El sabor de la tierruca: 01

El sabor de la tierruca
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I: El escenario​
 de José María de Pereda


La cajiga aquella era un soberbio ejemplar de su especie: grueso, duro y sano como una peña el tronco, de retorcida veta, como la filástica de un cable; ramas horizontales, rígidas y potentes, con abundantes y entretejidos ramos; bien picadas y casi negras las espesas hojas; luego otras ramas, y más arriba otras, y cuanto más altas más cortas, hasta concluir en débil horquilla, que era la clave de aquella rumorosa y oscilante bóveda.

Ordinariamente, la cajiga (roble) es el personaje bravío de la selva montañesa, indómito y desaliñado. Nace donde menos se le espera: entre zarzales, en la grieta de un peñasco, a la orilla del río, en la sierra calva, en la loma del cerro, en el fondo de la cañada... en cualquier parte.

Crece con mucha lentitud; y como si la inacción le aburriera, estira y retuerce los brazos, bosteza y se esparranca, y llega a viejo dislocado y con jorobas; y entonces se echa el ropaje a un lado y deja el otro medio desnudo. Jamás se acicala ni se peina; y sólo se muda el vestido viejo, cuando la primavera se le arranca en harapos para adornarle con el nuevo; le nacen zarzas en los pies, supuraciones corrosivas en el tronco, musgo y yesca en los brazos; y se deja invadir por la yedra, que le oprime y le chupa la savia. Esta incuria le cuesta la enfermedad de algún miembro, que, al fin, se le cae seco a pedazos, o se le amputa con el hacha el leñador; y en las cicatrices, donde la madera se convierte en húmedo polvo, queda un seno profundo, y allí crecen el muérdago y el helecho, si no le eligen las abejas por morada para elaborar ricos panales de miel que nadie saborea. Es, en suma, la cajiga, un verdadero salvaje entre el haya ostentosa, el argentino abedul, atildado y geométrico, y el rozagante aliso, con su cohorte de rizados acebos, finas y olorosas retamas, y espléndidos algortos.

Pero el ejemplar de mi cuento era de lo mejorcito de la casta; y como si hubiera pasado la vida mirándose en el espejo de su pariente la encina, parecíase mucho a ella en lo fornido del cuerpo y en el corte del ropaje.

Alzábase majestuoso en la falda de una suavísima ladera, al Mediodía, y servíale de cortejo espesa legión de sus congéneres, enanos y contrahechos, que se extendían por uno y otro lado, como cenefa de la falda, asomando sus jorobas mal vestidas y sus miembros sarmentosos, entre marañas de escajos y zarzamora.

Más fino lo gastaba el gigante, pues asentaba los pies en verde y florido césped, y aun los refrescaba en el caudal, siempre abundante y cristalino, de una fuente que a su sombra nacía, y que el ingenio campesino había encajonado en tres grandes lastras, dejando abierto el lado opuesto al que formaba la natural inclinación del terreno, para que saliera el agua sobrante y entraran los cacharros a llenarse de la que necesitaban.

Al otro lado del tronco, no más distante de él que la fuente, habíase cavado ancho y cómodo peldaño, capaz de seis personas, que la fertilidad natural del suelo revistió bien pronto de verde y mullido tapiz. Desde aquel asiento, lo mismo que desde la fuente, podía la vista recrearse en la contemplación de un hermoso panorama; pues, como si de propio intento fuese hecho, la faja de arbustos se interrumpía en aquel sitio, es decir, frente de la cajiga, de la fuente y del asiento, un gran espacio.

En primer término, una extensa vega de praderas y maizales, surcada de regatos y senderos; aquéllos arrastrándose escondidos por las húmedas hondonadas; éstos buscando siempre lo firme en los secos altozanos. Por límite de la vega, de Este a Oeste, una ancha zona de oteros y sierras calvas; más allá, altos y silvosos montes con grandes manchas verdes y sombrías barrancas; después montañas azuladas; y todavía más lejos, y allá arriba, picos y dientes plomizos recortando el fondo diáfano del horizonte.

