En la carrera: 18
Capítulo II
En el gabinete había un retrato de la tita en negro marco oval. Único recuerdo salvado por Antonia y lo único que ligábala con un pasado entre el cual y el presente se tendía la imposible voluntad de olvido.
Cuando a Esteban le llegaban cartas de su casa, el sobre, el sello de Badajoz, la crispaban. Evocación de la ciudad de orden y de luz que fue infierno para ella. Habíansele muerto allí su madre, su familia, su pureza, su nombre. Tuvo una gran compasión muy triste hacia todas estas cosas muertas, mientras creyó, durante un año, por irónico consuelo, que la histérica inconsciencia de su madre la arrastró, como a ella misma, al desprecio y al oprobio. El clavo de la pena barrenábala con su áspera punta a la idea de las pobres hermanas deshonradas. Clarita, de once años; Herminia, Laura, Marina..., de siete, de cuatro, de dos. Inocentes que habrían de ir sabiendo su pública degradación aun antes de saber siquiera lo que fuese su inocencia. ¡A ella, en cambio, la tempestad la había arrojado a estas playas lejanas e ignoradas de una gloria!
Tal pensó y tal sufrió mientras Esteban, cortés, con una cortesía del alma bien distinta de aquella otra de «aquel hombre», y queriendo respetarla su voluntad absoluta de olvidar las vivas cosas muertas, ni le habló de Badajoz ni le leyó estas cartas de su madre. Pero las cartas, que él dejaba abiertas por los muebles, le infundían a la adoradísima infamada un recelo constante de amenaza y de peligro. Un día, en que tras una noche de dichas inefables su recelo fue mayor, osó, al salir Esteban, mirarlas. En algunas, Gloria le escribía a su hermano. En una, la madre le mostraba al hijo su conformidad con haberse mudado «a una casa tranquila, sin locos compañeros» y con «la resolución de estudiar por libre, si esto reportábale ventajas». En otra, Gloria le contaba una función de caridad que habían dado en el teatro, trabajando las muchachas, y enviábale con las revistas fragmentos de periódicos. Se admiró Antonia. Las letras impresas contenían el nombre de su hermana Clara, como actriz, y el de su madre como una de las concurrentes distinguidas. A ambas los periódicos dedicábanles mención muy principal...; y ella, la desterrada, la proscripta en ignominias, pero la enormemente dichosa al fin, lloró de raras alegrías. Al volver Esteban, le interrogó por única vez, y oyó que la confirmaba amargo en su dulzura:
-¡Oh, sí! Este verano ya no se hablaba de ti. Tu casa la visita todo el mundo, como antes. Solamente ha prescindido tu familia de la mía. Clara, muy conocida, estuvo festejadísima y preciosa en los bailes de la feria. Por no hablarte de esto, no te había dicho, Antonia, que en dos yo estuve sentado en la muralla viendo desde la sombra a tu hermana..., recordándote..., ¡porque no te puedes figurar de qué modo va siendo su aspecto el tuyo mismo!
Se enterneció de más la tristísima dichosa, al choque de no supo qué ingratos cariños recordados, de no supo qué injusticias, de no supo qué increíbles indulgencias y qué redimidas inocencias...; y víctima ella sola, al lado acá del abismo de vileza en cuyo opuesto borde la olvidaban como muerta todos, se refugió en los besos y en el alma de su resurrección gloriosa..., del ancho amor que le había recogido en alma y carne de alma desde el vuelo de una tumba.
En la tarde aquella, más que nunca, comprendió la razón sidérea e inmortal por la cual Esteban odiaba los vestidos. Se los quitó, y estatua o diosa, desnuda, sin una cinta, adorando se dejó adorar mientras le oía hablar de amor y de Dios y de la muerte.
-Mira, tú, así -volvía a decirla él-, eres la MUJER de todas las mujeres. Griega y santa. Paganamente honestísima. Tu vida de belleza, como la hizo Dios, es tu Razón, es tu Pureza, y es tu Majestad.
Badajoz, Cádiz, Madrid..., todos los pueblos del mundo, ante los que ella tuvo y tenía y tendría que aparecer vestida, cuando aquí no le hacía falta ante Esteban y ante Dios, acabaron de parecerle unos perpetuos «bailes del Casino», cuyos trajes vaporosos servían únicamente para que los graves ingenieros les viesen a las honradísimas mujeres los senos y las figas de lujuria tras el tul de los escotes y el revuelo de las faldas.
