El sabor de la tierruca: 10

El sabor de la tierruca
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X: Los humos de Nisco​
 de José María de Pereda


Nisco llegó a casa de Pablo después que éste había entrado en la de don Juan de Prezanes. Subió el hijo de Juanguirle sin llamar, como era su costumbre, derecho al cuarto de su amigo. Al pasar por delante de la puerta de la sala, oyó que le decían desde el fondo de ella:

-Pablo ha salido.

Era la voz de María. Conociola el mozo, retrocedió dos pasos y se colocó en el hueco de la puerta, sombrero en mano, enfrente de la joven que cosía sentada cerca del balcón.

-En ese caso -dijo Nisco algo atarugado y después de hacer una exagerada reverencia-, me marcharé.

-Si no quieres esperarle... -añadió María, respondiendo a la reverencia con una sonrisa.

-Pues le esperaré, ya que usted se empeña, -replicó Nisco. Y se sentó, con mucho tiento y grave parsimonia, en la silla más cercana.

María volvió a sonreírse, y continuó cosiendo.

Nisco, con el sombrero en la diestra y ésta sobre la rodilla, atusándose el pelo con la otra mano... no tuvo por entonces más que decir; pero, en cambio, clavó la vista de sus ojos negros, un tanto dormilones, en María; y largo rato estuvo como hechizado, viendo aquellas manos, blancas y rollizas, pasar y repasar la aguja, y estirar la seda para afirmar la puntada; el brillo de aquel abundoso pelo negro; la transparencia de aquel cutis de rosa; la luz de aquellos ojos húmedos, y, en suma, el palpitar, apenas perceptible, de toda aquella riqueza escultural, a cada movimiento del ágil brazo.

Digo yo que todas estas cosas contemplaría Nisco, porque, según la expresión que brillaba en sus ojos, más bien parecía sorber con ellos a la joven que mirarla. De vez en cuando echaba ésta una ojeada firme y serena al mozo; y entonces el hijo del alcalde de Cumbrales no cabía en la silla.

Iban así corriendo los minutos, y Pablo no venía ni se marchaba Nisco, ni entre éste y María se cruzaba una palabra. Don Pedro estaba en el portal en plática con don Valentín, que había ido a visitarle «por un motivo muy urgente», al decir del veterano; y su señora andaba disponiendo el agasajo con que habían de celebrarse las paces consabidas, si don Juan aceptaba la invitación que se le había hecho. De manera que los actores de la sala no podían esperar de afuera incidentes que rompieran la monotonía de la escena: tenían que romperla ellos mismos, si no la hallaban muy divertida.

Quizá pensando así, dijo, al cabo, María mientras examinaba el largo pespunte que acababa de hacer, deslizando la tela entre los dedos de sus manos:

-Y ¿cómo vamos de lecciones, Nisco? ¿Adelantas mucho?

Ya ve el lector que no podía decirse menos que esto tras un espacio tan largo de silencio.

-No tanto como yo quisiera, -respondió Nisco mal y a trompicones, por lo mismo que tenía empeño en responder al caso y con voz bien afinada. Faltábale el hábito de hablar con señoras y bajo cielo-raso, y esto ofrece gravísimas dificultades cuando se trata de soltar de pronto la voz, una voz ajustada al diapasón de la naturaleza agreste, en un centro reducido y sonoro y delante de una dama a quien se desea agradar.

María, sin fijarse gran cosa en los desentonos de Nisco, volvió a decirle:

-Es algo rara esa afición que te ha entrando de pronto a esas cosas.

-Rara ¿eh? -contestó el mozo, más atrevido ya y menos desplomado- ¿Cree usted que es rara? Pues quizaes lo sea, si bien se mira... Y quizaes no, por otra parte.

-Ahora sí que no lo entiendo, Nisco, -díjole María riéndose muy de veras.

-Pues yo le diré a usted -añadió el mozo muy animado con la regocijada actitud de su interlocutora.- Para el oficio que traigo, no es mayormente al auto el pulimento que deseo en el porte y genial de la persona, si uno ha de estar de sol a luna, fijo en la brega del campo, sin más aquél de cubicia que lo que tiene a la vera; pero si, pinto el caso, al hombre, por su luz natural o roce con quien la tenga, no le basta eso solo..., y quiere, es un decir, quiere..., vamos, valer algo más de lo que vale, bien séase por la fantesía del valer o por tomar alas con qué volar un poco... porque sienta allá dentro... vamos, quien se lo mande, como el otro que dice... en fin, señorita, el saber no ocupa lugar; y yo quisiera, si no ofendo, saber algo más de lo que sé, por valer algo más de lo que valgo.

-Bien pensado está todo eso -replicó María muy afable;- pero algún motivo especial habrá para que tan de repente te haya entrado ese deseo.

-Pues ya se lo he dicho a usted; y si es cierto el refrán de «no con quien naces, sino con quien paces...».

-¿Luego, tu frecuente trato con Pablo es la causa de todo?

-Puede que lo sea, -respondió Nisco, contoneándose en la silla y atusándose mucho el pelo.

