El tesoro de Gastón: 13
Capítulo XIII
El aro de oro
editarPoco más de un mes estuvo en Madrid Gastón, y la tarde en que regresó, al ver a Telma que había salido a esperarle, la abrazó con tanto cariño, que la vieja sirviente se deshizo en llanto. El señorito venía muy diferente: ¡qué formal, qué aplomado, qué hombre!
Al otro día de la llegada, Gastón empezó a dar órdenes para arreglar las habitaciones del castillo y reparar lo que era más urgente que se reparase. Los muebles de comodidad, las ropas, el ajuar todo, llegaron en breve por el ferrocarril: Gastón levantaba su apeadero de Madrid y se traía el mobiliario; además había adquirido muchas cosas, no de lujo, pero necesarias. Albañiles y carpinteros empezaron a arreglar los techos y pisos del Pazo y de la capilla, cerrada desde tiempo inmemorial, en curo magnífico retablo barroco anidaban las palomas y las golondrinas, y en cuyo púlpito se guarecía una tribu de ratones.
Corrió una semana, y como Gastón no hubiese bajado a la Puebla, ni dado señales de existir para la familia de don Cipriano, Florita, que se engalanaba todos los días inútilmente, tuvo un ataque de nervios y un soponcio, y el alcalde, caballero en su yegua, subió lleno de inquietud la calzada pedregosa. Recibiole Gastón con afabilidad, celebró que se le hubiese ocurrido venir, y le obsequió con vino y bizcochos; después se encerraron los dos en el aposento que el señorito de Landrey empezaba a utilizar para despacho, instalando en él estantes con libros y papeles y una mesa ministro. La encerrona duró más de dos horas, y al cabo de ellas salió Lourido en un estado digno de lástima: desemblantado, mortecino de ojos, gacho de orejas, hasta temblón de manos; y Telma, que corrió a ordenar que le trajesen la yegua a la puerta del Pazo y le tuviesen el estribo, notó que dos o tres veces volvía la cabeza el alcalde y miraba atrás crispando los puños, como el que quiere comerse con la vista y el deseo a algo o a alguien...
Dos días después -era domingo- Miguelito, que se entretenía en botar al agua una lucida escuadrilla de barcos de papel en el pilón de la fuente, sintió que unas manos se le apoyaban sobre los ojos, y una voz le decía:
-¿Quién soy?
-¡Gastón, Gastón! -chilló el niño desprendiéndose y volando hacia la casa-. ¡Mamá! ¡Está aquí Gastón!
Antonia Rojas tardó poco en aparecer: Gastón la saludó con efusiva alegría, y la miró a la cara fija, larga y tiernamente, encontrándola desmejorada y delgada, como persona que ha sufrido.
-¿Ha estado usted enferma? -preguntó afanosamente el señorito de Landrey, dirigiéndose al sitio donde acostumbraban charlar, a los asientos cerca de la fuente.
-Enferma, no... -respondió débilmente Antonia, que sin embargo hablaba con voz quebrantada y tenía apagada la claridad de sus hermosos ojos y el antes vivo carmín de su encendida boca-. Es un poco de debilidad, o yo qué sé... En resumen, nada. Vamos a ver, hábleme usted de sus asuntos... Vuelve usted de Madrid... Supongo que ha arreglado algo... No habrá perdido el tiempo...
-¡Antonia, Antonia! -respondió Gastón que parecía enajenado-. Sí, lo he perdido... He perdido todo el tiempo que transcurrió entre este día y aquel en que usted me desterró de su casa... He perdido todo el tiempo que no pasé cerca de usted... pero he de enmendarme, ¡vive el cielo!, y ahora será preciso que usted me permita estar a su lado... por... por largos años... ¿Quiere usted?
La palidez de Antonia se convirtió en un rubor vivísimo; cayó sobre sus ojos garzos la cortina sedosa de sus párpados, y sólo la agitación de su seno respondió a la apasionada pregunta del señorito de Landrey.
Rehaciéndose al fin, pudo articular no sin mucha confusión y vergüenza:
-No entiendo... ¿de qué se trata? ¡No creo que pague mi amistad con una ofensa ni con una chanza de mal gusto!
