El tulipán negro/Capítulo XVII
Al día siguiente, como hemos dicho, Rosa vino con la Biblia de Corneille de Witt.
Entonces comenzó entre el maestro y la alumna una de aquellas encantadoras escenas que son la alegría del novelista cuando tiene la dicha de hallarlas bajo la pluma.
El postigo, única abertura que servía de comunicación a los dos amantes, era demasiado elevado para que, los que hasta entonces se habían contentado con leerse mutuamente en el rostro todo lo que tenían que decirse, pudieran leer cómodamente en el libro que Rosa había traído.
En consecuencia, la joven tuvo que apoyarse en el postigo, con la cabeza ladeada, el libro a la altura de la luz que sostenía con la mano derecha y que, para descansarla un poco, Cornelius ideó fijarla con un pañuelo a la reja de hierro. Desde entonces, Rosa pudo seguir con sus dedos sobre el libro las letras y las silabas que le hacía deletrear Cornelius, el cual, provisto de una paja, a guisa de puntero, señalaba esas letras por el agujero del postigo a su atenta alumna.
La luz de aquella lámpara iluminaba los ricos colores de Rosa, sus azules y profundos ojos, sus rubias trenzas bajo el casco de oro bruñido que, como hemos dicho, sirve de tocado a las frisonas; sus dedos levantados en el aire y de los que la sangre descendía, tomaban ese tono pálido y rosado que resplandece a las luces y que indica la vida misteriosa que se ve circular bajo la carne.
La inteligencia de Rosa se desarrollaba rápidamente bajo el contacto vivificante del espíritu de Cornelius y, cuando la dificultad parecía demasiado ardua, aquellos ojos que se sumergían el uno en el otro, aquellas pestañas que se rozaban, aquellos cabellos que se mezclaban, despedían chispas relampagueantes capaces de alumbrar las mismas tinieblas del idiotismo.
Y Rosa, al descender a su cuarto, repasaba sola en su mente las lecciones de lectura, y al mismo tiempo en su alma las lecciones no confesadas del amor.
Una noche llegó media hora más tarde que de costumbre.
Esta media hora de retraso constituía un suceso muy grave para que Cornelius no se informara antes que nada sobre la causa del mismo.
-¡Oh! No me regañéis -imploró la joven-, no ha sido por mi culpa. Mi padre ha renovado conocimiento en Loevestein con un buen hombre que iba frecuentemente a visitarlo en La Haya. Es un pobre diablo, amigo de la botella, y que cuenta divertidas historias, además de ser un gran pagador que no retrocede ante una invitación.
-¿No le conocíais de antes? -preguntó Cornelius asombrado.
-No -respondió la joven-. Fue al cabo de unos quince días cuando mi padre se apasionó por ese recién llegado, tan asiduo en sus visitas.
-¡Oh! -exclamó Cornelius moviendo la cabeza con inquietud, porque todo nuevo suceso presagiaba para él una catástrofe-. Tal vez se trate de algún espía del tipo de los que envían a las fortalezas para vigilar conjuntamente a los prisioneros y a los guardianes.
-No lo creo -contestó Rosa sonriendo-. Si ese hombre espía a alguien, no es a mi padre.
-¿A quién, entonces?
-A mí, por ejemplo.
-¿A vos?
-¿Por qué no? -dijo riendo Rosa.
-¡Ah! Es verdad -suspiró Cornelius-. Vos no tendréis pretendientes siempre en vano, Rosa, y ese hombre puede convertirse en vuestro marido.
-No digo que no.
-¿Y en qué fundáis esta ventura?
-Decid este temor, señor Cornelius.
-Gracias, Rosa, porque tenéis razón; este temor...
-Lo fundo en...
-Escucho, decid -apremió Cornelius.
-Este hombre había venido ya varias veces a la Buytenhoff, en La Haya; mirad, justo en el momento en que vos fuisteis encerrado allí. Salida yo, salió él a su vez; venida yo aquí, él viene. En La Haya tomaba como pretexto que quería veros.
-¿Verme, a mí?
-¡Oh! Un pretexto, seguramente, porque hoy que todavía podía hacer valer la misma razón, ya que vos os habéis convertido en el prisionero de mi padre, o más bien, mi padre se ha convertido en vuestro carcelero, no se acuerda ya de vos, sino al contrario. Le oí decir ayer a mi padre que no os conocía.