¡Ah, el bueno y luminoso Badajoz era como este Madrid del qué me importa en que ella veía rodar los landós de las cocotas entre más admiración que el de las reinas! ¡El qué me importa de las gentes «bien vestidas»!... Y como esto no lo ignoraba Esteban, también para entre las gentes placíale verla vestirse lo mejor posible.
Se concentró más en su Esteban, en su hogar, y en la maravilla de horizontes del cielo y de la tierra que veían por los balcones.
Sí, era maravilloso y estaban maravillados.
Suyo el Retiro. Suyo Madrid. Vivir entre jardines y grandezas. Vecinos del sol y de la luna y las estrellas, comprendían la altura de los tonos, comprendiendo que la altura es el dominio. Y diríase que en su asombro de alegría callaban el secreto... ¡porque no fuesen los caseros a enterarse y a trocar la importancia de los precios partiendo de los «altos»!
Casado del Alisal, 37, duplicado, interior, 4º izquierda. Y, no: 6º, en rigor de la escalera, ya que podían contar, subiendo, cinco pisos. Pero... ¿interior?... ¡Qué otra equivocación tan bella en las paradojas de su vida!... Desde los dos balcones, por el lado en que los días le enviaban el saludo rosa de sus albas, veían tendida la mágica alfombra del parque; y allá lejos, los campos, los horizontes infinitos. Desde las dos ventanas, por el lado en que las tardes enviábanles sus despedidas de nácares y púrpuras, veían el Prado; y detrás el panorama de la ciudad diáfana e inmensa. Dos balcones, dos ventanas..., aire y luz; jaula, cada habitación, del cielo, puesto que no tenían más que cuatro, amplias y con los estucos blancos y nuevos de casa nueva: dormitorio y gabinete tocador sobre el Retiro, cocina y comedor sobre Madrid.
Habían ido contemplando en tres meses del otoño tibio palidecer las arboledas, y continuaban confirmando que seguía discretamente firme, con el leve aumento concedido al bienestar, el presupuesto que trazáronse en la fonda. Por la casa pagaban once duros, en vez de ocho, y en muebles habían gastado, encima de los dos mil reales
proyectados, otros mil; mas no tenían por qué hallarse pesarosos: Antonia, buena hacendista, atenta al orden y al tiempo en la computación del conjunto que forma el alma de toda economía, dejó previsto, y lo iba demostrando, que con los de Badajoz y de Cádiz, y ligerísimas reformas, le sobrarían, por lo menos, tres años trajes y sombreros. Los muebles, sólidos, lindos en su imitación modesta de nogal, necesitaron, en cambio, menos complementos ornativos, porque ya las paredes mismas eran una gala, o una pulida limpieza, al menos, que agradecían a sonrisas de espejos blancos los adornos que de cintas y papeles japoneses súpoles poner a las macetas de dracenas y begonias y a las tulipas de la luz la gentil enamorada.
Enamorada de todo..., gentilísima de su amor, y de su paz, y de sí misma, y de su dicha y su belleza, y de estos balcones y paredes de su casa. Era un beso cada contacto de su mano con las cosas. Era una caricia de amor, en este ambiente de amor, cada mirada suya el amor de no importase qué, bajo el cielo de las noches y los días. Esteban la iba habituando a profundizar las emociones, y sentía lo mismo que él, en verdad, que no era que se poseyesen ambos las almas y las vidas, sino que poseían y se encontraban a la vez perpetua y amorosamente poseídos por el aire, por las rosas... por todos los grandes y pequeños espectáculos que desde su pasión serena miraban dentro o fuera de ellos mismos. Perdida en un idéntico infinito de ternura la noción de magnitud, casi ponían la misma complacencia adorando a Dios con oraciones de silencio en las noches estrelladas, que revisando ella al fuego el baño de maría y apercibiéndole la flanera al flan que iba él batiendo para el postre. ¡Perdida la noción de magnitud! ¡Perdidos los conceptos de lo enorme y lo trivial por un inmenso amor que, los tuviese comoquiera y dondequiera, los tenía en la serenidad del Universo!
Madrugaban. Solían despertarlos los carros que iban a la estación por la calle de Alfonso XII. Tenían allí en la alcoba, por tuberías de aire calentado siempre, como el resto de la casa, un gran lavado de jofaina giratoria. Antonia le daba un beso a Esteban, saltaba de la cama sobre el linóleo, se quitaba la camisa y empezaba toda a friccionarse con la esponja y agua fría. Esteban, fumándose perezosamente un cigarro, la miraba: estatua pura.
