XVII


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Aquel mismo día ¡por vida de la Chilindraina! ¡cuán amargas horas pasó el pobre don Patricio! Habrían bastado a encanecer su cabeza si ya no estuviera blanca, y a encorvar su cuerpo, si ya no lo estuviera también. Sus suspiros eran capaces de conmover las paredes de la casa: sus lágrimas corrían amargas y sin tregua por las apergaminadas mejillas. No podía permanecer en reposo un solo instante, ni distraerse con nada, ni comer, ni aposentar en su cerebro pensamiento alguno, como no fuera el fúnebre pensamiento de su desamparo y de la gran pena que le desgarraba el corazón. Este lastimoso estado provenía de que Solita había salido temprano, diciéndole:

-No sé cuándo volveré. Quizás vuelva pronto, quizás mañana, quizás nunca... Escribiré al abuelo diciéndole lo que debe hacer. Adiós...

Y dirigiéndole una mirada cariñosa, se limpió las lágrimas, y había bajado rápidamente la escalera y había desaparecido ¡Santo Dios! como un ángel que se dirige al cielo por el camino del mundo.

-¿Será posible que haya salido hoy para Inglaterra? -se preguntaba D. Patricio apretándose el cráneo con las manos para que no se le escapara también-. ¡Pero cómo, si aquí está toda su ropa, si no ha hecho equipaje, si en la cómoda ha dejado todo su dinero!... ¿Pues adónde ha ido entonces?... «Quizás vuelva pronto, quizás mañana, quizás nunca...». Nunca, nunca.

Y repetía esta desconsoladora palabra, como un eco que de su cerebro salía a sus labios. Otro motivo de gran confusión para él era que Soledad había despedido a la criada el día anterior. Estaba, pues, el viejo solo, enteramente solo, encerrado en la espantosa jaula de sus tristes pensamientos, que era como una jaula de fieras. Pasaba del sentimentalismo más patético a la desesperación más rabiosa, y si a veces secaba sus lágrimas despaciosamente, otras se mordía los puños y se golpeaba el cráneo contra la pared. En los momentos de exaltación recorría la casa toda desde la sala a la cocina, entraba en todas las piezas, salía para volver a entrar, daba vueltas, y tropezaba y caía y se levantaba. Como entrara en la alcoba de Sola, vio su ropa y abalanzándose sobre ella hizo con febril precipitación un lío y oprimiéndolo contra su pecho, cual si fuera el cuerpo mismo de la persona amada y fugitiva, exclamó así con lastimero acento:

-Ven acá, paloma... ven acá, niña de mi corazón... ¿Por qué huyes de mí? ¿por qué huyes del pobre viejo que te adora? Ángel divino, ángel precioso de mi guarda cuya hermosura no puedo comparar sino a la de la diosa de la Libertad, circundada de luz y sonriendo a los pueblos; adorada hija mía, ¿en dónde estás? ¿no oyes mi voz? ¿no oyes que te llamo? ¿no ves que me muero sin ti? ¿no te sacrifiqué mi gloria?... ¡Ay!... Mi destino, mi glorioso destino me reclama ahora, y no puedo ir, porque sin ti soy un miserable y no tengo fuerzas para nada. Contigo al suplicio, a la gloria, a la inmortalidad, a los Elíseos Campos; sin ti a la muerte oscura, a la ignominia. Sola, Sola de mi vida, ¿en dónde estás? Dímelo, o revolveré toda la tierra por encontrarte.

Esto decía cuando llamaron fuertemente a la puerta. Corrió a abrir más ligero que una liebre... No era Sola quien llamaba, eran seis hombres, que sin fórmula alguna de cortesía se metieron dentro. Uno de ellos soltó de la boca estas palabras:

-¿No es éste el viejo Sarmiento que predicaba en las esquinas?... Echadle mano, mientras yo registro.

-¡Ah!... -exclamó D. Patricio algo confuso-. ¿Son ustedes de la policía?... Sí, yo recuerdo... conozco estas caras.

-Procedamos al registro -dijo solemnemente el que parecía jefe de los corchetes-. Toda persona que se encuentre en la casa, debe ser presa. Cuidado no se escape el abuelo.

-Quiere decir -balbució Sarmiento-, que estoy preso.

-Ya se lo dirán allá -replicó el polizonte desabridamente-. Andando... Llévenme para allá al vejete, que aquí nos quedamos dos para despachar esto.

Según la orden terminante del funcionario, (que era un funcionario vaciado en la común turquesa de los cazadores de blancos en aquella tenebrosa e infame época), Sarmiento fue inmediatamente conducido a la cárcel, y sólo por un exceso de benevolencia incomprensible y hasta peligrosa para la reputación de aquella celosa policía, le dieron tiempo para ponerse el sombrero, recoger el pañuelo y media docena de cigarrillos.

