Fué modesta la boda, sin que en ella faltara ninguna de las cursilerías propias á este género de ceremonias.

Carmen se plantó en el moño y en la pechera del vestido los ramitos de azahar; la madre ciñó -en un decir- el traje de seda no reformado de veinte años á entonces; la hermana cincuentona echó también mano de los azahares en prueba de su fósil virginidad; y la comitiva, precedida por el padrino tomó la ruta de la iglesia.

Previas las bendiciones y la plática del sacerdote y el mendigueo de sacristán y monaguillos, fueron á tomar desayuno al próximo café.

-¡Vivan los novios! -gritaba la granujería, asomándose por las ventanas del establecimiento. ¡Vivan los novios! -repetían los pobres de oficio. ¡Vivan los novios!... parecían decir con desentonados acordes el violín y el piano del café. ¡Vivan los novios! -exclamó la comitiva á coro.

Mudado el traje de ceremonia por otro más sencillo, tomaron novios é invitados, asiento en un ómnibus que los condujo á la Bombilla.

Allí lo de siempre, el tan acreditado arroz y la clásica ternera con guisantes. Hubo también, porque el padrino era rumboso, su mucho de Champagne y sus no pocas borracheras.

Tengo observado que en estas solemnidades, casi todas las personas formales, que ponen como un trapo á quienes abusan del vino, se emborrachan de un modo escandaloso y cometen en un solo día más inconveniencias y disparates de los cometidos en un año por un curda habitual.

Al son del organillo danzaron como trompos los enardecidos comensales; una señora de cien kilos y un caballero de sesenta años, bailaron sevillanas. Una escuálida señorita, de ojos pintarrajeados, se acompañó con su guitarra unas malagueñas. ¡Y qué malagueñas! Escuchándolas acababa uno hasta por aborrecer los boquerones.

No pararon ahí las habilidades y las gracias.

El esposo de la maestra de Carmen, se puso á imitar animales. ¡Cómo lo hacía el buen señor! En algunos casos era la verdad propia. Los jumentos del merendero le acompañaron apenas dió el primer rebuzno. Pero donde sobresalió, donde llegó á las cimas del arte, fué haciendo el buey.

-¡Es un buey!... ¡Es un buey de veras! -gritaba todo el mundo.

La esposa sonreía, dando su sonrisa completa razón á las afirmaciones.

Después del buey, le tocó turno de habilidades á una niña declamadora, que enjaretó á los novios versos compuestos ad hoc por un empleado del Tribunal de Cuentas, que enviaba composiciones á todos los Juegos Florales y comedias á todos los concursos.

Versos y niña recitante, corrían parejas en bondad.

Luego vino el fotógrafo; el inevitable fotógrafo; y hubo que formar corro; y mudar de posición diez ó doce veces y ponerse muy serios cuando el hombre enfocó el aparato.

Luego... Luego más vino y más baile y menos vigilancia en las madres y más afán en las hijas y novios de las hijas para tomar anticipos discretos de las bodas futuras.

Anatolio miraba á su Carmen embobado.

Y había razón para el embobamiento, que estaba preciosa la muchacha con sus ojos negros, y su boca de labios bermejos, y su cuerpo gentil y su alto pecho, temblante de emoción...

-Mira -dijo Anatolio á su novia, aprovechando un momento en que baile y vino distraían á la concurrencia.- Esto es insoportable, el que no está borracho está loco. Luego que... Vamos; que parece que nuestro cariño no precisa tan ridículos acompañamientos. Así, como distraídos, nos vamos donde están los sombreros. Tú coges el tuyo. Yo tengo puesto el mío. Nos escurrimos en un coche y á casa. ¡Que bailen y que beban ellos!

-Pero...

-¿Qué te detiene?

-No sé... me da vergüenza...

Cedió al cabo. ¡Naturalmente!

Sin ser vistos, abandonaron la Bombilla dentro de un coche de alquiler. En él se dieron libremente, temblando de amor y de deseo, el primer beso de casados...