Al igual del maestro consideraba su carrera una religión el joven astrónomo y á ella dedicaba toda su actividad. Su casa era la torre del Observatorio; su balcón el anteojo, sus paisajes los dibujados sobre fondo azul por las constelaciones.

¡Qué dicha la suya cuando en las noches estrelladas, de cara á cara con el infinito, iba recorriendo anteojo en diestra el mundo sideral para la mayor parte de los hombres todo incógnitas y misterios, para él todo claridad y sencillez!

Como el piloto dirige su barco de uno en otro océano, dirigía él su anteojo por los océanos celestes, sondando las profundidades, huyendo los escollos, llegando siempre al puerto luminoso donde le llevaban sus observaciones.

Una vez en puerto, es decir, una vez anclada su lente en el astro de escala, qué deliciosas excursiones realizaban los ojos de Anatolio por la superficie aquella.

La luna, diosa pálida á quien los poetas dedican endechas melancólicas, era para Anatolio planeta despreciable, criatura muerta, sin alma, puesto que atmósfera y calor la abandonaron para siempre. Luego muy conocida; apenas si quedaba en su organismo cosa á descubrir. Así es que cuando el anteojo se detenía sobre la redonda esponja de alabastro, el astrónomo lo empujaba desdeñosamente y seguía su viaje pasando con indiferencia por Marte, por Venus, por Saturno, por todo nuestro sistema planetario. Eran amigos antiguos y no precisaban cortesías extremas.

Allá, lejos, muy lejos, donde las nebulosas van, por los méritos del anteojo, descomponiéndose en astros y más astros, era hacia donde rumbaban sus navegaciones constelares; y aun iba más allá, siempre más allá, buscando estrellas nuevas, como busca tierras ignotas el navegante, perdiéndose en los océanos lechosos de arriba como se pierde en los hielos del polo el descubridor ansioso de alcanzarlo.

Quien viera al astrónomo en sus horas de observación, no le reconociera.

El jovenzuelo enclenque, de rostro paliducho y de encogidos ademanes; la débil criatura que no se atrevía á mirar á nadie, sufría una espléndida transfiguración.

Resplandecían sus ojos con fulgor entusiasta, una terca voluntad se exteriorizaba en las arrugas de su frente; el rostro adquiría calor, energías la boca, fortaleza los músculos, temblores anhelosos las manos, grandeza total la insignificante figurilla. Imagen de conquistador parecía, examinando el campo de batalla, disponiéndose para el combate.

¡Y qué hermoso campo de batalla! ¡Qué divino espectáculo el del infinito repujado de estrellas!... ¡Qué sueños tan hermosos los de Anatolio, cuando cerrando los párpados, viendo con las pupilas de su imaginación, se consideraba transportado á un punto imaginario, desde el cual podía contemplar de una vez y de un solo golpe el espacio del firmamento comprendido entre la cruz del Sur y la estrella del Norte! ¡Sublime océano sideral aquél donde millones y millones de estrellas resplandecían como faros indicadores de otros tantos mundos, que andando los siglos se pondrían en relación directa, en directas comunicaciones, como lo están hoy los pueblos de la tierra, de este planeta misérrimo y defectuoso que gira y regira, mendigando un poco de lumbre en rededor del sol!

¡Visiones de poeta en las cuales se confundían la quimera con la realidad, eran las de Anatolio entonces! ¡Prodigiosas visiones por obra de las cuales llegaba á creer á los astros ojos de fantásticas criaturas que en la profunda noche le contemplaban amorosas, tendiéndole sus brazos, hechos con temblores de luz!

Así como el poeta materializa sus impresiones en estrofas armónicas sobre una cuartilla de papel, en cuartillas materializaba las suyas Anatolio, escribiendo fórmulas algebraicas, trazando letras, y números y signos.

Aquellas fórmulas, incomprensibles para los ignorantes, eran para Anatolio, para los como él iniciados en el lenguaje de la astronomía, estrofas del poema del infinito, canciones de otros espacios y otros mundos, que iban desarrollándose sobre un pentagrama de mases y menos, de raíces cúbicas y cuadradas, de puntos y de líneas.

