y fue desnuda, blancamente desnuda, por la sombra de misterios (en batistas que olían a su vida de amor y de azucena), hasta el lecho blanco.

Fue esta noche la gloria triunfal de una pasión que ya en dos niños sabía de todos los horrores..., que ya en dos almas sabía de toda la dolorosa bondad de olvidar..., y que olvidó y que llegó y votaba suntuosa por alturas inmortales donde no alcanzaban las miserias...

Hay en la embriaguez de divinidad un límite sin límite que piérdese en los nimbos de los sueños, y en un celeste abandono de los brazos durmiéronse los dos... Horas sin horas. Esta noción del tiempo la recobraron solamente en la tarde siguiente, al despertar..., al ser difícilmente despertados por la camarera, que decía que «era la una».

La laxitud, a ambos (y a Esteban la gracia de Antonia, nueva con la semiluz del día que filtraba la colgadura del balcón), hízoles permanecer en el trono de su gloria y su pureza. Servidos por la amable camarera, y reclinados en los almohadones, almorzaron sobre bandejas y servilletas tendidas en la colcha entre los dos. Luego, una atracción de eternidad volvió a lanzarlos al ansia de mirarse los dos en los ojos... sintiéndose las vidas..., y cuando se levantaron, había pasado el sol su cerco de los cielos, como pasó la luna...

-Sí, mira, ¡oh!, ¡qué dirían... si nos sirviesen también la cena aquí!

-¡Oh, sí, verdad, Antonia..., tienes razón!

A los que tanto rubor les había costado desnudarse en presencia mutua la siesta antes, no les dio ahora vergüenza alguna vestirse. Era una confianza, para estas nimias cosas de la tierra, divina, ¡sí, divina!, ganada en las alturas: sabían ya que en sus cuerpos vestían y desnudaban amor. De rato en rato, calzándose ella una media, él se doblaba y besábala rápido en el muslo; viéndola ajustarse el corsé, inclinábase y dejábala otro beso en la espalda...

Les pareció Antonia más guapa a unas señoras del comedor, y les pareció a ellos más alegre la mesa. Volvieron a recogerse en su cuarto. No salieron. Las butacas, una al pide de otro mientras tomaban café, hacíales equivocar las tazas. O no. A cada cual le placía beber por donde habían dejado amores los labios... Y hablaban a besos o a palabras..., daba igual; hablaban de la vida de este instante de ellos mismos..., sin inquietarse más de Badajoz ni de Navarra..., cual si ambos acabaran de nacer sin niñez y sin historia, sin haberse ni siquiera nunca acariciado tiempo atrás...

-¡Oh, qué tontería..., pensar, Antonia, que yo te tuve... aquella noche! ¡No, qué tontería!... Hasta ahora no he sabido qué es amor!

Ella, en una sonrisa, porque lo pensaba, porque lo sentía, porque había adquirido en cada uno y todos los átomos de su carne y de su ser idéntica persuasión, fue a decirle lo mismo: «yo tampoco hasta ahora he sabido...»; pero le contuvo el miedo de evocarle «el hombre aquel» para quien había servido de mecánico artefacto de lujurias, frías, calculadas, corteses como él en su propio brutalismo.

Y dijo, por resolver en algo su impulso de decir:

-¡Oye, las doce!

Daban en el próximo reloj del Ministerio.

Tornando a su ternura, añadió:

-Mañana, en dos ajustadores, vamos a consagrar la de nuestra felicidad en la fecha de hoy.

-No, en la de ayer -repuso Esteban. Sacó la cartera y un lápiz queriendo, desde luego, consignarla como si se le fuese a olvidar, e inquirió-: ¿A cómo estamos?

-A 30. Ayer, a 29; 29 de septiembre.

Escribiéndolo, tuvo él una inquietud... ¡30 de septiembre, hoy, y no se había matriculado! La angustia fue más grande en Antonia, porque temía haber inducido ya en el estudiante un desorden irreparable... Se miraban, y él triunfó:

-¡Oh, mira, sí, Antonia, tú!... ¡Mejor! Estudiaré por libre... ¡Oye! ¡Antonia! ¡Claro! ¡Sí! ¡Mejor!... ¡Pero infinitamente mejor!... Con matrículas no podría ganar otro año hasta el que viene... Libre, en el verano aprobaré el cuarto, y en el próximo otros dos. ¿Ves?... ¡Dios en tus brazos lo ha querido, para que acabe la carrera cuanto antes!...

Se abrazaron en un ímpetu de butaca a butaca, con la alegría recobrada del orden y del bien.

-¿Me dejas... -pidió después Esteban- que te bese el corazón? ¡A él le debo esta fortuna!

-¡Oh! ¿No es tuyo?

Recostada atrás, como estaba ella, él quitó corchetes y encajes y puso los dos senos a la luz blanca de la lámpara.