El tesoro de Gastón: 11

El tesoro de Gastón
de Emilia Pardo Bazán
Capítulo XI

Capítulo XI

El consejo

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Profundamente impresionado salió de Sadorio aquella tarde Gastón; y con ser pocas las horas que faltaban para volver a ver Antonia, parecieron muchas a su impaciencia. Antes de lo que creía, sin embargo, logró la vista de su amiga. Era domingo, y como Gastón bajase a la Puebla a misa mayor, allí estaba arrodillada la viuda, pero ni volvió la cabeza; asistía al santo sacrificio con una compostura no afectada, y a su lado, Miguel -¡extraña novedad!- también permanecía quieto y atento, hecho un santito -aunque con un azogue tal en las piernas, que al acabarse la misa y salir al atrio, pegó más de una docena de saltos: parecía haberse vuelto loco.

Florita, que había avizorado a Gastón en la iglesia, enganchole a la salida, y mientras coqueteaba con el a su estilo lugareño, desaparecieron Antonia y Miguel. Despepitábanse la esposa y la hija del alcalde:«¿Por qué no se quedaba Gastón a comer con ellos? ¿Dónde se metía, que andaba tan oculto? ¿Qué tal substancia tenía la miel de Sadorio? ¿Le habían picado la abejas, que estaba tan seriote?». Trabajo le costó zafarse de aquellas obsequiosas interlocutoras, pretextando ocupaciones muy urgentes, y no sin prometer que el lunes vendría.

-Así como así -pensó-. Antonia, después del día de hoy, va a desterrarme por una temporada...

A paso apresurado, como el que sigue la estela de su deseo, tomó el camino de Sadorio; y ya cerca de la quinta, comprendió que no debía presentarse antes de la hora señalada, las dos, y entretuvo el tiempo como pudo, entrando en casa de una labradora y pidiendo un vaso de leche. Se lo sirvieron fresco y espumante, pues estaba la vaca en el establo, por ser domingo y no haber quién la llevase de mañana al pasto; y Gastón tiró de la lengua a la vejezuela que ordeñaba la vaca y presentaba el cuenco rebosante, averiguando con pueril alegría que era una protegida de Antonia. Aquel invierno, la vieja «había estado tan en los últimos -eran sus palabras-, que ya tenía encima los Santos Óleos, ¡así Dios me favorezca!, y si no es por el caldito que todos los días mandaban de Sadorio y los remedios que pagó la señorita en la botica de la Puebla, no lo contaría...». Con esta plática gustosa para Gastón, fue acercándose el momento de presentarse en la quinta, y allá corrió, dejando por el cuenco de la leche un duro en la mano sarmentosa de la vejezuela parlanchina... que le hartó de bendiciones.

Recibiéronle, Antonia con cordialidad, Miguel con arrebatado cariño, y se sentaron los tres a una mesa cuyo primor consistía en el decorado de flores naturales y en el brillo de la loza y del cristal, y en que sólo tentaban el apetito los manjares por su frescura y grata sencillez. Las ostras de la Puebla, regadas con el limón cogido en el huerto; el pastel de liebre cazada en los vecinos montes; la gallina cebada en el corral casero; la densa conserva de membrillo, sabiamente fabricada por Colasa, compusieron el banquete. El café salieron a tomarlo al ameno sitio de costumbre; y como Miguelito, jugando con Otelo, se alejase a ratos, Gastón aprovechó la ocasión propicia, y refirió a Antonia, muy despacio, su historia entera. Nada omitió, ni las últimas advertencias de su madre, ni la disipación de los primeros años, ni la ruina, ni la doblez del maldito Uñasín, ni la revelación de doña Catalina de Landrey, ni la conseja del tesoro, ni las recientes inquietudes y las reclamaciones inicuas de don Cipriano Lourido... Antonia escuchaba atentamente, y de vez en cuando, si no encontraba bastante clara la narración, interrumpía con preguntas concretas, a que Gastón respondía sinceramente, procurando no alterar los hechos ni la realidad de sus sentimientos en lo más mínimo. La necesidad de expansión y de desahogo que sentía le desataba la lengua y le movía a acusarse a sí propio, pareciéndole como si viese su imagen moral reflejada en un límpido espejo, y una fuerza superior le impulsase a describir minuciosamente los defectos y tachas de aquella imagen. Al terminar, Antonia quedó un rato callada: reflexionaba, y su rostro generalmente alegre tenía una expresión de gravedad en armonía con las funciones de juez de un alma que se disponía a ejercer.

