El rey de las montañas/VII
VII
John Harris
El Rey contemplaba su venganza como un hombre que lleva tres días en ayunas contempla una buena comida. Iba examinando uno por uno todos los platos; quiero decir, todos los suplicios; se pasaba la lengua por los labios secos, pero no sabia por dónde comenzar ni qué. escoger. Hubiérase dicho que el exceso de hambre le quitaba el apetito. Se golpeaba la cabeza como para que de ella le brotase algo; pero las ideas salían tan rápidas y tan apretadas, que era difícil coger una al paso.
—Hablad vosotros—gritó a sus súbditos—.
Aconsejadme. ¿Para qué serviréis si no sois capaces de indicarme algo? ¿Esperaré que el corfiota haya vuelto, o que Basilio eleve su voz desde el fondo de su tumba? ¡Encontradme, animales, un suplicio de ochenta mil francos!
El joven chibudgi dijo a su amo:
—Se me ocurre una idea. Tienes un oficial muer- to, otro ausente y un tercero herido. Saca sus plazas a concurso. Prométenos que quienes sepan vengarte mejor sucederán a Sófocles, al corfiota y a Basilio.
Hadgi—Stavros sonrió complacido a esta ocurrencia. Acarició la barbilla del muchacho y le dijo:
¡Eres ambicioso, pequeño! ¡Está bien! La ambición es el acicate del valor. ¡Aceptado el concurso!
Es una idea moderna, una idea de Europa; me gusta. Para recompensarte, darás tu parecer el primero, y si encuentras algo bueno, Basilio no tendrá otro sucesor que tú.
Quisiera dijo el muchacho arrancarle algunos dientes al milord, ponerle un bocado en la boca y hacerle correr embridado hasta que cayese de cansancio.
—Tiene los pies demasiado malos; caería al segundo paso. ¡A ver vosotros! Tamburis, Mustakas, Colzida, Milotis; hablad, os escucho.
— Yo — dijo Colzida le rompería huevos hirviendo bajo los sobacos. Ya probé esto en una mujerde Megara, y he pasado un buen rato.
— Yo—dijo Tamburis—lo tumbaria en tierra con un pedrusco de quinientas libras sobre el pecho.
Se saca la lengua y se escupe sangre; resulta bastante divertido.
— Yo— dijo Milotis le echaría vinagre en las narices y le clavaría espinas debajo. de todas las uñas. Se estornuda que es un encanto y no se sabe dónde meter las manos.
Mustakas era uno de los cocineros de la banda.
Propuso hacerme cocer a fuego lento. El rostro del Rey se iluminó.
El monje asistía a la conferencia y dejaba que hablasen sin dar su parecer. Sin embargo, se apiadó de mi hasta donde lo permitía su sensibilidad, y vino en mi auxilio hasta donde lo permitia su inteligencia.
— Mustakas — dijo es demasiado malo. Se puede muy bien torturar al señor sin quemarle vivo. Si lo alimentaseis con carne salada, sin permitirle beber, duraría mucho tiempo, sufriría mucho, y el Rey satisfaria su venganza sin incurrir en la de Dios.
Es un consejo desinteresado que os doy; nada va a reportarme; pero quisiera que do el mundo quedase contento puesto que el monasterio ha cobrado el diezmo.
—¡Oidme! — interrumpió el cafedgi. Buen viejo, tengo una idea mejor que la tuya. Condeno al señor a morir de hambre. Los demás pueden hacerle todo el daño que gusten; no seré yo quien lo impida.
Pero me pondré de centinela delante de su boca y cuidaré de que no entre ni una gota de agua ni una migaja de pan. Las fatigas redoblarán su hambre, las heridas encenderán su sed, y todo el trabajo de los demás resultará al cabo en provecho mio. ¿Qué dices tú, señor? ¿Está bien pensado y me darás la sucesión de Basilio?
—¡Idos todos al diablo! —dijo el Rey. ¡Razonariais con menos tranquilidad si el infame os hubiese robado ochenta mil francos! Llevadle al campamento y divertios con él. ¡Pero pobre del torpe que lo mate por imprudencia! Este hombre no debe morir más que a mis manos. Aspiro a que me reombolse en placer lo que me ha cogido en dinero. Verterá gota a gota la sangre de sus venas como un mal deudor que va pagando poco a poco.
No puede usted imaginarse, caballero, qué garfios siguen sujetando a la vida al hombre más desgraciado. Ciertamente, yo tenía hambre de morir, y lo que podía ocurrirme más favorable era acabar de un solo golpe. Sin embargo, algo se regocijó en mi al escuchar esta amenaza de Hadgi Stavros.
Bendije la prolongación de mi suplicio. Un instinto de esperanza se agitaba en el fondo de mi corazón.
Si un alma caritativa se hubiese ofrecido a saltarme la tapa de los sesos, lo hubiera pensado.
Cuatro bandidos me cogieron por la cabeza y por las piernas, y en medio de mis gritos me llevaron como un paquete a través del gabinete del Rey. Mi voz despertó a Sófocles, tendido sobre su miserable lecho. Llamó a sus compañeros, se hizo referir las noticias y pidió verme de cerca. Era un capricho de enfermo. Me echaron por tierra a su lado.
—Milord—me dijo—, muy abatidos estamos los dos; pero apuesto a que me levantaré antes que usted. Parece que ya están pensando en darme un sucesor. ¡Qué injustos son los hombres! ¡Mi puesto sacado a concurso! Pues bien, quiero concurrir también, y ponerme entre los demás. Usted declarará en mi favor y con sus gemidos hará ver que Sófocles no está muerto. Le atarán a usted por las cuatro extremidades, y yo me encargo de atormentarle con una sola mano tan gallardamente como el más sano de estos señores.
Para dar gusto al miserable, me ataron los brazos. Hizo que lo volvieran hacia mí, y comenzó a arrancarme los cabellos, uno a uno, con la paciencia y la regularidad de una depiladora de profesión.
Cuando vi a qué se reducia este nuevo suplicio, crei que el herido, apiadado de mi miseria y enternecido por sus propios sufrimientos, había querido sustraerme a sus compañeros y concederme una hora de respiro. La extracción de un cabello no es tan dolorosa, ni mucho menos, como la picadura de un alfiler. Los veinte primeros se marcharon uno tras otro sin que yo sintiese mucha pena, y les deseé cordialmente buen viaje Pero pronto fué preciso cambiar de nota. El cuero cabelludo, irritado por una multitud de lesiones imperceptibles, se inflamó. Una picazón sorda, después un poco más viva, por último intolerable, me corrió a lo largo de la cabeza. Quise llevarme a ella las manos; comprendi con qué intención me las había hecho atar el infame. La impaciencia acrecentó el daño; toda mi sangre afluyó a la cabeza. Cada vez que la mano de Sófocles se acercaba a mi cabellera, un estremecimiento doloroso se extendia por todo mi cuerpo. Mil picazones inexplicables me atormentaban los brazos y las piernas. El sistema nervioso, exasperado por todos los puntos, me envolvía en una red más dolorosa que la túnica de Deyanira. Me revolcaba en tierra, gritaba, pedía perdón, echaba de menos los palos sobre la planta de los pies. El verdugo tuvo piedad de mi cuando se le agotaron las fuerzas. Al sentir su vista turbada, su cabeza rendida y sus brazos fatigados, hizo un último esfuerzo, hundió su mano en mis cabellos, los cogió en un puñado y se dejó caer otra vez sobre su lecho, arrancándome un grito de desesperación.
