El sabor de la tierruca: 08

El sabor de la tierruca
-
VIII: Égloga

de José María de Pereda


Caminando Nisco de su casa a la de Pablo, como las callejas eran angostas y sombrías y convidaban a meditar, andando, andando, meditaba y acicalábase el mozo, pues a ambas cosas era dado, como soñador y presumido que era; y ¡vaya usted a saber por dónde volaba su imaginación mientras se atusaba el pelo con la mano y observaba la caída de las perneras sobre los zapatos, y estudiaba aires y posturas, sonrisas y ademanes!

A lo más angosto de la calleja llegaba, punto extremo de la parte recta de ella, paso a paso, mira que te mira el propio andar y soba que te soba el pelo, cuando topó cara a cara con Catalina, la moza más apuesta y codiciada de Cumbrales. Pareja tan gallarda como aquélla, no podía hallarse en diez leguas a la redonda. Si él era el tipo de la gentileza varonil y rústica, ella era el modelo correcto de la zagala ideal de la égloga realista. Y, sin embargo, a Nisco no le gustó el encuentro, y hasta le salió a la cara el desagrado en gestos que devoraron los negros y punzantes ojos de Catalina.

Con voz no tan firme como la mirada, dijo al mozo, cuando le vio delante de ella vacilando entre echarse a un lado para dejar el paso libre, o detenerse para cumplir con la ley de cortesía:

-Si fuera la calleja tan ancha como el tu deseo, bien sé que los mis ojos te perdieran de vista ahora.

-Supuestos son esos, Catalina -respondió Nisco de mala gana- que pueden venir... o no venir al caso.

-Hijo, lo que a la cara salta, de corrido se lee.

-Si a ese libro vamos, de ti pudiera yo decir lo mesmo, Catalina.

-Abierto le llevo, es verdad, pero no leerás en él cosa que me afrente.

-Ninguna ventaja me sacas al auto.

-Eso va en conciencias.

-La mía está como los ampos de la nieve.

-Entonces ¡Virgen santa! -exclamó Catalina llevándose hasta la boca las manos entrelazadas-, ¿qué color tienen los corazones falsos y traidores?

-Si por el mío lo preguntas, cuenta que te equivocas, -respondió Nisco fingiendo mal el aplomo que le faltaba.

-¿Conque me equivoco? ¿Conque tu corazón no es falso? ¿Conque no se apartó del mío de la noche a la mañana?

-Ninguna escritura habíamos firmao tú y yo.

-¿De cuándo acá necesita escrituras el querer con alma y vida, trapacero y engañoso? ¿Qué más escritura que el sentir de la persona? Desde que sé pensar, para ti ha sido día y noche el mi pensamiento; cortejantes me rondaron sin punto de sosiego... bien sabes tú que ninguno fue capaz de quebrantar la mi firmeza; y si la cara me lavaron a menudo por vistosa, por ser yo prenda tuya no tomé a embuste las alabanzas. Bienes tiene mi padre que han de ser míos: no dirás que por cubicia de los tuyos te perseguí. Señor fuiste de mi voluntad; y con serlo y todo, nunca en mi querer vistes obra que no fuera honrada y en ley de Dios... ¿Qué mejor escritura de mi parte? Y si no me engañabas cuando tanta firmeza me prometías, ¿por qué hace tiempo que de mí te escondes?, y si para mirarme a mí te puso Dios los ojos en la cara, como tantas veces me dijistes, ¿por qué no cegaron desde que no me miran? Si para mí eras en el porte la gala de Cumbrales, ¿para quién son ahora las prendas con que te emperejilas hasta para ir al monte?

Agobiado parecía Nisco bajo este capítulo de cargos; y, sin duda por no tener su causa buena defensa, sólo pudo contestar, atarugado y de muy mala gana, estas palabras:

-Hay mucho que hablar al auto, Catalina.

