En la carrera
de Felipe Trigo
Segunda parte
Capítulo VI

Capítulo VI

Notábase Antonia un ambiente de extrañeza alrededor. De sus más íntimas amigas, unas, como Gloria, no la visitaban, y otras, como Paca Prida, Charo, y Jacinta y Sagrario Fajarnés, la visitaban poco. Solía sorprenderlas contemplándola de un modo raro, entre curioso y piadoso, y oíales a ellas y a sus madres preguntarle con ciertas reticencias por Esteban. Sin embargo, todas la seguían acogiendo afablemente en los comercios de la calle de San Juan ¿Sabían algo?... ¡Oh, sí sabían algo! Acabó por darle miedo la gente y apenas salía de casa.

Esperaba, con las dudas de su angustia puestas en Esteban. Había una viejecita a quien ella, desde chica, le vendía las pieles de liebre y de conejo, socorriéndola también con sobras de comida, y confiaba en que le pudiera servir para entablar correspondencia. Las cartas de Madrid vendrían a su nombre. No había vuelto la viejecita desde casi principios de verano; mas, por una conocida suya, vendedora de vinagre, Antonia supo que estaba en el hospital, que la habían curado primeramente asma y ahora cataratas, que saldría y volvería pronto a su comercio de pellizas.

Una noche, al pasar Antonia con su madre por la calle de Aduanas, les oyó de tienda a tienda a un dulcero y a un barbero:

«¡Ejem! ¡Millán, ya sabes... adonde salta la cabra salta la chiva!»

«¡Ejem! ¡Gonzalo! ¡Digo!... ¡y si puede ser, un poquito más arriba!»

Las frases..., las terribles frases del refrán, se clavaron a Antonia como cuchillos que le hubiesen lanzado por la espalda. No pareció advertirlas su madre. Ella llegó a casa, y lloró. ¡Se sabía! «¡Y su deshonra debería ser tan pública que no la ignoraban ni los dulceros y barberos!... Sólo con torpeza incomprensible la desconocía su madre. Mauricia, herida por los insultos de la noche aquella, habría contado, indudablemente, todo a quien lo quisiese oír, vengandose!» Y estaba Antonia agotada de llorar, y era su desdicha la de una gran insensatez que no tenía remedio. Se recogió en el frío de su abandono, procuró salir menos aún, y fijó mas desolada y triste su esperanza en la vieja vendedora.

La consolaba el piano, y una tarde le interrumpió su madre una bella serenata: «Mira, tú, arréglate, que vamos a ver a la modista. Te vas a poner de largo. ¡Qué más niña de mi alma, si estás hecha una torre, y estoy yo de niñas hasta aquí!» Fueron. Tardó una semana la modista en hacer el traje nuevo y los arreglos de otros tres. Antonia, al espejo, volvió a llorar cuando le hicieron estrenar aquellas galas. Era, hasta por los ásperos mandatos de su madre, no la fiesta de ilusión que le forma a una chiquilla su primer vestido largo, sino el bochorno de una especie de tardío castigo de impureza. En vez de ponérselo para un baile, para un teatro, para solemnizar cualquier cosa o fecha memorable, se lo ponían para ir a San Francisco en una de estas noches de octubre que prolongaban sosamente el paseo de verano, sin música y sin gente. Su padre, que cuando salían cruzó el pasillo martillando un mineral, se limitó a decirla «que llevaba un peinado bien chocante». Sus amigas la encontraron «muy guapota y muy mujer», y las señoritas de largo, «preciosísima»; pero como aquéllas no componían, ya, a su lado, y éstas no eran aún sus amigas, unas y otras dejáronla en el corro de mamás, luego de haber celebrado su elegancia y su belleza. En cambio, el grave ingeniero jefe de minas la acosó con sus miradas en su vueltas silenciosas, y las mamás hablaron del solemnísimo señor como de «una gran colocación para las hijas... para cualquier muchacha de Badajoz que tuviese la suerte de gustarle».

-Se conoce que está resuelto a casarse.

-Se fija en las jovencitas.

-Dicen que es viudo.

-¡De luto está!

-Pero no se sabe. Es un hombre misterioso.

-Y guapo.

