El tulipán negro/Capítulo XVI
El infeliz Gryphus, como ha podido verse, se hallaba lejos de participar de la buena voluntad de su hija por el ahijado de Corneille de Witt.
No había más que cinco prisioneros en Loevestein; la tarea de guardián no era, pues, difícil de realizar, y la cárcel era una especie de sinecura dada la edad de Gryphus.
Pero en su celo, el digno carcelero había agrandado con toda la potencia de su imaginación la tarea que le habían impuesto. Para él, Cornelius había adquirido la proporción gigantesca de un criminal de primer orden. Se había convertido, en consecuencia, en el más peligroso de sus prisioneros. Vigilaba cada uno de sus pasos, no le abordaba más que con el rostro airado, haciéndole sentir la carga de lo que él llamaba su espantosa rebelión contra el elemento estatúder.
Entraba tres veces por día en la celda de Van Baerle, esperando sorprenderlo en falta, pero Cornelius había renunciado a sus corresponsales desde que tenía su correspondencia bajo mano. Era incluso probable que Cornelius, si hubiera obtenido su libertad entera y el permiso completo para retirarse donde hubiese querido, le habría parecido preferible el domicilio de la prisión con Rosa y sus bulbos a cualquier otro domicilio sin sus bulbos y sin Rosa.
Y es que, en efecto, cada noche a las nueve, Rosa había prometido venir a charlar con el querido prisionero, y desde la primera noche, como hemos visto, mantuvo su palabra.
Al día siguiente, subió como la víspera, con el mismo misterio y las mismas precauciones. Sólo que se había prometido a sí misma no acercar demasiado su rostro al enrejado. Por otra parte, para abordar desde el primer momento una conversación que pudiera ocupar seriamente a Van Baerle, comenzó por tenderle a través del enrejado sus tres bulbos siempre envueltos en el mismo papel.
Mas, con gran asombro de Rosa, Van Baerle rechazó su blanca mano con la punta de los dedos. El joven había reflexionado.
-Escuchadme -dijo-, arriesgaríamos demasiado, creo, poniendo toda nuestra fortuna en el mismo saco. Pensad que se trata, mi querida Rosa, de realizar una empresa que se considera hasta hoy como imposible. Se trata de hacer florecer el gran tulipán negro. Tomemos, pues, todas nuestras precauciones, con el fin de que, si fracasamos, no tengamos nada que reprocharnos. Así es como he calculado que conseguiremos nuestro objetivo.
Rosa prestó toda su atención a lo que iba a decirle el prisionero, y ello más por la importancia que le concedía el desgraciado tulipanero que por la que le concedía ella misma.
-Así es -repitió Cornelius- cómo he calculado nuestra común cooperación en este gran asunto.
-Escucho -dijo Rosa.
-Vos ¿tendréis en esta fortaleza un pequeño jardín, a falta de jardín un patio cualquiera y a falta de patio una terraza?
-Tenemos un bonito jardín -explicó Rosa-. Se extiende a lo largo del Waal y está lleno de añosos árboles.
-¿Podéis, querida Rosa, traerme un poco de la tierra de ese jardín, a fin de que la examine?
-Mañana mismo.
-La cogeréis de la sombra y del sol para que la juzgue en sus dos cualidades, bajo las dos condiciones de sequedad y de humedad.
-Estad tranquilo.
-Una vez escogida la tierra por mí y modificada si es preciso, haremos tres partes de nuestros tres bulbos, tomaréis uno que plantaréis el día que os diga; florecerá ciertamente si lo cuidáis según mis indicaciones.
-No me alejaré de él ni un segundo.
-Me daréis otro que intentaré criar aquí en mi habitación, lo que me ayudará a pasar estas largas horas durante las cuales no os veo. Apenas tengo esperanzas de conseguirlo, os lo confieso, y por adelantado, considero a ese desgraciado como sacrificado a mi egoísmo. Sin embargo, el sol me visita alguna que otra vez. Sacaré artificialmente partido de todo, incluso del calor y de la ceniza de mi pipa. Por último tendremos, o más bien tendréis en reserva el tercer bulbo, nuestro último recurso en el caso de que nuestras dos primeras experiencias fracasen. De esta manera, mi querida Rosa, es imposible que no lleguemos a ganar los cien mil florines de vuestra dote y procurarnos la suprema dicha de ver el éxito de nuestra obra.
-He comprendido -dijo Rosa-. Mañana os traeré la tierra, vos escogeréis la mía y la vuestra. En cuanto a la vuestra, necesitaré vanos viajes, porque no podré traeros más que un poco cada vez.