-¡Mucho que hablar! -repuso Catalina entre admirada y afligida- ¿Para cuándo lo dejas, falso? ¿Qué menos consuelo has de darme que la razón de lo que has hecho?

-Ahora voy muy de prisa... Mañana o el otro...

-Sí, vete, fachendoso; vete a tomar aires de señorío, que han de caerte como arracada en oreja de mulo. ¡Ay, Nisco! No le pido a Dios más sino que sea verdad lo que se corre.

-¿Qué se corre? -preguntó Nisco más colorado que un tomate.

-No quiero decírtelo, porque no te acabe de sofocar el sonrojo, que ya cerca te anda.

-¡Yo no tengo nada que me abichorne, sepástelo!

-Si tienes o no, el tiempo lo dirá, y allá te espero.

-Pues vete asentándote ya.

-¡Sube, sube, que chimeneas más altas han caído!

-Valiérate más mirar por lo tuyo, Catalina, que meterte en la hacienda del excusao... Y ya que me haces hablar, direte que bien poco había que fiar de tus quereres, cuando, por volver yo la espalda, estás dando cara a otro... Y de Rinconeda, para mayor inominia.

-Es verdad; uno de allá me pretende desde que tú me dejaste, y hasta sé que va a pedirme.

-Pues dile que sí, y con eso tendrás todo lo que necesitas. Yo no he de ponerte para, que fenecida eres por lo que me toca.

Este brutal alarde de desdén produjo en Catalina el efecto de una puñalada.

-Lo que yo necesito, Nisco, para mi venganza -contestó, con los ojos arrasados en lágrimas,- son dos corazones, o no haber querido nunca con el que tengo.

Y como, al hablar así, la ahogaran los sollozos, se llevó el delantal a la cara y apoyó el hermoso busto contra la pared.

Nisco intentó decir algunas palabras en disculpa de lo que tan mal efecto produjo en Catalina; pero no acertando a coordinar una mala frase de consuelo, cortó por lo sano largándose a buen andar.

No se sabe, a punto fijo, adónde iba Catalina cuando se encontró con Nisco; pero está fuera de duda que, no bien le perdió de vista en la solemne ocasión mencionada, retrocedió presurosa, y, andando, andando, llegó a una casita, punto más que choza, baja, muy baja, pobre, muy pobre, arrimada, como de misericordia, al paredón más alto de unas ruinas antiquísimas, sin dueño conocido, que poco a poco se iban desmoronando, hacia el extremo occidental de Cumbrales.

Fuera de la casuca, junto a su puerta entreabierta, y sentada en un canto arrimado a la pared, estaba una vieja, flaca y apergaminada, acabando de remendar, a duras penas, por falta de vista y de pulso, un refajo negro con hilo blanco teñido en el sarro de una sartén que en el suelo yacía boca abajo.

En uno de mis libros he dicho yo que no hay en la Montaña una aldea sin su correspondiente bruja. Pues la vieja de quien voy hablando era la bruja de Cumbrales. Temida de los más y aborrecida de muchos, raro era el día sin quebranto para la pobre mujer: unas veces porque con sus artes no hacía los imposibles que se le pedían; otras porque se la creía causante de todo lo malo que acontecía en el lugar. Así es que vivía de milagro, porque lo era, y grande, vivir, como ella, de limosna, con semejante fama, tantos años encima y tales tratamientos. ¡Qué diferente vida la que pasó con su marido! Entonces trabajaban unas tierras, tenían una vaca y moraban en buena casa en el mejor de los barrios. Alternaban en todo trato lícito y honrado con sus convecinos, y hasta eran, él por lo diestro en encambar carros, y ella por lo famosa en preparar el lino, muy solicitados y bien retribuidos de las gentes. Pero, a lo mejor de la vida, acabose la del hombre, de la noche a la mañana; y ya bien entrada en años la mujer, sola y sin valimiento, tuvo que dejar la poca labranza que trabajaba y buscar un agujero en qué albergar el achacoso cuerpo, hasta que la última enfermedad le abriera la sepultura. Halló la casuca solitaria que la muerte de otro pobre, tan pobre y desvalido como ella, había dejado abandonada; y allí se metió con el mísero ajuar que le quedaba. Mientras pudo trabajar, como obrera ganaba la borona que comía; pero agobiáronla los achaques, y tuvo que vivir de limosna. En la Montaña no se muere nadie de hambre: esto es sabido y probado, porque el más miserable parte un mendrugo con el vecino que carece de él; pero ni en la Montaña ni en región alguna del mundo, engorda la limosna a quien de ella vive, por abundante que sea. Hay siempre en el corazón humano fibras indómitas a prueba de virtudes, y raro es el bollo regalado que no produce un coscorrón al hambriento.