-Continuad, Rosa, os lo ruego, que intento adivinar quién es ese hombre y qué quiere.
-¿Estáis seguro, señor Cornelius, que ninguno de vuestros amigos puede interesarse por vos?
-Yo no tengo amigos, Rosa, no tenía más que a mi nodriza, vos la conocéis y ella os conoce. ¡Ay! Esa pobre Zug vendría por sí misma y sin fingimientos diría llorando a vuestro padre o a vos misma: «Querido señor, o querida señorita, mi niño está aquí, ved cuán desesperada estoy, dejádmelo ver una hora solamente y rogaré a Dios toda mi vida por vos.» ¡Oh, no! -continuó Cornelius-. ¡Oh, no! Aparte de mi buena Zug, no, no tengo amigos.
-Vuelvo, pues, a lo que pensaba, tanto más cuanto ayer, al ponerse el sol, cuando arreglaba la platabanda donde debo plantar vuestro bulbo, vi una sombra que, por la puerta entreabierta, se deslizaba tras los saúcos y los álamos. No tuve que mirarlo, era nuestro hombre. Se ocultó, me vio remover la tierra y, en verdad, era realmente a mí a quien había seguido; era realmente a mí a quien espiaba. Me daba yo un golpe con el rastrillo, no tocaba un átomo de tierra, que él no se diera cuenta.
-¡Oh, sí, sí! Es un enamorado -dijo Cornelius-. ¿Es joven, es guapo?
Y miró ávidamente a Rosa, esperando impaciente su respuesta.
-¡Joven, guapo...! -exclamó Rosa estallando de risa-. Tiene un rostro horrible, el cuerpo encorvado; se acerca a los cincuenta años, y no se atreve a mirarme de frente ni a hablar alto.
-¿Y se llama?
-Jacob Gisels.
-No le conozco.
-Ya veis, entonces, que no es por vos por quien viene.
-En todo caso, si él os ama, Rosa, lo que es muy probable, porque veros es amaros, ¿vos no le amáis?
-¡Oh! ¡No por cierto!
-¿Queréis que me tranquilice, no es eso?
-Os lo prometo.
-¡Pues bien! Ahora que comenzáis a saber leer, Rosa, ¿leeréis todo lo que os escriba, verdad, sobre los tormentos de los celos y los de la ausencia?
-Lo leeré si escribís con letra bien grande.
Luego, como el giro que tomaba la conversación comenzara a inquietar a Rosa, dijo:
-A propósito, ¿cómo se porta vuestro tulipán?
-Juzgad mi alegría, Rosa. Esta mañana lo miraba al sol, después de haber separado cuidadosamente la capa de tierra que cubre al bulbo, y he visto asomar la punta del primer brote; ¡ah, Rosa! Mi corazón se ha fundido de alegría. Esa imperceptible yema blancuzca, que un ala de mosca destrozaría al rozarla, esa sospecha de existencia que se revela por un incomprensible testimonio, me ha emocionado más que la lectura de aquella orden de Su Alteza que me devolvía la vida deteniendo la espada del verdugo, sobre el patíbulo de la Buytenhoff.
-Entonces ¿esperáis? -dijo Rosa sonriente.
-¡Oh! ¡Sí, espero!
-¿Y a mí, cuándo me llegará el turno de plantar mi bulbo?
-Os avisaré cuando llegue el primer día favorable; pero, sobre todo, no vayáis a haceros ayudar por nadie, no confiéis vuestro secreto a nadie; un aficionado, ¿comprendéis?, sería capaz, con sólo inspeccionar ese bulbo, de reconocer su valor; y sobre todo, sobre todo, mi querida Rosa, guardad cuidadosamente la tercera cebolla que os queda.
-Todavía está en el mismo papel donde vos la pusisteis y tal como me la disteis, señor Cornelius, escondida en el fondo de mi armario y bajo mis encajes que la conservan en seco sin alteraciones. Pero, adiós, pobre prisionero.
-¿Cómo, ya?
-Es preciso.
-¡Venir tan tarde y marchar tan pronto!