—Ven conmigo—dijo Mustakas. Al lado del fuego decidirás si valgo tanto como Sófocles y si merezco ser teniente.
Me levantó como una pluma y me llevó al campamento, delante de una pila de leña resinosa y de maleza amontonada. Desató las cuerdas, me fué despojando de toda mi ropa hasta dejarme sin camisa y cubierto sólo por un pantalón.
— Tú serás mi pinche—dijo. Vamos a encender la lumbre y a preparar juntos la comida del Rey.
Encendió la hoguera y me tumbó en tierra, de espaldas, a dos pies de una montaña de llamas. La leña chisporroteaba; las chispas caían como granizo a mi alrededor. El calor era insoportable. Me arrastrẻ con las manos a alguna distancia; pero él volvió con una sartén y me empujó con el pie hasta el sitio en que me había colocado.
— Mira bien me dijo, y aprovecha mis lecciones. Aquí tienes la asadura de tres corderos; hay para alimentar á veinte hombres. El Rey elegirá los pedazos más delicados; el resto se lo distribuirá a sus amigos. Por el momento no estás tú entre ellos, y si gustas de mi cocina, será sólo con los ojos.
Pronto oi cómo se freia la carne, y este ruido me recordó que estaba en ayunas desde la vispera. Mi estomago se colocó entre mis verdugos, y conté con un enemigo más. Mustakas me ponía la sartén muy cerca; hacía lucir a mi vista el color apetitoso de la carne; removía bajo mis narices los perfumes incitantes del cordero asado. De repente se dió cuenta de que se le habia olvidado sazonarlo, y corrió en busca de sal y pimienta, dejando la sartén a mi buena voluntad. La primera idea que se me ocurrió fué sustraer algún pedazo de carne; pero los bandidos no estaban a más de diez pasos y me hubieran detenido a tiempo. «¡Si al menos — pensé para mi — tuviese todavía mi paquete de arsénico!» ¿Qué se habia hecho de él? No lo habia vuelto a poner en mi caja. Hundi mi mano en mis dos bolsillos, y saqué un papel sucio y un puñado de aquel polvo bienhechor, que debía salvarme acaso o, por lo menos, vengarme.
Mastakas volvió en el momento en que yo tenia la mano abierta encima de la sartén. Me cogió por el brazo, me clavó una mirada hasta el fondo de los ojos y me dijo con voz amenazadora:
— Sé lo que has hecho.
Mi brazo cayó desmadejado. El cocinero prosiguió:
Si; has echado algo en la comida del Rey.
— ¿Qué?
— Un conjuro. Pero no importa. Pobre señor, Hadgi—Stavros es mucho más brujo que tú. Voy a servirle su comida. Yo tendré mi parte, y tú no lo catarás.
—Buen provecho te haga.
EL REY DE LAS MONTAÑAS 15 Me dejó delante del fuego, recomendåndome a una docena de bandidos, que comian pan moreno con aceitunas amargas. Estos espartanos me hicieron compañia durante una hora o dos. Atizaban el fuego con tanta atención como si estuviesen cuidando a un enfermo. Si alguna vez procuraba yo arrastrarme un poco más lejcs de mi suplicio, gritaban:
—¡Ten cuidado; vas a resfriarte!
Y me empujaban hacia la llama, dándome fuertes golpes con palos encendidos. Mi espalda estaba cubierta de manchas rojas; mi piel se levantaba en ampollas abrasadoras; mis pestañas se encrespaban con el calor del fuego, y mis cabellos exhalaban un olor de cuerno quemado que apestaba; y, sin embargo, me frotaba las manos, al pensar que el rey comería mi guiso, y que en el Parnés ocurriría algo nuevo antes de que terminase el dia.
Pronto los convidados de Hadgi—Stavros volvieron a aparecer en el campo con el estómago lleno, la mirada viva y el rostro animado. «¡Alegraos ahora — pensaba yo—; vuestro gozo y vuestra salud caerán como una careta y maldeciréis sinceramente cada bocado del festin que os he sazonado!» La célebre Locusta ha debido pasar en su vida muy buenos cuartos de hora. Cuando se tiene alguna razón para odiar a los hombres, es bastante agradable ver a una criatura vigorosa que va, viene, ríe, canta, llevando en el tubo intestinal una semilla de muerte que debe crecer y devorarla. Es, poco más o menos, el mismo placer que experimenta un buen doctor a la vista de un moribundo cuando sabe cómo lo puede volver a la vida. Locusta practicaba la medicina en sentido inverso. y yo también.
Un tumulto singular interrumpió mis reflexiones, inspiradas por el odio. Los perros ladraron a coro, y sobre la esplanada apareció un mensajero sin aliento, con toda la jauría persiguiéndole de cerca. Era Dimitri, el hijo de Cristódulo. Algunas piedras lanzadas por los bandidos lo libraron de su escolta. De todo lo lejos que pudo, gritó:
¡El Rey! Tengo que hablar con el Rey!
Cuando estuvo a veinte pasos de nosotros, yo le llamé con voz doliente. Se quedó espantado al ver cómo me hallaba, y gritó:
¡Imprudentes! ¡Pobre muchacho!
Amigo Dimitri — le dije — —, ¿de dónde vienes?
¿Será pagado mi rescate?
1 De rescate se trata! No tema usted nada, traigo buenas noticias. ¡Buenas para usted; desdichadas para mí, para él, para ella, para todo el mundo! Es preciso que vea a Hadgi—Stavros. No hay un minuto que perder. Hasta mi vuelta no sufra usted que se le haga ningún daño: ¡ella moriría! ¿Lo entendéisvosotros? No toquéis al señor. Vuestra vida va en ello. El Rey os haria cortar en pedazos. ¡Llevadme ante el Rey!
El mundo está hecho de manera que todo hombre que habla como amo y señor está casi seguro de ser obedecido. Había tanta autoridad en la voz de este criado, y su pasión se expresaba en tono tan imperioso, que mis centinelas, asombrados y confusos, se olvidaron de retenerme junto al fuego. Yo me arrastrẻ a alguna distancia, y sobre la roca fria di un descanso delicioso a mi cuerpo, hasta la llegada de Hadgi—Stavros.