Era un minuto, y en otro se vestía la diligente, partiendo a preparar el café con infiernillo; entonces él, otro minuto de ablución, veinte para peinarse y vestirse, y ya tenían en el comedor, en el gabinete, el desayuno. Café, pan, manteca.
Veían a cada instante las ventajas de la casa. Pequeña, pero nueva, y por todas partes con caudal de agua y modernos mecanismos capaces de evitar los bajos menesteres: los tres duros más que pagaban sobre el cálculo los ahorraban en criada. Al principio tomaron una mujer para oficio y recados. Antonia la despidió. ¿Qué?... Suelos de madera, que con el cepillo de pie enceraba ella dos veces por semana; suelos que no ensuciaba nadie sin más que recoger los recortes de costura en la cestilla y en los escupidores las cerillas y las puntas de cigarro; suelos de los que quitaba diariamente el polvo en un momento con otro gran cepillo de mango largo, para mano, como el plumero lo quitaba de los muebles. La loza, los tres platos y medio que utilizaban los dos, los fregaba casi sólo el grifo de las pilas. Y la leche, el pan, la carne, las verduras, los pescados..., todo, llevábanselo a domicilio de las tiendas inmediatas.
¿Para qué, si no fuese para complicación y estorbo, una sirviente?... Habían tenido una pena los dos, en su pasión enormemente placentera, que hubiese querido un lazo más de vida de sus vidas, al confirmar que la crueldad del mundo heriría bien honda en las entrañas de la amada, cuando ni el mismo amor hacíalas florecer un ángel; pero una vez, como en otros otras tantas, resignados al crimen que no era de ellos, al crimen de lesa humanidad que «una madre» cometió en nombre del «respeto», sobre tal tristeza alzaron la alegría de comprobar la parca y bella sencillez de su existencia. Se bastaban a sí mismos, con una libre dignificación de pájaros. Aquellos ruiseñores que oían en las noches dulces por las frondas no necesitaban criados, no tenían que imponer la recíproca humillación de esclavitud que cuesta toda humillación de tiranías a un semejante. Mientras Esteban, menos influido que Antonia de majestad de soledad, porque había sufrido menos, se obstinó en rendirla el honor de una criada, estuvieron sintiendo ambos, de ella, el pasivo despotismo de obediencia servil: dos comidas, que ahora casi improvisaba Antonia en media hora, les costaba el fuego ardiendo todo el día, y nada era tan cierto como que se hallaron de servidumbre redimidos al prescindir de servidumbre.
Al entrar en casa y al cerrar la casa, la casa era su hogar..., era el mundo de las divinas libertades, que nada tenía que ver con el de fuera.
Partía a las siete y media el estudiante hacia San Carlos, y la amante amada se quedaba amando el nido a que él iba a volver. Abría los balcones, las ventanas, y entraban el sol y los perfumes de las flores. Como se arregla un altar, arreglaba el lecho. En poco tiempo, las cuatro estancias religiosamente limpias como celdas de un raro convento de alegría; y la religiosa, la diosa, sentábase a bordar, sentábase a coser... ¡Cuánto se acordaba entonces de los patios y corrales, del feo grandor inútil de su casa y de tantas casas de Badajoz, con su trajín molesto de criadas, con aquel romperse las manos fregando a fuerza de lejías los ásperos ladrillos, con su eterno quitar basuras de todos los rincones!... Madrid, esta flamante y anchurosa barriada en Madrid, al menos simplificaba los domésticos trabajos de un modo prodigioso. Las máquinas, los artefactos, las cañerías, los cables... reducían los inútiles espacios y suprimían las estúpidas faenas: un tubo les subía el calor, otro el agua, y un alambre la luz.
En la memoria de ella, por contraste, surgían sus infantiles recuerdos de aquel candil y de aquellos velones de su casa, que exigían para atizarlos agua, que llevaba con su burro el aguador; de aquella serie de quinqués, que se pasaban las noches dando tufo en sus tinieblas, y que invertían para su arreglo a una mujer toda la mañana; de aquella agua que llevaba con su burro el aguador; de aquellos tizonosos braseros, que había que estar soplando cuatro horas; de aquellos blanqueos de las paredes que cada sábado ponían los muebles en trastorno...; de todas aquellas cosas, en fin, que necesitaban tener llenas la cocina y el corral de cántaros, de tinajas, de latas de petróleo, de montones de leña y de cisco, de cal, de barro blanco, de escobas y cañas, de pinceles, de aljofifas..., de todo el arsenal de un sucio tráfago perpetuo para gustar apenas dos horas de paz y de limpieza cada día!