-¡Oh! No tenemos prisa, querida Rosa; nuestros tulipanes no deben ser enterrados antes de un mes. Así pues, ya veis que disponemos de mucho tiempo; sólo que, para plantar vuestro bulbo, seguiréis todas mis instrucciones, ¿no?
-Os lo prometo.
-Y una vez plantado, me participaréis todas las circunstancias que pueden interesar a nuestro discípulo, tales como los cambios atmosféricos, rastros en los senderos, señales en las platabandas. Escucharéis si por la noche, nuestro jardín es frecuentado por los gatos. Dos de estos animales me destrozaron en Dordrecht dos platabandas.
-Escucharé.
-Los días de luna... ¿La habéis visto sobre el jardín, querida niña?
-La ventana de mi dormitorio da allí.
-Bueno. Los días de luna miraréis si de los agujeros del muro salen ratas. Las ratas son roedores muy de temer, y yo he visto a desgraciados tulipaneros reprochar amargamente a Noé el haber metido un par de ratas en el arca.
-Miraré, y si hay gatos o ratas...
-¡Pues bien! Tendréis que avisarme. Después -continuó Van Baerle, suspicaz desde que se hallaba en prisión-, ¡hay un animal mucho más de temer todavía que el gato y la rata!
-¿Cuál es?
-¡El hombre! ¿Comprendéis, querida Rosa? Se roba un florín, y se arriesga el penal por semejante miseria; con mucha mayor razón se puede robar un bulbo de tulipán que vale cien mil florines.
-Nadie más que yo entrará en el jardín.
-¿Me lo prometéis?
-¡Os lo juro!
-¡Bien! ¡Gracias, querida Rosa! ¡Oh! ¡Toda la alegría me va a provenir, pues, de vos!
Y, como los labios de Van Baerle se acercaron al enrejado con el mismo ardor de la víspera, y como por otra parte, la hora de la retirada había llegado ya, Rosa alejó la cabeza y alargó la mano. En esta linda mano, en la que la coqueta joven tenía un cuidado particular, estaba el bulbo.
Cornelius besó apasionadamente la punta de los dedos de esa mano. ¿Fue porque contenía uno de los bulbos del gran tulipán negro? ¿Fue por ser la mano de Rosa? Esto es lo que dejamos para que lo adivinen otros más sagaces que nosotros.
Rosa se retiró, pues, con los otros dos bulbos, apretándolos contra su pecho.
¿Los apretaba contra su pecho porque eran los bulbos del gran tulipán negro, o porque los bulbos provenían de Cornelius van Baerle? Creemos que este punto sería más fácil de precisar que el otro.
Fuera lo que fuese, a partir de aquel momento, la vida se hizo dulce y llena para el prisionero. Rosa, como hemos visto, le había entregado uno de los bulbos.
Cada noche le traía puñado a puñado la tierra de la porción de jardín que había hallado ser la mejor y que, en efecto, era excelente.
Una ancha vasija que Cornelius había roto hábilmente le proporcionó un fondo propicio, lo llenó hasta la mitad y mezcló la tierra traída por Rosa con un poco de lodo del río que dejó secar, con lo cual se proveyó de un excelente terreno.
Decir todo lo que Cornelius desplegó en cuidados, en habilidad y en añagazas para escamotear a la vigilancia de Gryphus la alegría de sus trabajos, no lo conseguiríamos. Media hora es un siglo de sensaciones y de pensamientos para un prisionero filósofo.
No pasaba día sin que Rosa viniera a charlar con Cornelius.
Los tulipanes, de los que la joven realizaba un curso completo, constituían el fondo de la conversación; mas, por interesante que este tema sea, no se puede hablar siempre de tulipanes.
Entonces se hablaba de otra cosa, y para su mayor asombro el tulipanero percibía la inmensa extensión que podía tomar el círculo de la conversación.
Sólo que Rosa había adquirido una costumbre: mantenía su bello rostro invariablemente a veinte centímetros del postigo, porque la bella frisona desconfiaba sin duda de ella misma, desde que había sentido a través del enrejado cuánto puede quemar el aliento de un prisionero el corazón de una joven.
Había una cosa que inquietaba en aquel momento al tulipanero casi tanto como sus bulbos y sobre la cual volvía sin cesar. Era la dependencia en que se hallaba Rosa con respecto a su padre.
Así, la vida de Van Baerle -el doctor sabio, el pintor pintoresco, el hombre superior- de Van Baerle que era el primero que había descubierto, según toda probabilidad, esa obra de arte de la creación que se llamaría, como se había dispuesto por adelantado, Rosa Barloensis, la vida, mucho más que la vida, la felicidad de este hombre dependía del más simple capricho de otro hombre, y este hombre era un ser de un espíritu inferior, de una casta ínfima; era un carcelero, algo menos inteligente que la cerradura que manipulaba, más duro que la falleba que corría. Era algo como el Caliban de La Tempestad, un paso entre el hombre y el bruto.