Este no parecía menos conmovido ni menos agitado que Dimitri. Me tomó en brazos como a un niño enfermo, y me llevó de un tirón hasta el fondo del cuarto fatal donde Basilio estaba sepultado. Me coloco sobre su propia alfombra con precauciones maternales; dió dos pasos atrás. me miró con una curiosa mezcla de odio y de piedad, y dijo a Dimitri:
Hijo mío, es la primera vez que habré dejado tal crimen impune. Ha matado a Basilio, pero esto no es nada. Ha querido asesinarme a mi misme: se lo perdono. ¡Pero el canalla me ha robado! ¡Ochenta mil francos menos en la dote de Fotini! Buscaba yo un suplicio que igualase a su crimen. ¡Oh! Tenlo por seguro: ilo hubiera encontrado!... ¡Qué desdichado soy! ¿Por qué no he reprimido mi cólera? Le he tratado muy duramente. Ella lo pagará. Si ella recibiese veinte palos en sus piececitos, no la volveria a ver. A los hombres esto no los mata; pero ¡una mujer! ¡Una niña de quince años!
Hizo desalojar la sala a todos los bandidos que se apretaban en torno nuestro Quitó suavemente los trapos ensangrentados que envolvian mis heridas.
Mandó a su chibudgi en busca del bálsamo de Luidgi Bey. Se sentó delante de mi en la tierra húmeda, cogió mis pies entre sus manos y contemoló mis heridas. Cosa increible: tenia lágrimas en los ojos.
¡Pobre muchacho! — dijo. Debe usted de sufrir mucho. Perdóneme. Soy un viejo brutal, un lobo montaraz, un palikaro Pero ya ve usted que mi cortzón es bueno, puesto que siento lo que he hecho. Soy más desgraciado que usted, porque usted tiene los ojos secos; yo estoy llorando. Voy a ponerle eu libertad sin perder un minuto; pero no: usted no puede marcharse en este estado. Primero voy a curarle. El bálsamo es maravilloso: le cuidaré a usted como a un hijo; la salud volverá pronto. Es preciso que mañana pueda usted andar. Ella no puede permanecer un día más entre las manos de su amigo.
»¡Le suplico, por Dios, que no cuente a nadie nuestra riña de hoy! Usted sabe que yo no le odiaba; a menudo se lo he dicho: sentia simpatia por usted; le otorgaba mi confianza. Mis secretos más intimos usted los conocia. Acuérdese de que hemos sido dos amigos hasta la muerte de Basilio. Un instante de cólera no debe hacerle olvidar doce dias de buenos tratamientos. Usted no querrá destrozar mi corazón de padre. Usted es un buen muchacho; su amigo será, sin duda, tan bueno como usted.» Pero ¿de quién se trata? — exclamé.
—¿De quién? ¡De ese maldito Harris! ¡De ese americano del infierno! ¡De ese pirata maldito! ¡De ese ladrón de niños! ¡De ese asesino de muchachas!
¡Ese canalla que yo quisiera tener contigo para deshaceros a los dos entre mis manos, frotaros el uno contra el otro y arrojaros en polvo al viento de mis montañas! Vosotros, los europeos, sois todos los mismos: una raza de traidores que no osáis atacar a los hombres, y sólo tenéis valor con los niños. ¡Lee lo que me ha escrito, y dime si hay tormentos bastante crueles para castigar un crimen como el suyo!
Me arrojó brutalmente una carta estrujada. Reconoci la escritura al primer golpe de vista, y lei:
«Domingo 11 de mayo, a bordo del Fancy, rada de Salamina.
»Hadgi—Stavros: Fotini está a bordo de mi buque, guardada por cuatro cañones americanos. La tendré en rehenes mientras Hermann Schultz siga prisionero. Como trates a mi amigo, así trataré a tu hija. Pagará pelo por pelo, diente por diente, cabeza por cabeza. Respóndeme sin tardanza; de otro modo, iré a verte.
JOHN HARRIS.» Al leer esto, me fué imposible contener mi alegria.
¡Este buen Harris!—exclamé en voz alta—. ¡Y yo que le acusaba! Pero explicame, Dimitri, por qué no me la socorrido antes.
— Estaba ausente, señor Hermann, persiguiendo a los piratas. Volvió ayer mañana, desgraciadamente para nosotros. ¿Por qué no se habrá quedado por el camino?
—¡Admirable Harris! ¡No ha perdido un solo dia!
Pero ¿cómo ha dado con la hija de este viejo perverso?
En nuestra casa, señor unn. Usted Conoce; es Fotini. Más de una vez ha comido con ella.
—¡Ah! ¡Aquella colegiala de nariz chata que suspiraba por John Harris era la hija del Rey de las montañas!
Deduje por lo bajo que el rapto se habia verificado sin violencia.
El chibudgi volvió con un paquete de tela y un frasco lleno de una pomada amarillenta. El rey euró mis dos pies como practicante experimentado, e inmediatamente sentí cierto alivio. Hadgi Stavros constituia en este momento una bonita materia de estudio psicológico. Habia tanta brutalidad en sus ojos como delicadeza en sus manos. Tan suavemente arrollaba las bandas alrededor de mi pie, que apenas lo sentia; pero su mirada decia claramente:
¡Con qué gusto apretaria una cuerda alrededor de tu cuello!» Clavaba los alfileres con tanta destreza como una mujer; ¡pero con qué ganas no me hubiese plantado su puñal en medio del cuerpo!
Cuando el vendaje quedó colocado, extendió el puño hacia el mar, y dijo con un rugido salvaje:
—¡No soy ya Rey, puesto que no puedo satisfacer mi cólera! ¡Yo, que siempre he mandado, obedezeo a una amenaza! ¡El que hace temblar a un millón de hombres, tiene miedo! Se gloriarán de esto; lo contarán a todo el mundo. ¿Cómo imponer silencio a estos europeos charlatanes? Hablarán de ello en los periódicos, acaso en libros. ¡Bien hecho! ¿Por qué me he casado? ¿Acaso un hombre como yo debería tener hijos? Yo he nacido para machacar soldados, no para mecer niñitos. El trueno no tiene hijos; el cañón no tiene hijos. Si los tuviesen, nadie temeria al trueno, y las granadas se quedarian por el camino. ¡Bien debe de reírse de mi ese John Harris! ¿Y si le declarase la guerra? ¿Si tomase su buque al abordaje? ¡Cuando yo era pirata he atacado a muchos otros, y veinte cañones me tenian sin cuidado! Pero mi hija no estaba a bordo. ¡Querida mía! ¿Luego la conocía usted, señor Hermann? ¿Por qué no me dijo usted que vivia en casa de Cristódulo? No le hubiese pedido nada; le hubiese soitado en seguida por amor de Fotini. Precisamente quiero que aprenda su lengua. Un día u otro será princesa en Alemania.
¿No es cierto que haría una bonita princesa? ¡Pero ahora caigo! Puesto que usted la conoce, prohibirá a su amigo que le haga ningún daño. ¿Tendria usted valor para ver caer una lágrima de sus queridos ojos? La pobre inocente nada le ha hecho a usted.