-Pero ¿cómo ese deseo no te ha asaltado hasta ahora, siendo así que a mi hermano le tratas desde niño?

Con esta pregunta le entró al mozo tal hormigueo, que en un buen rato no le dejó sosegar.

-Consiste eso, señorita -logró responder al fin, aunque a tropezones,- en que los tiempos, al respetive que corren, van cambeando... y, por otra parte, los ojos de la cara no lo ven todo de un golpe.

-¿Es decir que los tuyos han visto, de poco acá, algo que no habían visto antes?

-¡Cátalo ahí! -exclamó Nisco, sudando de congoja y medio turulato.

-Pues a eso quería yo venir a parar -añadió la joven, como si se gozara en la angustia del aldeano.- Es decir que porque ahora ves algo que antes no has visto, deseas valer más de lo que valías?

-¡Eso, eso! -grito aquí el mocetón, rojo, cárdeno y amarillo, todo a la vez.

-Pues mira tú cómo la gente se equivoca en la mitad de lo que piensa -añadió María, esgrimiendo ya con verdadera saña, contra el acorralado galán, las armas de su travesura, que aunque no eran muchas, en el desapercibido e inerme muchachón causaban heridas tremendas:- yo te creía el mozo más feliz de Cumbrales, con una novia tan hermosa como Catalina; tan conveniente para ti...

Estas palabras fueron para Nisco un golpe en mitad de la nuca. Tardó en volver del atolondramiento en que cayó; pero volvió al fin, remilgose y dijo:

-Relative a este punto, crea usted que hay sus mases y sus menos.

-Ya lo supongo por lo que has hecho; pero precisamente en eso que has hecho está lo que no se comprende. Catalina es la mejor moza de la comarca.

-Esa fama tiene, -respondió Nisco con desdén.

-Y bien merecida. Cuéntanla muy enamorada de ti.

-Bien pudiera ser, -dijo el rústico galán, con una sonrisilla vanidosa en que se pintaba la alta idea que de su propio valer tenía el hijo de Juanguirle.

Sonriose también María, y continuó:

-Es rica entre las de su clase.

-No diré que no lo sea.

-Tiénenla por hacendosa.

-Pshe...

-Y es lista y de mucho juicio.

-Podrá ser.

-Pues si todo eso es Catalina, ¿dónde puedes haber visto tú cosa que más valga ni que más te convenga?

Otro golpe en la nuca para Nisco.

-Onde está quien más vale que Catalina -logró decir el mozo,- bien lo sé yo. Si me conviene o no me conviene más que la otra, también lo sé... Si se me dirá que sí o se me dirá que no... ahí está el ite de la cosa; porque, hablando en verdá, si la merezco o no la merezco, caso es de pleitearse mucho.

-Eso prueba, Nisco, que has puesto los ojos muy en alto.

-Confieso que sí; pero sin culpa mía, porque los ojos se van detrás de lo que apetecen, sin pedirle al hombre su parecer. Lo que decir puedo es que, desde que vi eso tan alto, ando buscando el modo de subir allá, siquiera para decir «aquí estoy», en la solfa en que debe decirse; cosa que al presente no sé... ¡Que si lo supiera!...

Interesábale tanto a la joven la conversación en que se había empeñado con el bueno de Nisco, que ya no cosía. Apoyando sus brazos en la almohadilla que sobre sus rodillas tenía, jugueteaba con la tijera y mordía una hebrita de seda, cuyo extremo suelto asomaba húmedo entre sus labios frescos y rojos; miraba al mozo con no disimulada curiosidad, y estudiaba en él las impresiones que iba causándole el interrogatorio a que le tenía sometido; interrogatorio que acaso no hallen del todo verosímil las damas del mundo elegante (si entre ellas las hay con el mal gusto de leerme), la crítica superficial, y cuantos desconocen el modo de ser de estas gentes montañesas. En pueblos como Cumbrales, se sabe en cada casa lo que ocurre en las demás; y en salones como el de don Pedro Mortera, donde la familia cose y habla y reza, muy a menudo se oyen relatos harto más insubstanciales y pesados que la amorosa cuita del hijo del alcalde; porque allí van los pobres a llorar las suyas; los atropellados a pedir consejos... y más de una vecina a remendar la saya o a que le corten una chaqueta o le escriban una carta para el hijo ausente. Además, los unos son colonos de la casa, otros han servido en ella, y todos se codean en la iglesia, en la calle o en el concejo. De esta mancomunidad de intereses y de afectos, nace la íntima cohesión, algo patriarcal, que existe entre todas las jerarquías de un mismo pueblo; cohesión que, no por ser fecunda en ingratitudes, rencillas y disgustos, deja de existir en lo principal, afirmada en el inquebrantable respeto de los de abajo a los de arriba, y en la cordial estimación de éstos a los de abajo. Así se explica que María, con su genio parado, poco expansiva, y corta y desconfiada en su trato con gentes extrañas y de su esfera, aún sin el estímulo de la segunda intención que algún malicioso pudiera suponer en ella, se mostrase tan animosa y confiada con Nisco, a quien, además, estaba viendo en su casa desde que éste era muchacho.