Advertida Antonia del desvío de las amigas, devoró en nuevos llantos su amargura y procuró no apartarse de su madre, ya que ésta se obstinaba en sacarla diariamente a pasear, por la tarde a las murallas y por la noche a las tiendas. El ingeniero las seguía y las pasaba, y las volvía a encontrar con su augusta y solitaria gravedad de rey incógnito. Siempre de negro, de luto por alguien; siempre con el gran brillante de la sortija en la mano aristocrática que sostenía la boquilla de ámbar y el aromático «águila imperial». Antonia, aun sin mirarle, sin alentar en nada tal asedio, se alegraba de él por la alta y pública sanción de respetos que venía como a discernirle, en momentos bien difíciles, este solemnísimo señor, esta especie de «lotería de las muchachas». O mejor dicho, le «alentaba» en el mínimo grado indispensable para monopolizar sus atenciones, según ya teníalo conseguido, en medio de la expectación de Badajoz, y con la idea de rechazarle después, dándole a las gentes la más decisiva y ruidosa contraprueba (¡oh, lo falaz!) de su independencia, de su orgullo, del íntegro y honrado aprecio de sí misma. ¡Un juego de sencillez muy difícil en que no quería tampoco aparecer coqueta; y menos que, por él, a su Esteban le dijese nadie que te había sido traidora ni con el pensamiento.

Un día, en la mesa, su padre habló del ingeniero jefe. El siniestro ensimismamiento de Gamboa clareaba gozos inefables. A un lado de la sopa tenía ejemplares de galena y de grafito, y al otro el martillete que siempre le acompañaba. Habíale hablado al señor Navarro, con ocasión de los registros de sus minas. Eran amigos. Tenía de él la casi promesa de formarle un sindicato explotador para estas riquísimas galenas. «¡Oh! ¡oh!..., ¡saldremos de pobres, Laura!», le dijo el recóndito don Desiderio a su mujer, sin asombrarla, porque era la misma y única frase con que solía el maniático, cada mes, romper su mágico silencio. Pero la Gamboa, dos tardes después, se asombraba un poco de oírse anunciar en casa al ingeniero, y Antonia, asimismo sorprendida, se inquietó al escucharle a la criada que le era igual al visitante, puesto que no estaba el señor, hablar con la señora, y de ver luego a su mamá recibirle en la sala y hablar con él largamente. Acordándose de aquella otra misteriosa visita en la siesta inolvidable, no sabía esta vez si celebrar o deplorar que su madre acaso «hubiérala tomado por pública disculpa en otro devaneo». Huyó, al sentirla en el pasillo, a la salida. La madre, que habíale despedido en el gabinete, volvió a la sala y dejóse caer en el sofá; lo que ocurría era trascendente, y quitábala toda duda acerca de que este hombre se hubiese enamorado de Antonia... «y no de ella». La decepción no hacía sino confirmarse; pero aun así resultaba de sobra dolorosa para que no la dejase un rato en desaliento... ¡Bien! Llamó a su hija. Le participó lo sustancial: «Navarro quería tratarla y saber si podrían quererse. Hombre serio, y pendiente de un rápido traslado a Cádiz, aspiraba a realizar la boda antes del viaje. Impropios de su edad los noviazgos de ventana y las declaraciones de chiquillo, daba este paso con el fin de poder visitarlas y hablar con Antonia en casa, desde luego.»

-¡Y ahora, tú resuelves!

Antonia, a quien esto, tan imprevisto por lo ejecutivo y anómalo, la había hecho palidecer intensamente, porque estaba aterrándola la rabiosa y resuelta voluntad en el gesto de su madre, se echó a llorar, por única respuesta. No sabían otra sus cansados ojos y su corazón, contra las violencias de su suerte.

-¡Ah! ¡Qué!... ¿Esteban? ¿El mono de Madrid?... ¿Salimos, niña, con eso todavía?

La invocación hizo arreciar el llanto de la infeliz, contra el pañuelo, y la madre, entonces, le dio una tremenda bofetada, levantándose y diciendo:

-¡Mira! ¿Qué te has creído, estúpida? ¿Que con tanta mocosa que casar, y con tus casi diecisiete años, vamos a estar esperando diez o doce a que ese niño acabe y se instale en su carrera?... ¡Ah, qué poca idea tienes de los deberes de una madre!... ¡Eso lo pueden hacer las ricas, que ya ves, por lo demás, cómo andan que se las pelan por Navarro! ¿Qué más quieres?... ¡Bah, chiquillas! ¡Si una no estuviese velando por vosotras!... Esta noche vuelve. He quedado en presentarte. Y... ¡ojo!