Si alguien debe expiar sus sufrimientos, soy yo. Digale al señor John Harris que se ha llagado los pies por los caminos; ¡después, puede usted hacerme todo el daño que quiera!
Dimitri detuvo este chorro de palabras.
—Es muy lamentable—dijo—que el señor Hermann esté herido. Fotini no está segura en medio de estos heréticos, y yo conozco al señor Harris: es capaz de todo.
El Rey frunció el entrecejo. Las sospechas del enamorado encontraron pronto acogida en el corazón del padre.
— Márchese usted—me dijo—; yo le llevaré sobre mi, si es preciso, hasta el pie de la montaña; usted esperará en alguna aldea un caballo, un coche, una litera; yo proporcionaré cuanto sea preciso.
Pero hágale saber desde hoy mismo que está usted libre, y júreme por la vida de su madre que no hablará a nadie del daño que le he hecho.
Yo no sabia bien cómo soportaria las fatigas del transporte; pero todo me parecía preferible a permanecer con mis verdugos. Temia que entre mi y la libertad 10 viniese a elevarse un nuevo obstáculo.
Le dije al Rey:
—Vamos. Juro por lo más sagrado que no tocarán a un cabello de tu hija.
El me levantó en sus brazos, me echó a sus espaldas y subió la escalera de su gabinete. La partida entera le salió al paso y nos interceptó el camino.
Mustakas, livido como un colérico, le dijo:
—¿Adónde vas? El alemán ha hecho un conjuro a la fritada. Todos estamos sufriendo como condenados del infierno. Vamos a perecer por su culpa, y queremos que él muera antes que nosotros.
Estas palabras me despeñaron desde la cumbre de mis esperanzas. La llegada de Dimitri, la intervención providencial de John Harris, el cambio de Hadgi—Stavros, la humillación de aquella cabeza soberbia a los pies de su prisionero, tantos acontecimientos ámontonados en un cuarto de hora, me habian turbado el cerebro: olvidaba el pasado y me lanzaba en loca carrera hacia el porvenir.
Al ver a Mustakas, el veneno volvió a mi memoria. Senti que cada minuto iba a precipitar un suceso terrible. Me agarré al Rey de las montañas, anudė mis brazos en torno de su cuello, le conjuré a que me llevase sin tardanza.
Te va la gloria en ello le dije—. ¡Prueba a estos rabiosos que eres el Rey! No respondas: las palabras son inútiles. Pasemos por encima de ellos.
Tú mismo no sabes el interés que tienes en salvarme. Tu hija ama a John Harris; estoy seguro de ello:
me lo ha confesado.
—¡Espera! — me respondió —. Primero pasaremos; después, hablaremos.
Me colocó suavemente en tierra y corrió con los puños cerrados contra los bandidos.
—¡Estáis locos!—gritó—. El primero que toque al milord tendrá que habérselas conmigo. ¿Qué conjuro es ese que decis que ha echado? Yo he comido con vosotros, ¿y estoy acaso malo? Dejadle salid de aquí; es un hombre honrado; es amigo mio.
De repente su rostro cambió y sus piernas se plegaron bajo el peso del cuerpo. Se sentó a mi lado, se inclinó a mi oido, y me dijo con más dolor que cólera:
—¡Imprudente! ¿Por qué no me advirtió usted que nos había envenenado?
Cogí la mano del rey: estaba fria. Sus facciones se hallaban descompuestas; su rostro de mármol habia tomado un color terroso. Al ver esto, me abandonaron por completo las fuerzas y me sentí morir.
Nada más tenia que esperar en el mundo: ¿no me habia condenado yo mismo, al matar al único hombre que tenia interés en salvarme? Dejé caer la cabeza sobre mi pecho y permanecí inerte junto al anciano livido y helado.
Ya Mustakas y algunos otros tenia las manos para apoderarse de mi y hacerme compartir los dolores de su agonia. Hadgi—Stavros carecia de fuerza para defenderme. De cuando en cuando, un hipo formidable sacudia aquel gran cuerpo, como el hacha del leñador sacude un roble centenario. Los bandoleros estaban persuadidos de que se hallaba en las últimas y de que el viejo invencible iba, al fin, a caer vencido por la muerte. Todos los lazos que les unian a su jefe, lazos de interés, de temor, de esperanza y de agradecimiento, se rompieron como hilos de araña. Los griegos son la nación más indócil de la tierra. Su vanidad, movediza e intemperante, se somete algunas veces, pero como un resorte pronto á saltar de nuevo. Saben, cuando la necesidad obliga, apoyarse en el más fuerte, o deslizarse discretamente detrás del más hábil; pero nunca perdonan al amo que les presta protección y riqueza. Desde hace más de treinta siglos, este pueblo está compuesto de unidades egoistas y celosas, unidas por la necesidad, pero que ninguna fuerza humana podria fundir en un todo.
Hadgi—Stavros aprendió a su costa que no se manda impunemente a sesenta griegos. Su autoridad no sobrevivió un minuto a su vigor moral y a su fuerza fisica. Sin hablar de los enfermos, que nos enseñaban el puño echándonos en cara sus sufrimientos, los hombres sanos formaban un grupo frente a su rey legitimo, alrededor de un campesino grueso y brutal llamado Colzida. Era el más hablador y desvergonzado de la partida, un patán imprudente, sin talento y sin valor, de esos que se esconden durante la acción y llevan la bandera después de la victoria; pero en casos semejantes la fortuna se declara por los sinvergüenzas y los habladores. Colzi da, orgulloso de sus pulmones, lanzaba injurias a paletadas sobre el cuerpo de Hadgi—Stavros, como un sepulturero arroja la tierra sobre el féretro de un muerto.
¡Hola, hombre hábil, general invencible, Rey todopoderoso, mortal invulnerable! ¿No habias robado tú gloria y habíamos tenido buen olfato en fiarnos de ti? ¿Qué hemos ganado en compañia tuya?
¿De qué nos has servido? ¡Nos has dado cincuenta y cuatro miserables francos todos los meses, una paga de mercenario! Nos has alimentado con pan negro y queso rancio, que los perros hubiesen rechazado, mientras tú te formabas una fortuna y enviabas buques cargados de oro a todos los Bancos extranjeros. ¿Qué nos han producido nuestras victorias y toda esa brava sangre que hemos derramado en la montaña? Nada. ¡Todo lo guardabas para ti: hotin, despojos y rescate de los prisioneros! Bien es verdad que nos dejabas los bayonetazos; es el único provecho en que no te has llamado a la parte. Des de hace dos años que estoy contigo he recibido catorce heridas en la espalda, y tú no puedes enseñarnos una sola cicatriz. ¡Y si al menos hubieses sabido conducirnos! ¡Si hubieses elegido buenas ocasiones en que se arriesga poco y se gana mucho! ¡Pero has hecho ue la tropa nos dé una paliza; has sido el verdugo de nuestros compañeros; nos has metido en la boca del lobo! ¡Es que, sin duda, tienes prisa por acabar de una vez y retirarte! ¡Estás tan impaciente por vernos a todos enterrados junto a Basilio, que nos entregas a este maldito milord, que ha echado un conjuro sobre nuestros más bravos camaradas!
