El terror de 1824/XVIII
XVIII
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Clarísima luz entró de improviso en la mente del afligido viejo; desaparecieron las percepciones vagas, las ideas confusas para dar paso a aquella siempre fija, inmutable y luminosa que había dirigido su voluntad durante tanto tiempo, llenando toda su vida moral.
-Ya estoy en mí -dijo en tono de seguridad y convicción-. Soledad... ¡tú y yo en este sitio! Al fin, al fin Dios ha señalado mi día. ¿No lo decía yo?... ¿no decía yo que al fin vendría la hora sublime? ¡Destino honroso el nuestro, hija mía! He aquí que no sólo heredas mi gloria, sino que la compartes, y los dos juntamente, unidos aquí como lo estuvimos allá, somos llamados...
-Silencio -gritó Chaperón bruscamente-. Responda usted a lo que le pregunto. ¿Cómo se llama usted?
-Excusada pregunta es esa -repuso con aplomo y dignidad D. Patricio-, pues todo el mundo sabe en Madrid y fuera de él que soy Patricio Sarmiento, adalid incansable de la idea liberal, compañero de Riego, amigo de todos los patriotas, defensor de todas las Constituciones, amparo de la democracia, terror del despotismo. Soy el que jamás tembló delante de los tiranos, el que no tiene en su corazón una sola fibra que no grite libertad, y el que aun después de muerto sacará la cabeza del sepulcro para gritar...
-Basta -dijo Chaperón, notando que las palabras del reo provocaban murmullos-. Charlatán es el viejo... Responda usted. ¿Conoce a esta joven?
-¿Que si la conozco? Que si conozco a Sola... Si no temiera faltar al respeto que debo a todo juez quienquiera que sea, diría que es necia pregunta la que Vuecencia acaba de hacerme. Esta es mi hija adoptiva, mi ángel de la guarda, mi amparo, mi compañera de vida, de muerte, de cielo y de inmortalidad. Dios, que dispone todas las grandezas, así como el hombre es autor de todas las pequeñeces, ha dispuesto que este ángel divino me acompañe también ahora. ¡Admirable solución de la Providencia! Yo creí haberla perdido y la encuentro junto a mí en la hora culminante de mi vida, cuando se cumple mi destino; aparece a mi lado, no para darme esos triviales consuelos que no necesita mi corazón magnánimo, sino para compartir mi sacrificio y con mi sacrificio mi gloria. Adelante, señores jueces, adelante. Acaben ustedes. Soledad y yo nos declaramos reos de amor a la libertad, nos declaramos dignos de caer bajo vuestras manos, y confesamos haber trabajado por el triunfo del santo principio, ahora y antes y siempre, porque para ello nacimos y por ello morimos.
Causaba diversión a los diablillos menores y aun al diablazo grande el desenfado del buen viejo, por lo cual no habían puesto tasa a la charla de este. Mas Chaperón, que deseaba concluir pronto, dijo al reo:
-¿Es cierto que esta joven recibió un paquete de cartas de los emigrados para repartirlas a varias personas de Madrid?
-¿Y eso se pregunta? -replicó Sarmiento como si admirara la candidez del vestiglo-. ¿Pues qué había de hacer sino trabajar noche y día por el triunfo de la sagrada causa?... ¿No he dicho que para eso nacimos y por eso morimos?
Soledad miraba con ojos muy compasivos a su amigo y al juez alternativamente. Mas pronto dejó de mirarlos y se reconcentró en sí misma, mostrando estoica indiferencia hacia aquel lúgubre diálogo entre un insensato y un verdugo. Había hecho ya con Dios pacto de resignación absoluta y se entregaba a la voluntad divina, prometiendo no oponer ninguna resistencia a los accidentes humanos, ni aceptar otro papel que el de víctima callada y tranquila. Entre el instante en que la sacaron desmayada de la caverna del gran esbirro hasta aquel en que le pusieron delante al compañero de su infortunio, habían pasado para ella horas muy angustiosas. Pero su espíritu se había rendido al fin, aceptando la fórmula esencial del cristiano, que es rendirse para vencer y perderse absolutamente para absolutamente salvarse. Si algún pequeño combate sostenía aún su alma, era porque el propósito de pensar solamente en Dios no podía cumplirse aún con rigurosa exactitud. Pensaba en algo que no era Dios, pero aun así, iba conquistando la tranquilidad y un pasmoso equilibrio moral, porque había arrojado fuera de sí valerosamente toda esperanza.
-Usted sabrá sin duda a quién venían dirigidas esas cartas -preguntó Chaperón a Sarmiento.
-¿Pues qué?... ¿ella no lo ha dicho? -repuso el anciano nuevamente admirado de la ignorancia del tribunal-. Esto no se puede considerar como delación, porque esas personas son leales patricios que también anhelan llegue la coyuntura de sacrificarse por la libertad. Nosotros no tenemos secretos, nosotros, como los héroes de la antigüedad, lo hacemos todo a la luz del día. Fue preciso prestar un servicio a la santa causa, facilitando las comunicaciones entre todos los que conspiran dentro y fuera para hacerla triunfar, y lo prestamos, sí señor, lo prestamos a la clarísima luz del sol, coram populo. Las cartas eran cuatro.