Como según el tiempo iba pasando íbase la buena mujer enflaqueciendo, y sólo se la veía en el lugar para pedir limosna en casa de don Pedro Mortera o en la de don Juan Prezanes, para ir a misa cada día de fiesta, o de paso para la villa, adonde hacía también sus excursiones a menudo, y como no se concibe entre las gentes campesinas una mujer vieja, flaca y encorvada, sola, pobre y taciturna, sin tratos con el demonio, cata a la de mi cuento, de la noche a la mañana, bruja con todas sus consecuencias, sin lo que el supuesto no tendría maldita la gracia. Dieron en morirse muchas gallinas en aquel entonces y en faltar otras del gallinero; alguien vio plumas junto a la choza de la pobre mujer; y esto bastó para que, creyendo a la bruja aficionada al averío, la llamaran las gentes de Cumbrales la Rámila; el cual mote le quedó por nombre... también con todas sus consecuencias.

No era Catalina de las más supersticiosas del lugar, ni, en su opinión, tan mala la bruja como las gentes creían: sobraba entendimiento a la buena moza para no tragar los absurdos vulgares como pan bendito; pero faltábale instrucción y era aldeana, y, por ende, llegaba hasta dejar las cosas en «veremos», lo cual era rayar muy alto en la materia. Quiero decir con esto que al acercarse a la Rámila, impávida y resuelta, iba tan lejos de tenerla por santa, como por confidente del demonio.

Llevábala a casa de la bruja no la reflexión, sino un vértigo del espíritu, obra del reciente choque de su pasión generosa con el desdén brutal de Nisco. Sentía el dolor de la herida en lo más hondo del corazón, y buscaba algo que debía de haber para calmarle, aunque fuera el triste placer de la venganza. Sospechaba, pero no conocía, la verdadera causa del desvío de su novio, e ignoraba qué le dolía más, si el recelo de que otra mujer se le llevara, o el temor de perderle ella; qué era lo que con mayor urgencia necesitaba, si reconquistar el bien perdido, o hacer que la otra no le adquiriera para sí. En cualquiera de estos casos, ¿cómo, cuándo y por qué camino, si no tenía otra luz para orientarse en el abismo en que se hallaba que el notorio desvío del ingrato? Filtros, adivinaciones, sortilegios, hechicerías por arte del diablo, noticias ciertas, consejos sanos por modo lícito y natural, y, en último extremo, ocasión de desahogo del pecho acongojado, casi en el secreto de la confesión... Todo esto, o mucho o algo de ello, podía encontrarse en la choza de la Rámila; y por eso iba Catalina al antro de la bruja; y por eso, cuando se halló delante de ella, no supo explicar lo que quería. Al último, refirió la historia de sus desventuras, que es por donde debió de haber empezado. Lloró mucho, y la Rámila la dejó llorar hasta que ya no hubo lágrimas en sus ojos ni quejidos en su pecho.

I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII - XIV - XV - XVI - XVII - XVIII - XIX - XX - XXI - XXII - XXIII - XXIV - XXV - XXVI - XXVII - XXVIII - XXIX - XXX