Pero no esperes escapar a nuestra venganza. Ya sẻ por qué quieres que se vaya: porque ha pagado su rescate. Pero ¿qué piensas hacer con este dinero?
¿Te lo vas a llevar al otro mundo? Tú estás muy enferino, pobre Hadgi—Stavros. El milord no te ha exceptuado: ¡vas a morir, y con razón! Amigos mios, somos amos de nosotros mismos. No obedeceremos a nadie, haremos lo que nos dé la gana, comeremos de lo mejor, beberemos todo el vino de Egina, quemaremos bosques enteros para asar rebaños enteros, ¡pondremos a saco el reino, tomaremos Atenas y acamparemos en los jardines de palacio! No tendréis más que dejaros conducir; conozco los sitios favorables. Principiemos por echar al viejo al barranco con su querido milord; después os diré lo que tenemos que hacer.
La elocuencia de Colzida estuvo muy cerca de costarnos el pellejo, pues el auditorio aplaudió. Los viejos compañeros de Hadgi—Stavros, diez o doce palikaros fieles que hubieran podido acudir en su ayuda, habían comido las sobras de su mesa, y se retorciau presa de dolores. Pero un orador popular no se eleva al poder sin despertar los celos de otros. Cuando pareció demostrado que Colzida se alzaría con el mando de la partida, Tamburis y algunos otros ambiciosos dieron media vuelta y se colocaron a nuestro lado. Puestos a elegir capitán, preferian el que sabía conducirles, a ese hablador jactancioso cuya nulidad les repugnaba. Presentian, además, que al rey no le quedaba mucho tiempo de vida y que elegiría su sucesor entre los fieles que quedasen en torno suyo, y esto no era cosa indiferente. Podía tenerse por seguro que quienes prestaban el dinero preferirian ratificar la designación de Hadgi—Stavros que una elección revolucionaria. Ocho o diez voces se elevaron en favor nuestro. Nuestro, porque ambos no éramos más que uno. Yo me agarraba al Rey de las montañas y éste me habia echado el brazo al rededor del cuello. Tamburis y los suyos se pusieron de acuerdo en cuatro palabras: se improvisó un plan de defensa; tres hombres aprovecharon la confusión para correr con Dimitri al arsenal de la par tida, aprovisionarse de armas y cartuchos y dejar al través del camino un largo reguero de pólvora. En seguida volvieron discretamente a mezclarse con la multitud. Los dos partidos se iban dibujando de minuto en minuto; las injurias volaban de un grupo al otro. Nuestros defensores, adosados al cuarto de Mary Ann, guardaban la escalera, nos formaban una muralla con sus cuerpos y arrojaban al enemigo dentro del gabinete del Rey. En lo más fuerte del forcejeo, sono un pistoletazo. Una cinta corrió por el polvo y se oyó saltar las rocas con un estruendo espantoso. Colzida y los suyos, sorprendidos por la detonación, corrieron en masa al arsenal. Tamburis no pierde un minuto: coge a gi—Stavros, baja la escalera en dos zancadas, le deposita en lugar se guro, vuelve a mi, me levanta y me echa a los pies del Rey. Nuestros amigos se atrincheran en el cuarto, cortan los árboles, hacen una barricada delante de la escalera y organizan la defensa antes de que Colzida volviese de su paseo y su sorpresa.
Entonces nos contamos. Nuestro ejército se componia del Rey, de sus dos criados, de Tamburis con ocho bandidos, de Dimitri y de mi; en total, catorce hombres, de los cuales, tres fuera de combate. El ca—fedgi se habia envenenado con su amo y principiaba a sentir los primeros ataques del mal. Pero teníamos dos fusiles por persona y cartuchos a discreción, mientras nuestros enemigos no tenían más armas y municiones que las que llevaban encima; en cambio, tenían la ventaja del número y del terreno. No sabiamos exactamente con cuántos hombres sanos contaban, pero habia que calcular entre veinticinco y treinta asaltantes. No tengo necesidad de describirle la plaza sitiada: la conoce usted desde hace tiempo. Pero puede usted creer que el aspecto de aquellos lugares habia cambiado bastante desde el dia en que almorcé allí por vez primera, vigilado por el coi fiota, entre la señora Simons y Mary—Ann.
Nuestros hermosos árboles habían sido descuajados y el ruiseñor estaba lejos. Lo que le importa a ustedsaber es que estábamos defendidos a derecha y a izquierda por rocas inaccesibles, hasta para el enemigo. Este nos atacaba desde arriba por el gabinete del Rey y nos vigilaba abajo en el barranco. Por un lado su fuego nos dominaba; por el otro, nosotrosdominábamos a sus centinelas, pero a tan gran distancia, que era gastar la pólvora en vano Si Colzida y sus compañeros hubieran tenido la menor noción de la guerra, estábamos perdidos.
Hubieran tomado la barricada, entrando a viva fuerza, y nos hubieran acorralado contra el muro o arrojado por el barranco. Pero al imbécil, que tenía más de dos hombres contra uno, se le ocurrió economizar las municiones y desplegar en guerrilla a veinte torpes que no sabian tirar. Los nuestros no eran mucho más hábiles. Pero mejor mandados y más prudentes, rompieron muy bien cinco cabezas antes de venir la noche. Los combatientes se conocían, todos por sus nombres y se interpelaban de lejos a la manera de los héroes homéricos. El uno intentaba convertir al otro apuntándole, el otro respondia con una bala y un razonamiento. El combate no era más que una discusión armada donde de cuando en cuando la pólvora pronunciaba su palabra decisiva.
Por mi parte, tendido en un rincón resguardado de las balas, intentaba deshacer mi obra fatal y volver a la vida al pobre Rey de las montañas, que sufria cruelmente y se quejaba de una sed ardiente y de un vivo dolor en el epigastrio. Sus manos y sus pies helados se contraían con violencia. El pulso era débil; la respiración, ahogada. Su estómago parecia luchar contra un verdugo interior sin conseguir expulsarlo. Sin embargo, su espíritu no había perdido nada de su viveza y su presencia de ánimo; su mirada viva y penetrante buscaba en el horizonte la rada de Salamina y la prisión flotante de Fotini.
Me dijo, crispando su mano alrededor de la mia:
!1 —¡Cúreme, querido hijo mio! Usted es doctor y debe curarme. No le reprocho lo que ha hecho con migo; estaba usted en su derecho; tenía razón en matarme, porque le juro que, sin su amigo Harris, no se me hubiese usted escapado! ¿No hay na ia para apagar el fuego que me quema? No me impor ta la vida; bastante he vivido; pero si muero le ma— tarán a usted, y mi pobre Fotini será degollada.
