El tulipán negro
de Alejandro Dumas
Capítulo XVIII: El enamorado de Rosa



Apenas había pronunciado Rosa aquellas palabras de consuelo a Cornelius, cuando se oyó en la escalera una voz que pedía a Gryphus noticias de lo que ocurría.

-Padre mío -dijo Rosa-, ¿oís?

-¿Qué?

-El señor Jacob os llama. Está inquieto.

-Se ha hecho tanto ruido -exclamó Gryphus-. ¡Se hubiera dicho que este sabio me estaba asesinando! ¡Ah! ¡Cuánto daño proporcionan siempre los sabios!

Luego, señalando con el dedo la escalera a Rosa, ordenó:

-¡Caminad por delante, señorita! -y cerrando la puerta, acabó-: Ya voy con vos, amigo Jacob.

Y Gryphus salió, llevándose a Rosa y dejando en su soledad y en su amargo dolor al pobre Cornelius que murmuraba:

-¡Oh! Tú eres el que me has asesinado, viejo verdugo. ¡No sobreviviré a esto!

Y, en efecto, el pobre prisionero cayó enfermo sin ese contrapeso que la Providencia había puesto en su vida y que se llamaba Rosa.

Por la noche, regresó la joven.

Su primera palabra fue para anunciar a Cornelius que de allí en adelante su padre no se oponía a que él cultivara flores.

-¿Y cómo sabéis esto? -preguntó el prisionero con aire doliente a la joven.

-Lo sé porque lo ha dicho.

-¿Para engañarme, tal vez?

-No, se arrepiente.

-¡Oh! Sí, pero demasiado tarde.

-Este arrepentimiento no le ha venido de sí mismo.

-¿Y cómo le ha venido, pues?

-¡Si vos supierais cuánto le ha reñido su amigo!

-¡Ah! El señor Jacob. ¿No os deja, pues, ese caballero?

-En todo caso, nos deja lo menos que puede.

Y sonrió de tal forma que aquella pequeña nube de celos que había oscurecido la frente de Cornelius se disipó.

-¿Cómo ha ocurrido? -preguntó el prisionero con interés.

-Pues bien, interrogado por su amigo, mi padre, a la hora de cenar le contó la historia del tulipán o más bien del bulbo, y la bonita explosión que hizo al aplastarse.

Cornelius lanzó un suspiro que podía pasar por un gemido.

-¡Si hubierais visto en aquel momento a maese Jacob...! -continuó Rosa-. En verdad, creí que iba a pegar fuego a la fortaleza; sus ojos eran dos antorchas ardientes, sus cabellos se erizaron, crispaba sus puños. Por un instante creí que quería estrangular a mi padre. «¿Vos habéis hecho esto -gritó-, vos habéis aplastado el bulbo?» «Sin duda», dijo mi padre. «¡Esto es una infamia! -continuó-, ¡es odioso! ¡Es un crimen lo que habéis cometido!», aulló Jacob. Mi padre se quedó estupefacto. «¿Es que vos también estáis loco?», preguntó a su amigo.

-¡Oh! Es un hombre digno, ese Jacob -murmuró Cornelius-. Un corazón honrado, un alma escogida.

-Lo cierto es que resulta imposible tratar a un hombre más duramente de lo que él ha tratado a mi padre -añadió Rosa-. Por su parte, sentía una verdadera desesperación; repetía sin cesar: «Aplastado, el bulbo aplastado; ¡oh, Dios mío, Dios mío! ¡Aplastado!», luego, volviéndose hacia mí, me preguntó: «¿Pero no sería el único que tenía?»

-¿Os ha preguntado eso? -inquirió Cornelius, prestando atención.

