En la carrera
de Felipe Trigo
Segunda parte
Capítulo VII

Capítulo VII

«Cádiz, 4 de enero.

»Querida Antonia: Te extrañará mi silencio de estos días. Dispénsame. Llevo medio mes atareadísimo. Harás mal creyendo que te olvido. Al revés, tú has llegado a ser para mí una obsesión de sufrimiento; y más, cuando contra mi voluntad veo retardarse tanto, veo alejarse tanto el día de que se puedan cumplir tus deseos y mis deseos. Te debo en tal concepto una franca explicación. Creo haber dicho alguna vez, en nuestros ratos deliciosos, inolvidables, que soy viudo, y que cuando yo te conocí no hacía tres meses que lo era. Pues bien: mi suegro, en cuya casa he vuelto a estar en noviembre a mi paso por Madrid, y que adoraba a su hija, es un influyente personaje a quien le debo cuanto valgo. El cargo que actualmente desempeño, él me lo ha dado, y de mis conversaciones con él, de mis insinuaciones, ahora al verle, he deducido cómo me significaría su resuelta enemistad una boda sin el respeto siquiera de un año a la memoria de la muerta. ¿Comprendes, Antonia?... ¡Razones de delicadeza, y de egoísmo, por si no bastase, que tendré que respetar..., porque imagínate tú lo que fuese la protección de un prohombre vuelta animosidad contra un funcionario del Estado!

»¡Perdóname! Esto que acabo de decirte sin duda te aclarará lo que habrás juzgado vacilaciones y subterfugios míos desde que nos separamos. Nada menos verdad. Sueño contigo. El recuerdo de tus brazos, de tu belleza incomparable, forma mi gloria y mi tormento. Mi gloria, porque lo fuiste. Mi tormento, porque... no te tuve jamás con esa calma de descuidos y reposos infinitos que requiere una pasión. ¡Oh, qué sola veo esta vida mía y esta casa donde pudieras estar!...; y para decírtelo, justamente, te escribo hoy de un modo tan sincero y doloroso. Por una parte, te declaro la imposibilidad de realizar nuestra esperanza con la prontitud que tú querrías. Por otra, te invito a nuestra unión inmediata. Vente a Cádiz. Vente a esta casa, que es tuya, y que se encuentra sin ti muy triste. Es la manera de conciliarlo todo que tan llegado a concretar mis desvelos, mis ansias, después de pensarlo bien. Pasado el plazo prudencial, nos casaríamos.

»Si te resuelves, avísame. Combinaríamos el viaje. Y mientras, y esperando lleno de impaciencia, queda tu

CARLOS.»

Laura dejó caer las manos y la carta a las rodillas, con una sonrisa de amargura, de desprecio, de humillación, de vencimiento. Tras unos segundos de inmovilidad en que respiró las ásperas llamas de estos odios, se levantó de la butaca y fue al cuarto de su hija.

-¡Toma! -exclamó arrojándola la carta-. ¡Esto acaba de darme el cartero!... ¡Te has lucido, mujer!... ¡Te quiere de... querida!

Cerró y se volvió a la sala.

No tenía, por cosa nueva, más que admirarse del cinismo de aquel hombre-harto descontado como «ingenuo salvador» desde que se vio su proceder de presente a última hora y sus primeras y, desde luego, frías cartas de ausente hacía dos meses -y lo admiró con la fugaz admiración de la que ya había admirado en la vida mil cosas estupendas.

Se peinó, se adornó, y, como era domingo, se fue a misa. Clarita la acompañaba. Lo que ostensiblemente perdían de consideración entre las gentes, procuraba recobrarlo a fuerza de lujo de ella y de Clarita.

Así por la tarde se fue también al puente y al Vivero con Clarita. Las de Prida paráronse a saludarlas y... a verlas los abrigos recién traídos de Madrid. Antonio Mazo, este otro grave y solitario, rico doctor que no quería clientela, procuró cruzarla, por mirarla, cuatro veces. ¡A ella!..., no a Clarita, ni a las demás elegantes solteritas que animaban el paseo... ¡aun siendo un joven él!

