El tesoro de Gastón: 12
Capítulo XII
Táctica y estrategia
editarGastón cumplió su promesa de ir a comer al día siguiente con la familia de Lourido; acogiéronle al pronto con cierta hostilidad; pero la escena cambió, aun no bien el señorito de Landrey, sentado a la izquierda de Florita, armó con la muchacha una escaramuza de coqueteos, tan marcados, que extrañaron a Concha y, regocijaron al alcalde y a la alcaldesa. Saltaba a los ojos: ¡el señorito cortejaba a la niña! ¡Y qué bien se insinuaba, y cómo sabía asestar los tiros, y, de qué expresivo modo manifestaba la impresión producida por la belleza de Flora! Esta, de puro engreída, no tocaba a los platos; y Concha, con su buen humor invencible, la soltó esta pulla en seco:
-¿Qué santo es hoy, Flora? Como veo que ayunas al traspaso...
No por eso recobró el apetito la interpelada; tal era su embeleso al recibir las ojeadas incendiarias y las atenciones constantes de Gastón, que al servirla, al bromear con ella, adoptaba lánguidas actitudes de galán deseoso de disimular su inclinación y que no lo consigue. Sofocada bajo la espesa capa de polvos de arroz, Flora comparaba al juez municipal con aquel apuesto y arrogante caballero, cuyos modales respiraban distinción y desenfado gracioso, cuya ropa trascendía a no sé qué perfume tenue y fino, y que era además el señorito, el dueño de Landrey, el personaje más eminente que había encontrado en su camino, un ser distinto de los otros... También al alcalde le chispeaban los ratoniles ojillos. ¿No era aquello, aquello mismo, lo que él se había atrevido a soñar, mi día en que recontaba su ya orondo peculio... pero como se sueña el golpe más inesperado de la suerte, que puede venir y sin embargo, juraríamos que no vendrá? ¡Florita señora de Landrey! ¡Qué diablo! ¡Para eso ha exprimido el padre el limón del préstamo; para eso ha bebido el sudor de los braceros y las lágrimas de los huérfanos y las viudas; para eso sabe hacer que, en el plazo de un año, una onza se doble y arroje a la partida del haber treinta y dos duros!
Al terminarse la comida, Flora dio señales de querer arrastrar a Gastón a la senda de perdición del piano; pero el señorito de Landrey, como quien realiza un esfuerzo, rogó a Lourido que le concediese una entrevista, para hablar de negocios. Encerráronse en el despacho, y Gastón, con abandono lleno de confianza, enteró a don Cipriano de lo que le sucedía.
-Al encontrarme, don Cipriano, con que le debo a usted cinco mil duros... o tal vez más... quisiera pagárselos inmediatamente, bien lo sabe Dios, pero si no saco a subasta las tierras y el castillo, lo cual dice usted que sería un desacierto...
-¡Un sin pies! -exclamó el usurero, que creía decir un ciempiés.
-Bueno, si yo lo creo también... -declaró Gastón con ingenuidad-. Pero repito que, a no cometer ese sin pies..., no sé cómo arreglarme. Resulta que, en Madrid, mis asuntos están peor que aquí todavía. Se me figura que no ha tenido acierto mi apoderado, el señor de Uñasín, sujeto por otra parte honradísimo... y que me ha metido en un lío muy gordo. Y como usted es tan inteligente, vengo a consultarle... ¿Quiere usted enterarse de este legajo?
Contenía el legajo los estados de cuenta y los comprobantes remitidos por Uñasín para su revisión y aprobación, y dice el señorito de Landrey había recibido en uno de los últimos correos, acompañados de una carta muy melosa, en que el buitre solicitaba que se le devolviesen cuanto antes legalizados y en forma, «al objeto de aplacar a los acreedores, que están venenosos». Lourido, con rapidez febril, tomó aquel mazo de papeles, y empezó a examinarlo hoja por hoja, apasionadamente.
-Si quisiera usted enterarse despacio... -dijo con indiferencia Gastón-, la verdad... como me aburre todo esto de los negocios... preferiría que usted se batiese ahí con esos mamotretos... y yo me volvería a la sala... he dejado a sus hijas con la palabra en la boca... Antes de subir a Landrey volveré a ver qué ha sacado usted en limpio...
Y con el aire del que consigue sacudirse una mosca, corrió a la sala, mientras Lourido se restregaba las manos de gozo...