No cambiara Anatolio sus cuadernos algebraicos y geométricos por los cuadernos de poeta ninguno vivo; y no cambiara los manuscritos originales de su maestro por los del propio Alghieri, si alguien le propusiera el trueque. Como todo tiene sus contras, aquel vivir en perpetua relación con los astros, había hecho del joven un hombre perfectamente inútil para la vida terrenal.

A tropezones andaba por la tierra Anatolio. Del vivir práctico no se le alcanzaba palabra. Afortunadamente, en lo que toca á bienandanzas materiales se conformaba con tan poco que podía dejarlo en cero. Su mezquino sueldo bastaba á las necesarias urgencias. Siéndole igual que fuera dura ó blanda la cama y blandos ó duros los garbanzos del cocido diario, siempre hallaba quien, por módico estipendio, diese alojamiento á su persona; y siéndole iguales también el corte y la condición de las ropas, tampoco le era difícil hallar sastre en razones de economía.

Después de todo, ¿qué se le daba á él de terrenas comodidades? Él casi no pertenecía á la tierra. Era un sujeto sideral encadenado á nuestro mundo por equivocación.

Pero su cadena le permitía ascender á la torre del Observatorio. Una vez en ella podía volar, volar siempre, cada vez más alto. á lo alto miraba, sin bajar nunca los ojos á la tierra.

Un día los bajó.

Era un crepúsculo de Mayo. Anatolio atravesó la puerta del Observatorio y tomó rumbo hacia el Retiro.

Tarde primaveral aquella, hablaba á la sangre de remozamientos y á los nervios de voluptuosidad. Como oro en polvo cernían las hojas los rayos postrimeros del sol; un airecillo suave vibraba en la atmósfera, empapada en perfumes de flores y de hierbas; cantaban los pájaros sobre las ramas verdes, desprendíase de la tierra húmeda, un fuerte olor de engendramiento...

Anatolio, caído, mejor que sentado, en un banco, respiraba á pleno pulmón aquella atmósfera saturada de gérmenes; sus ojos seguían el picotear de dos mirlos que se cortejaban entre el césped; los jilgueros se enviaban de un árbol á otro amorosas endechas; en un estanque próximo roncaban su liviandad las ranas; dos mariposas se perseguían encima de un rosal.

Anatolio se había olvidado del cielo; no era el Anatolio de siempre. Una gran languidez fué apoderándose de su cuerpo, los brazos cayeron al largo, los ojos se entornaron, por los abiertos labios salían suspiros de placentera angustia. Ansias de algo desconocido, no gozado por él aun, se iban enseñoreando del mozo. Sin que él se diera cuenta su boca pronunció esta palabra: Amor.

Crujieron las ramas, y un grupo de muchachas apareció enfrente de Anatolio. Última de todas era una, que frisaría en los veinte años. Morena de tez, negra de ojos, con mucha sangre en los labios y mucha gracia en el andar, pasó por frente del astrónomo.

Este se alzó del banco y maquinalmente echó tras la muchacha.

Al ruido de los pasos de él, volvió ella la cabeza, y el idilio empezó.

Idilio de pájaros pobres, que la necesidad de ganarse la vida interrumpía con paréntesis largos.

La muchacha era modista de sombreros. Únicamente á la salida del taller podía encontrarla Anatolio para acompañarla media hora y dejarla en el portal de su casita humilde.

Para desquitarse de la homeopática entrevista tenían los domingos.

Y se desquitaban en las mismas poéticas alamedas donde se conocieron. Se desquitaban con largos apretones de manos, con besos furtivos, con diálogos que suplían la brevedad del ósculo. Sólo que tan dulces desquites, hallaban dique en la vigilancia extrema de la madre y en una hermana solterona que, por el despecho de la soltería definitiva, se había declarado, en punto de amores ajenos, la propia rigidez.

El astrónomo se casó.