¡Oh, sí, esto era una obsesión en Antonia, con el asombro de verse ahora, sin extraño auxilio, dueña de su tiempo y de su alma!... Y de esto, que les parecía a muchos baladí, habían ella y Esteban inferido consecuencias bien profundas acerca de la simplificación de todo lo social en la futura dicha de las gentes.
Entraba el sol, y cosía y bordaba Antonia. En la calma y en la noble pulcritud exquisita de sus estancias claras, que tenían las frondas del Retiro por pavés más que la humilde inquilina del piso cuarto podía creerse la princesa del alcázar que formaba el edificio en su conjunto. Era que habíase unido a su camarín de las almenas. Unos servidores, que pagaban la nación, cuidábanla su parque extenso; otros, que pagaban los condes y marqueses que vivían debajo, procuraban asimismo que nunca de otros pequeños jardines le faltasen las fragancias de los nardos y violetas. Y cosía, cosía o bordaba la princesa de pelo negro, con tiempo de más también para atender a sus adornos y a sus trajes, hasta que volvía el príncipe estudiante.
Algunas veces, antes que volviese él, salía también ella, con un paquete en que llevaba al almacén las randas que bordó por la semana... Cobraba ocho pesetas, diez pesetas... y tornaba a subir al poco la escalera hasta su piso, en cuya puerta del centro solía encontrarse a una alemana institutriz, mujer o amante, pero desde luego amada, de un alto y blando representante de carretes de hilo, en cuya puerta de la izquierda solía vislumbrar el estudio de un pintor, con quien vivía otro amigo militar y periodista, que llevaba siempre un fox-terrier por la cadena. Eran, estas alturas, en la casa de condes y marqueses por abajo, una simpática instalación de juventud, de independencia, de orden absoluto, de aislamiento cada vecino con respecto a los demás, en una especie de bohemia dichosa y elegante.
Antonia, al retomar, traía labores nuevas y algo disminuido el importe de su cuenta a cuenta de pasteles, de setas, de exóticas frutas y marrons glacés, para festejar el almuerzo. Sabía que trabajaba, contra la obstinación de Esteban, no sólo por acompañarle silenciosa en sus tareas del estudio y por ir mermándole estos miserables cuatro reales del jornal de obrera al pequeño capital de burguesita que habría de ser su garantía de algunos años, sino por el miedo a tener que separarse de él y vivir, abandonada y sola para siempre, de su esfuerzo. Aquellas cartas, sobre esta pobre ventura enorme que habíanse logrado los dos bajo el velo tenue del misterio, continuaban suspendidas como un peligro. Una madre insensata, más que inicua, la empujó a todas las vilezas: era lógico que pensase que otra irreflexiva madre, de la misma autoridad, pudiera arrancarle al hijo la ventura, y a ella con el hijo su última esperanza. Adivinándola, Esteban afirmaba que, por encima también, ¡al fin de todos los respetos trabajaría entonces con ella y para ella o moriría con ella de hambre, de pena, de injusticia, de maldición y soledad!... Pero... ¡qué cierto, en todo caso, que estos respetos (aun para los dos amenaza de violencia y de desorden) fueron la negra muralla que sólo pudo saltar la inocencia de ambos a costa de lo horrible!
Tocaban a la puerta. Era la una. Era... ¡él!, y los tristes pensamientos de ella dispersábanse. El príncipe-estudiante, un poco pálido de su lucha con los muertos, bebía de vida en la boca y excitábase el hambre de honrado trabajador ante aquellas bandejitas de cartón que tenían por la cocina limpia las frutas, las setas, los pasteles...; ayudábala a preparar el perejil y el limón de unas almejas, de unos mariscos..., y la mesa una delicia, siempre con flores. Luego, si era ingrato el día, se iban al Polístilo a patinar porque habían aprendido juntos y les gustaba este deporte en que los dos se perseguían como ilusiones o trazaban los dehors cogidos por el talle; si era jueves, al teatro, buscando exclusivamente los conciertos o las obras del grande, del inmenso Jacinto Benavente. Pero, a diario, en tiempo hermoso, su refugio, su «gran parque Real», era el Retiro; y unas veces se perdían por las florestas y los lagos, otras se embarcaban, cansándose de remar al sol por el estanque, y las más se detenían en el parterre a gozar con los juegos de los niños.