Cuando Gastón, al anochecer, se presentó otra vez en el despacho, Lourido le acogió con una explosión de indignación exagerada y de satisfacción irónica; y riendo y gruñendo a la vez, exclamó:
-¡No es mal punto filipino el apoderado general! ¡Honradísimo... sí, buena honradez nos dé Dios! ¡Yo ya me lo había tragado, por cosas que me pasaron con él; pero no creí que gastase tanta envilantez! ¡Amañados le ha puesto los asuntos, señorito... amañados! Ni una madeja dada al gato...
-¿De modo que... estoy arruinado sin remedio? -preguntó Gastón.
-¡Quia! ¿Me chupo yo el dedo? Si me deja estudiar este protocolo unas horitas más..., le diré cómo ha de hacer para empezar a salir del pantano. Las cosas es menester darlas cinco vueltas. Al principio todo parece el mundo universal, y después resulta una cunca de mijo menudo.
-Verá usted -dijo Gastón con el mismo abandono-. A mí ya se me había ocurrido que aquí podía haber mácula... sólo que no sabía cómo defenderme. Y, la verdad: hoy sentiría quedar pobre; estoy cansadísimo de la vida de soltero, y deseo establecerme aquí, en este país tan precioso, en esa casa vieja de Landrey, que usted sostuvo y yo quisiera arreglar... Una mujer sencilla, una joven linda y honesta, ajena a los engaños y a las locuras de la Corte... -añadió como absorto y hablándose a sí mismo-. ¡Pero casarse sin tener pan!... No. Lo que haré, si no puedo salvar nada de mi hacienda, será irme a cualquier parte con un destino que me den mis amigos de Madrid...
-¡Jesús, señorito! Déjeme a mí, guíese por mí, que le aseguro que hemos de salir avante... Esta noche me peleo con los papeles, y mañana venga aquí, que le diré...
-Pensaba venir de todos modos, porque sus hijas de usted quieren que demos un paseo y que nos embarquemos a pescar panchos... -respondió Gastón con alegría descuidada, propia de un muchacho de diez y seis años a lo sumo.
Al retirarse Gastón, conferenció la familia Lourido -excepto Concha, a quien despidieron a su cuarto por sospechosa y recalcitrante-. Resultó de la conferencia, que la alcaldesa, y sobre todo, como era natural, Florita, habían notado en el dueño de Landrey señales del más fino enamoramiento; lo cual, junto a las palabras que se le habían escapado en el despacho de Lourido, calentó las cabezas, y dio tela para fantasmagorías del porvenir. Sin embargo, ni Flora ni su madre podían ver en aquellas risueñas perspectivas lo que veía don Cipriano; el tesoro enterrado en las fundaciones de Landrey, y cuya búsqueda y descubrimiento serían lícitos ya y podrían realizarse sin temor, cuando se hiciesen a nombre del amo, pero el amo casado con la hija del mayordomo... Así aquella misteriosa riqueza soterrada y oculta en las entrañas de piedra de Landrey actuaba sobre la mente de cuantos sospechaban su existencia, y guiaba sus determinaciones, según la calidad respectiva de las almas, impulsando a Antonia a aconsejar el desprendimiento, y a Lourido a abrazar la causa de Gastón y luchar desde lejos, oponiendo su penetración y socarronería galaica a las artimañas de Uñasín...
Transcurrieron varios días, durante los cuales Lourido papeleó mucho y celebró varias conferencias con Gastón, informándose de pormenores que importaban a los asuntos pendientes. En esta primer campaña demostró Lourido una perspicacia, un instinto para los negocios, que asombraron al señorito; en otro medio, aquel usurero de aldea se hombrearía con los negociantes que subyugan una plaza comercial y hacen rotar millones donde sientan la planta; además, había en él la aptitud innata de una raza cautelosa, de una tierra en que todos saben derecho y son capaces de retorcer el argumento al abogado más sutil. Mientras el mayordomo iba poniendo en claro los intrincados negocios de Gastón, este, afectando un desdén olímpico hacia la cuestión de interés, aprovechaba las ocasiones de escaparse a charlar con las muchachas, es decir, con Florita, de quien era ya declarado galán; y cada día inventaban paseos y correrías por los montes y la playa, partidas de pesca o meriendas en algún soto, que hacían retorcerse de celos al juez municipal, antes preferido y hoy desdeñado adorador de la linda rubia. En la Puebla no se hablaba de otra cosa más que de los amoríos del señorito de Landrey con la hija de su mayordomo, creyéndose muy próxima una boda que a nadie sorprendía, dada la fabulosa riqueza que las exageraciones lugareñas atribuían a Lourido. Sólo Telma, con esa libertad de expresión que adquieren los criados antiguos, echaba de vez en cuando a su amo indirectas transparentes y muy agrias.
