El tesoro de Gastón: 09

El tesoro de Gastón de Emilia Pardo Bazán
Capítulo IX

Capítulo IX

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Con más impaciencia que antes deseaba Gastón el momento de saludar a Antonia Rojas, que ya tenía para él los alicientes del misterio; y pareciéndole que al tercer día no es incorrecto visitar a una señor a que lo permite, escogió las primeras horas de la tarde y se echó a adivinar el camino, por no buscar guía que le condujese.

Sin gran trabajo se orientó y llegó al pie de la tapia, encontrando de par en par la verja que cerraba el portón. No era cosa de meterse como Pedro por su casa, y al mismo tiempo no veía a nadie, cuando de entre un macizo de flores salió disparado el niño, tendiéndole los brazos y el corazón en ellos.

-¡Vaya, por fin vienes! -chillaba la voz aguda y fresquísima-. ¡Pero cuánto tardaste! Yo quería ir ayer a buscar contigo el tesoro... y no me dejó mamá. ¡Qué gusto! He de enseñarte mis cabritas... Otelo, no ladres, tonto... es gente conocida... -añadió halagando al perro negro, que obedeciendo a la intimación de buena acogida, meneó la poblada cola y apoyó las patas en los hombros de su amo.

-¿Está visible tu mamá?

-¡Ya lo creo! Vente -chilló Miguelito.

Y saltando a la pata coja, precedió a Gastón, que se dejó llevar. Atravesaron el jardín, y después el zaguán de la casa, claro y adornado con jarrones de loza y plantas de invernadero; salieron a un patio cuadrangular, rodeado de edificios nuevos que parecían dependencias, y en uno de ellos, del cual salía humo, entró Miguelito seguido de Gastón. La luz que penetraba en el vasto cobertizo por una serie de altas ventanas, alumbró un espectáculo original.

En medio del cobertizo, cerca de una cocina baja donde borboritaba enorme caldero, y al pie de un tonel que despedía espeso vaho, estaba Antonia ataviada de un modo bien diferente que el día en que Gastón la había conocido. Una falda de percal claro y un cuerpo de manga corta, resguardados por cumplido delantal de oxford a rayas blanco y cereza; un pañolito de seda roja atado a la curra, con la gracia picante de un tocado criollo, componían el traje de la señora. Los brazos, morenos de un modelado suave y vigoroso a la vez, se agitaban sobre el tonel humeante, derramando en él el contenido de un frasco de cristal. Una moza aseada y robusta, enarbolando la pala, esperaba el momento de revolver la lejía; porque, fuerza es decirlo, aquella decoración no era más que fondo para la humilde operación casera de colar la ropa...

Gastón esperaba un chillido, una protesta, una ojeada de cólera al niño. Quedó chasqueado. Lo que hizo Antonia, al darse cuenta de la sorpresa, fue reír espontáneamente...

-No nos pidamos perdones, señor de Landrey -dijo sin alterarse-, porque sería cuento de nunca acabar. Por mi parte está usted perdonado. Miguelito, mira, hijo mío, ya sabes que a las visitas se las lleva a la sala.

-¡A este no! -declaró Miguel-. Este no es visita, que es un amigo... y le llevo a ver las cabras...

-¡Sí, las cabras y mamá!... -añadió Antonia plácidamente-. Espéreme usted en la sala... o en el jardín... ¡Hasta dentro de un instante!

Gastón obedeció de mala gana. La viuda, encendida, con el pañuelo picaresco y el traje de mecánica, le había parecido de perlas; mejor cien veces que en la torre. Por su gusto reemplazaría a la moza de pala, ayudando a revolver la ropa en el tonel. No hubo más remedio que dejarse llevar otra vez por Miguelito, y admirar los brincos de dos chivitas blancas, prisioneras en el traspatio, al pie del hórreo -porque no dejaban cosa a vida en la huerta ni en el jardín-. Al cabo dieron fondo en una sala baja, a la cual se accedía por el zaguán, y donde muebles modernos y antiguos, cuadros viejos y grabados ingleses, un soberbio piano de cola, producían un conjunto familiar, de tonos íntimos y artísticos a la vez. En los jarrones había flores frescas, y en el centro de la sala un acuario de salón, de reducidas dimensiones, muy bien cuidado, estaba lleno de pececillos y curiosos moluscos y zoolitos, que Miguelito enseñó con orgullo a su amigo.

-Yo he de ser marino, como mi abuelito -declaró la criatura-, y ya sé lo que hay en el fondo del mar... Estos pescaditos venían en la red, ¿sabes?, y mamá y yo vamos a ver cómo la sacan... y recogemos lo más bonito. ¡Nos divertimos tanto! Mira, mira, ese es el erizo... Qué espinas, ¿eh? No se le puede poner la mano... Oye, ese bicho se llama caballo de mar... ¡Qué raro! Fíjate en la concha vieira... esa la trae Santiago Apóstol en la esclavina...