Subiendo sin fatiga por la ladera, y a poco más de cincuenta varas de la fuente, de la cajiga y del asiento, se llega al borde de una amplísima meseta, sobre la cual se desparrama un pueblo, entre grupos de frutales, cercas de fragante seto vivo, redes de camberones, paredes y callejas; pueblo de labradores montañeses, con sus casitas bajas, de anchos aleros y hondo soportal; la iglesia en lo más alto, y tal cual casona, de gente acomodada o de abolengo, de larga solana, recia portalada y huerta de altos muros.

A su tiempo sabrá el lector cuanto le importe saber de este pueblo, que se llama Cumbrales. Entre tanto, hágame el obsequio de subir conmigo al campanario, en la seguridad de que no ha de pesarle la subida. Y pues acepta la invitación, vamos andando.

Ya estamos en el porche de la iglesia. ¿Te llama la atención el pórtico? Es bizantino: hay muchos como él en la Montaña. Lo restante del templo es trasmerano puro, y a retazos y por obra de misericordia. Entremos en él. Pobreza como afuera, y el mal gusto propio de la rustiquez de estas gentes. La Virgen con bata, lazos y papalina; un Santo Cristo, no mala escultura, con zaragüelles; los soldados de la pasión, con botas y gregüescos; junto al Sagrario, ramos de papel dorado; y en las columnas de los altares, no malos ciertamente, litografías colgadas. (La intención ve Dios más que las obras). Un coro postizo, labrado a hachazos, y una mala escalera para subir a él; desde el coro, otra, de dos tramos y al aire, para subir al campanario. Valor... ¡y arriba! Ya llegamos.

La altura del observatorio nos permite examinar el paisaje en todas direcciones. ¡Hermoso cuadro, en verdad! La meseta llega, por el Oeste, a la zona de sierras, y con ellas se funde cerrando la vega por este lado. En el recodo mismo que forman la meseta y la sierra al unirse, hay otro pueblo, recostado en la vertiente y estribando con los pies en aquel extremo de la vega.

El nombre le cae a maravilla: Rinconeda.

Le envuelven por los flancos y la espalda espesos cajigales y castañeras, que hacia la parte de Cumbrales se desvanecen en la faja de arbustos ya descrita. Al Este, mengua la meseta, declina suavemente; y cargada de caseríos, huertos y solares, se agazapa y desaparece en el llano de la vega, la cual continúa en rápida curva hacia el Noroeste, con su barrera de montañas, bajas y redondas desde Oriente a Norte. Entre las barriadas de Cumbrales, llosas abrigadas; en el suave declive occidental de la meseta, brañas, turbas y junqueras; y en la llanura, otra vez prados y maizales, y el río, que, corriendo de Poniente a Levante, los recorta y hace en el valle un caprichoso tijereteo, mientras se bebe en un solo caño los varios regatos que vimos deslizarse al otro lado de la vega. Más allá del río y de las mieses, sierras y bosques; entre ellos y sobre los cerros cultivados, pueblecillos medio ocultos, en alegre anfiteatro, y caseríos dispersos; y por límite de este conjunto pintoresco y risueño, las montañas que vuelven a crecer y cierran la vasta circunferencia al Oeste, donde se alzan, en último término, gigantes de granito coronados de nieve eterna, como diamante colosal de este inmenso anillo.

A la parte de allá de la sierra que domina y asombra a Rinconeda, está la villa, de la cual se surten los pueblos que vemos, de lo que no sacan del propio terruño. En frente, es decir, a este otro lado y allende las montañas, está la ciudad. Hay más de seis leguas entre ésta y la villa. Por último, detrás de esa gran muralla del Norte se estrecha el Cantábrico, camino de la desdicha para la mitad de la juventud de esos pueblos, tocada de la manía del oro, que se imagina a montones al otro lado de los mares.