Pero luego..., ¡bah!, ¡el invierno!, el agua volvió a confinar a todo el mundo en sus casas, y Badajoz parecía un pueblo gris y abandonado, sin otro ruido que el del viento y las canales..., las canales que vertían desde los tejados la lluvia con tedios infinitos. En estos tedios, mientras Laura bordaba detrás de las ventanas aguardando inútilmente el paso de su nuevo adorador, el conflicto de la hija resurgía. La soberbia con que ella al pronto pensó que quedaría «el de Cádiz» castigado, haciendo que Antonia no volviese a contestarle, servía de nada contra el hecho estúpido y brutal del embarazo de Antonia. Un mes, otro mes..., dos faltas. ¿Qué, con que no se le notase todavía, en no siendo por sus vómitos si con una marcha de cruel seguridad iba a llegar el largo tiempo del escándalo?... Esto la aterraba. Sabía de más que todas las maledicencias o sospechas y aun certezas eran olvidables, menos cuando públicamente también se da con ellas una demostración inolvidable por sí mismas.

Pensó, en muchas de estas tardes, muchas cosas. Los dos ejes de sus meditaciones eran dejar o no dejar... que aquello continuase. Lloraba, a ratos, con la ira de ver que no podría quizá ni sostenerle

«al de Cádiz» su soberbia de silencio. ¿Era un granuja? Era un granuja, un canalla disfrazado de respetable caballero...; pero hasta la granujería tiene en algunos un término al tratarse de los hijos. Antonia, por su sosería primeramente, y luego por la irregularidad de aquellas cartas que unas veces fueron a Madrid y otras a Cádiz, no te había dicho aún su situación. Si se la dijese, ahora... ¡Aunque no! -veíalo-; ¿qué le importaba un hijo a un sinvergüenza?... Aparte comparaciones, el decirlo sería para contar con el santo temor del «caballero». En vez de ruegos, amenazas. Una seducida. Una menor. Un juez y una prueba de culpa que le obligaría a casarse.

Lo malo fuera que se burlase de ellas, no contestando siquiera a la severísima carta de una madre dolorida. Y lo ridículo, lo ferozmente inútil y ridículo, si entonces se llevase al juzgado la cuestión, habría de estar en que aquel mono de Madrid resultase declarando... ¡ah!

«El sinvergüenza de Cadiz» quedaba, pues, defendido y sustituido, ante Laura, por «el mono de Madrid», como suspendido de una hilacha del bastidor en que bordaba ella detrás de los cristales, y sin consultar para nada a la imbécil de la hija. Quería depurar bien los detalles y enlaces de su plan, con su gran ciencia del mundo. Navarro, con sus conchas y sus cincuenta años a la cola, no habría dejado de saber lo de Esteban, antes o después; y contando con la vanidad y la venganza del muchacho, tardaría poco en aliarlo a su defensa. En cambio, exponiéndole previamente a Navarro el proyecto, no sería difícil que, en su doble condición de caballero y de canalla, ellas le pusieran de su parte para hacerle decir en una carta que desistió dignamente de la boda por haber oído a tiempo lo de Esteban.

Otra tarde aún, y cayó en la cuenta de que lo adverso habían de ser los médicos: el embarazo de dos meses no se podía referir a cuatro..., y el «mono» estaba en Madrid desde octubre. Además, si Antonia era menor, también Esteban...; y desconocía ella el grado en que las leyes eximen de estas responsabilidades a un menor.

¡Inútil, pues; inaprovechable, y sólo colosal estorbo el embarazo!