-«¿Vos creéis que no era el único?», dijo mi padre. «Bueno, buscaremos los otros.» «Vos buscaréis los otros», gritó Jacob cogiendo a mi padre por el cuello; pero enseguida lo soltó. Y luego, volviéndose hacia mí, preguntó: «¿Y qué ha dicho el pobre hombre?» Yo no sabía qué responder. Vos me habíais recomendado que no dejase de sospechar jamás el interés que teníais en ese bulbo. Afortunadamente mi padre me sacó del aprieto. «¿Lo que ha dicho...? Se puso furioso.» «¿Cómo no iba a estar furioso -le dije-, si vos fuisteis tan injusto y tan brutal?» «¡Vaya! Pero ¿están todos locos? -gritó mi padre a su vez-. ¡Por haber aplastado una cebolla de tulipán!; las hay a centenares por un florín en el mercado de Gorcum.» «Pero tal vez menos preciosos que éste», tuve la desgracia de responder.

-¿Y qué dijo Jacob a esas palabras? -preguntó Cornelius.

-Debo confesar que, a esas palabras, me pareció que su mirada lanzaba destellos.

-Sí -apremió Cornelius-. Pero esto no sería todo. ¿Dijo algo?

-Dijo con voz melosa: «Así pues, bella Rosa, ¿vos creéis que esa cebolla era preciosa?» Entonces comprendí que había cometido una falta. «¿Qué sé yo? -respondí negligentemente-. ¿Acaso conozco los tulipanes? Solamente sé que, por desgracia, estamos condenados a vivir con los prisioneros... y sé que para este prisionero constituía todo su pasatiempo. El pobre señor Van Baerle se entretenía con esa cebolla. Y por ello digo que es una crueldad quitarle esa diversión.» «Pero, en primer lugar, -dijo entonces mi padre- ¿cómo se había procurado esa cebolla? Esto es lo que me gustaría saber.» Desvié la mirada para evitar la de mi padre. Pero me topé con los ojos de Jacob. Se diría que deseaba perseguir mi pensamiento hasta el fondo de mi corazón. Un gesto displicente exime a menudo una respuesta. Me encogí de hombros, me volví de espaldas y me dirigí hacia la puerta. Pero me detuve al oír pronunciar una palabra que oí en voz baja. Jacob le dijo a mi padre: «No es cosa difícil asegurarse, pardiez. Es cuestión de registrarle, y si tiene los otros bulbos los hallaremos. Generalmente, hay tres.»

-¡Hay tres! -exclamó Cornelius-. ¡Dijo que había tres bulbos!

-Podéis comprender que la frase me asombró tanto como a vos ahora. Me volví. Estaban los dos tan ocupados que no vieron mi movimiento. «Pero -dijo mi padre- tal vez no tenga sus cebollas consigo.» «Entonces sacadle de la celda con un pretexto cualquiera. Durante ese tiempo, yo la registraré», concluyó Jacob.

-¡Oh! ¡Oh! -exclamó Cornelius-. Pero vuestro maese Jacob es un bandido.

-Tengo miedo.

-Decidme, Rosa -continuó Cornelius, pensativo-. ¿No me habéis contado que el día en que preparabais vuestra platabanda, ese hombre os había seguido?

-Sí.

-¿Que se había deslizado como una sombra tras los saúcos?

-Sin duda.

-¿Que no había perdido ni uno de vuestros golpes de rastrillo?

-Ni uno.

-Rosa... -dijo Cornelius palideciendo.

-No era a vos a quien seguía.

-¿A quién, pues?

-No es de vos de quien está enamorado.

-¿De quién, entonces?

-Era a mi bulbo a quien seguía; es de mi tulipán de quien está enamorado.

-¡Ah! ¡Naturalmente! Eso podría ser -exclamó Rosa.

-¿Queréis aseguraros?

-¿Cómo?

-¡Oh! Es cosa fácil.

-Decidme.

-Id mañana al jardín; procurad, como la primera vez, que Jacob sepa que vais allí. Procurad, como la primera vez, que os siga; haced el ademán de enterrar el bulbo, salid del jardín, pero mirad a través de la puerta, y ved lo que hace.

-¡Bien! Pero ¿y después?

-¿Después? Según él actúe, actuaremos nosotros.