Entretenido con la charla del chico, no dejaba Gastón de aguardar con impaciencia a Antonia, que tardó bien poco en presentarse, sin pañuelo ni delantal y de mangas largas, pero en traje no menos sencillo y campestre que el otro. Excusose Gastón lamentando haber presenciado e interrumpido su faena, y ella respondió con llaneza y sinceridad:

-No tiene nada de molesto que le vean a uno enfaenado. Crea usted que, por otra parte, si yo pudiese prescindir de trabajar, tal vez me dejase tentar por la pereza; pero Miguel y yo viviríamos muy mal. No soy rica y me gustan las cosas refinadas, de limpieza y de cuidado: ¿qué voy a hacer, sino presenciar o ejecutar en persona? Aquí dejan a la ropa, al lavarla, un color moreno poco simpático: con mis químicas logro que salga muy blanca. La costumbre y no la virtud me va aficionando ya a estos trajines, o por lo menos, no se me hacen cuesta arriba como al principio. No hay mejor que tomar con buen ánimo las labores y las obligaciones; se hace uno amigo de ellas.

-Necesitaría algunas lecciones de usted para aprender esa filosofía, que bien la necesito -dijo Gastón.

-Esa filosofía, como usted la llama -respondió Antonia festivamente-, tiene uno que enseñársela a sí mismo...

-¿No existe maestra? -preguntó con intención el señorito de Landrey.

-Sí, señor; conozco una maestra de eso... -murmuró Antonia, cuyo movible rostro cambió de expresión y se nubló-. Una maestra muy dura... ¡La desgracia!...

-Entonces ya puedo yo ser discípulo -declaró Gastón, con asomos de melancolía.

Hubo un momento de silencio: el giro confidencial del diálogo desagradaba sin duda a Antonia. Miguelito salvó la situación cogiendo a su madre de la mano y empeñándose en que había de ver Gastón la casa y el jardín en sus menores detalles. Antonia, sonriendo, declaró al levantarse para cumplir el capricho del niño:

-Así como así, este paseo del propietario es inevitable... El trago, de una vez. No le perdonaremos a usted ni las lechugas ni las zanahorias.

Recorrieron, en efecto, la casa, el jardín, el huerto y las dependencias. Era la casa, irregular en su forma, muy cómoda y desahogada interiormente, y por el aseo y el orden parecía uno de esos primorosos cottages de las inmediaciones de Londres, en los cuales se vive a gusto, y cada hora del día acarrea un goce honesto y sano, del cuerpo o de la inteligencia. Las habitaciones revelaban en su distribución un sentido especial de la realidad, de las necesidades que imponen una vida solitaria y la educación de un niño: y Gastón vio con interés el cuarto de estudio, sus mapas, sus libros de estampas, sus cajas de geometría, sus cuadernos, todo sin manchas ni hojas rotas, todo regularizado, como pudiera estarlo en un colegio bien entendido. Nada faltaba en la mansión: ni la bibliotequita, bien surtida de libros útiles y recreativos y de obras clásicas españolas; ni la despensa, provista de conservas y dulces caseros; ni el frutero, donde todavía amarilleaban las manzanas de la última cosecha; y Gastón, acordándose de su desmantelado castillo, apreció mejor la gracia y la intimidad modesta de la casa de Antonia. Del huerto se había sacado también todo el partido imaginable: los cuadros de legumbres parecían canastillas de flores, por lo bien cuidados y dispuestos; los árboles revelaban una poda inteligente; y el establo, que albergaba dos vacas con sus ternerillos, no se veía menos limpio ni barrido que la sala. Entre las dependencias descubrió Gastón una diminuta lechería, forrada de azulejos, digna de Holanda por lo exquisitamente pulcro de sus tazones, jarros y tanques de metal; y como la elogiase calurosamente, Antonia se paró y dijo con entusiasmo:

-¡Ah! Es que esta lechería me ayuda a vivir... ¡es una rentita que no descuido yo ni un minuto! De diez a doce reales diarios limpios saco de estas paredes... y en el campo doce reales levantan en peso... ¡No se ría usted! ¡El señor de Landrey se ríe de esta aldeana!

-No me río... La envidio a usted, por el contrario. Pero, ¿cómo diablos saca usted eso de una lechería?