Hízola llorar la aflicción. Hízola rezar, con los fervores que siempre recurría a Dios en los grandes infortunios. Pedíale, y predilectamente a la Purísima (que mejor como madre y mártir había de comprenderla), que se apiadase de su dolor y que «tuviese en cuenta lo que ella húbose esforzado por guiar en buen camino a la hija loca». Pedíale que la hiciese abortar, aprovechando este no comer y esta debilidad de la muchacha. Y desde entonces, con el beatífico consuelo de la divina aprobación, quedó esperando el aborto.

Era tanta su fe, que cada noche esperaba la providencial novedad para la próxima mañana. Pero... pasaron días, pasó una tarde Mazo, en una clara de sol (aunque sin mirar a la reja, porque ignorase quizás dónde ella vivía)..., y Laura comprendió que Dios ayuda... valiéndose siempre de medios indirectos.

¡Fue un relámpago! Se lanzó al despacho del marido y escribió:

«Sr. D. Antonio Mazo.

»Muy señor mío y de toda mi consideración: Para un asunto urgente deseo hablarle. Me permito contar de antemano con su caballerosidad y su discreción. Le esperaré esta noche, a las once, en esta su casa. Si no pudiese venir, con la misma que le entregue ésta puede decirme qué otra hora de mañana encuentra preferible. Tiene mucho gusto en ofrecerse de usted efectísima servidora, q. b. s. m.,

LAURA R. DE GAMBOA.»

-¡Ama! -gritó para entregarle la misiva.

Y cuando la despachó con las convenientes instrucciones encaminándola al Casino, donde el señor Mazo solía estar, ella se quedó triunfal y sonriente en el sillón de su marido, como bajo un haz de gloriosos resplandores que hubiérala enviado la Purísima. Primero rezó en acción de gracias. Luego, cumplida con el cielo, bajó a la tierra y pensó que ella venía a ser una especie de gran reina diplomática capaz de dominar al mundo; efectivamente, de un golpe, y puesto que aquel más o menos tímido amor de Mazo había de parar en... lo de siempre, anticiparía este amor y lo santificaría (al otorgarla como premio de aborto) con la salvación heroica de una hija... No de otra manera ni menos heroicamente se había entregado a otros amores..., salvando a sus hijos y a su casa años y años de la estrechez económica a que la hubiesen condenado las míseras tres mil pesetas del marido. Y esto con dignidad..., sin dejar de ser ni un punto la dama entre señores. ¡De no sabía qué historias, recordaba no sabía tampoco qué altivas e intrigantes princesas de su porte!

Se vio al espejo. Un poco vieja se encontraba, pero..., ¡en fin!, pasó al tocador y dispuso su batería de lápices y cremas. El ama tornó diciendo que «vendría el doctor». Laura entregose más a su profija y larga tarea de embellecerse... ¿Cómo encontrar otro doctor a quien poder indicarle siquiera un propósito de aborto?... Este tenía la boca chica, los labios finos, los dientes blancos; y buen bozo; aunque no pasaría de los veinticinco años, su negra barba rizosa y su carácter dábale todo el aplomo apetecible.

A las once de la noche, puntual, llegó misteriosamente el esperado. El ama le abrió, sin que él llamase, y le introdujo. Laura le esperaba en la profunda intimidad del gabinete. La expresión de Mazo, un poco más bien sonrientemente poseída y dura que cortés, era la de quien sabe darse importancia ante una que te llama. La Gamboa, así de cerca, a pesar de sus afeites, o por ellos mismos, parecíale una de aquellas ciertas caprichosas dueñas de las casas de a tres duros. Por asociación de ideas acordábase de que también aquí había una muchacha fresca y bonitísima...; pero... procuraba atemperarse a la fácil oferta de la madre -hombre él, directo, incapaz de poner tiempo ni paciencia en estas cosas-. Esto pensaba Antonio mientras se deshizo la Gamboa en vagas e inútiles disculpas...

-Sí, me he atrevido a llamarle a usted como doctor, aunque sé que no visita. No tenía el gusto de tratarle; pero soy amiga de sus tías, las de Varela, y además me ha parecido usted, al verle en los paseos, un perfecto caballero a quien puede confiársele un secreto... de honor.