-Antonia -exclamó con ahínco Gastón, viéndola permanecer silenciosa y meditabunda-, hable usted; no tenga reparo en calificarme según le plazca, ni en echar por tierra mis ilusiones respecto al imaginario tesoro. A todo estoy preparado, y casi me hará usted un bien acabando de extirparme esperanzas quiméricas. Tráteme usted, Antonia, al menos hoy... como a un hermano. En cambio del sueño del tesoro me dará usted otro sueño más bonito cien veces: soñaré que se interesa usted por mí: ya ve si salgo ganando.

-¿No se enojará usted porque me exprese con franqueza? -preguntó la consejera sonriendo.

-Mil veces no... Al contrario, como me dijo usted la primera vez que la vi y la pregunté si la importunaría mi visita.

-Pues lo que saco en limpio de su historia es que es usted responsable de la mitad más una de las desdichas que le han sucedido hasta hoy. El perder a su madre de usted fue desgracia; el arruinarse, culpa.

-Lo reconozco. Prosiga usted; repréndame.

-Sí que debo reprenderle, y en términos muy severos, por que, amigo Gastón, hay ruinas de ruinas. El que emprende algo útil; el que invierte con buen fin su capital y tiene la desgracia de no acertar y de perderlo; el que por reveses impensados se queda pobre, merece lástima. Usted no está en ese caso: lo ha derrochado todo de la manera más frívola y más sin substancia, y para mayor dolor, dando escándalo al mundo y mal ejemplo a sus amigos y a sus servidores. Tenía usted un caudal que manejar y un nombre antiguo e ilustre que sostener; el caudal lo ha dedicado usted a insulseces y a torpezas, y el nombre lo ha dejado usted a merced de los Louridos, hoy protectores del señor de Landrey. Ya ve si la tribulación es merecida.

Por preparado que se encontrase Gastón a oír cosas desagradables, y por grande que fuese el prestigio de Antonia para decírselas, sintió un bochorno mortificante y un deseo de apología.

-Es cierto, Antonia; pero recuerde usted, para no juzgarme tan duramente, que a no haber encontrado en mi camino a dos bribones que me deparó la suerte, después de todo, no estaría hoy, sino algo mermada mi hacienda.

Frunció Antonia el ceño, y su cara adquirió expresión todavía más severa y triste.

-No le disculpa a usted eso. Antes me parece que le acusa más. Sobre disipador, ha sido usted neciamente confiado. No ha querido usted molestarse ni en saber a quién entregaba sus intereses y consagrar a vigilarlos ni una hora de las que perdía en sus vacíos goces. Los bribones nacen espontáneamente al lado de los abandonados como usted. Si no le hubiesen pelado a usted Uñasín y Lourido, le pelarían otros que se llamarían de otra manera: diferencia única. Y no me diga usted que le faltó buen consejo, Gastón... porque lo tuvo usted tan bueno, que no cabe otro mejor; y a no haberse usted olvidado de las palabras de su madre, de que la fortuna se nos da como en depósito... hoy se ría usted un hombre feliz, rico y con la conciencia tranquila; sería usted... óigalo bien, Gastón, porque esta frase me parece que lo dice todo... un administrador de Dios... que es lo que hay que ser, y lo detrás, ¡patarata!

Radiante luz penetraba en el espíritu de Gastón, que casi sentía impulsos de arrodillarse y de herirse el pecho con el puño cerrado. Podía todo aquello mortificarle un poco, pero..., ¡qué gran verdad encerraba! Antonia, perspicaz al fin como mujer, notó muy bien el efecto de la homilía, y se dilató su rostro.

