El tesoro de Gastón: 10

El tesoro de Gastón de Emilia Pardo Bazán
Capítulo X

Capítulo X

La consejera editar

Aunque la discreción ponga coto a ciertos impulsos, extraño sería que no triunfasen de ella en un mozo como Gastón, poco acostumbrado a la disciplina moral -que muchas veces consiste en vivir a contrapelo del gusto-. Cautivado por Antonia Rojas, Gastón deseaba verla a cada instante, y la misma levadura de respeto y de admiración involuntaria que se mezclaba a otros sentimientos menos ordenados y pacíficos, le inducía a creer que no era peligrosa la frecuencia del trato con la viuda, ni las reiteradas visitas a Sadorio. Fue primero cada tres días, después, cada dos, por último, diariamente. Antonia no le esperaba: jamás la encontró ni vagando por el jardín, ni tocando el piano, ni sentada lánguidamente en un cenador, ni cortando flores con la larga tijera que para este oficio llevaba pendiente de la cintura. Siempre la sorprendió o dirigiendo la preparación de unos apetitosos calamares en conserva, o poniendo en madurero la cosecha de tomates tempranos, o haciendo que trasquilasen el melonar, o desnatando leche, o cortando blusas para Miguelito: ocupaciones nada sentimentales, y que no autorizaban ningún poético desmán. Ocurrió con aquellas visitas un fenómeno, aflictivo para el ya prendado Gastón; y fue que en las primeras, Antonia le recibió expansiva y afable; en las segundas, reservada y cortés; y cuando las menudeó, empezó a mostrarse seca, fría y hasta incivil, pues le dejaba solo con Miguelito las horas muertas, y se marchaba a sus que haceres. El niño, en cambio, estaba cada día más afectuoso con su amigo, y le abrumaba a caricias, a preguntas y atenciones, allá a su inocente estilo. No sabiendo Gastón qué discurrir para complacer a su único partidario en la casa, ideó buscar un caballito pequeño, barato y manso, que compró en la Puebla, y que trajo a Sadorio, con objeto de dar lecciones de equitación a Miguel. La idea produjo embriaguez de dicha en la criatura; pero Antonia, terminada la primera lección, llamó a Gastón a la sala, y en frases bien escogidas para no herirle, y firmes bastante para reprimirle, le dijo claramente que sus visitas continuas no eran convenientes, ni admisibles sus regalos. Y como él mostrase gran pesadumbre, Antonia dulcificó la voz y añadió:

-Usted debe comprender que en esta soledad, es muy grata la compañía; usted debe comprender que yo ni soy insociable, ni tengo tantas distracciones que me estorbe la que usted me proporciona con su amable trato. Pero no le hago a usted tan poco perspicaz que no se dé cuenta del efecto que sus visitas diarias han de causar en el público.

-¿Hay aquí público, Antonia? -preguntó Gastón con ironía.

-Lo hay en todas partes. Este es reducido y de gente sencilla, pero por lo mismo se les debe buen ejemplo, hasta en las apariencias; sobre todo, cuando la realidad es honrada y clara, y solo honrada y clara puede ser. ¡Sí, amigo Landrey! Yo quiero que me estimen de veras mis criaditas, la Colasa y la Minga... entre otras razones, ¡porque he de vivir con ellas muchos años!

A su pesar rio Gastón el gracejo de su señora, y doblando la cabeza, murmuró:

-Antonia, yo deseo a todas veras obedecer a usted... y ya se sabe que la obedeceré... pero óigame usted, puesto que tengo la suerte de que me hable usted con esta franqueza tan noble... que prefiero a la seriedad de ayer. La conozco a usted de hace un instante, puede decirse, y me he acostumbrado a su amistad de usted tan pronto y de una manera tan extraña, que la necesito lo mismo que se necesita el aire para respirar. No frunza usted el ceñito: mire que no la estoy cortejando; ¡le juro que no se trata de eso! Es que me encuentro en circunstancias especiales de mi vida, en los momentos penosos en que es preciso que alguien nos atienda y nos dé un buen consejo; es que me halló completamente solo, aisladísimo, desorientado, y que, probablemente, voy a cometer mil desatinos si me falta una persona buena, que vea mejor que yo cuestiones de que penden mi fortuna y mi porvenir. La casualidad me ha puesto en contacto con usted, que casualmente es también el único ser humano capaz de inspirarme una confianza absoluta, incondicional; porque tiene usted un juicio y un carácter...