Mazo sonreía y asentía con la cabeza, sacudiéndole al puro la ceniza con la uña del meñique. Cuando oyó en seguida hablar de Antonia..., de una grave... enfermedad de Antonia, que necesitaría sus socorrros, pensó que esta señora divagaba tontamente. Pero, según fue determinándose la enfermedad de Antonia, se intrigó, y hasta ayudó con curiosidad apremiada, advirtiendo que la madre andaba con rodeos.

-Bien, señora, sí..., ¡comprendido!... Y sé de quién. De Esteban. Se dice por ahí, aunque no precisamente que se encuentra en ese estado. Se comenta que la ha dejado Navarro... por eso. Hábleme, pues, con entera libertad.

Laura, en la sorpresa de este público error, vio comprobado su buen tino al pensar en achacarle a Esteban el negocio. Por si acaso, por lo que pudiera ocurrir, se libró de rectificarle a Mazo tal creencia. Y se procuró un aire intermedio de madre atribulada y de amiga afectuosa al continuar informándole acerca del favor inmenso que esperaba de él..., y que ella pagaría con su eterna gratitud, con su eterna... Llegó casi a las lágrimas y se cortó y quedó esperando con el pañolillo en los ojos, para lucir la mano y las sortijas...; ella sabía perfectamente «lo que puede la mujer que llora», como la del madrigal, y que tiene además los dedos blancos y llenos de ópalos y de esmeraldas y brillantes.

-¡Señora... -lanzó por último el «doctor», cortando un silencio reflexivo-, lo que me propone usted es tremendo y no lo puedo hacer!

-¡Oh! -gimió dolida la Gamboa, sin desanimarse..., porque la negativa dejaba en su acento vislumbrar el lógico deseo de avalorarle al servicio sus precios sentimentales.

-¡Ni yo ni ningún médico del mundo! -acentuó Mazo dignamente, mas no tan grave como hubiésele al protomedicato convenido.

Y era que había cambiado la orientación de su esperanza: «Antonia, la muchacha fresca y linda, y no la madre, ofrecíasele, de súbito, accesible en este embrollo.»

Señor Mazo -dijo Laura-: crea que no desconozco la entidad de lo que pido, y la imposibilidad de que médico alguno lo conceda; pero yo, en usted, al tiempo que al doctor, me dirijo al caballero.

-Es que ni el caballero ni el doctor lo pueden conceder. ¡Compréndalo!

-¿Por qué?

-¡Porque es un crimen simplemente!

Laura le miró. Él sonreía. Sonriente y lógica también, le arguyó con rapidez y firmeza:

-Se trata, amigo Mazo, del honor de una mujer..., de una señorita. Ante esto, para un «hombre de honor», ¡no hay crímenes que valgan!

-¡Cuando para ello, señora, no se le exige el sacrificio del suyo!

-¡Ah!

-Fíjese... en que pide eso, justamente; salvar el honor de su hija a costa de mi honor.

-¡No! ¿Por qué?

-Porque me pide una cosa penada por la ley.

-¡Sin duda! Pero la ley no castiga cuando ignora.

-Y penada por la opinión pública.

-Que tampoco castiga... sin saberlo. ¿Es que se lo va usted a contar a los jueces y a las gentes?

-Señora... ¡no! Pero ¿es que usted supone que no tengo yo conciencia de mi profesión como médico, y de mi deber como hombre?... Mire, su deseo es... una enormidad: se me requiere, aun suponiendo lo no fácil de librar penas efectivas, y sin más que «porque nadie hubiese de enterarse», a la doble abdicación de mi honor profesional y de mi honor de caballero...; y es tan terrible, que usted sólo pudiera comprenderlo, quizá, si yo dijese, poniéndola en la misma alternativa: «Señora, puesto que lo que de mí solicita es algo que no puede pagarse con dinero, yo impongo el precio, y hasta por prenda y garantía de mi deshonra, en moneda igual; ¡entrégueme a Antonia, a su hija, previamente!»