En la aldea en que nos hallamos abundan los viejos, anochece más tarde y amanece más temprano que en el resto de la comarca. Hay alguna razón física que explica lo primero por las mismas causas de lo segundo; es decir, por lo elevado de la situación del pueblo. Pero es el caso que los naturales de él han querido hacer de estas ventajas un título preeminente, así como de ser sus mozas excelentes cantadoras, y sus mozos, amén de apuestos, incansables bailadores, y diestros, sobre toda ponderación, en tocar las tarrañuelas; y como acontece que en el pueblo que está situado en el rincón de la vega, entre ésta, la sierra y la vertiente de la meseta, anochece a media tarde, menudean las tercianas, cantan las mozas como jilgueros y son los mozos grandes jugadores de bolos y muy capaces de alumbrar una paliza al lucero del alba, cátate que las dos aldeas vecinas viven siempre como el gato y el perro, en perpetuo desafío, en constante provocación y en continua burla. Porque, para colmo de contrariedades, las campanas de arriba son grandes y sonoras, al paso que las de abajo son chicas y están rajadas; en el pueblo en que nos hallamos hay dos casas de señores pudientes; en el otro no hay una siquiera; las mieses de Cumbrales son extensas, ricas y bien soleadas; las de Rinconeda frías y pequeñas; Cumbrales se administra por sí mismo, y tiene su alcalde, sus regidores, su juez municipal y su escuela pública, en toda regla; Rinconeda no tiene más que un pedáneo, porque es pobre fracción de un municipio cuya capital está dos leguas de lejos; su cabaña, si no ha de salir en verano del término propio, va cuando la llaman y adonde la llevan los que mandan en la confederación: al paso que la de arriba tiene su puerto, sus pastores, su toro y sus perros, y va y vuelve en días y horas fijos. ¡Y cómo va y cómo vuelve! Rozando casi las barbas de los vecinos de abajo, silbando los pastores, latiendo los perros y cencerreando el ganado, de intento voceado y apaleado entonces para que las reses corran y se atropellen, y de este modo sacudan de lo lindo los cencerros. Tómanlo a provocación los de Rinconeda, y vénganse propalando la especie de que ese lujo y otros tales hacen gastar al pueblo autónomo lo que no tiene, y vivir en perpetua trampa, como señor de pocas rentas y mucha fantasía.

Como Cumbrales está tan alto, no bien el ábrego (viento del Sur) arrecia, andan las tejas por las nubes y las chimeneas por los suelos, mientras los vecinos de Rinconeda, amparados del viento por la sierra, dicen (según la fama) sobándose las manos y pensando en los de arriba: -«¡Hoy sí que vuelan aquéllos!». Pero cesa el Sur, y comienza a llover a mares, y son verdaderas cascadas las laderas de la meseta y de la sierra, con lo cual cada calleja del otro pueblo es un torrente, y una isla cada casa; y dice la gente de arriba, acordándose del dicho tradicional y malicioso de los de abajo: -«¡Esta vez los barre el agua, por peces que sean!».

Así anda todo encontrado y a testerazos en estas dos aldeas vecinas, llenas, por lo demás, de gentes honradísimas, trabajadoras y apreciables. Pero si entre los inquilinos de una misma casa hay puntillos y rivalidades que encienden a menudo las iras y los odios, ¿qué mucho que suceda esto mismo y algo más entre dos pueblos montañeses que viven, como quien dice, en la misma escalera, y son de un mismo oficio y de la propia casta, y sólo se diferencian en que el uno tiene un palmo más de tela que el otro en el faldón de la camisa?

Y con esto, descendamos del campanario, pues he dicho bastante más de lo que pensaba y hace falta en el presente capítulo, y volvamos a la cajiga, que no a humo de pajas comencé por ella el relato; mas no sin advertir que se la llama en Cumbrales la Cajigona, lo mismo que al sitio que ocupa, que a la fuente y que al asiento a ella cercanos; es decir, que «agua de la Cajigona» se llama a la de aquel manantial; «vamos a la Cajigona» dicen los que se encaminan a sentarse a la sombra de ella, y «prados de la Cajigona» se denominan los que la circundan.

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