¡Los niños! ¡El embeleso de los amantes niños que no habían visto en los que no fuesen niños como ellos más que la cruel ferocidad!... Preguntábanse si realmente los jardineros habrían hecho este rincón de jardines con arbustos y bojes recortados, con amplias avenidas y glorietas extensas de escalinatas suaves, como un paraíso infantil, porque era para niños, o al revés, si los niños hubiéranlo elegido y consagrado para ellos porque era así.
«¡Tonta! ¡En todo caso, las niñeras!» -quiso puntualizar Esteban la elección.
«¡No, tonto! ¡Fíjate!... -le tuvo que oponer Antonia-. ¡Ellos! ¡Mira aquella nenita cómo rabia porque se empeñan en tenerla lejos la niñera y el soldado!»
Tuvieron que admitir en los pequeños un instinto encantador de sitio y de sociedad. Su edén, el parterre. Su gloria. Una angélica confusión por todas partes. Grupos, carreras, chillidos de alborozo. Balones y aros que rodaban, diávolos y globos y pelotas por el aire. Llegaba una gentililla morenita de tres años, y sin que conociese a las otras ni la presentase nadie, pedía y obtenía inmediatamente, con gracia igual, la venia para cantar en un corro enlazada por las manos. Otras preferían el «esconder»; y no pudiendo abordar en grupo a las dispersas corredoras, espiaban, situábanse a la vuelta de un macizo, y corrían y dejábanse coger para «quedarse»: de este modo, incluso como indispensables, se hallaban admitidas prontamente.
Antonia, Esteban, desde el cualquier banco en que pasábanse las horas, vieron una tarde una diplomática conquista de amistad, entre criaturas de dos años (rubia una y llena de lazos como una rosa, rubio el otro y lleno de tirabuzones y de encajes)... por medio de confites. Era que jugaban sus respectivos hermanos mayores a correr, y habíanse alejado un poco, con las institutrices y las bonnes; ellos dos, medio abandonados de tronco a tronco donde todos habían dejado los abrigos y juguetes, se miraban..., se fueron acercando, y como no sabían hablar, se ofrecieron dulces... Luego jugaron con el carro y con la pala de uno de ellos en la arena.
¡Tan amigos!
¿Cuáles eran las niñas, cuáles los niños?... El mismo lujo, los mismos terciopelos y gorritas. Hasta cierta edad, no se diferenciaban. Los pendientes, al flamear de los bucles, solían aclarar la confusión. Y se asombraban Antonia y Esteban de ver las mismas caras, los mismos gestos..., la total identidad de los que, creciendo, habrían de ser mujeres y hombres tan social y horriblemente diferenciados en las trazas y en las almas.
«Sí, mira -decíale a la amada embelesada, a la amada contristada, entonces, el filósofo-: el mundo no dejará de ser una barbarie hasta que los hombres y mujeres dejen de diferenciarse menos de los niños.»
Amigos excelentes de cuatro o cinco, ganados con barquillos, según los ganaba Esteban en el Prado tiempo atrás, se divertían escuchándolos. La gracia de lo ingénico estrambótico. Los clows debían aprender de ellos la ingenuidad, y de los gatos la elegancia. Piti (nombre que cualquiera que supiera lo que fuese, en ese idioma de año y medio) tenía la cara redondita y arrebatadamente roja como una bola de coral, y una talma roja y un sombrero de fieltro rojo que le recogía la estopa de los bucles tal que un casquete de cíngaro; rojas las botas también, mostraba una:
-Pero Piti, ¡qué bonita es esa bota!
-¡Y ésta! ¡Mira!
-¡Anda, tienes dos!
-¡Una para cada pata! -contestaba Piti, satisfecha.
Consuelina, muy mona y muy redicha, formábase sus verbos:
-¡Hemos poniro el coche aquí y se ha caíro, porque le dije a Flencia que lo ponga y ella dijo que nosotros lo pongáramos!
El busto de Benavente, el sabio doctor que amó tanto a los niños, el padre de este otro dramaturgo Benavente que hería y se apoderaba de las almas con comedias, presidía los juegos en el centro del jardín; y dábale su memoria de piedra y de muerte y de ciencia y de amor una extraña solemnidad a la alegría como inmortal de estas risas de la perenne, de la siempre renovada infancia de la Tierra. Cuando a las cuatro los dos amantes se volvían a casa, suspirábale el filósofo a la amada embelesada y contristada:
-¡Son la esperanza, ellos!