-Mi padre podría impacientarse al no verme regresar; el enamorado podría imaginarse que hay un rival.
Y escuchó, inquieta.
-¿Qué os ocurre? -preguntó Van Baerle.
-Me ha parecido oír...
-¿Qué?
-Algo como un paso que crujía en la escalera.
-En efecto -dijo el prisionero-, no puede ser otro que Gryphus. Se le oye de lejos.
-No, no es mi padre, estoy segura, pero...
-Pero...
-Podría ser el señor Jacob.
Rosa se lanzó hacia la escalera, y se oyó, en efecto, una puerta que se cerraba rápidamente antes de que la joven hubiera descendido los diez primeros escalones.
Cornelius se quedó muy quieto, pero esto no era para él más que un preludio.
Cuando la fatalidad comienza a realizar una mala obra, es raro que no prevenga caritativamente a su víctima, como un espadachín hace con su adversario para darle tiempo a ponerse en guardia.
Casi siempre, estos avisos emanan del instinto del hombre o de la complicidad de los objetos inanimados, a menudo menos inanimados de lo que generalmente se cree; casi siempre, decimos nosotros, estos avisos se desatienden. El golpe ha silbado en el aire y cae sobre una cabeza a la que ese silbido hubiera debido de advertir, y que, advertida, habría tenido que precaverse.
El día siguiente transcurrió sin que nada notable se señalara. Gryphus hizo sus tres visitas. No descubrió nada. Cuando oía venir a su carcelero -con la esperanza de sorprender los secretos de su prisionero, Gryphus no acudía nunca a las mismas horas-, Van Baerle, con la ayuda de un mecanismo que había inventado, y que se parecía a aquellos con ayuda de los cuales se suben y descienden los sacos de trigo en las granjas, hacía descender su vasija por debajo de la cornisa de tejas primero, y luego de las piedras que había por debajo de su ventana. En cuanto a los hilos, con ayuda de los cuales realizaba el movimiento, nuestro mecánico había hallado el modo de ocultarlos entre los musgos que vegetaban en las tejas y en los huecos de las piedras.
Gryphus no veía ni podía sospechar nada.
Este manejo tuvo éxito durante ocho días.
Pero una mañana que Cornelius, absorto en la contemplación de su bulbo, en donde aparecía ya un punto de vegetación, no había oído subir al viejo Gryphus -hacía mucho viento aquel día y todo crujía en el torreón-, la puerta se abrió de repente, y Cornelius fue sorprendido con su vasija entre las rodillas.
Gryphus, viendo un objeto desconocido, y por consecuencia prohibido en manos de su prisionero, se lanzó sobre el objeto con más rapidez que el halcón sobre su presa.
El azar o aquella habilidad fatal que el espíritu del mal concede a veces a los seres maléficos, hizo que su gruesa mano callosa se posara desde el principio en medio de la vasija, sobre la porción de tierra depositaria de la preciosa cebolla, aquella mano rota por encima de la muñeca y que Cornelius van Baerle le había arreglado tan bien.
-¿Qué tenéis ahí? -gritó.
Y hundió su mano en la tierra.
-¿Yo? ¡Nada, nada! -exclamó Cornelius muy tembloroso.
-¡Ah! ¡Una vasija! ¡Tierra! ¡Hay algún secreto oculto aquí!.
-¡Cuidado, señor Gryphus! -suplicó Van Baerle, inquieto como la perdiz a la que el segador acaba de quitarle su pollada.
Y es que Gryphus comenzaba a escarbar en la tierra con sus ganchudos dedos.
-¡Señor, señor! ¡Tened cuidado! -imploró Cornelius palideciendo.
-¿A qué? ¡Voto a Dios! ¿A qué? -aulló el carcelero.
-¡Tened cuidado, os digo! ¡Vais a lastimarlo!
Y con un rápido movimiento, casi desesperado, arrancó de las manos del carcelero la vasija, que ocultó como un tesoro bajo el amparo de sus dos brazos.
Pero Gryphus, testarudo como viejo, y cada vez más convencido de que acababa de descubrir una conspiración contra el príncipe de Orange, corrió hacia su prisionero con el garrote levantado, y viendo la impasible resolución del cautivo en proteger su recipiente de flores, comprendió que Cornelius temblaba mucho menos por su cabeza que por su vasija.