-¿De qué se trata? ¡De que si antes me alejó usted por evitar que nuestra amistad escandalizase a estas buenas gentes, hay un medio de que mi presencia aquí, en vez de escandalizar, edifique! ¡De que todos la comprendan, la aprueben y la envidien quizás!... Antonia, ¡cuánto tiempo hace que sabe usted lo que ahora está oyendo!
La viuda, con poderoso esfuerzo, se serenaba completamente. Sin necesidad de poner la mano sobre el corazón, había aquietado sus latidos mediante uno de estos actos de voluntad, cuyo secreto poseen las naturalezas enérgicas y resignadas a la vez. Su animosa y franca sonrisa volvió a jugar en la boca expansiva y grande y en los ojos garzos que se fijaron tranquilamente en los de Gastón, candentes de entusiasmo y de brío juvenil. Y revelando en su voz calma y dignidad, contestó despacio:
-Hace tiempo que sé que usted... ha visto en mí algo más... o algo menos que una amiga... y por eso le rogué que no menudease las visitas, y, últimamente..., es decir, mucho antes del viaje..., que las suprimiese por completo. Aun cuando usted no demostrase... tanta complacencia en venir, le hubiese rogado lo mismo, por mil razones de prudencia. Pero... después de que usted, a ruegos míos, se alejó de aquí... ¡han sucedido muchas cosas!
-¿A usted, Antonia? -interrogó Gastón con ansiedad.
-A mí, no. Yo he seguido mi vida de siempre. A usted...
-Es cierto -declaró él tranquilizado-. ¡Mi suerte ha cambiado por completo de faz, y a usted lo debo, Antonia del alma! Me creía pobre, arruinado, hasta cargado con deudas mayores que mi haber... y gracias a sus discretos consejos, a sus sabias lecciones, me encuentro dueño de gran parte de ese caudal que juzgaba perdido, y lo que es mejor, libre de trampas y ahogos, sin depender de nadie para nada. Esto sólo ya sería deber a usted un beneficio inmenso... ¡Pues falta lo mejor, el mayor bien que usted me ha dispensado! Yo era un hombre inútil, mi ocioso vividor, que si no tenía los instintos del vicio, había adquirido los hábitos de disipación que conducen a él insensiblemente. Usted me ha despertado, me ha iluminado y me ha hecho reflexionar sobre mi propio destino. Me he visto y me he avergonzado de verme. Me he comparado con usted y me he sonrojado de quererla valiendo tan poco. Me he propuesto merecerla a usted cambiando de vida y de costumbres. Hoy podría volver a mis antiguas mañas; con lo que he salvado del naufragio tengo para reingresar en las filas de la vagancia elegante. En vez de hacerlo, me vengo a Landrey a restaurar la vieja casa de mi familia, no por vanidad, sino para conseguir, ayudado de usted, practicar el consejo de mi madre, y ser solamente depositario de la riqueza...
Escuchaba Antonia con la mirada brillante, los labios entreabiertos como para beber el maná de aquellas deliciosas palabras: su expresión era de felicidad profunda, incontrastable. Sin embargo, un pensamiento que cruzó por sus ojos los oscureció repentinamente. Afirmando con trabajo la voz que la emoción enronquecía, preguntó:
-¿Cómo ha salvado usted su hacienda? Deseo saberlo. ¿De qué medios se ha valido usted para poner a Lourido suave como un guante?
Algo confuso, Gastón se preparó a entonar el mea culpa.
-Antonia, voy a ser con usted enteramente leal... porque ya la considero a usted como a mi propia conciencia... Cuando la pedí su parecer y usted me trazó con tanto acierto mi línea de conducta, al pronto me sentí un poco chafado... sí, chafado, es la verdad... viendo que una mujer me daba tal lección... Puede ser que este mal sentimiento no durase un minuto, si usted no me ordena, a renglón seguido, que no aportase por aquí... Esta orden, ¡cuyas razones comprendo!, hirió mi amor propio: yo creía que usted debía sentir algo por mí, aunque sólo fuese una amistad tierna... y tanta entereza y tanta frialdad me irritaron... En fin, salí de aquí contrariado y con ganas de hacer a usted sufrir en su vanidad de mujer... para averiguar si me quería un poco... ¡Ya ve si hay en mí fondo de tontería y de malos instintos!... Me propuse que usted rabiase... y al mismo tiempo... que me tuviese por listo y por mozo de muchas camándulas. ¿No se ríe usted? Pues lo cuento para que se ría, no para que se contriste...