Estoy sufriendo. Toque usted mis manos; me parece como si no fuesen ya mias. Pero ¿cree usted que ese norteamericano tendrá valor de ejecutar sus amenazas? ¿Qué me decía usted hace un momento? ¡Fotini lo ama! ¡Desgraciada! La habia educado para que fuese mujer de rey. Preferiría verla muerta a que...
No, me alegro mucho que sienta amor por ese joven; acaso él se compadezca de ella. ¿Qué es usted para él? Un amigo nada más; no es usted ni siquiera su compatriota. Uno tiene tantos amigos como quiere; pero no se encuentran dos mujeres como Fotini. Por mi parte, yo estrangularia sin ningún inconveniente a todos mis amigos, si tuviese algún interés cu ello; pero nunca mataria a una mujer que sintiese amor por mí. ¡Si al menos supiese él lo rica que es ella! Los norteamericanos son gentes positivas; por lo menos, así dicen. Pero la pobre inocente no conoce su fortuna. Yo hubiera debido decirle algo. Ahora, ¿cómo hacerle saber que tiene cuatro millones de dote? ¡Nos hallamos prisioneros de un Colzida!
¡Cúreme usted, por todos los santos del paraiso, para que aplastemos a esta gusanera!
Yo no soy médico, y de toxicología sé lo poco que EL REY DE LAS MONTAÑAS 16 se aprende en los tratados elementales; recordé, sin embargo, que el envenenamiento por arsénico se cura por un método que se parece un poco al del doctor Sangredo. Hice cosquillas en el esófago del enfermo para libertar a su estómago del peso que le torturaba. Mis dedos le sirvieron de vomitivo, y pronto tuve fundamentos para pensar que el veneno estaba en gran parte expulsado. Los fenómenos de reacción se produjeron en seguida: la piel se puso ardorosa, el pulso aceleró su marcha, se coloreó el rostro, y los ojos se inyectaron de hilillos rojos. Le pregunté si uno de sus hombres sería lo bastante hábil para sangrarle, y él mismo, ligándose el brazo, se abrió tranquilamente una vena al ruido del tiroteo y en medio de las balas perdidas que le salpicaban de tierra. Echó al suelo una buena libra de sangre, y me preguntó con voz dulce y tranquila qué otra cosa tenía que hacer. Le ordené que bebiese y bebiese sin parar hasta que las últimas partículas de arsénico fuesen arrastradas por el torrente de la bebida. Precisamente se encontraba todavía en el cuarto el pellejo de vino blanco que había causado la muerte de Basilio. Este vino, disuelto en agua, sirvió para devolver la vida al Rey. Me obedeció como un niño, y hasta creo que, la primera vez que le tendi la copa, su pobre vieja majestad, dolorida, se apoderó de mi mano para besarla. Hacia las diez de la noche iba mejor, pero su cafedgi estaba muerto. El pobre diablo no pudo deshacerse de su veneno sin reaccionar. Lo arrojaron por el barranco desde lo alto de la cascada. Todos nuestros defensores parecían en buen estado, sin una herida, pero hambrientos como lobos en diciembre. Por mi parte, yo estaba en ayunas desde hacia veinticuatro horas, y mi estómago protestaba enérgicamente. El enemigo, para insultarnos, se pasó la noche comiendo y bebiendo sobre nuestras cabezas y nos arrojaba huesos de carnero y pellejos vacios. Los nuestros respondian con algunos tiros hacia el sitio de donde venian las voces. Escuchábamos distintamente los gritos de alegría y los gritos de muerte. Colzida estaba borracho; los heridos y los enfermos gemian juntos. Mustakas no grito mucho tiempo. El tumulto me mantuvo despierto durante toda la noche junto al viejo Rey. ¡Ah!, caballero, ¡qué largas parecen las noches a quien no está seguro del día siguiente!
La mañana del martes fué sombria y lluviosa. Al salir el sol se obscureció el cielo, y una lluvia grisácea cayó con imparcialidad sobre nuestros amigos y nuestros enemigos. Pero si nosotros estábamos lo bastante despiertos para preservar nuestras armas y nuestros cartuchos, el ejército del general Colzida no habia tomado las mismas precauciones. El primer encuentro nos fué completamente favorable. El enemigo se escondia mal y tiraba con una mano insegura por la borrachera. La partida me pareció tan buena, que cogi un fusil como los otros. Lo que sucedió se lo escribiré a usted dentro de algunos años si obtengo el título de médico. Ya le he confesado bastantes muertes para un hombre que no tiene el oficio de matar. Hadgi Stavros quiso servir mi ejemplo, pero sus manos se negaban a servirle; tenia las extremidades hinchadas y doloridas, y yo, con mi franqueza ordinaria, le confesé que esta incapacidad para el trabajo le duraria acaso tanto como la vida.
Hacia las nueve, el enemigo, que parecia muy atento a responderuos, nos volvió bruscamente la espalda. Oi un tiroteo desenfrenado, que no se dirigia a nosotros, y deduci que el amigo Colzida se había dejado sorprender por detrás. ¿Quién era el aliado desconocido que tan buen servicio nos prestaba? ¿Era prudente irse a reunir con él y derribar muestras barricadas? Esto era lo que yo deseaba:
pero el Rey temia que fuese la tropa, y Tamburis se mordia el bigote. Todas nuestras dudas se vieron disipadas pronto. Una voz que no me era desconocida grito: ¡All right!, y tres jóvenes, armados hasta los dientes, se lanzaron como tigres, franquearon la barricada, y cayeron en medio de nosotros, Harris y Lobster tenían en cada mano un revólver de seis tiros. Giacomo blandia un fusil de munición, con la culata en alto, como una maza: asi comprende el uso de las armas de fuego.
La caida del rayo en el cuarto, hubiese producido un efecto menos mágico que la entrada de estes hombres, que distribuian balas a granel, y parecian ofrecer la muerte a manos llenas. Mis tres comensales, ebrios de ruido, de agitación y de victoria, no se dieron cuenta ni de Hadgi Stavros ni de mi: sólo vieron hombres que matar, y Dios sabe bien si se dieron prisa en la tarea. Nuestros pobres defensores, asombrados, confundidos, quedaron fuera de combate sin haber tenido tiempo para volver de su estupefacción. Yo mismo, que hubiera querido salvarles la vida, grité en vano desde ni rincón; mi voz era ahogada por el ruido de la pólvora y por las exclamaciones de los vencedores. Dimitri, acurrucado entre mi y Hadgi—Stavros, juntaba inútilmente su voz a la mia. Harris, Lobster y Giacomo tiraban, corrian, golpeaban contando sus vietimas cada uno en su lengua.
—¡One!—decia Lobster.
¡Two! —respondía Harris.
— ¡Tre!, ¡quatro!, ¡cinque!—gritaba Giacomo—. El quinto fué Tamburis. Su cabeza se hizo pedazos bajo el fusil como una nuez fresca bajo una piedra.