-Bien, al caso -interrumpió Antonia atajando la alabanza-. Si se trata de prestarle a usted servicio... es diferente... Aquí estoy.

-Pues acepte usted por algún tiempo el papel de confidente y consejera mía.

-Aceptado -declaró la viuda sin vacilar-. Yo seré su confidente y consejera. Eso no implica que usted venga aquí a menudo. Vendrá usted una vez por semana... o menos, si no es preciso.

-Me resigno -suspiró Gastón-. Vendré los sábados, como los sábados... o los domingos... como el lavandero.

-He dicho que tal vez menos... -repitió Antonia risueña-. Probablemente le señalaré a usted un turno quincenal. En fin, eso dependerá de la consulta que usted quiere dirigirme. No sé de qué índole será... Para que vea usted que empiezo complaciéndole: mañana se viene usted a comer aquí, y de sobremesa, me comunica esas historias de que, según afirma, penden su porvenir y su fortuna. Yo necesitaré, de seguro, reflexionar, porque a fuer de gallega tengo el trasacuerdo mejor que el acuerdo. Así es que, después de la confidencia, no vuelve usted... en diez días. Pero antes de que me honre usted con su confianza, a mi vez tengo yo el deber de enterarle a usted bien de quién soy, porque usted me conoce de poco a acá, y las referencias que haya podido oír de mí quizás no brillen por la más rigurosa exactitud.

-Tiene usted sus partidarios y sus detractores, Antonia; y entre los primeros se encuentra una cojita muy simpática, hija de mi mayordomo Lourido.

-¡Pobre Concha! -murmuró afectuosamente Antonia-. ¡Criatura más angelical! La resignación con que sufre -porque está enfermísima- le ganará un lugar señalado, allí donde muchos soberbios y poderosos quisieran conseguirlo...

Y, pensativa, la viuda apartó la mirada del rostro de Gastón.

-Espero su historia de usted, Antonia, para que se aumente mi afecto -indicó el señor de Landrey, respetuosamente.

-¿Quién sabe? Tengo de qué acusarme, como va usted a ver... Soy ferrolana, y mi padre, don Federico de Rojas, era marino. Lo mucho que había viajado, y su talento natural, hicieron de él, si no un sabio, por lo menos un hombre instruidísimo. Por muerte de mi madre reconcentró en mí todo su cariño, y me enseñó ciertas cosas que no suelen aprender las muchachas, por ejemplo, botánica e historia natural; de ahí salió mi afición a recoger esos bichos raros que ve usted en el acuario, y lo mucho que me divierten mi huerto y mi jardín, y mis correrías por la montaña para formar herbarios... Un armario grande he llenado de cartones. Tenía yo diez y ocho años cuando en un baile a bordo me conoció y, me pretendió don Luis Sarmiento, que era joven, rico, muy bien nacido; que reunía, en fin, las condiciones que sueñan los padres para los novios de sus hijas. No hubo oposición; me casé, y al año nació Miguelito. Mi esposo era, además de todo lo que he dicho, una persona excelente: caballero, pundonoroso y de muy alegre humor: sólo que sus padres no se habían cuidado de enseñarle la vida real. Había gastado ya mucho de soltero, y por complacerme y recrearme, se lanzó a mayores dispendios después de casado: me llevó a viajar por toda Europa, con un lujo que ahora conozco que era insensato; me compró joyas y trajes; montamos trenes, y vivimos en Madrid anchamente, protegiendo artistas y adquiriendo lienzos y esculturas, como si nuestra renta fuese quince o veinte veces más pingüe de lo que en realidad era. Aquí debo yo acusarme de mis yerros: en vez de contener a mi esposo, gozaba como una loca de aquellos esplendores y placeres, porque tengo un instinto de fausto y de arte que no parezco sino una Cleopatra..., ¡y para llegar a hacer la lejía con mis propias manos ha sido menester que la adversidad me haya zorregado con unas disciplinas muy recias! Pronto pasó lo que tenía que pasar: mi marido se vio ahogado de deudas, de hipotecas y de réditos usuarios; llegó un día en que no pudo cumplir ni pagar a nadie, y entonces... -aquí los garzos y rientes ojos de Antonia se vidriaron en lágrimas-, entonces... cometió un atentado...