-No me puedo reír -murmuró Antonia.
-Bastante castigo me impone usted con eso... Abreviando: me metí en casa de Lourido mañana y tarde, y mientras el padre empezaba a desenredar las trapisondas de allá, y me imponía de cómo era fácil salir de la trampa en que había caído, la hija... se figuró... se persuadió de que...
-¡De que usted se casaba con ella! -prorrumpió Antonia como a su pesar y no acertando a reprimirse-. Y lo pensó todo el país, y se dio por hecha la boda...
-¡Antonia -afirmó Gastón seriamente-, mi falta no es tan grande como usted supone!... Ahora conozco que no procedí con entera caballerosidad, y que no todos los medios son buenos para empleados; indudablemente, si Lourido no se imaginase que yo pretendía a su hija, no se tomaría el interés extraordinario que se tomó en arreglar mis asuntos...
-Esté usted cierto de ello. Usted tuvo la triste fiabilidad de engañar a ese bribón y también a su hija, a una mujer... Ahí está un consejo que yo no le había dado.
-¡Es usted severa y cruel!... Antonia, puede usted creerme bajo palabra de honor; no he dicho jamás a Flora una palabra ni de amores, ni de casamiento. Lisonjas, bromas, piropos, tonterías, acompañarla, sí; otra cosa, no ciertamente. Esa familia, desde el punto y hora en que me vio y supo mi ruina, que para ellos era todavía prosperidad, soñó que me casase con Flora, y su obcecación se explica; todo lo convirtieron en substancia. Reconociendo que estaba en deuda con don Cipriano de las enseñanzas que me dio y de la labor fina que hizo para romper la telaraña de Uñasín, le he firmado en un barbecho sus cuentas, que en menor escala eran dignas de las del otro, ¡una gazapera!, y en el acto de firmarlas, como he enajenado fincas y tengo dinero disponible, le he pagado duro sobre duro los seis mil que se lleva de bóbilis... Además, pienso enviar a Concha un relicario y a Flora un bonito brazalete... ¡que no es el de esponsales, porque ese... ese, aquí lo tengo!, y le pido a usted que sea buena y lo acepte en seguida, ¡en prueba de que me perdona!
Con un movimiento gracioso, Antonia rechazó el delgado aro de oro en que se engastaba una gruesa perla, y contestó tratando de disimular lo vivo de sus sentimientos:
-Gastón, no hay resolución impremeditada que no se llore después... Deme usted tiempo de reflexionar, y de reflexionar a solas, consultándome a mí misma... Algún castigo merece la travesura de usted con Flora... Le impongo ocho días de extrañamiento. Vuelva usted el domingo que viene...
-¡Qué barbaridad! -gritó Gastón-. ¡Ocho días! Antonia, no voy a tener paciencia... ¿Por qué me sujeta usted a tal cuarentena, si se ha conmovido usted al verme entrar en el jardín? ¡Se ha conmovido usted! ¡Lo he visto! Y nada; como es usted una cabeza de hierro, no valdrá que yo pida misericordia...
-No valdría -respondió Antonia dulcemente-. Es preciso que conozca usted bien mis defectos, y se convenza de mi testarudez. Así no irá engañado.
-Pero me voy a aburrir mucho -declaró Gastón.
-La gente sensata y laboriosa no se aburre jamás -dijo sonriendo ella.
-Pues a lo menos -imploró Gastón viendo al niño que se acercaba dando vueltas a una cuerda que hacía restallar como un látigo-, hágame usted un favor muy grande... Envíeme mañana a Miguelito a pasar el día conmigo el día... Le prometo a usted que no le miraré ni le levantaré de cascos... Le daré de comer cosas sanas... Cuidaré mucho de que no se rompa la cabeza en los escombros... ¿me promete enviármele?
-Bien, irá Miguelito... No me le vuelva loco... -exclamó festivamente la madre.