En Resistencia


Al otro día llegaron los tres sorianitos a Resistencia, ciudad nueva, que crecía rápidamente, porque, en ese avance maravilloso de la República Argentina sobre los inmensos parajes de que antes fueron dueños absolutos los indios, la obra civilizadora se desarrollaba prodigiosamente. Resistencia era una serie de calles paralelas, en las que existía importante colonia española. Lo que más les impresionó a los recién llegados, cuando pedían el nombre de una fonda donde alojarse al jefe de estación, fue la muchedumbre de indios. No vestían como ellos imaginaban según los cuentos tradicionales de la vieja Castilla. No llevaban cercos de altas plumas multicolores sobre la cabellera: ni túnicas blancas, ni calzones en forma de zarahuelles. Vestían estos indios con trajes europeos, como obreros de Barcelona y de Buenos Aires, calzones de lienzo azul, blusas de igual color, gorras o boinas en la testa. Sólo diferenciaban de los hombres de las razas europeas por el prolongado cráneo caballuno, la tez cobriza, los ojos que se abrían en lo más alto del cráneo y la excesiva prolongación de los brazos así como las rudas, fuertes manos, de uñas aplastadas. Ellos trabajaban en los muelles de la estación, ellos conducían carritos tirados por pequeños caballos, ellos iban y venían en sus industrias hablando entre sí un idioma desconocido a los sorianos. Si entonces se hubiera presentado ante los viajeros Presto Culcufura, no le hubieran distinguido de los otros sus paisanos y coterráneos.

No sin dificultades llegaron al Agente consular. Éste les dijo:

-Mostradme los documentos que os acreditan como tales hijos de Dióscoro Cerdera.

Próspero mostró esos documentos. El representante de España los examinó atentamente, y luego dijo:

-Está bien. No sólo se demuestra aquí que sois los herederos de Roque Lanceote y Mesnera, sino que venís investidos de poder suficiente, aún siendo menores de edad, para que al amparo del fiscal Federal, recibáis vuestro peculio. Pero he de deciros que yo tengo en mi arca el codicilo secretísimo de vuestro pariente Roque Lanceote, y habréis de abrirlo en mi presencia ante dos testigos, que lo serán dos comerciantes españoles que ubican al lado de mi casa.

Y el Agente consular envió a un dependiente en requerimiento de aquellos españoles. Llegaron ellos un cuarto de hora después.

Y, enterados del caso, manifestáronse dispuestos a intervenir en la operación, no sin preguntar celosamente a los niños todo cuanto interesaban para conocer su aventura.

Uno de estos españoles había nacido en La Coruña. Llamábase Fidel de los Pazos. Llegó a Buenos Aires siendo mozo, con poca instrucción, pero con ánimo valentísimo. Anduvo en diversos trabajos y negocios y en sus nuevas emigraciones por el país argentino, llegó a Resistencia, que entonces no era sino una aldehuela. Su labor admirable, celosa y honrada le otorgó la confianza de capitalistas y criollos.Llegó a ser director de una fábrica de tanino y, más tarde, dueño de un almacén de comestibles.

Fidel de los Pazos había conocido a Roque Lanceote; y dijo a Próspero:

-Tu tío era un hombre raro. El más fuerte de la colonia española. Él andaba con los indios, él servía al Gobierno Federal, como hicieron todos los españoles en ese tiempo. Pero, con ser tan bueno y tan honrado, tenía singularidades que nunca pudimos entender. Yo era su amigo, muy amigo, acaso su mejor amigo. Y un día me dijo:

-«Aquí he trabajado mucho, pero mi fortuna no está aquí... Está allá, muy lejos...» No sé lo que contendrá ese codicilo que él me había anunciado, pensando que era vuestro padre el que viniera a enterarse del documento. Supongo que habrá cosas extraordinarias en esa última y verdadera voluntad de Lanceote.

El otro testigo buscado por el Agente consular era Fuensanto del Valle, natural de Córdoba, honradísimo mercader, de ánimo alegre, que conservaba en la larguísima estancia tan lejos de su Patria, el decir y el pensar de los cordubenses:

-Chaveítas míos -dijo-, me es muy agradable veros, porque, aunque no habéis nacido en Córdoba, sois españoles y por eso os quiero. He oído lo que ha dicho mi compañero Fidel de los Pazos... Vamos a ver lo que dice ese papelito secreto y ya veremos lo que conviene que hagáis.

El agente consular, auxiliado de su secretario, abrió el pliego, que tenia cinco lacres, con las iniciales del finado Lanceote.