Otra esperanza acaso de ser alguna vez recuerdo de amor y de piedra en jardines de niños entre hombres y mujeres más felices, tan felices, siquiera, como Antonia y como él, impulsaba al niño amante-estudiante príncipe de la princesa linda a estudiar con una inmensa fe sus libros de hermosa y directa ciencia de la Vida. Los abría a las cuatro y a las nueve los dejaba. Antonia bordaba cerca los respetos eucarísticos, sin más interrupciones que las iniciadas breves, alegremente, por el filósofo al fumarse sus cigarros.
-¿Eh?, ¡rabia!, ¡que me he aprendido esto! ¡Rabia!, ¡rabia!
-¿Sí, eh?... ¡Pues rabia tú! ¡Lo que yo he bordado... Mira! -y le mostraba ella, moviendo el puño en la palma de la otra mano, las batistas llenas de calados y de rosas.
Un mutuo placer intenso que tornaba en gentilezas las formas de rabiar. Rabiando, se besaban; y besándose se encaminaban a aquel otro placer de freír huevos o asar carne en la cocina. Suyo el tiempo, desde esta hora de la cena hasta las doce. Si en sobremesa el café y el graduado calor de las estufas les hacía siquiera cogerse en edénica pereza fraternal desde butaca a butaca la punta de los dedos, rara vez Antonia no acababa por ser, a impulso de si propia, la Eva deliciosa y púdica que se quitaba los zapatos y las medias, antes de quitarse la camisa, para que Esteban no pudiese verla con lúbricos adornos. Y si, al contrario, charlatanes y animosos, el giro de la conversación llevábalos a una filosofía de amor y porvenir toda trascendente, los últimos besos de la boca de gardenia le daban a Esteban el dolor de las mil bocas de vicio y de mentira con que otras mujeres, que podrían ser como su Antonia, y que no lo eran, por culpas de hombres que no eran al menos como él, estarían besando a otras bocas de lascivia en esta misma hora de Madrid...; y entonces, Antonia se te iba durmiendo entre los brazos, y casi en brazos llevábala al lecho él, y volvíase a estudiar sus libros de la ciencia de la vida, como si tuviesen no sabía qué deberes de redención, qué deberes de expiación... él y sus libros de la vida. Por los cristales del comedor, titilaban las luces de Madrid en el bastidor de la ventana; y el estudiante, dos horas después, mirando Madrid antes de ir a dormirse junto a su dormida amada, recordaba y repetía el celebre conjunto del poeta:
-«¡ESTO MATARÁ A AQUELLO!»
Pero sufría, entonces, al contemplar a la dormida adoradísima, por lo que había él matado en ella y por lo que iba matando en sí mismo de sí mismo. El..., ¡miserable!, fue quizás el único pregonador de la deshonra de Antonia... de su ANTONIA... ¡DE SU ANTONIA!..., de la todavía ángel, después de infamada por el mundo, que aquí tan noble dormía a su lado. ¡Sólo él, quizá!..., porque Mauricia, en su oficio vil y peligroso de alcahueta, tendría el secreto... «por virtud». ¡Sólo él, con aquella confidencia a Sergio en la taberna!
Contó lo de Antonia igual que había contado lo de Renata Mir, lo de la Coja, lo de...
¡Cómo tenía razón la madre de ella, la Gamboa, creyendo en la indiscreción vanidosa de los hombres, y cómo hasta la Gamboa idiota no era sino una creación ingenua de la ingenuidad perversa y más idiota de los hombres!... Una novia podía estar cierta de que el beso de amor que concedía, no importase en qué misterio ni a qué hombre de honor, dábalo para su deshonor irremisible en medio de la plaza.
El remordimiento mantenía a Esteban sobre el codo muchas noches, contemplando en la misma almohada a la durmiente infeliz que no sabía «cuánto sólo él fue la culpa de su daño». Por la cadena de secretos consabida, esto es, por lo que él le dijo a Sergio en secreto, y en secreto Sergio a otro amigo, y cada amigo en secreto, después, a todo el mundo..., la honra de la pobre Antonia quedó destrozada como un trapo en juego de alanos que no ladran. Navarro, el «especialista en jovencillas», no se hubiese fijado en Antonia a no contar con la memez tétrica del padre, con la impudicia de la madre, y con el «precedente» de la hija en sí propia, sobre todo. No, no se habría fijado en ella sin tal cúmulo de circunstancias, porque estos fríos profesionales de la infamia, y más cuanto más caballerescos, cuanto más graves y metidos en el orden, búscanle a sus empresas la impunidad y la seguridad, dentro de la sencillez y de la cobarde alevosía. Buitres de la deshonra, acuden a lo que muere, a lo que se descompone. Hipócritas y viles, a las necesitadas de reparación le ponen como cebo el matrimonio...; ¡y es lo que explotan, la perenne oferta de matrimonio, con la salida previamente vista para su severidad, para su respetabilidad! Navarro, ya en Cádiz, siempre velando por la inmaculada fama de su honor de caballero, había tenido buen cuidado de puntualizar a Antonia que no se casó con ella, al fin, porque supo, tarde para ello, a tiempo por fortuna para él, «su lance con su novio»... ¡Granuja!