Antonia siguió llorando mucho tiempo. Comprendía su traje largo. Para esto. Su madre tenía prisa por desentenderse de ella. Y allí, en el mismo sitio en que su madre la dejó para salir sola esta tarde, a solas también con su deshonra y frente a la cama maldita, la infeliz sentía la confusión de la fatalidad horrible, que no la respetaba siquiera... la dignidad de su deshonra. Buscábala una salvación de astucias a la bárbara, a la loca tiranía, y creyó encontrarla resumida así: «Desea tratarme para saber si nos podemos querer, y me será fácil demostrarle pronto lo contrario».

A las ocho volvió su madre y la vistió por sí propia, y la hizo ocultar con velutina las huellas del llanto... y del bofetón. En la mesa se le comunicó la novedad al marido. «¡Ah, bien, bien! -repuso éste-. ¡No os quepa duda de que ve un porvenir en nuestras minas! ¡Busca asociársenos por... un procedimiento que, al fin, nos convendrá, puesto que será el director de los trabajos!» Y al oír la campanilla, terminó don Desiderio: «¡Bien, muy bien!... Si vais a hablar de eso, allá vosotras. Decid que yo no estoy. Tengo que hacer unos análisis.»

Una semana después eran oficiales para todo Badajoz las relaciones. Oficiales y envidiadas. Navarro, siempre con su gran figura negligente y diplomática de regio desterrado, acompañaba a Antonia y a su madre en el paseo de las murallas. Le habían puesto un mote: El Negus, porque alguien, en la corpulencia y el aspecto, le había encontrado un aire con el emperador de Abisinia. Junto a Antonia, muy blanca, parecía más negro. Pero Antonia no resultaba baja junto a él, con sus trajes largos y sus sombreros de plumas. Compondrían una pareja arrogantísima.

Y en medio de esto, sólo Antonia sabía que ni eran novios ni compondrían jamás la arrogantísima pareja. Admirada de la tenacidad de él, de la ceguedad invencible que hacíale no advertir la tan yerta como cortés indiferencia con que ella tocaba a sulado el piano por las noches, únicamente la aturdía el que este hombre, sin haberla dicho de nada que se asemejase a declaración de amor una letra, y exclusivamente confiado, por lo visto, en la fácil acogida que desde luego encontró, la tratase a ratos como novia..., como a una novia de mucha confianza que ya ni necesitase los cumplidos.

De vuelta del paseo se entraba en casa con ellas y se estaba hasta las nueve, hasta las diez... nada atento a la hora de cenar ni al cansancio de la madre en la espera desairada. Cancilleresco al principio, cuando al llegar departía un momento con ellas, como si hablase con reinas, tardaba poco en invitar a Antonia al piano y en sentarse en la opuesta silla del rincón. Antonia no podía determinar en qué momento ni en qué ocasión se tomó esta libertad; mas era lo cierto que allí aparte llamábale de tú, despreocupado de no hallar ni de pedir siquiera igual correspondencia, y que, además, su llaneza inconcebible llegaba hasta tocarla alguna vez con las rodillas, lo que la alarmó, hasta que pudo cerciorarse de que hacíalo inconscientemente, en el descuido como paternal de su llaneza misma y forzado por la estrechez en que dejaba a su silla el musiquero y la banqueta; ella se esquivaba, y él no se daba cuenta en absoluto de la extrañeza y la molestia que estábala causando...; volvía a tocarla al rato y volvíale a huir... Mientras, la madre tosía y se revolvía, irritada, en el sofá, creyendo acaso que fuera ella la que por ponerse demasiado cerca le obligase a estos contactos.

Y esta noche, sobre todo, a menos de no pisar más los pedales, no le quedaba a Antonia otro remedio que sufrir el roce de aquel pie tendido entre los suyos. Esto la tenía nerviosa, la hacía equivocar la sonata de Mendelssohn y hacía toser a su madre como nunca.

La Gamboa, a no ser por la presencia de Clarita (a quien retenía en la sala para disimular su sociedad en las guardias antipáticas), y porque esperaba la mesa hacía una hora, le hubiese «leído a Antonia la cartilla» en cuanto Navarro se fue; pero aguardó después de la cena a que todos se acostasen, y se encaminó al cuarto de ella, que se estaba desnudando.