Vibró la Gamboa. No esperaba esto. La sonrisa de victoria con que aguardaba el fin se le trocó en una ira de desastre al fustazo de aquellas últimas palabras que presentábanle a su hija como rival vencedora, intolerable, hasta cuando con influjos hechiceros quería salvarla..., y gimió:

-¡Ah! ¡De modo que usted, pone por precio...!

-¡Sí! ¡Suponga!... ¡A su hija!... ¡Pasar antes con ella esta noche..., por ejemplo!

Se levantó la dueña de la casa. Y era tan airada su actitud, tan hondamente altivo su gesto, que Mazo comprendió que había hecho un disparate irremisible. «Sin la hija y sin la madre.» ¡Le daba igual! Después de todo, para él no valía más una mujer que otra mujer, ni éstas que otras mujeres; y si sobre tener Antonia ahora supiese Dios qué panza, iba él a quedar como un cochino, luego al no poder darla sino papeles de azúcar... ¡bah! Se levantó también y dijo:

-¡Señora... no he pretendido ofenderla..., sino al contrario, hacerla ver, con la recíproca, el grado de la ofensa que usted ha pretendido hacerme..., que usted me ha hecho!

-¡Bien, sí, perdóneme!... Ya veo que es una locura lo que pido. ¡Imposible!... Acaba usted de convencerme... Pero, al menos, doctor, le ruego que sepa guardar nuestro secreto en conciencia, como un verdadero secreto profesional que es, sin duda alguna.

-¡Oh, señora!... ¡Los médicos somos verdaderos confesores!

Tomó la mano, que ella ofrecía sonando con la otra un timbre, y salió acompañado por el ama.

Laura se durmió esta noche con un odio a su hija, a sí propia, al mundo..., que la ahogaba. El grado a que alcanzaba ya su pública desconceptuación, por culpa de la «niña», dábaselo esta insolencia con que Mazo acababa de tratarlas..., ¡como a zorras!

Al día siguiente continuaba ahogándola el mismo odio. Por no ver a Antonia se encerró en la sala y comió en la sala. Pensaba a ratos incluso en llamar al doctor, ponerles un jergón en la cuadra vieja, meterlos allí a los dos..., y allá que se revolcaran, hasta que él se hubiese cobrado lo bastante para hacerla malparir... ¡Oh, porque eso sí, la idea de soportarle a Antonia, encima, todo aquel largo calvario de escándalo que había de ser la irrisión de la familia, parecíale insoportable!

Y además, absurda, y no debía suceder..., ¡y no sucedería!

Llamó al ama. Conferenciaron. Por la noche hicieron venir a Mauricia..., y Mauricia, tras otra conferencia de reconvenciones y reconciliaciones, durante cuatro días recorrió en vano las once boticas de Badajoz, pidiendo cornezuelo. Entre tanto había recomendado, y se estaba practicando, que le diesen pulgas a la pobre señorita.

Visto el fracaso y la negativa de los honrados boticarios, Mauricia le habló a la señora de una amiga: la Rosca, dueña de una casa pública, y en otros tiempos partera.

La Rosca acudió una noche, a las doce. Se llamó a Antonia, que espantó a Mauricia al verla tan delgada; se la tendió en la cama de su madre, y ésta se salió a la sala mientras en su hija manipulaba la Rosca, ayudada por Mauricia.

El lance se repitió por siete noches, y a la octava hubo un mar de sangre, entre gemidos que la Rosca mandaba ahogar con el pañuelo... Siempre en la sala, la madre; que no tenía valor para estas cosas, veía sacar las jofainas de agua roja, los trapos...

-¡Ya está, señora! ¡Bien que hemos trabajado! -dijo la Rosca, a las tres, recibiendo veinte duros.