-¡Ah! -exclamó Rosa lanzando un suspiro-. Realmente, amáis mucho a vuestras cebollas, señor Cornelius.

-El hecho es -dijo el prisionero con un suspiro que, desde que vuestro padre aplastó ese desgraciado bulbo, me parece que una parte de mi vida se ha paralizado.

-¡Veamos! -indicó Rosa-. ¿Queréis intentar otra cosa todavía?

-¿Qué?

-¿Queréis aceptar la proposición de mi padre?

-¿Qué proposición?

-Os ha ofrecido cebollas de tulipanes por centenares.

-Es verdad.

-Aceptad dos o tres, y en medio de estas dos o tres cebollas, podéis criar el tercer bulbo.

-Sí, no estaría mal -aprobó Cornelius con el ceño fruncido- si vuestro padre estuviera solo; pero ese otro, ese Jacob, que nos espía...

-¡Ah! Es cierto. Sin embargo, ¡reflexionad! Os priváis aquí, lo veo, de una gran distracción.

Y pronunció estas palabras con una sonrisa que no estaba enteramente exenta de ironía.

En efecto, Cornelius reflexionó un instante, y era fácil de comprender que luchaba contra un gran deseo.

-¡Pues bien! ¡No! -exclamó estoicamente-. ¡No, esto sería una debilidad, una locura, una cobardía! Si así entrego a todas las malvadas oportunidades de la cólera y de la envidia el último recurso que nos queda, sería un hombre indigno de perdón. ¡No, Rosa, no! Mañana tomaremos una resolución respecto a vuestro tulipán; lo cultivaréis según mis instrucciones; y en cuanto al tercer bulbo -suspiró profundamente-, en cuanto al tercero, ¡guardadlo en vuestro armario! Guardadlo como el avaro guarda su primera o su última moneda de oro, como la madre guarda a su hijo, como el herido guarda la última gota de sangre de sus venas; ¡guardadlo, Rosa! ¡Algo me dice que en él está nuestra salvación, que en él está nuestra riqueza! ¡Guardadlo! Y si el fuego del cielo cayera sobre Loevestein, juradme, Rosa, que en lugar de vuestros anillos, de vuestras joyas, de este hermoso casco de oro que enmarca tan bien vuestro rostro, juradme, Rosa, que os llevaríais este último bulbo que encierra mi tulipán negro.

-Estad tranquilo, señor Cornelius -asintió Rosa con una dulce mezcla de tristeza y de solemnidad-. Estad tranquilo, vuestros deseos son órdenes para mí.

-E incluso -continuó el joven enardeciéndose cada vez más-, si percibieseis que erais seguida, que se espían vuestros pasos, que vuestras conversaciones despiertan las sospechas de vuestro padre o de ese espantoso Jacob a quien detesto, ¡pues bien!, Rosa, sacrificadme enseguida, a mí que no vivo más que para vos, que no tengo a nadie más que a vos en el mundo, sacrificadme... no me veáis más.

Rosa sintió oprimírsele el corazón en su pecho; las lágrimas brotaron de sus ojos.

-¡Ay! -exclamó.

-¿Qué? -preguntó Cornelius.

-Veo una cosa.

-¿Qué veis?

-Veo -dijo la joven estallando en sollozos-, veo que vos amáis tanto a los tulipanes, que no queda lugar en vuestro corazón para otros afectos.

Y huyó.

Cornelius pasó una de las peores noches que jamás había pasado.

Ahora, ¿cómo vamos a explicar este extraño carácter a los tulipaneros perfectos como los que todavía existen en este mundo?

Lo confesamos para vergüenza de nuestro héroe y de la horticultura; de sus dos amores, el que Cornelius sentía más inclinado a lamentar, era el de Rosa; y cuando hacia las tres de la madrugada se durmió cansado de sus afanes, atormentado por los temores, lleno de remordimientos, el gran tulipán negro cedió el primer lugar, en sus sueños, a los bellos ojos azules de la rubia frisona.