-Mira, niñita: desde mañana, si tú quieres que te guarde; si tú quieres, de paso, no probarle más a ese señor que debe casarse con cualquiera antes que contigo, te has de comportar de otra manera. ¿Estamos?

Antonia, que iba a quitarse la lazada de la enagua, permaneció suspensa, atrás los desnudos brazos:

-¿Por qué, mamá?

-¿Por qué?... Mira, no me obligues, hija mía a hablar..., que eso tú debes saberlo, y hacerte cargo de que no está tu madre para que te sirva de... ¡Vaya, hija de mi alma, que sí nos vas resultando de veras indecente!

Como siempre, Antonia, al insulto, a la feroz injusticia, sintió que se tronchaba, y lloró..., lloró con el dolor que, súbito, levanta un latigazo. Había caído sentada en el lecho y torcíase a esconder su pena entre sus brazos, encima del testero.

La madre contuvo el ansia de darle quizá una bofetada. La contempló, y dijo:

-¡Bueno, Antonia, basta de músicas! Mucho llanto aquí, y mucho con los novios hacer ya lo que te place hasta delante de mí misma., ¡Ah, quién lo creyese... y qué pronto te ha pasado por éste lo del otro! ¡Da asco, créelo, tu proceder!... Pero, tenlo en cuenta y no seas bruta; como madre, te aconsejo: Navarro, dispuesto a casarse, es un señor cuya misma seriedad pregona que no busca tonterías... Te estudia, indudablemente; déjate, pues, con él de tanto arrimo y de tanta interrupción en el piano por... tú que sepas qué cosas! ¡Tiempo tendrás, mujer, cuando os caséis!

Concreto el cargo esta vez, pudo rechazar respetuosa la indignada, irguiendo y volviendo a medias la cabeza:

-No, mamá... ¡Es él, tú no te fijas!... ¡Y soy yo la que no quiere casarse! ¡Yo! ¡Te lo aseguro!

-¿Él?... ¿Y tú la...?

Bien espontánea, bien ingenuamente franca la expresión. De ella, Laura estimó, despreciando lo demás, lo que parecía mostrar de ya inesperadas rebeldías contra su prisa de la boda.

-¡Cómo! ¿Qué tú..., que eres tú la que no quieres casarte? ¿Qué tú te has hecho su novia... y no te casarás? ¡Vaya, nena, hazme el favor de explicarte!

-¡No, yo no soy su novia!

-Pues... ¡de tú, bien os habláis!

-¡No!

-¡No mientas! ¡Lo oigo yo!

El a mí.

-¿Y se le habla de tú más que a una novia? ¿Un hombre que te trata hace diez días?

-Podrá él, mamá, creer que es mi novio, por eso..., ¡pero yo no soy su novia! Ha venido por tratarme, habéis querido tú y él que yo le trate para que sepamos si nos podemos querer..., ¡y sé que no le quiero!

Tragó saliva la Gamboa. Miró a su hija, altamente extrañada de su imprevista y al fin expresa terquedad, que hacíase en su misma dulzura más honda; y, desorientada, se sentó en el viejo butacón de terciopelo:

-Entonces -preguntó tras una pausa-, ¿por qué te habla de tú?

-No lo sé. Ni yo le he autorizado ni él me ha dicho una sola palabra de cariño.

-¿A qué llamas tú palabra de cariño?

-¡Oh!... A..., a...

Hubo un brevísimo silencio, de rubores para Antonia, de indecisión para las dos, y la Gamboa acabó de entender la suya plenamente.

-¡Tontería! -dijo-. Un hombre de su peso no ha de andar con flores ni con declaracioncitas. ¿A qué? Vino, me anunció su propósito, y basta; cuando intima contigo y te tutea, es porque le gustas y porque él mismo decídese a la boda. De nosotras, con que se le siga recibiendo y tú no le digas lo contrario, tiene lo bastante. Y ahora, ¡tú verás si porque te suprima las simplezas te juzgas en el caso de no quererle!

-¡No, mamá! Es... ¡que no le quiero!