-Atención -dijo D. Francisco acercándose a la mesa de los escribanos.
-Una era para D. Antonio Campos, ese gran patriota que acaba de llegar de Tarifa y Almería, otra para un oficial de la antigua guardia que se llama Ramalejo, la tercera venía dirigida a D. Roque Sáez y Onís, y la cuarta a D.ª Genara de Baraona.
-Muy bien -gruñó Chaperón, asemejándose mucho en su gruñido al perro que acaba de encontrar un hueso perdido-. Veo que el viejo y la niña son la peor casta de conspiraciones que se conoce en Madrid.
-Sí -dijo Sarmiento con exaltación-, insúltenos usted... Eso nos agrada. Los insultos son coronas inmarcesibles en la frente del justo. Mire usted las espinas que lleva en su cabeza aquel que está en la cruz.
-Silencio -gritó Chaperón-. Veo que él es tan parlachín como ella hipocritona. Ya sabemos lo de las cartas, linda pieza... Ahora el buen viejo nos informará de todas las particularidades que hayan ocurrido en la casa. ¿Tiene noticia de que entrara en estos líos don Benigno Cordero?
-¡Cordero! -exclamó Sarmiento con asombro-. Cordero es un hombre vulgar, un tendero, un cualquiera... ¿Cómo puede ser capaz semejante hombre de intervenir en un complot de esos que sólo acometen las almas grandes y valerosas?
-¿Seudoquis fue muchas veces a la casa?
-Dos veces, dos. Para nada hay que mentar a Cordero. Nuestra gloria es nuestra, señor mío, y de nadie más. ¡Ay de aquel que intente quitarnos una partícula de ella, siquiera sea del tamaño de un grano de alpiste! Nosotros, nosotros solos somos los héroes, nosotros las víctimas sublimes. Fuera intrusos y gentezuela que se presenta en el festín de la gloria con sus manos lavadas reclamando lo que no les pertenece ni han sabido ganar con su abnegación. Nosotros solos, ella y yo, nadie más que ella y yo.
-El que enviaba las cartas -añadió don Francisco dando un paso hacia Sarmiento-, ¿no hablaba de lo de Almería y Tarifa ni de la revolución que estaban preparando?
-Nosotros - repuso Sarmiento con desdén-, no nos ocupamos de frívolos detalles. ¡Almería, Tarifa! ¿qué vale eso ni qué significa? Hechos aislados que ni precipitan ni detienen el hecho principal, que es la victoria de la libertad. Si al fin tiene que ser, si ha de venir tan de seguro como saldrá el sol mañana... Que se frustre una intentona, que salga mal un desembarco, que fusiléis a trescientos o a mil o a un millón de patriotas... nada importa, señores. Lo que ha de venir, vendrá. Si pretendéis atajarlo con patíbulos, vendrá más pronto. Los patíbulos son árboles fecundos, que con el riego de la sangre dan frutos preciosísimos. Echad sangre, más sangre; eso es lo que hace falta. Las venas de los patriotas son el filón de donde mana la nueva vida.
«No me habléis de conspiraciones parciales; yo no entiendo de eso. El que escribió las cartas, lo mismo que mi hija, lo mismo que yo, cooperamos con nuestra voluntad y nuestros deseos más íntimos y más ardientes en ese gran complot moral cuyas ramificaciones se extienden por todo el mundo. ¡Ah! señores, no conocéis la gran conspiración del tiempo. A ella pertenezco, a ella pertenecen todas vuestras víctimas... Ea, despachemos pronto. Basta de fórmulas y de procedimientos necios. El patíbulo, el patíbulo, señores, esa es nuestra jurisprudencia. De él hemos de salir triunfantes, trocados de humanos miserables en inmaculados espíritus. Lo mismo nos da que nos ahorquéis de esta o de la otra manera, más o menos noblemente. ¿A los mártires del circo romano les importaba que el tigre que se los comía tuviera la oreja negra o amarilla? No, porque no atendían más que a la sublime idea; lo mismo nosotros no atendemos más que a esta idea que nos lleva en pos del suplicio, la cual es como un fuego sacrosanto que nos embelesa y nos purifica. No tenemos ya sentidos, no sabemos lo que es dolor... ¡La carne!... ¡ah! no nos merece más interés que el despreciable polvo de nuestros zapatos. Adelante, pues. Cumpla cada uno con su deber: el vuestro es matar, el nuestro sucumbir carnalmente, para vivir después la excelsa, la inacabable y deliciosa vida del espíritu... Vamos allá; ¿en dónde, en dónde está esa bendita horca?».