-Me lo han dicho -se apresuró a interrumpir Gastón, viendo el trabajo que le costaba a Antonia tocar aquel punto.

-¡Ojalá -prosiguió ella- me hubiese dicho la verdad de nuestra posición! El mismo cariño que me tenía le obligó a callar... No se sintió con valor para confesarme que nos encontrábamos arruinados y que nuestro hijo sería pobre. Si Dios le inspirase tal rasgo de sinceridad -por eso no negaré jamás a nadie el consuelo de una confidencia-, yo, con todo mi cariño, le hubiese confortado, persuadiéndole de la verdad: de que aún podíamos vivir..., ¡tan felices! Haríamos lo que hice después: vender todo, desprendernos de todo, cumplir con los acreedores, y retirarnos aquí en paz. La desgracia le ofuscó y le hizo olvidar que era cristiano, jefe de una familia, padre de un hijo a quien debía el ejemplo de la resignación y de la fortaleza... Nada me dijo; no se fio de mí, me cerró su corazón... no me miró como amiga... ¿Y sabe usted por qué? Por culpa mía: porque él no podía ver en mí más que a una muchachuela sin seso, aturdida con las galas, las diversiones y los goces del mundo y de la riqueza... ¡Ya ve usted cómo no me falta de qué acusarme!

Suspiró hondamente la viuda; y recobrándose y secándose los ojos con el pañuelo, prosiguió:

-Un solo consuelo tuve, y si no es por él, creo que aquella catástrofe, en vez de costarme la salud por algunos años, me cuesta en el acto la vida.

-¿Su hijo de usted? -dijo echándose a adivinar Gastón.

-Eso no es consuelo, eso es yo misma -respondió Antonia-. No; el consuelo, ¡y bien grande!, fue que mi esposo vivió aún tres horas después del atentado...y no perdió el conocimiento... y tanto le rogué, y tanto le bese la cara y las manos en esas tres horas... que se arrepintió... se confesó..., ¡y murió absuelto!

El silencio que siguió a estas palabras tuvo algo de magnético: pareciole a Gastón que acababa de descubrir el alma de Antonia -fuerte, porque era creyente-. Sus ojos, iluminados de fervoroso entusiasmo, hicieron bajar al suelo los de la dama.

-Después -dijo precipitadamente, a fin de cortar aquella corriente súbita-, me vi envuelta en mil dificultades para desenredar la pequeñísima hacienda que le quedaba a mi hijo. Vendí mis alhajas, mis encajes, hasta mis vestidos y abrigos de pieles y terciopelo; vendí los coches, los cuadros, los barros, los tapices y los muebles, y por supuesto, la plata y las vajillas; cuanto era de lujo se vendió, creo que malbaratado, pero en tales naufragios siempre sucede así: hay que darle su parte de botín al mar. Yo recordaba que esta casa de Sadorio había sido reparada y aumentada por orden de mi marido, que toda cariño a las paredes que le habían visto nacer: y aquí me refugié y aquí vivo desde entonces, aprovechando la baratura del país y los recursos de economía doméstica que proporcionan el huerto y los prados. Miguel se cría robusto, y yo disfruto comodidades que tal vez no poseía en mis épocas de derroche. ¿Lo duda usted? En Madrid no teníamos bosques, ni extensos jardines, ni flores frescas a toda hora, ni el pescado del mar a la sartén... Sepa usted que hasta economizo... ¡Vaya! Junto unos ahorrillos para cuando Miguel tenga que ir a seguir carrera y yo me vea precisada a acompañarle; lo cual haré para que no se desaliente o se corrompa... Ese día que tendré que dejar a Sadorio... me parece que lo sentiré mucho. Me he acostumbrado a esta libertad y a esta calma... Fácilmente sacaríamos de aquí una moraleja por el estilo de las máximas que escribía Miguelito en sus primeras planas, después de los palotes: «Amando el deber lo convertirme en placer». Ya sabe usted mi vulgar historia...