Un frío de horror saltó con la rápida respuesta. La lógica explicación que Antonia acababa de escuchar acerca de la gran confianza y la conducta de aquel señor presentábaselo, a pesar de todas sus esperanzas de habilidad y de astucia para hacerle desistir, como un hombre ciegamente resuelto al matrimonio. Lloró, y en su llanto ahora hubo dos evocaciones: la de Esteban en peligro de la traición más absurda por una simple humildad de respetos, y la de su propia perdición en una boda monstruosa que no la conduciría sino al escándalo de descubrirla deshonrada. El momento era, pues, definitivo, único, absoluto, en la desesperada conversación de intimidad que al fin había iniciado con su madre.

Y la madre misma, que con su estupefacción pudo vislumbrar el fantasma de Esteban entre tanta suave resistencia, la exasperó la horrible precisión de concesiones al levantarse furiosa y fallar rotundamente:

-Pues... sin quererle, ¡te casas!

Se acercó a ella, con la mano alta, en rabia, pronta a descargarla, y recalcó:

-Quererle... podrás o no podrás; pero casarte..., ¡verás tú cómo puedes!

Mirábala Antonia, fascinada, esperando el golpe en su mejilla, y le lanzó, como la súplica a un verdugo que no importara ya que con una mano lastimase teniendo en la otra el corbatín:

-¡No puedo, no! ¡Tampoco puedo!

Y la angustia, la convicción profunda y espantosa de este como espantoso gemido de agonía, paralizaron a la que sólo tenía ante si una esclava miserable con los ojos fijos y con las manos en trémula cruz bajo la barba. Leyó un instante la Gamboa en las extáticas pupilas de su hija, y tembló..., tembló también toda entera, al preguntar:

-¿No puedes?... ¿Por qué?

-¡Sí! -contestó Antonia a la ahogadísima pregunta, más con el ansia dolorosa de la faz que con el sonido de los labios.

-¿Por... aquél? ¿Os visteis? ¿En el huerto? ¿Los dos?... ¿Y...?

-¡Sí! ¡Sí! -asintieron esta vez el alma y la faz de Antonia, doblada de vergüenza.

Su frente, el abrumo formidable de la enorme cosa confesada, cayó a los brazos alzados en corona de ludibrio.

La madre retrocedió sin fuerza, a desplomarse en la butaca.

Durante unos momentos se oyeron las respiraciones sofocadas de las dos. Luego sintió Antonia que levantábase su madre, que salía..., que le perdían sus lentos pasos de agobiada de infortunio a lo largo del pasillo..., y se tendió en la cama como alguien que ha hecho una muerte sin querer..., ¡pero que la ha hecho!

Nada pensaba y así permanecía tendida, medio vestida...: una hora, un siglo..., con los párpados cerrados bajo la luz que alumbrábala el rostro llenamente...

Volvió su madre. Traía un adusto gesto de energía:

-¡Óyeme, Antonia! -intimó quedándose parada en los barrotes.

Sentóse Antonia, de un impulso, y su madre habló:

-Si yo te cogiera ahora y te pusiera negra a golpes, de nada serviría. Hay cosas, mujer, que no tienen enmiendas. ¡Has sido una... bestia!... ¡Bien! Me queda la conciencia de haber hecho por evitarlo cuanto humanamente pude..., y por ti, aún, y por todos, debo salvarte. Séme franca, pues, y contesta; porque yo he meditado la cuestión, pero necesito que me ayudes. ¿Desde cuándo dejasteis de veros tú y Esteban?

La hija, entre una llamarada de rubor, repuso:

-Desde la feria.

-Es decir, desde que te sorprendí la carta..., y estamos a 26 de octubre, y hace dos meses cumplidos... ¡Bien! Tú puedes tener, por tanto, la certeza de si aquello te ha dejado o no en una situación... que te hubiese de poner en evidencia, en ridículo... con Navarro y con todo Badajoz.

Antonia negó con la cabeza.

-¿Estás segura?

-¡Sí! -gimió la requerida.

-Bueno..., entonces, he aquí la solución: ¡casarte con Navarro!