Respiró a todo pecho la Gamboa, y rezó.

No sabía cómo agradecerle tanto bien a la Purísima.

Al fin de no enterar al marido (que dormía al pie del comedor, en su cuarto lleno de pedruscos), propúsose permanecer en una butaca el resto de la noche, por no andar transportando a Antonia. La Rosca había encargado, también, que para nada en cuatro horas la moviesen.

Sino que al amanecer el ama la despertó gritando:

-¡Ay, señora!... ¡Creo que se muere la niña! ¡Creo que se ha muerto!

Fueron. Antonia estaba blanca, inmóvil, fría, con la boca abierta..., y por el suelo corría la sangre. Laura rompió en terribles alaridos. La casa se inundó de alarmas y terrores. Un momento después, el padre, los siete niños, la otra criada y hasta un sereno de la calle, estaban en la habitación.

-¡Un flujo! ¡Un flujo! -explicaba el ama.

El primero de éstos que llegó mandó inmediatamente por los óleos. Pero el segundo, el viejo doctor de la familia, detuvo al mandadero al comprobar un síncope, más que por la hemorragia aún, por el estado de inanición de la paciente. La reanimó con éter, cafeína, y con una taza de leche caliente con coñac. Vino el reconocimiento, quitando trapos y sustituyéndolos con gasas y algodones, e inmediatamente la consulta.

Don Desiderio, en el tocador, con su esposa y los doctores, tuvo que enterarse de la índole del mal. Quedaban restos de placenta. Los síncopes se repetían. Los médicos tenían que salir a poner nuevas inyecciones. Grave el caso, muy grave... y «comprometido legalmente». Esto último, que en una ausencia de los otros se lo deslizó el doctor de la familia confidencial, a laGamboa, le arrancó a ésta medias confesiones y ruegos fervorosos. El padre, con su relativa admiración, de buena fe, confirmaba que«todo fue espontáneo», que «no había habido esta noche nadie de fuera en la casa»..., y sus palabras, como de hombre que habla siempre muy poco, tenían una fuerza enorme.

Quedó acordada otra consulta, para las cinco de la tarde de este día en que ya iba amaneciendo, a fin de extraer los restos placentarios.

La casa quedó en tren de enfermo grave, semicerradas las puertas, oliendo a éter y alhucema, y con la solemnidad sobria, también, que le dio el párroco de San Agustín por única visita. Por la tarde se efectuó la pequeña operación, y por la noche Antonia, en aquella lujosa cama de mamá, tuvo fiebre y calofríos. «¡Reacción!», dijeron los médicos.

Pero la fiebre subió a 40º desde el día siguiente, alcanzando 40 y 5 décimas al otro, y no hubo otro remedio que establecer el diagnóstico: septicemia. Se recurrió a la sonda de Doleris. Se bañó a la enferma, y al otro día se la confesó, en vista de su situación alarmantísima. Es decir, una confesión inconsciente, de fórmula, en rigor, y de buenas intenciones, porque Antonia no hacía más que delirar... El nombre de Esteban ponía en sus labios secos y en su rostro terroso de agónica dulzuras inefables... La madre lloraba, oyéndola, abandonada de Dios y pidiéndole a la Santísima Virgen que la consolase de los remordimientos por esta hija si moría.

Otra operación, otra intervención más activa de los médicos, a la desesperada, llenó una tarde la sala de pinzas y de cucharillas cortantes y de estufas de desinfección. El cura aguardaba con los óleos. Afortunadamente, triunfó sin contratiempos la ciencia; y al otro día, por vez primera, cedieron las altas fiebres y el delirio.