¡Pues bien! La felicidad de Cornelius dependía de ese hombre; ese hombre podía una hermosa mañana aburrirse de Loevestein, encontrar que el aire era allí malsano, que la ginebra no era buena, y abandonar la fortaleza, y llevarse a su hija... y una vez más, Cornelius y Rosa se verían separados.
Dios, que se cansa de hacer mucho por sus criaturas, acabaría tal vez entonces por no reunirlos más.
-Y entonces, ¡para qué los palomos viajeros!-decía Cornelius a la joven-. Ya que, querida Rosa, vos no sabríais ni leer lo que yo os escribiera, ni escribirme lo que hubierais pensado.
-Pensad -respondía Rosa, que en el fondo de su corazón temía la separación tanto como Cornelius- que disponemos de una hora todas las noches; empleémosla bien.
-Me parece -replicó Cornelius- que no la empleamos muy mal.
-Empleémosla mejor todavía -insistió Rosa sonriendo-. Enseñadme a leer y a escribir; aprovecharé vuestras lecciones, creedme; y de esta forma no estaremos ya nunca separados más que por nuestra propia voluntad.
-¡Oh! -exclamó Cornelius-. Con eso tendremos la eternidad ante nosotros.
Rosa sonrió y se encogió levemente de hombros.
-¿Es que vais a permanecer siempre en prisión? -respondió-. ¿Es que después de haberos concedido la vida, Su Alteza no os concederá la libertad? ¿Es que no recuperaréis nunca vuestros bienes? ¿Es que ya no seréis rico? ¿Os dignaréis mirar, cuando paséis a caballo o en carroza, a la pequeña Rosa, una hija de carcelero, casi una hija de verdugo?
Cornelius quiso protestar, y ciertamente lo hubiera hecho con todo su corazón y con la sinceridad de un alma llena de amor, si la joven no hubiera preguntado, sonriendo:
-¿Cómo va vuestro tulipán?
Hablar a Cornelius de su tulipán, era un medio para que Cornelius lo olvidara todo, incluso a Rosa.
-Bastante bien -dijo-. La piel se ennegrece, el trabajo de fermentación ha comenzado, los nervios del bulbo se calientan y crecen; de aquí a ocho días, antes tal vez, se podrán distinguir las primeras protuberancias de la germinación. ¿Y el vuestro, Rosa?
-¡Oh! Yo he hecho las cosas en grande y según vuestras indicaciones.
-Veamos, Rosa, ¿qué habéis hecho? -preguntó Cornelius, con los ojos casi tan ardientes, el aliento casi tan jadeante como la noche en que esos ojos habían quemado el rostro y aquel aliento el corazón de Rosa.
-Yo he hecho las cosas en grande -repitió la joven sonriendo, porque en el fondo de su corazón no podía impedir el considerar ese doble amor del prisionero por ella y por el tulipán negro-. Me he preparado un cuadrado desnudo, lejos de los árboles y de los muros, en una tierra ligeramente arenosa, más bien húmeda que seca, sin un grano de piedra, sin un guijarro; he dispuesto una platabanda como vos me habéis descrito.
-Bien, bien, Rosa.
-El terreno está preparado de suerte que no espera más que vuestro aviso. Al primer día bueno en que me digáis que plante mi bulbo, lo plantaré; sabéis que debo ir retrasada con respecto a vos, ya que yo dispongo de todas las oportunidades de un aire bueno, el sol y de abundancia de jugos terrestres.
-Es verdad, es verdad -exclamó Cornelius, golpeándose con alegría las manos-, y sois una buena alumna, Rosa, y ganaréis ciertamente vuestros cien mil florines.
-No olvidéis -dijo riendo Rosa- que vuestra alumna, ya que me llamáis así, tiene todavía que aprender otra cosa que el cultivo de los tulipanes.
-Sí, sí, y estoy tan interesado como vos, bella Rosa, en que sepáis leer.
-¿Cuándo comenzaremos?
-Enseguida.
-No, mañana.
-¿Por qué mañana?
-Porque hoy ya ha pasado nuestra hora, y es preciso que os deje.
-¡Ya! Pero ¿en qué leeremos? -¡Oh! -dijo Rosa-. Tengo un libro, un libro que, espero, nos traiga felicidad.
-¿Hasta mañana, pues?
-Hasta mañana.
Al día siguiente, Rosa acudió con la Biblia de Corneille de Witt.