Pero granuja Navarro, el serio señor de cincuenta años y estafador de bodas, y granuja el novio que pudo poner al ídolo de su corazón en trance de la estafa. Esto no lo comprendía el que a su lado tenía a la divina niña tan perdida para el mundo..., ¡tan de más ganada para él a través del tormento y la indecencia! Iguales, ambos, él y Navarro: iguales e idénticamente los dos ante el mundo del honor cobrando aureolas tenoriescas por haberle faltado a una mujer al honor de sus palabras. El uno la dio en prenda de guardarla el secreto que no supo guardar; el otro, en garantía de una boda que no iba a efectuarse. Hubiéranse empeñado de igual modo con un hombre de un trivial negocio cualquiera de la vida, incluso en un asunto delictivo y fuera de la ley, como una deuda de ruleta..., y se hubiesen degradado para siempre; en cambio, con una débil mujer, que ni aun podría cobrarse a bofetadas, con una niña, con un ángel..., la cobarde felonía se les volvía honor y sólo para la mísera engañada
vergüenza y vilipendio.
Era tan repulsiva esa verdad, que no comprendía Esteban cómo pudieron llegar a ella, por tan diversos caminos, Navarro y él; y saltaba inmediatamente tan monstruosamente absurda toda comparación de motivo entre las traidoras conductas del cazador de muchachas y del adorado de una diosa, que hubo de pararse a meditarlo su motivo, por no tener que admitirlo para sí más miserable aún que en el hombre aquel tan miserable. Navarro, en efecto, podía disculpar siquiera su perfidia porque de ella él hizo la trampa inevitable de un deseo, de un cuerpo de mujer; y aun siendo esto muy canalla, lo era más el tener ya aquel cuerpo con su alma y pregonar su muerte y su deshonra de manera estúpida y sin otro fin que recabarse la indigna «gloria social de los tenorios»...
¡No! ¡Algo más debió de haber en su ansia, en su angustia cruel de confidencia! ¡Algo más humano y menos necio que la simple vanidad! Debía de haberlo, en él, y en todos los hombres (puesto que infaliblemente todos contaban estas cosas), desde el punto en que «un impulso irresistible» les llevaba a no callarlas, aun no desconociendo que iba en ello la vida civil de una mujer..., de una idolatrada, con frecuencia, que incluso del indiscreto, era el ideal y la vida misma de su vida. El habíase suicidado algo del propio corazón, aquella noche, al asesinar a Antonia para el mundo; si él no hubiese dicho aquello, llorando de amor y de ternura, Antonia, ya que la deshonra no quiso dejarle él lo inocultable, habría podido esperarle años y años bajo las tiranías de la madre con su secreto doloroso..., sin la angustia de saberse públicamente difamada, y sin la prisa de restaurar su buen nombre en las propias y ajenas torpezas que la arrojaron al desastre. Aun suponiendo que Navarro se hubiese dirigido a ella al creerla pura, Navarro, «impuesto» por la Gamboa, hubiera sido un aspirante a novio, nada más; y deshecho pronto o tarde, con el equívoco, el enojo del ausente, ¡tarde o pronto la mártir hubiera sido la esposa que presentase él como orgullo de su amor a la faz entera de la tierra!
¿Qué cosa, entonces, más humana, infinitamente más humana y fuerte que la necia vanidad, más fuerte que el mismo inmenso amor que le impulsaba al misterio, le forzó a decir llorando, temblando, aquella noche, lo que él propio sabía capaz de producir tanto destrozo? ¿Qué cosa horrible de la vida había en conflicto con la vida, que así, a él y a todos los amantes nobles o innobles del mundo, arrastrábalos a la invencible confesión de los triunfos de mujeres?... ¡Ah! ¡Debía de ser tan poderoso, lo que fuese, que él mismo, con este inútil dolor de la contemplación de la catástrofe, estaba sintiendo en el fondo de su alma cómo, si posible fuera volver atrás el tiempo y los sucesos, volvería «a hacer igual»...; cómo, si con otra virgen desdichada volviera a encontrarse en parecida situación «haría igual»..., ¡así tuviese después toda la vida, tal que aquí se despreciaba y maldecía, que despreciarse y maldecirse!...