-Hago quesos, y los envío a Madrid... Sin sospechar que venían de tan cerca de la casa de usted puede que los haya usted probado. No me permiten -y eso mortifica mi vanidad, lo confieso- ponerles el rótulo que me gustaría: «Quinta de Sadorio», impreso con molde... Quieren hacerlos pasar por el famoso fromage suisse, y lo logran; y como ganan, porque yo se los vendo baratos, y no hay derechos de aduanas, tengo clientela segura... No doy abasto a los pedidos, y me parece que pronto tendré que ensanchar mi comercio, comprando un pradito más...

De sorpresa en sorpresa iba Gastón. ¿Era aquella la mujer calificada en la Puebla de romántica, y que se le había aparecido en traje de excursionista en la torre de la Reina mora? ¿Había cálculo en tanto aparato de laboriosidad y economía? ¿Es humanamente posible fingir un género de vida y unas costumbres como las de Antonia Rojas? Sin querer, las intenciones y propósitos de Gastón respecto a la viuda, iban modificándose; si al pronto la tuvo por fácil presa, ahora, con el naciente respeto, la juzgaba torre alta e inaccesible. Terminaron la visita de la propiedad, y salieron a reposar a una terraza cerca del estanque, donde encontraron servida ligera colación: té con leche, hasta media docena de quesitos, y un plato de fresas: para otra fruta era temprano. Antonia sirvió el té y preparo las rôties untadas con miel de abeja, que trascendía a flores de campo y romero; y como Gastón se mostrase confuso y agradecido del obsequio, Miguel explicó que era la misma merienda de todas las tardes...

-No, hijo mío -advirtió su madre-, los quesos son un extraordinario, para que este señor los pruebe. Lo otro sí: es un lujo que nos darlos el de tomar un té inglés de primera: me lo envían unos amigos que tengo, cónsules en Plymouth. Lo demás... caserito. La leche, de mis vacas; la miel, de mis abejas; las fresas, de las platabandas que hay debajo de los rosales... cuyas rosas se lucen en ese vasito de China...

-Señora -murmuró Gastón, saboreando con delicia la infusión perfumada-, yo no soy adulador, pera crea usted que este té tan elegante, este servicio tan delicado, me parece un sueño que me lo ofrezcan a un cuarto de hora de Landrey. No he tomado en mi vida ninguno que tan bien me supiese...

-Era de suponer que diría usted eso -respondió maliciosamente la viuda.

-Qué, ¿no lo cree usted? Pues no acostumbro hacer madrigales al té, señora... Lo que más me admira es que tenga usted estos servidores óptimos... e invisibles, porque nos lo hemos encontrado todo aquí como traído por mano de las hadas.

-¡Dios mío! ¡Qué bueno es usted! Tengo los mismos servidores que todo el mundo... Dos muchachas, a quienes he ido ensañando lo más elemental... Pero hago que, cuando estoy sola, me sirvan con los mismos requisitos que si estuviese alguien de fuera (lo cual aquí no suele suceder), y por eso, sin que me haya escabullido para mandarlo, usted ve una servilleta planchada y unas cucharas que relucen... ¡Gran misterio! Lo que no me explico es que nadie proceda de otro modo; es más cómodo así... ¡Soy muy comodona; no vaya usted a suponer lo contrario!

Gastón se sentía, sin comprender por qué, feliz. Sabíale a gloria la refacción, y el aire perfumado de esencias de flor que bañaba sus sienes, le refrescaba el espíritu. Hubiese querido prolongar aquella visita una semana; tan bien se hallaba en el jardín de Antonia. La conversación, desviándose ya de los temas de la vida práctica, rodó sobre mil asuntos diversos: se habló de viajes, de música y hasta de arquitectura, a propósito de Landrey. Antonia ensalzaba el castillo propiamente dicho, el que era posterior a la torre de la Reina mora, y no comprendía que Gastón hubiese permitido tocar, en ausencia suya, a tan hermosas y sólidas piedras.

-Estaban firmes, más firmes que las del Pazo, que es muy posterior -exclamó-. Han hurgado allí por todas partes, y sin que se explique la razón. ¿Cómo ha dado usted licencia?

-No la he dado realmente, señora... Esa es una historia de que hablaremos -contestó Gastón, confirmado en sus sospechas por estas preguntas de Antonia-. Pero deseo que un día visite usted conmigo a Landrey y veamos esos trabajos.

Cuando salió Gastón de Sadorio, la luna brillaba en el firmamento, y en su corazón lucía un rayito de sol alegre y dulce. Las madreselvas, desde los zarzales, le enviaban aromas penetrantes y deliciosos; el aire era tibio, el camino poético y silencioso, y la última caricia de Miguel calentaba aún las mejillas del señorito. Al llegar a Landrey, no pudo menos de preguntarse a sí propio con sorpresa:

-¿Estaré enamorado? ¿O son efectos del lugar, la hora, las circunstancias?... ¡Lo cierto es que no cabe pasar tarde más bonita que esta!