Volviendo ahora al interrumpido diálogo, sépase que a la vehemente, apasionada y casi dramática exclamación del romántico hijo de Juanguirle, contestó María, mirándole de hito en hito:

-También ese propósito es juicioso y no deja de favorecerte mucho; y tanto podías estirarte tú, que a poco que ella se bajara...

-¿Cree usted que se bajaría? -preguntó Nisco anheloso, corriéndose una silla más hacia la joven.

-Hombre, de todo se ha visto en el mundo -contestó María, parándole con el fulgor de sus ojos rasgados-. Pero se me figura a mí que para que ella se baje todo lo que es necesario, y por mucho que lo desee, hay un inconveniente muy grande y muy difícil de vencer para ti. Puede creer esa persona que te llevan hacia ella miras interesadas. Esto, por de pronto. Después... y aquí está lo grave, Nisco: si dejaste de la noche a la mañana a Catalina, que tanto vale y tanto te quería, ¿cómo haces creer a..., esa otra persona que la quieres más que a Catalina?

Aplanó al mozo este argumento. Meditó unos instantes, y replicó:

-La verdá es que si no se me cree por mi palabra o no se me mandan los imposibles, para que, haciéndolos yo, se vea la buena ley del querer...

Sonriose María y atajó al mozo de esta manera:

-Te advierto, Nisco, que nos hemos colocado en el peor de los casos imaginables. Bien pudiera ella no reparar en tales tropiezos; y eso nadie lo sabrá mejor que tú que la conoces. Todo depende del carácter y de los humos que tenga esa señora..., porque yo creo que es una señora, por la altura en que la has puesto.

-¡Vaya si lo es, caramba! -exclamó Nisco, con una delectación indescriptible.

-Y..., ¿la has hablado alguna vez? -preguntó María con un poquillo de cortedad.

Aquí le entró a Nisco el hormigueo de otras veces; volvió a ponerse tricolor, volteó el sombrero entre las manos, se atusó luego el pelo, carraspeó mucho, y dijo al fin, con voz ronquilla y destemplada, porque el corazón le daba en el pecho cada porrazo que le aturdía:

-¿Que si la he hablado?... Muchas veces... Miento: ninguna..., es decir, para que el diablo no se ría de la mentira: hablarla de veras, una sola.

-Pues mira, ya es algo eso. Y ¿qué cara te puso cuando la hablaste de veras?

-¡Como el sol de los cielos, porque así es la suya!

-¿Dijístele algo de lo que deseabas?

-Yo creo que sí..., o puede que no, aunque pretender, pretendilo; pero le entran a uno en esos trances tales congojas y malenconías, y unos trasudores, y siéntense unas ansias en el pecho, y pónense unas telas en los ojos, que por aquí va el hombre con la palabra, y por allá va el su pensamiento.

-Con tal que ella te entendiera... ¿Sabes tú si te ha entendido?

Trocose en fuego la timidez de Nisco, y respondió impetuoso:

-Diera este brazo por saber que sí; que tal me miraron sus ojos y tal me habló con su boca, que luceros de la noche y sinfonías de la gloria me parecieron. ¡Qué señales fueran mejores de que lo alto se abajaba!

-¿Conózcola yo, Nisco?

-¡Como al mesmo personal de usted!

-Pues, hombre, para lo poco que falta ya dime quién es.

Quedose aquí Nisco como quien ve visiones, con los ojos encandilados, la boca abierta, cárdeno el semblante y creo que hasta sin pulsos.

En esto se oyó ruido en el corredor, y Ana y Pablo entraron en la sala un instante después. Ana llegó a ver la escena tal como quedó a la última palabra de María. Pablo, al reparar en su amigo, le preguntó:

-¿Me esperabas, eh?

-No... sí... digo, creo que no... es decir, puede que sí, -respondió Nisco.

-¡Hombre, parece que estás atolondrado! Pues mira -añadió Pablo mientras Ana y María se abrazaban y salían juntas al balcón-, perdona por esta tarde, que estoy muy ocupado, y vuélvete a la noche un rato, como de costumbre... si quieres.

Nisco, que necesitaba aire fresco, despidiose y salió de la sala hecho un palomino. Junto a la escalera halló a don Juan de Prezanes que subía con su compadre, el cual llamaba a su mujer a voces para avisarle la llegada del amigo. Cerca de la portalada alcanzó el mozo a don Valentín, que iba a salir también. El veterano, mientras zarandeaba el casaquín y se sonaba las narices con ímpetu, gruñía y murmuraba. Nisco le oyó decir con ira, mientras levantaba el picaporte del postigo:

-¡Sabandijas!... ¡Servilones!...

No fue Nisco en derechura a su casa: estuvo oreándose la cabeza y los pensamientos largo rato por brañas y callejos. Pasando por una encrucijada, vio venir a Catalina. Irguiose altivo al emparejar con ella, y observó que traía la cara más risueña y el andar más resuelto que horas antes.

Y díjole la moza al cruzarse con él:

-¡Híspete; pavo, que ya te pelarán!

A lo que respondió Nisco, mirándola por encima del hombro:

-Taday... ¡Probeza!...

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