Había tanta naturalidad en las entusiastas expresiones del exaltado viejo patriota y al mismo tiempo un tono de dignidad tan majestuoso, que los empleados de la Comisión, así militares como civiles, no podían resistir al deseo de oírle. Aunque el sentimiento que a la mayoría dominaba era de burla con cierta tendencia a la compasión, no faltaba quien oyese al estrafalario viejo con un interés distinto del que comúnmente inspiran las palabras de los tontos. El mismo Chaperón se mostraba complacido, sin duda porque le divertía su víctima, haciéndolo mucho más barato que el célebre gracioso Guzmán que empezaba su carrera en el teatro del Príncipe. Pero como la dignidad del tribunal no permitía tales comedias, Don Francisco mandó al reo que diese por terminada la representación.
Los empleados de policía que se quedaron registrando la casa de Sola, aparecieron. Según parecía, habían encontrado alguna cosa de gran valor jurídico; habían hecho provisión de pedacitos de papel, fragmentos de cartas, sin olvidar un polvoriento retrato de Riego, hallado entre los bártulos de D. Patricio, dos o tres documentos masónicos o comuneros y una carta dirigida al maestro de escuela. Examinolo todo ávidamente Chaperón y lo entregó después a Lobo para que constase en el proceso. En tanto D. Patricio se había acercado a su compañera de infortunio y en voz baja le decía:
-Animo, ángel de mi vida, cordera mía. Que en esta ocasión solemne no deje de estar tu espíritu a la altura del mío. Inspírate en mí. Reflexiona en la gloria que nos espera y en el eco que tendrán nuestros sonorosos nombres en los siglos futuros perpetuándose de generación en generación. ¿Por qué estás triste en vez de estar alegre como unas castañuelas? ¿Por qué bajas los ojos en vez de alzarlos como yo, para tratar de ver en el cielo el esplendoroso asiento que nos está destinado? Tu destino es mi destino. Ambos están escritos en el mismo renglón. Hay gemelos del morir como los hay del nacer: tú y yo somos mellizos y juntos saldremos del vientre de este miserable mundo a la inmensa vida del otro... Posible es que no lo comprendieras antes, niña de mis ojos; yo tampoco lo creía, y era engañado por hechos mentirosos. Tu proyecto de abandonarme era una ficción del destino para sorprenderme después con esta unión celestial. Mi entrada en tu casa, el amparo que me diste, ¿qué significan sino la preparación para estas nuestras bodas mortuorias, de las cuales saldremos unidos por siempre ante el altar de la glorificación eterna? Tú necesitas de mí para este santo objeto, así como yo necesito de ti... Bien sabía yo que conspirabas... ¡Y conspirabas por la santa libertad! Bendita seas... Serás condenada y yo también. ¡Seremos condenados!... ¿Ves cómo no es posible la separación? ¿Ves cómo lo ha dispuesto Dios así? Viviremos juntos eternamente. ¡Qué inefable dicha!... Solilla de mi vida, ten ánimo; que la flaca naturaleza corporal no soborne con sus halagos tu alma de patriota. Vive como yo la excelsa vida del espíritu. Desprécialo todo, mira al cielo, nada más que al cielo y a mí, que soy tu compañero de gloria, tu gemelo, tu segundo tú, a quien has de estar unida por los siglos de los siglos.
Soledad miró a su amigo. La serenidad que en él producía un loco entusiasmo producíala en ella la resignación, ese heroísmo más sublime que todas las exaltaciones de valor, y al cual damos un nombre oscuro: lo llamamos paciencia, y germina como flor invisible y modesta en el alma de los que parecen débiles.
-Veo que no lloras -dijo D. Patricio observando aquel semblante plácidamente tranquilo, a quien la virtud mencionada daba angelical hermosura-. No lloras, no estás demudada...
-¿Yo llorar? ¿por qué?
-Así me gusta -exclamó Sarmiento con entusiasmo-. ¡Oh! almas sublimes, ¡oh! almas escogidas. ¡Y pensar que os han de intimidar horcas y suplicios!... Señores jueces, aquí aguardamos la hora del holocausto. Llevadnos ya: subidnos a esos gallardos maderos que llamáis infamantes. Mientras más altos mejor. Así alumbraremos más. Somos los fanales del género humano.
Chaperón mandó que los dos reos fuesen conducidos cada cual a su calabozo; mas como el alcaide manifestase la imposibilidad de ocupar dos departamentos, se dispuso que ambos gemelos de la muerte fuesen encerrados en un solo cuarto.
-Vamos -dijo D. Patricio enlazando con su brazo la cintura de Sola.
Esta se dejó llevar. Cuando iban por la oscura galería, la joven huérfana oyó claramente en su oído estas palabras dichas en voz muy baja, como un silbido:
-Señora, no se sofoque usted mucho... se hará un esfuercito por salvarla... Una persona que se interesa por usted... que se interesa, sí... me encarga de advertírselo.
Soledad volviose prontamente y vio unos ojos verdes y grandes del tamaño de huevos. Estos ojos brillaban, reflejando la claridad del farol de los carceleros, en un semblante amojamado y partido en dos por la hendidura sonriente de la prolongada boca, casi vacía. En vez de tranquilizarse, Soledad tuvo miedo.