No se daba cuenta de lo que le pasaba el infeliz maestro, y durante el trayecto de su casa a la cárcel de Corte, que no era largo, fue con los ojos bajos, el cuerpo encorvado, las manos a la espalda y en un estado tal de confusión y aturdimiento, que no veía por dónde pasaba, ni oía las observaciones picarescas de los transeúntes. Cuando entraron en la cárcel, el anciano se estremeció, revolviendo los ojos en derredor. Su entrada había sido como el choque del ciego contra un muro, símil tanto más exacto cuanto que D. Patricio no veía nada dentro de las paredes del tenebroso zaguán por donde se comunicaba con el mundo aquella mansión de tristeza y dolor.

Lleváronle al registro y del registro a un patio, donde había algunas personas que imploraban la misericordia de los carceleros para poder ver a los detenidos. Hiciéronle subir luego más que de prisa por hedionda escalera que se abría en uno de los ángulos del patio, y hallose en un largo corredor o galería, que parecía haber sido claustro, pero que tenía entonces tapiadas todas sus ventanas, sin dejar más entrada a la luz que unos ventanillos bizcos en la parte más alta.

Al entrar en la galería, Sarmiento oyó gritos, lamentos, imprecaciones. Era al caer de la tarde, y como la luz entraba allí avergonzada al parecer y temerosa, deteniéndose en los ventanillos por miedo a que la encerraran también, no se podía distinguir de lejos las personas. Veíanse sombrajos movibles, los cuales, al acercarse a ellos, resultaban ser la simpática humanidad de algún calabocero que entraba en las celdas o salía de ellas.

Había centinelas de trecho en trecho, cuya vigilancia no podía ser muy grande, porque a cada instante les era forzoso apartar de las puertas de las celdas a personas importunas que iban a turbar la tranquilidad de los reos. Las llorosas mujeres, abusando de los miramientos a que tiene derecho su sexo, molestaban a los señores cabos pidiéndoles noticia de tal o cual preso, dándoles cualquier recadillo verbal o encargo enojoso, como llevar pan a alguno de los muchos hambrientos que se comían los dedos dentro de las celdas. En una de estas debía de estar encerrado un loco furioso, cuya manía era dar golpes en la puerta, con lo cual estaban muy disgustados los carceleros, hombres celosísimos de la paz de la casa. El dolor y la desesperación, callado el uno, ruidosa la otra, hacían estremecer las frágiles paredes, porque el mezquino edificio era indigno de la rabia que contenía, y a ser tal como a ella cuadraba, hubiera tenido más piedras que el Escorial y más hondos cimientos que el alcázar de Madrid.

Sarmiento fue introducido en una pieza relativamente grande, cuya suciedad parecía ser resumen y muestrario de todas las suertes de inmundicia que los años y la incuria de los hombres habían acumulado en la indecorosa cárcel de Corte. En la zona más baja, una especie de faja mugrienta marcaba el roce de muchas generaciones de presos, de muchas generaciones de alguaciles, de muchas generaciones de jueces y curiales. Alumbrábala el afligido resplandor de un quinqué colgado del techo, que parecía acababa de oír leer su sentencia de muerte, y se disponía con semblante contrito a hacer confesión de sus pecados. Como el techo era muy bajo, y los allí presentes se movían de un lado para otro en torno al ajusticiado quinqué, las sombras bailaban en las paredes haciendo caprichosos juegos y cabriolas. En el fondo había la indispensable estampa de Su Majestad, y sobre ella un Crucifijo cuya presencia no se comprendía bien, como no tuviera por objeto el recordar que los hombres casi son tan malos después como antes de la Redención.

Delante de Su Majestad en efigie y de la imagen de Cristo crucificado, estaba en pie, apoyándose en una mesa, no fingido, sino de carne y hueso, horriblemente tieso y horriblemente satisfecho de su papel, el representante de la justicia, el apóstol del absolutismo, don Francisco Chaperón, siempre negro, siempre de uniforme, siempre atento al crimen para confundirle donde quiera que estuviese en honra y gloria del Trono, del orden y de la Fe católica. Pocas veces se le había visto tan fieramente investigador como aquella noche. Indudablemente parecía que el tal personaje acababa de llegar del Gólgota y que aún le dolían las manos de clavar el último clavo en las manos del otro, del que estaba detrás y en la cruz, sirviendo de sarcástico coronamiento al retrato del señor D. Fernando VII.

A la derecha había una mesa donde estaban media docena de diablejos vestidos con el uniforme de voluntario realista y acompañados por el licenciado Lobo, prestos todos a lanzar las plumas dentro de los tinteros. La izquierda era ocupada por un banquillo pintado de color de sangre de vaca: en él se sentaba alguien a quien D. Patricio no vio en el primer momento. El anciano no había salido aún de aquel estupor que le acometiera al ser conducido fuera de su casa; miró con cierta estupidez al tremendo fantasma, miró después a toda la chusma curialesca que le rodeaba, al licenciado Lobo; miró al Santo Cristo, al Rey pintado, y por fin, clavando los ojos en el banco de color de sangre, vio a su adorada hija y compañera.

-¡Sola!... ¡hija de mi alma!... -gritó lanzando ronca exclamación de alegría-. Tú aquí... yo también... ¡parece que esto es la cárcel!... ¡el suplicio!...¡la gloria!... ¡mi destino!...