La contradicción con su evidencia poníasele más de manifiesto al hacerle comprender que sólo por un colmo de lamentable hipocresía pudiera afirmarse ahora mismo lo contrario. No hacía falta la propia experiencia de tristeza, en hechos más que clara y constante y abundantemente revelados por la triste experiencia general: antes de cometer su crimen, sabía Esteban la historia de aquella artesanita muerta en Badajoz, y abominaba y condenaba la irrespetuosidad de sus amigos al tratarse de muchachas..., de muchachas que eran a veces parientes de los indiscretos habladores, primas hermanas como Charito López de Sergio... ¡Lo que no impidió que, para que contara harto más que contaba Sergio de su prima..., él aquella noche se llevase a Sergio a una taberna!... ¿Con qué lógica, a quien no reservaba ni secretos de una mujer de su familia, iba a pedirle torturas de secreto tan suyo y, siéndole tan caro, no lo pudo reservar?
Se abrumaba Esteban. En fuerza de pensar qué pudiera ser esto tan tremendo, tan humano, tan formidable, que así implacablemente a los hombres los llevaba a asesinar honras de mujeres, y aun de las más queridas..., llegó a saberlo. Y al saberlo le sorprendió su sencillez y lavó a los hombres de una mancha de vileza..., arrojando esta vileza, una vez más y por esta cosa más, a los artificios sociales.
Llegó a saberlo, y pudo saberse desde entonces menos miserable: no era, no, «la vanidad». Era «la vida misma, que encendida en lumbre saltaba en resplandor». Era «que no había en la vida triunfo más grande que este de la posesión divina de un ser por otro ser; y en cualquier momento que se efectuase ella tendría que ser cantada en gritos de victoria..., como en los mismos trinos o alaridos de victoria la cantaban, sin ninguna vanidad, los ruiseñores en el árbol y los ciervos por el bosque». Era «el amor, que siendo sol, cuando surgía en las vidas las llenaba de diafanidades suntuosas e irradiaba al universo»!... ¡Y, claro, más fuerte que el amor..., puesto que era la fuerza y la explosión en luz y en llama del mismo amor, y fuese el querer taparlo como el querer taparle al sol su «luz de escándalo» porque así la pudibunda humanidad en nombre «del honor» un día lo decretase!
Cuando una mañana Esteban supo esto, de la vida, en fuerza de mirar a los muertos de San Carlos, vino a casa y se lo dijo a Antonia; todo: su traición y su grandeza.
-Mira -comentábala después-; Napoleón, con sus banderas por Europa, no tuvo más embriaguez de orgullo y de dominio que yo al sentirte mía, que cualquier amante al sentirse Dios, más que emperador, en la gloria de su amada. Hubiérasele pedido a Napoleón en vano que no proclamase su embriaguez soberbia por la tierra a todo el sonar de sus clarines, y tan en balde se le pedirá a un amante amado que no pregone su inmensa majestad. La indiscreción no es ¡más que la campana de alegría de las bodas sin campanas! Y díselo tú, si a ti te oyen, a todas las pobres chiquillas que creen poder darse en boda en el misterio.
-Mira -añadía después, viéndose perdonado a besos-: tenía yo en el corazón, antes de decirle a nadie que eras mía, un dolor que me quitó cuando lo dije; cuando lo supo Sergio, parecíame que el mundo vivía de mi ventura, que yo vivía extendido con tu amor por todo el mundo, por el sol y por los cielos. Y es tan grande esta grandeza, que si se tiene, estalla, aunque mate a uno, o muera uno; y si no se tiene... se miente. Fíjate, Antonia: es la misma con que la novia le enseña a los amigos, con magnífico impudor, la cama de la boda...; porque también vosotras sentís el mismo ímpetu discreto, aunque os salte sólo por los ojos... No lo dudes que de su propia esposa, el marido, si la ama, al poseerla... se lo diría al orbe en trueque de deshonra..., si ya las bodas no fuesen por sí mismas al tiempo que consagración de honores su público pregón. ¡No lo dudes!