Escena II

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Las mismas; DON URBANO.


EVARISTA.- ¿La has visto?


DON URBANO.- Sí. Allí le dejo trabajando en el despacho, con un tino, con una fijeza de atención que pasman. ¡Qué cabeza!


EVARISTA.- ¿Tiene noticia de la última voluntad del pobre Cuesta?


DON URBANO.- Sí.


EVARISTA.- (A DON URBANO.) ¿Encontraste a nuestro buen amigo muy contrariado?


DON URBANO.- Si lo está, no se le conoce. Es tal su entereza, que ni en los casos más aflictivos deja salir al rostro las emociones de su alma grande...


EVARISTA.- (Con entusiasmo, interrumpiéndole.) Sí que domina las humanas flaquezas, y como un águila sube y sube más arriba de donde estallan las tempestades.


DON URBANO.- Preguntado por mí acerca de sus esperanzas de retener a Electra, ha respondido sencillamente, con más serenidad que jactancia: «Confío en Dios».


EVARISTA.- ¡Qué grandeza de alma! ¿Y sabía que el Marqués y Máximo son los testamentarios...?


DON URBANO.- Sabía más. Recibió al mediodía una carta de ellos anunciándole que esta tarde vendrán, acompañados de un notario, a requerir a la niña para que declare si acepta o rechaza la herencia.


EVARISTA.- ¿Y ante esa conminación...?


DON URBANO.- Nada: tan tranquilo el hombre, repitiendo la fórmula que le pinta de un solo trazo: «Confío en Dios».