Los sesos saltaron a su alrededor, y el cuerpo cayó en la fuente, como paquete de andrajos que una lavandera arroja al borde del agua.
Era un espectáculo hermoso ver a mis amigos en este trabajo espantoso. Mataban con embriaguez, se complacian en su justicia. El viento y la carrera les habia quitado los sombreros; sus cabellos flotaban atrás; sus miradas chispeaban con un resplandor tan asesino, que era dificil discernir si la muerte venia de sus ojos o de sus manos. Se hubiese dicho que la destrucción se había encarnado en esta trinidad jadeante. Cuando todo quedó llano a su alrededor y no vieron más enemigos que tres o cuatro heridos que se arrastraban por el suelo, respiraron. Harris fué el primero que se acordó de mi. Giacomo no se preocupaba más que de una cosa: no sabia si entre sus vietimas habia roto la cabeza de Hadgi—Stavros.
Harris grito con todas sus fuerzas: «Hermann, ¿dónde está usted?» Aqui—contesté—; y los tres destructores acudieron a mi voz.
El Rey de las montañas, a pesar de su debilidadapoyó una mano en mi hombro, se recostó en la roca, miró fijamente a aquellos hombres que no habian matado tanta gente sino para llegar a él, y les dijo con voz firme:
Yo soy Hadgi Stavros.
Ya sabe usted que desde hacía mucho tiempo deseaban mis amigos castigar al viejo palikaro.
Pensaban en su muerte como en una fiesta. Tenian que vengar a las muchachas de Mistra, a otras mil vietimas, a mi, a ellos mismos. Y, sin embargo, no tuve necesidad de detenerles el brazo. Había tal resto de grandeza en este héroe reducido a ruinas, que la cólera cayó por si misma y dejó el sitio libre al asombro. Los tres eran jóvenes, y en esta edad no emplea uno las armas frente a un enemigo desarmado. En pocas palabras les dije cómo el Rey me habia defendido contra toda su partida, a pesar de estar moribundo, y el mismo dia en que le había envenenado.
Les expliqué la batalla que habian venido a interrumpir, las barricadas que acababan de franquear y esta extraña guerra en que habian intervenido para matar a nuestros defensores.
— ¡Peor para ellos!—dijo John Harris—. Teniamos, como era natural, una venda sobre los ojos. Si ics pobres diablos han tenido un buen sentimiento antes de morir, arriba se lo tendrán en cuenta; no me opongo a ello, » En cuanto a los socorros que le hemos quitado, no se apure usted. Con dos revólveres en las manos, y otros dos en los bolsillos, valemos cada uno por veinticuatro hombres. Hemos matado a éstos; ¡que vuelvan los demás! ¿No es verdad, Giacomo?
—Yo—dijo el maltés —mataría a golpes a un ejército de toros: ¡estoy de vena! ¡Y pensar que se ve uno reducido a sellar cartas con estos puños!
Mientras tanto el enemigo, vuelto de su estupor, habia reanudado el sitio. Tres o cuatro bandidos habian asomado la nariz por encima de nuestras murallas y visto la carniceria. Colzida no sabia qué pensar de aquellos tres energúmenos que golpeaban ciegamente a amigos y a enemigos; pero sospechó que el hierro o el veneno lo habian libertado del Rey de las montañas, y ordenó a sus secuaces que fuesen demoliendo nuestras obras de defensa.
Nosotros estábamos fuera del alcance de su vista, protegidos por un muro, a diez pasos de la escalera.
El ruido de los materiales que caian indicó a mis amigos que debian cargar sus armas. Hadgi—Stavros no se preocupó de ello, y dijo en seguida a John Harris:
—¿Dónde está Fotini?
—A bordo de mi buque.
—¿No le ha hecho usted daño?
—¿Cree usted que he seguido sus lecciones, para torturar muchachas?
S .
.
—Tiene usted razón. Soy un miserable viejo; perdoneme. ¡Prométame usted tratarla bien!
¡Qué diablo quiere usted que le haga! Puesto que ya he encontrado a Hermann, se la devolveré cuando usted quiera.
¡Sin rescate!
—Viejo imbécil!
—Ahora verá usted—dijo el Rey—si soy un viejo imbécil.
Echo su brazo izquierdo alrededor del cuello de Dimitri; extendió su mano, crispada y temblorosa, hacia el puño de su sable; sacó penosamente la hoja fuera de la vaina, y marchó hacia la escalera por donde los insurrectos de Colzida se aventuraban lienos de vacilación. Al verle ellos retrocedieron, como si la tierra se hubiera abierto para dejar paso al juez de los infiernos. Eran quince o veinte, todos armados: ninguno de ellos osó defenderse, ni disculparse, ni huir. Temblaban sobre sus piernas vacilantes ante el rostro terrible del Rey resucitado. Hadgi Stavros marchó recto contra Colzida, más pálido y más helado que todos los demás, y echando el brazo hacia atrás, por un esfuerzo imposible de medir, corto de un golpe aquella cabeza que tenia una innoble expresión de espanto. En seguida le volvió el temblor. Dejó caer su sable a lo largo del cadáver, y no se digno recogerlo.
Vámonos—dijo—; me llevo la vaina vacia. La hoja no sirve para nada, ni yo tampoco: he terminado.
Sus antiguos compañeros se acercaron para pedirle perdón. Algunos le suplicaron que no los abandonase: no sabian qué hacer sin él. No les concedió el honor de responderles una sola palabra. Nos suplicó que le condujésemos a Castia para coger caballos, y á Salamina para ir en busca de Fotini.
Los bandidos nos dejaron partir sin resistencia.
Al cabo de algunos pasos, mis amigos notaron que yo me arrastraba con pena; Giacomo me sostuvo; Harris me preguntó si estaba herido. El Rey me lanzó una mirada suplicante. ¡Pobre hombre! Conté a mis amigos que habia intentado una evasión peligrosa, y que mis pies habian salido malparados.
Descendimos lentamente los senderos de la montaña. Los gritos de los heridos, y las voces de los bandidos que estaban deliberando sobre el terreno, nos acompañaron un buen rato. A medida que nos acercábamos a la aldea, el tiempo se despejaba y los caminos se secaban bajo nuestros pies. El primer rayo de sol me pareció muy hermoso. Hadgi Stavros prestaba poca atención al mundo exterior: miraba dentro de si mismo. Es grave, eso de romper con una costumbre de cincuenta años.
En las primeras casas de Castia nos encontramos con un monje que llevaba un enjambre en un saco.
Nos saludo cortésmente, y se excusó de no haber venido a vernos desde la vispera. Los tiros le habian dado miedo. El Rey le saludó con la mano, y pasó de largo.
Los caballos de mis amigos les esperaban, con su guia, junto a la fuente. Pregunté cómo era que habia cuatro caballos, y me dijeron que el señor Merinay formaba parte de la expedición; pero que se había apeado para examinar una piedra curiosa y no había vuelto a aparecer.