-¡Qué hubiese dicho la señora Comendadora si ve a su sobrino arrimarse a aquella casta cochina de Lourido, que había entrado en el castillo con andrajos, en pernetas, y ahora estaba gordo a fuerza de chupar el jugo a sus amos!
A estas salidas de la vieja criada contestaba Gastón con risas y bromas, y alguna vez con abrazos expansivos y fuertes, pues había llegado, en aquella soledad, a cobrar intenso cariño a Telma, dando todo su valor a la abnegación incondicional de un ser cuya vida había absorbido por completo la casa de Landrey, sin que pidiese a esta casa más de lo que pide la hiedra al muro: adherirse. Entre las muchas ideas nuevas que iban abriéndose paso en el cerebro de Gastón, figuraba la del derecho de toda criatura humana; y Telma, que antes era para él algo como un objeto que se había acostumbrado a ver, convertíase en persona. Siempre la había tratado con dulzura, y ahora la respetaba... interiormente, con un respeto piadoso; y el día en que llegó a esta altura cristiana y moral -respetar a su criada- Gastón sintió una alegría secreta, y subiéndose a la torre de la Reina mora, asestó el anteojo al jardín de Antonia, y vio en él a Miguelito jugando con Otelo. La viuda no apareció; estaría retirada, de seguro trabajando.
Lourido entretanto llegaba a dominar la cuestión encomendada a su tacto y a sus luces. Como el explorador que penetra en una selva y va cortando con el hacha lo que se opone a su paso, abríase camino a través de los obstáculos hacinados por Uñasín. Aislando cuestiones, podía afirmar ya que con los datos existentes, y mucha energía, Uñasín no tendría más remedio que vomitar lo que había querido zamparse; la casa de Landrey, descalabrada, pero viva. Era preciso sacrificar más de una tercera parte, y las otras dos saldrían a flote, gravadas con algunos créditos e hipotecas que no sería difícil ir descargando... «¡El señorito encontraría quién le prestase dinero en mejores condiciones!», exclamaba fervorosamente Lourido, dando a entender, en frases que querían ser reticentes y veladas, pero más claras que tela de cedazo, lo que podía esperar Gastón elevado a la categoría de yerno suyo, y cuando el liberar la hacienda de Landrey fuere salvar el patrimonio de los descendientes de don Cipriano...
Gastón lo aprobaba todo, aunque enterándose menudamente: nunca discípulo preguntó más, ni escuchó con mayor atención a un maestro. Como si sufriese el ascendiente de la inteligencia y el contagio de la actividad del alcalde, poco a poco había ido tomando la costumbre de trabajar con él primero una hora, luego hasta tres, sin prescindir por eso de las expediciones y los correteos a pie y en pollino, acompañando a Florita. En las horas de despacho ahondaban en lo que le importaba mucho, pertrechándose a fin de realizar el indispensable y urgente viaje a Madrid, en que debía consultarse con un abogado de fama y pelear con Uñasín cuerpo a cuerpo. Don Cipriano la amaestraba, le ponía los puntos sobre las íes, le hacía fijarse especialmente en las mil vueltas que jurídicamente cabe dar a una misma cuestión. Las cataratas se le caían al señorito de Landrey. No sólo iba viendo la explotación de que era víctima, sino el tejido fuerte y mañoso de la red en que le envolvían, y el modo de romper las mallas y sacar fuera la cabeza para respirar y las manos para concluir de rasgar la odiosa prisión. Y constituía la nota cómica la indignación de Lourido al demostrar las arterias y habilidades de Uñasín. Sus exclamaciones podrían traducirse de esta manera:
-¡Lástima no habérseme ocurrido esta treta a mí! ¡Buen golpe para que lo diese el presente maragato!
Cuando Gastón se creyó impuesto en todo lo necesario, dejó a Telma guardando el castillo y salió hacia Madrid, donde esperaba no perder tiempo. Florita, desde su marcha, guardó un retraimiento absoluto; economizó más de una fanega de harina, por lo que dejó de empolvarse; otorgó treguas a su hermoso pelo rubio, no martirizándolo con las tenacillas; aflojó tres dedos el corsé; se dio tono anticipado de viudita noble, y hasta se prestó a acompañar a la iglesia, muy de velo a la cara, a su hermana Concha, organizadora de una espléndida novena, con gozos, a la Patrona de la Puebla. Allí tuvo el gusto de mirar con fisga a Antonia Rojas, que concurría a la novena todas las tardes y que aparecía algo descolorida y menos animada que de costumbre.