Estremecióse Antonia, y volvió la cara, asombrada. No esperaba esto, en verdad. Advirtió su madre la protesta, y con una fría sonrisa la forzó a escuchar de nuevo humildemente:

-¡Ah, estúpida! ¿Con quién te has de casar sino con quien puedas cuanto antes? ¿Con quién sino con quien tú misma, por burra, te has impuesto?... Si a tiempo me hubieses dicho lo que me has dicho al fin, animal, malo hubiera sido, pero ocasión al menos de intentarlo con Esteban. Hoy, imposible. Figúrate. Sabrá que tienes novio (aunque tú sepas que no, pero la gente lo cree); lo sabe su madre, la primera, y veles tú al niño y a la madre con reclamaciones de honra después de haberle dado un sucesor... ¡Ah, qué bruta eres, qué bruta!... Esteban te odiará, si te quería, al haberse enterado de esto de Navarro... ¡Te habrá puesto como un trapo, contándolo todo en Madrid..., y calcula tú, mujer, lo que tardarán en ir llegando de la corte esas noticias! Lo importante es que estés casada con Navarro, y en Cádiz o el demonio... antes que aquí el escándalo haga alzarse hasta a las piedras. ¡Ahora, que Dios te dé tino, hija mía: yo he cumplido mi deber!... Nada de más paseos ni de lucirse con él en parte alguna; no tratar a nadie y, ¡mejor!..., procura retenértelo al lado todo lo posible, aislándote y aislándole del roce con la gente.

¡Y quítate los zapatos, que estás ensuciando la colcha, hazme el obsequio!

Partió. Antonia volvió a caer en las almohadas como bajo una maldición. No comprendía y comprendía de más y con harto espanto el consejo de su madre. En el corazón vibrábale clavada una sola persuasión de horror y de sorpresa: la de que era irremediablemente verdad una cosa con que no contaron sus torpezas inauditas: ¡la de que había perdido a Esteban para siempre sin derecho ni a su estimación!... ¡Para siempre!, ¡para siempre!... ¡Odiándola y menospreciándola, y teniéndola por vil, al haber sabido lo del novio, no prevenido por ella de la realidad de lo contrario!... ¿La creería más bien, y para detestarla más, que tomaba a él tras la inicua y ambiciosa y fracasada caza de marido rico y de alcurnia?... ¡Oh, sí, perdido para siempre..., por bruta, bruta!... ¡Su madre tenía razón!... Y vuelta boca abajo, abandonada de su única ilusión y hasta de su último decoro en el fatal error del amado ausente, lloraba (la que había llorado tanto) las lágrimas que ella propia sabía que habían de ser también las últimas de sus noblezas!... Ya, guiñapo del destino, daríala igual casarse con cualquiera, que podría matarla al descubrirla deshonrada, o no casarse o ir con no menos inmunda hipocresía a sofocar sus ansias de la vida en un convento...

«¡Deshonrada!», hasta esta noche no habíase sentido deshonrada ella. Hasta esta noche no había medido el implacable rigor de la palabra: «¡Deshonrada!»... «¡Deshonrada!»... ¿En nombre de que honor la asistiría el deber de rebelarse contra el consejo de su madre?...

A otra tarde, cuando fue el «novio» a recogerlas para el paseo por las murallas, no salieron. Al anochecer, la madre tuvo que partir sola, a tiendas, y se quedó «guardándolos» el ama.

Esto se repitió, por tarde y noche, en algunos días siguientes; y como al ama llamábanla los chicos gritando, pidiendo pan, y como el ama solía hacer falta en la cocina, el ama se ausentaba de la sala largos ratos.

Pronto Antonia hízole notar a su madre este abandono. Navarro se tomaba libertades...

Y su madre, que la odiaba con un áspero odio cuya esperanza cifrábase en «verla» lejos..., le opuso:

-¡Oh, bah! ¿Y te... asustas?... Pues, hija, ¡casi es un bien! ¡Ya que no tienes nada que perder..., que te sirva siquiera de indecencia para no exponerte a que, marido, él te dé un puntapié oportunamente y te vuelva a casa!... ¡Vamos, mira que guardarte!... Cualquiera; el ama; nadie..., ¡qué más da!..., ¡y con eso salgo y no me tiene de plantón un hombre que puede ser mi padre!... ¡Déjale! ¡Él sabe lo que se hace!... ¡Y hay cosas que se advierten menos así, a escape..., no lo olvides!

El nuevo consejo podría ser brutal e inicuo; pero Antonia, avergonzada, no podía ni sustentar la dignidad de su vergüenza dignamente.

Más que a su madre, veía en su madre a la rabiosa rival extraña para quien ella constituía un estorbo y una decepción y Navarro un público pregón de suegra vieja, de mujer irremisiblemente arrinconada.

Y ahora, Antonia, en vez de llorar, se iba siempre a su cuarto y se tumbaba como una imbécil en el butacón de terciopelo.