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Era una mujer hermosísima, arrogante y tan airosa y guapetona en su rostro y figura, como elegante en su vestir y tocado, de modo que Naturaleza y Arte se juntaban para formar un acabado tipo de mujer a la moda. La mirada que echó a Chaperón y a su legista, semejante a una limosna dada más bien por compromiso que por voluntad, indicaba que la modestia no era virtud principal en la señora. Pero su gallarda altanería ¡cuán grato es decirlo! venía como de molde enfrente de aquellos despreciables hombres tan duros con los desgraciados.

-Ni para ver al Rey se necesitan más requisitos -dijo la dama sentándose en la silla que Chaperón le ofreció sonriendo-. Vi a Calomarde esta mañana y me mandó venir aquí... Yo creí que era cosa de un momento... pero si hay más de doscientas personas en la puerta... ¡Y qué gente! Diga usted ¿a qué viene toda esa gente, a delatar? Si yo fuera la Comisión, empezaría por ahorcar a todo el que delatara sin pruebas... ¿No tienen ustedes otro sitio para que hagan antesala las personas decentes?

-Señora -repuso Chaperón en tono adulador, que no galante-, siempre que usted venga, pasará desde luego a mi despacho. Tengo mucho gusto en complacerla, no sólo por estimación particular, sino por lo mucho que respeto y admiro al Sr. Calomarde, mi amigo.

-Gracias -dijo la señora con indiferencia-. Vamos a mi asunto. D. Tadeo me prometió que esto quedaría resuelto en tres días.

-D. Tadeo desde su poltrona halla muy fáciles los negocios de policía. Yo quisiera verle aquí enredado con tanta gente y tanto papel... ¡En tres días amigo Lobo, en tres días!

El licenciado apoyó la idea de su jefe, moviendo la cabeza con expresión de lástima de sí mismo, por el mucho trabajo que entre manos traía.

-Esto es vergonzoso -exclamó la señora sin disimular su enfado-. ¿Conque para despachar un pasaporte se ha de gastar más tiempo que para juzgar y condenar a muerte a un hombre?... ¡Qué tribunales, Santo Dios! ¡Qué Superintendencia y qué Comisión Militar! Pongan todo eso en manos de una mujer y despachará en dos horas lo que ustedes no saben hacer en una semana.

-Pero usted, señora -dijo Chaperón con el tono que en él pasaba por benévolo-, no tiene en cuenta las circunstancias...

-Veo que aquí las circunstancias lo hacen todo. Invocándolas a cada paso se cometen mil torpezas, infamias y atropellos. Si volviera a nacer, Dios mío, querría que fuese en un país donde no hubiera circunstancias.

-Si se tratara aquí del pasaporte de una señora -indicó el presidente de la Comisión con énfasis como el que va a desarrollar una tesis jurídica-, ande con Barrabás... Pero usted lleva dos criados, los cuales es preciso que antes se definan y se purifiquen, porque uno de ellos perteneció en tiempo de la Constitución a la clase de tropa, y el otro sirvió largos años al ministro Calatrava... Pero nos ocuparemos del asunto sin levantar mano...

-Yo deseo partir mañana -dijo la señora con displicencia -. Voy muy lejos, señor Chaperón, voy a Inglaterra.

-Empezaremos, empezaremos ahora mismo. A ver, Lobo...

Al dirigirse a la mesa, Chaperón fijó la vista en la víctima cuyo proceso verbal había sido suspendido por la entrada de la soberbia dama.

-¡Ah!... ya no me acordaba de ti -dijo entre dientes-. Voy a despacharte.

Soledad miraba a la señora con espanto. Después de observarla bien, cerciorándose de quién era, bajó los ojos y se quedó como una muerta. Creeríase que batallaba angustiosamente con su desmayado espíritu, tratando de infundirle fuerza, y que entre sollozos imperceptibles le decía: «Levántate, alma mía, que aún falta lo más espantoso».

-Con el permiso de usted, señora -dijo Chaperón mirando a la dama-, voy a despachar antes a esta joven. Lobo, extienda usted la orden de prisión... Llame usted para que la lleven... Orden al alcaide para que la incomunique...

La víctima dejó caer su cabeza sobre el pecho.

Después miró de nuevo a la dama; pero esta vez encendiose su rostro y parecía que sus ojos relampagueaban con viva expresión de amenaza. Esto duró poco. Fue la sombra del espíritu maligno al pasar en veloz corrida por delante del ángel oscureciendo su luz.

La señora estaba también pálida y desasosegada. Indudablemente no gustaba de ver a quien veía, y en presencia de aquella humilde personilla condenada parecía tener miedo.

-Aquí tienes, mala cabeza -dijo Chaperón dirigiéndose a la huérfana-, el resultado de tu terquedad. Demasiado bueno he sido para ti... ¿Qué hemos sacado de tu declaración? Que Cordero es inocente. ¿Y qué ganamos con eso, qué gana con eso la justicia? Tú y nosotros adelantamos muy poco... Si hablaras sería distinto... Tú habrás oído decir aquello de... quien te dio el pico, te hizo rico. ¿Te vas enterando? pero ahora, picarona, lo meditarás mejor en la cárcel... Allí se aclaran mucho los sentidos... verás. Esta linda pieza -añadió señalando a la víctima y mirando a la señora- es la estafeta de los emigrados, ¿qué tal? Ella misma lo confiesa, lo cual no deja de tener mérito; pero nos ha dejado a media miel, porque no quiere decir a quién entregó las cartas que ha recibido hace unos días.

Soledad se levantó bruscamente.

-Una de las cartas de los emigrados -dijo con tono grave extendiendo el brazo-, la entregué a esa señora.

Después de señalarla con fuerza, cayó en su asiento con la cabeza hacia atrás. Breve rato estuvieron mudos y estupefactos los tres testigos de aquella escena.

-Es verdad -balbució la dama-. He recibido una carta de un emigrado que está en Inglaterra; no sé quién la llevó a mi casa... ¿qué mal hay en esto?

Chaperón, que estaba como aturdido, iba a contestar algo muy importante, cuando la señora corrió hacia la huérfana, gritando:

-Se ha desmayado esa infeliz.

En efecto, rendida Sola a la fuerza superior de las emociones y del cansancio, había perdido el conocimiento.

La señora sostuvo la cabeza de la víctima, mientras Lobo, cuya oficiosidad filantrópica no se desmentía un solo momento, acudió trasportando un vaso de agua para rociarle el rostro.

-Eso no es nada -afirmó Chaperón-. Vamos, mujer, ¡qué mimos gastamos! Todo porque la mandan a la cárcel...

La puerta se abrió dando paso a cuatro hombres de fúnebre aspecto, que parecían pertenecer al respetable gremio de enterradores.

-Ea, llevadla de una vez... -dijo don Francisco resueltamente-. El alcaide le dará algún cordial... No quiero desmayos en mi despacho.

Los cuatro hombres se acercaron a la condenada.

-Un poco de vinagre en las sienes... -añadió el jefe de la Comisión Militar-. Ea, pronto... quitadme eso de mi despacho.

-¡A la cárcel! -exclamó con lástima la señora, acercándose más a la víctima como para defenderla.

-Señora, dispense usted -dijo Chaperón apartándola con enfática severidad-. Deje usted a la justicia cumplir con su deber... Vamos, cargar pronto. No le hagáis daño.

Los cuatro hombres levantaron en sus brazos a la joven y se la llevaron, siendo entonces perfecta la similitud de todos ellos con la venerable clase de sepultureros.

La mampara, cerrándose sola con estrépito, produjo un sordo estampido, como golpe de colosal bombo, que hizo retumbar la sala.