-Si aspira usted a restaurar la riqueza de Landrey para volver a tirarla por el balcón, no tengo fe en los consejos que le voy a dar: recaerá usted en la miseria, y quién sabe si en la deshonra. Antes de rehacer el caudal, que es cosa externa, rehágase usted por dentro: me parece lo más urgente. Si se ha de cambiar su porvenir, cambie usted, transfórmese en otro hombre...

-Creo que tiene usted razón, Antonia -exclamó el señor de Landrey con entusiasmo-. Conozco que he sido... un trasto; ¡francamente! Deseo regenerarme... pero no podré si usted no me ayuda. Estoy muy solo: nadie me quiere; a nadie le importa de mí... Esto no lo había notado hasta hoy; vivía en mi vértigo, y aturdido no comprendía el vacío de mi alma. Ahora conozco que me falta sostén y calor... Si usted no me tiende la mano, Antonia, usted que es tan fuerte, tan derecha, tan valiente... no haré nada; me echaré al surco.

La viuda de Sarmiento se encendió de emoción; pero fue como el paso fugaz de una nube roja sobre un tranquilo cielo. Pesando sus palabras, cuya importancia conocía, respondió serenamente:

-Si entiende por tender la mano lo que estoy haciendo... ya la tiene usted tendida. Pero de esa puerta afuera -y señaló a la de la verja- es usted el que tiene que valerse. ¿No es usted hombre? ¿No ha de poder un hombre recoger sus fuerzas y su voluntad y cumplir un propósito? Si yo no fuera mujer, me asociaría a usted para trabajar juntos en la restauración de Landrey; hasta me divertiría la empresa. Su delicadeza de usted debe hacerle comprender que no puedo en esta ocasión olvidar la reserva propia de las faldas. Ni aún como consultora me gustaría que, en lo sucesivo, acudiese usted a mí. Le queda a usted trazada una línea de conducta, o mucho me engaño, o puede seguirla solo. ¿Qué, no será usted capaz de remediarse? Porque entonces...

-¿Y esa línea de conducta? -murmuró él con tierna sumisión.

-Ya lo sabe usted; volverse del revés como un guante. Era usted gastador y ha de ser económico; era usted confiado, y ha de ser receloso; era usted dormilón, y ha de ser madrugador; era usted perezoso, y ha de ser activo; era usted un vago, y ha de trabajar diez horas diarias, papelear, hacer números, sepultarse en las cuentas hasta el cogote... No ha de fiar usted a nadie sus asuntos, y no ha de perder ni un día en caprichos. El venir aquí es capricho también. Pase hoy, porque hablamos de cosas serias; mas si le ocurre jugar al picadero con Miguelito, yo no he de prestarme a ello. ¡Usted ya no es dueño de un minuto!

-Pero, Antonia -objetó Gastón con humorismo-, lo que me aconseja usted estaría en carácter si yo tuviese aún millones que administrar. Los que me despojaron me quitaron esas ansias. A fe que bien libre me encuentro.

-Ese es el error -exclamó Antonia-. No hay semejante ruina. Lo que han hecho es embrollarle de mala manera sus asuntos; desean comérsele hasta los huesos; pero apostaría lo que no tengo a que si usted se lo propone, los desembrolla. Usted mismo reconoce que no ha podido gastar, de ningún modo, lo que le da por invertido el peje de Uñasín. Si se cruza usted de brazos, claro es que acabarán por llevárselo todo. ¿Quiere oír lo que yo haría en su caso?

-Como que he de acatar a ciegas lo que usted disponga declaró Gastón, que se sentía revivir.

-Pues halague usted a Lourido; dele a entender que conseguirá cuanto desee; y únicamente pídale luz para desenredar lo de Madrid. Sírvase de un bribón contra otro bribón. Esto es lícito, y como no se trata de hacer ninguna picardía... Lourido es hombre que oye crecer la hierba; posee gran aptitud para los negocios; en otro campo que la Puebla, tendríamos en él a uno de esos reyes de la banca, que sudan oro. Utilice usted a Lourido para meter al de Madrid en cintura. Estudie con Lourido el problema, y cuando se empape bien en las doctrinas de ese maestro (para el caso presente es que ni de encargo), haga usted la maleta y váyase a Madrid a empezar a devanar el ovillo. Después de poner orden allá, puede dedicarse a lo de aquí. A Landrey, hoy, por hoy, debe usted mirarlo como cosa secundaria.