Trató, pues, de arrancársela a viva fuerza.
-¡Ah! -decía el carcelero furioso-. Ved que os estáis rebelando.
-¡Dejadme mi tulipán! -gritaba Van Baerle.
-Sí, sí, tulipán -replicaba el viejo-. Conocemos las tretas de los prisioneros.
-Pero yo os juro...
-Soltad -repetía Gryphus pataleando-. Soltad, o llamo a la guardia.
-Llamad a quien queráis, pero no obtendréis esta pobre flor más que con mi vida.
Gryphus, exasperado, hundió sus dedos por segunda vez en la tierra, y esta vez sacó el bulbo todo negro, y mientras Van Baerle se sentía feliz por haber salvado el continente, no imaginándose que su adversario poseía el contenido, Gryphus lanzó violentamente el bulbo reblandecido que se aplastó sobre la baldosa y desapareció casi enseguida triturado, casi convertido en papilla, bajo el grueso zapato del carcelero.
Van Baerle vio el crimen, entrevió los restos húmedos, comprendió aquella alegría feroz de Gryphus y lanzó un grito desesperado que conmovió a ese carcelero asesino que, unos años antes, había matado la araña de Pellison.
La idea de golpear a aquel mal hombre cruzó como un relámpago por el cerebro del tulipanero. El fuego y la sangre le subieron conjuntamente hasta la frente, le cegaron, y levantó con sus dos manos la pesada vasija con toda la inútil tierra que quedaba en ella. Un instante más, y la dejaría caer sobre el calvo cráneo del viejo Gryphus.
Un grito le detuvo, un grito lleno de lágrimas y de angustia, el grito que lanzó detrás del enrejado del postigo la pobre Rosa, pálida, temblorosa, con los brazos elevados al cielo y colocada entre su padre y su amigo.
Cornelius arrojó la vasija que se rompió en mil pedazos con un estrépito terrible.
Y entonces, Gryphus comprendió el peligro que acababa de correr y se entregó a terribles amenazas.
-¡Oh! -exclamó Cornelius-. Es preciso que seáis un hombre muy cobarde y muy villano para arrancarle a un pobre prisionero su único consuelo, una cebolla de tulipán.
-¡Apartaos, padre mío! -añadió Rosa-. Es un crimen lo que acabáis de cometer.
-¡Ah! Sois vos, cotorra -gritó el viejo hirviendo de cólera, volviéndose hacia su hija-. Meteos en lo que os importe, y, sobre todo, bajad enseguida.
-¡Desgraciado! ¡Desgraciado! -continuaba Cornelius desesperado.
-Después de todo, no se trata más que de, un tulipán -añadió Gryphus un poco avergonzado-. Os daremos tantos tulipanes como deseéis, tengo trescientos en mi desván.
-¡Al diablo vuestros tulipanes! -exclamó Cornelius-. No valen más de lo que vos mismo valéis. ¡Oh! ¡Cien mil millones de millones! Si los tuviera, los daría por el que habéis aplastado.
-¡Ah! -exclamó Gryphus triunfante-. Ya veis que no es un tulipán lo que vos teníais. Ya veis que en esta falsa cebolla había alguna brujería, tal vez un medio de correspondencia con los enemigos de Su Alteza, que os perdonó. Ya decía yo que se había equivocado al no cortaros el cuello.
-¡Padre mío! ¡Padre mío! -exclamaba Rosa.
-¡Pues bien! ¡Tanto mejor! ¡Tanto mejor! -repetía Gryphus animándose-. Yo lo he destruido, yo lo he destruido. ¡Y así lo haré cada vez que vos comencéis de nuevo! ¡Ah! Ya os había avisado, mi guapo amigo, que os haría la vida dura.
-¡Maldito! ¡Maldito! -gritó Cornelius mientras completamente desesperado revolvía con sus dedos temblorosos los últimos vestigios de su bulbo, cadáver de tantas alegrías y tantas esperanzas.
-Plantaremos el otro mañana, querido señor Cornelius -dijo en voz baja Rosa, que comprendía el inmenso dolor del tulipanero y que lanzó -corazón santo- aquellas dulces palabras como una gota de bálsamo en la herida sangrante de Cornelius.