Quince más, y Antonia quedó fuera de peligro. Desde el 3 de marzo se levantó, y empezaba a reponerse. Entonces volviéronla a su habitación del patio. No salía de allí. Notaba los semblantes de extrañeza con que solían mirarla los hermanos mayorcitos (enterados indudablemente de todas sus vergüenzas), y empezaba también a volver a notar los desvíos y asperezas de su madre. O no pensaba nada, o pensaba que la habría valido más haberse muerto. Su vida era un estorbo, una cosa odiosa y odiada en la casa y en el mundo. Solamente el padre seguía apareciendo anochecido, con su regularidad automática de siempre, recóndito, fantástico, indiferentemente sepulcral..., como un hombre que no fuese sino una siniestra sombra de sí propio..., como un ser, en fin, a quien nada le interesase fuera de la tierra, ya que no podía andar por dentro como un gnomo, a preguntarla cómo estaba «Bien», respondíale Antonia; y veíale rígido desaparecer de la entreabertura de la puerta y sonando en su bolsillo los peñascos.

Petra, en cambio, la criada, al llevarla las comidas, y si no estaba Clarita (a quien la mamá prohibió estar mucho rato, desde una vez que la encontró llorando con Antonia), íbala informando del gran escándalo dado en Badajoz. Hasta en la playa oyó ella comentarlo a las criadas...; y, «naturalmente», por eso, no habían vuelto señoras de visita... ¡ni a preguntar, cuando confesaron a la enferma y en todo el tiempo que estuvo si se muere o no se muere!...

Una noche, Antonia, sintiendo a su madre en el pasillo, se puso a computar que llevaba cuatro días sin verla. No podía saber si se alegraba o lo sentía: íbala inspirando miedo, como el Destino, como un Destino severísimo y fatal que siempre se le acercaba para algún mandato de catástrofe. Su miedo llegó al horror que paraliza, ahora, viendo que, en vez de pasar, aparecía en el cuarto con su cara grave, indescifrable, y su rígido rigor de esfinge.

Era el aspecto que ya le había visto tantas veces en horas decisivas, y Antonia, que estaba acostada, se medio incorporó.

-¡Podías dormir sin luz, si te parece!... -la riñó por primera providencia.

La hija se dio cuenta de que noches enteras, en verdad, se olvidaba de apagarla.

Mas no era esto lo que traía al cuarto a su madre. La observó avanzar hasta la cama, hasta el barrote de los pies, y detenerse.

Y la oyó:

-He pensado mucho en estos días. Aquí no has de morirte. En interés tuyo, y como última posible salvación, he resuelto que te vayas a Cádiz, con Navarro. Puesto que él lo quería, puedes escribirle diciéndole que el escandalazo que has dado por su culpa, te impide seguir en Badajoz sirviéndole de eterno recuerdo de vergüenza a tus hermanos. ¡Esto creo que lo comprenderás tú también! Te irás y se dirá que te has casado. Además, es el único medio de que te cases con él: le llenas de muchachos, y mucho será que pronto o tarde no acabe por querer darles su nombre. ¡Esto es frecuente en la vida!

Nada contestaba Antonia y la madre terminó:

-Anda, levántate y le escribes. La carta ha de ser larga y bien explicada, para que él pueda entender que yo cedo, sin ser una... cualquier cosa también, porque no tengo otro recurso... Acabo de hablarle a Mauricia, que te llevará. Se lo dices, y le dices que mande por ti a medio viaje siquiera.

Salió.

Antonia se quedó fija en la luz. Hacía ya mucho tiempo que no lloraba ni sentía.

Y, ahora, únicamente sintió un afán de abrazar a su hermana Clara, que no estaba allí, sino con el ama..., en otro cuarto...

La echaban de la casa.

¡Su madre!


Una semana después, a todo escape, unas costureras, en este cuarto de Antonia, terminaban un pequeño ajuar, del que la Gamboa decía que era «para que su hija se casase por poder».

Y Antonia, que no hablaba, que cosía también para más prisa, por orden de su madre, se quedaba muchos ratos con la aguja clavada en la almohadilla y tirada atrás de espaldas contra el viejo butacón de terciopelo.