-A todo esto, Antonia -interrogó Gastón que había bebido ávidamente las palabras de la viuda-, no me dice usted nada de... lo principal.

-¿A qué llama usted lo principal?

-Al tesoro.

-¿Lo principal el tesoro? ¡Ay Dios mío! Me temo que desde hace media hora estoy predicando en desierto.

-¿Cree usted que el tesoro es una patraña? Dígalo en seguida... y no pensaré en él más.

-Mi opinión -respondió Antonia pausadamente-, es que el tesoro existe.

-¡Ah! -gritó Gastón, viendo ya relucir el oro y fulgurar las pedrerías.

-Que existe... ¡y que no debe usted buscarlo!

-¿Cómo es eso? -interrogó Gastón sorprendidísimo, aunque iba acostumbrándose a la originalidad de su consejera y amiga.

-Verá... Primero le diré por qué supongo que existe el tesoro. No cabe ni dudar que existía cuando su bisabuelo de usted escribió el documento y trazó el plano encerrado en la caja de plata. Un padre no engaña a su hija querida desde el lecho de muerte. El relato de doña Catalina tampoco es quimera de su imaginación debilitada por la edad: lo que le contó a usted está de acuerdo con lo que sabe Telma y consta por tradición -la quema de papeles, el desafecto de don Martín a su hijo, su preferencia por la hija que le acompañaba-. Desde que eso sucedió han pasado sesenta años, y ha estado el castillo en poder de mayordomos y caseros. Ninguno de ellos se ha hecho millonario ni ha derrochado caudales: luego ninguno ha descubierto el tesoro...

-¿Y Lourido? -interrumpió Gastón.

-Ya llegamos a Lourido... Verdad que pasa aquí por rico, y lo es hasta cierto punto, porque chupó como una sanguijuela los bienes de la casa y prestó a réditos, y compró a desprecio explotando a los infelices; pero así y todo, la riqueza de Lourido es riqueza de aldea, la hemos visto crecer y sabemos de dónde procede: si hubiese encontrado el tesoro prosperaría de golpe, y se marcharía de aquí, porque su mujer y su hija Flora rabian por volar a otras esferas... ¡Tampoco Lourido ha encontrado el tesoro, aunque bien lo buscó!...

-¿Que lo ha buscado? -preguntó Gastón estremeciéndose al ver confirmadas sus sospechas.

-Ya lo creo... Yo trato poco a lo que aquí se llama señorío, pero hablo muchísimo con los aldeanos... y ellos, a su manera, todo lo husmean y todo lo saben. En esta comarca, el secreto del tesoro es un secreto a voces. Lourido ha practicado varias excavaciones ocultamente, y las gentes piensan que lo que busca son las joyas que la Reina mora llevó al sepulcro. Me he reído de esas joyas y de la credulidad de los labriegos mil veces, porque no sabía lo que usted acaba de confiarme. Hoy comprendo que Lourido tenía olfato. Que por ahora nada consiguió encontrar, me lo prueba además otra razón: el empeño que demuestra en hacerse con el castillo de Landrey. Dueño del castillo, lo arrasará y no parará hasta acertar con el tesoro, que le trae loco de codicia.

-Bien, Antonia; todo eso está divinamente deducido, lo que no parece es la razón de que yo no realice, en uso de mi derecho, lo que no consiguió Lourido -exclamó Gastón respirando.

-La razón... ¡Ay! ¡y qué empedernido está usted; qué difícil va a ser que usted se enmiende! -declaró la viuda con pena y hasta con cierto tedio, que mortificó a su amigo-. La razón es que el tesoro supone para usted lo desconocido y lo fantástico, el golpe de varilla de las comedias de magia, la suerte que nos coge dormiditos y nos echa encima los bienes como podría echarnos un cubo de agua... ¡Valiente gracia haría usted si descubriendo el tesoro repusiese su caudal! ¡Valiente hombrada! Después de todo, el caudal es lo que menos importa. Su alma de usted, su conducta, su regeneración por el trabajo y por una vida que no redunde en daño y en perversión de usted mismo y, también de los demás, es aquí lo que interesa, al menos a mi parecer... y habíamos quedado en que yo era el juez de este litigio... ¿o se vuelve usted atrás?

-No -respondió Gastón enérgicamente, con involuntario esfuerzo-. A usted me encomiendo, y se me figura que he comprendido bien sus indicaciones y que las voy a seguir de tal manera... que usted misma se admirará.

-¡Quiéralo Dios! Pues, siendo así, el tesoro -lo repito- significa para usted algo insano, una especie de lotería con que cuenta para remediar males que causó su impresión y su vida loca. Si aspira a que yo lo estime... dejará en paz el tesoro. Esas cosas que se deben al azar, se agradecen cuando el azar quiere enviárnoslas, pero no se buscan; buscarlas sería seguir la huella de Lourido... y usted no ha de proponerse tal modelo.

Gastón calló. Sentíase subyugado por aquella mujer animosa, en quien tenía que reconocer la superioridad del criterio y la firmeza de la voluntad. Ese sentimiento iba acompañado, preciso es reconocerlo, de cierta humillación. No podía dudar que Antonia manifestaba ideas dignas de un hombre, y que todo aquello debería él haberlo discurrido antes, en vez de dormirse al arrullo del goce y en el seno de la pereza y la indolencia.

-¡Qué lección me está dando! -pensaba-. ¡Parece que veo en un espejo la cara del ser más inútil de la tierra! ¡Pero yo le demostraré a Antonia que también, cuando llega el caso, sé dominar las circunstancias! Y a fe que he de averiguar si la que me administra estos sabios consejos tiene en ese cuerpo tan sano y tan hermoso algo que se parezca a un corazón... Porque hasta hoy, al menos para mí, se me figura que no existe en Antonia tal víscera.

Mientras la ingratitud y la fatuidad dictaban al mal convertido Gastón semejantes reflexiones, Antonia, como si quisiese confirmar la opinión de su amigo acerca de su despego e insensibilidad, añadió:

-Ya he dicho a usted cuanto se me alcanza acerca de su situación actual. Si usted es capaz de penetrarse bien de todo ello, no necesita que insista; y si no... cuanto yo porfiase sería machacar en hierro frío. Creo que usted no gustará de machaquerías. Además, a un hombre de la edad de usted... no se le lleva de la mano. Si quiere hacerme a su vez un favor, evitar que mi nombre ande en lenguas, dejará de venir definitivamente. La malicia grosera de las aldeas no sé si es más terrible que la malicia sutil e ingeniosa de los pueblos grandes. Si usted es sincero conmigo, me confesará que tiene motivos para darme en esto la razón.

-Es cierto, Antonia -contestó noblemente el señorito de Landrey-. Aún hoy a la salida de misa, unas bocas pecadoras... Pero, en último término añadió dejándose llevar del atractivo poderoso que sobre él ejercía Antonia-, ¿qué nos importa? ¿Quién tiene derecho a fiscalizarnos? ¿No somos libres?

-Nadie es libre... -tartamudeó Antonia, cuya voz temblaba-, y usted menos que nadie. ¡Tiene usted que levantar su casa y su apellido! A esa tarea, dedique usted todo el tiempo, toda la energía de que sea capaz. Venir aquí es una distracción como otra cualquiera. No conviene que usted se distraiga... Y por último, yo deseo que no venga... y usted debe respetar mi deseo.

-Lo respetaré, Antonia; se lo prometo, ya lo verá -contestó él con un tono que parecía frío, y no era sino el velo de un despecho profundo y doloroso.

La tarde última que Gastón pasaba en el jardín de la quinta se acabó tristemente. Antonia se esforzaba por reanimar la conversación, pero el señorito de Landrey se había encerrado en un mutismo displicente. Cuando se retiró, apenas estrechó la mano de su consejera; a Miguelito, en cambio, le apretó contra el corazón y le besó arrebatadamente en los ojos.