Giacomo Fondi me puso sobre mi montura como si fuese un muñeco. El Rey, ayudado por Dimitri, subió penosamente a la suya. Harris y su sobrino saltaron a caballo; el maltés, Dimitri y el guia nos precedian a pie.
Por el camino me acerqué a Harris, y él me conto cómo la hija del rey habia caido en su poder.
—Figúrese usted—me dijo—que volvia yo de mi crucero, bastante satisfecho, y muy orgulloso de haber hundido una media docena de barcos piratas. Anelo en el Pireo el domingo a las seis; bajo a tierra, y como llevaba ocho dias sin otra sociedad que mi estado mayor, me prometia unos buenos ratos de charla. Paro un coche en el puerto, y lo tomo por toda la noche. Caigo en casa de Cristódulo en medio de una consternación general; no hubiera creido nunca que pudiesen caber tantos sinsabores en casa de un pastelero. Todo el mundo estaba reunido para cenar: Cristódulo, Marula, Dimitri, Giacomo, William, el señor Mérinay y la muchachita de los domingos, más compuesta que nunca. William me contó lo que le habia ocurrido a usted. Excusado decirle los gritos que di. Estaba furioso contra mi mismo por no haberme encontrado alli. El pequeño me asegura que ha hecho todo cuanto ha podid Recorrió toda la ciudad en busca de los quince mil francos; pero sus padres le abrieron un crédito muy reducido; en una palabra, que no habia encontrado la suma. En último extremo se dirigió al señor Merinay; pero el dulce Mérinay se excusó diciendo que habia prestado el dinero a sus amigos intimos lejos de aqui, muy lejos, más lejos que el fin del mundo.
¡No importa! dije a Lobster—; en moneda de plomo es como debemos pagar al viejo malvado. ¿De qué te vale ser más diestro que Nemrod, si tu talento no sirve más que para descascarillar la prisión de Sócrates? Hay que organizar una caza de palíkaros. Hace tiempo rechacé un viaje al Africa central, y lo estoy sintiendo todavia. Da doble gusto tirar sobre una caza que se defiende. Haz provisión de pólvora y de balas, y mañana por la mañana entramos en campaña. William se traga el anzuelo. Giacomo da un gran puñetazo en la mesa; ya conoce usted los puñetazos de Giacomo. Jura que nos acompañará con tal de que le proporcionemos un fusil de un tiro. Pero el que mostraba más ardimiento era el señor Mérinay: queria teñir sus manos en la sangre de los culpables. Aceptamos sus servicios; pero yo ofreci comprarle toda la caza que trajese. Ahuecaba su vocecita de la manera más cómica, y decia, enseñando sus puños de señorita, que Hadgi Stavros tendria que habérselas con él.
Yo reia de muy buena gana, tanto más cuanto que siempre está uno alegre la víspera de una batalla. Lobster se puso muy contento al pensar que iba a mostrarles a los bandoleros los progresos que había hecho. Giacomo no cabia en si de alegria. Las comisuras de los labios le entraban en las orejas, y rompia nueces con el rostro de un cascanueces de Nuremberg. El señor Mérinay despedia rayos alrededor de la cabeza. No era un hombre, sino un numero de fuegos artificiales.
Excepto nosotros, todos los convidados tenían las caras largas. La gruesa pastelera no hacia más que persignarse; Dimitri levantaba los ojos al cielo: el teniente de la falange nos aconsejaba que lo pensásemos bien antes de buscarle las cosquillas al Rey de las montañas. Pero la muchacha de la nariz chata, la que usted bautizó con el nombre de Crinolina invariabilis, estaba sumida en un dolor sumamente pintoresco. Lanzaba suspiros que par tian el corazón; no comía más que por compromiso, y yo hubiera podido introducir en mi ojo derecho la cantidad de sopa que tomó.
—Es una buena muchacha, Harris.
—Será todo lo buena muchacha que usted quiera:
pero me parece que tiene usted por ella una indulgencia que pasa de la raya. Yo no he podido perdonarle nunca sus trajes, el olor de pachnli que des pide a mi lado y las miradas pasmadas que pasea por la mesa. Cualquiera diria, palabra, que no puede mirar un jarro sin poner los ojos tiernos. Pero si a usted le gusta tal como es, no tengo nada que decir. A las nueve se marchó a su colegio; yo le desee buen viaje. Diez minutos después estrecho la mano a mis amigos, nos citamos para el día siguiente, salgo, despierto a mi cochero, y adivina usted a quién encuentro dentro del coche? A Crinolina invariabilis con la criada del pastelero.
Apoya un dedo en su boca, yo subo sin decir una palabra y partimos.
—Señor Harris—me dice en un inglés bastante bueno, señor Harris, jureme usted que renunciará a sus proyectos contra el Rey de las montañas.
Yo me eché a reir y ella se echó a llorar. Jura que me matarán; le respondo que soy yo quien mato a los otros: se opone a que mate a Hadgi—Stavros; yo quiero saber por qué, y ella exclama, como en el quinto acto de un drama: «¡Es mi padre!» Al oir esto, comienzo a reflexionar seriamente: una vez no constituye costumbre. Pienso que sería posible recuperar un amigo perdido sin arriesgar otros dos o tresy digo a la joven palikara:
—¿La quiere a usted su padre?
Más que a su vida.
—¿Le ha negado alguna vez algo?
—Nada de lo que me hace falta.
—Y si usted le escribiese que tenia necesidad del señor Hermann Schultz, ¿se lo enviaria a vuelta de correo?
— No.
¿Está usted segura?
—Completamente segura.
—Entonces señorita, sólo puedo hacer una cosa.
A bandido, bandido y medio. Voy a llevarla a bordo del Fancy, y la guardo en rehenes hasta la vuelta de Hermann.
Iba a proponérselo a usted—dijo—. De este modo conseguirá usted que papá le devuelva su amigo.
Yo interrumpi en este punto el relato de John Harris.
—Bueno—le dije—, ¿y no admira usted a la pobre muchacha que le da semejante prueba de afecto y confianza?
—¡Vaya una cosa!—respondió él—; queria salvar a su honorable padre, y sabia bien que una vez rotas las hostilidades no se nos escaparia. Yo le prometi tratarla con todos los miramientos que un hombre galante debe a una mujer. Fué llorando hasta el Pireo, y yo procuré consolarla. Murmuraba entre dientes: «¡Soy una muchacha perdida!» Yo le demostrẻ ce por be que volvería a encontrarse. La vi bajar del coche y la embarqué en mi bote grande, el mismo que nos espera alli lejos. Escribí al viejo bandido una carta categórica y envié con la buena mujer un recadito para Dimitri.
Desde aquel momento la bella afligida disfruta de mi departamento, sin compartirlo con nadie. Tengo dadas órdenes de que se la trate como a la hija de un rey. Esperé hasta el lunes por la noche la respuesta de su padre, pero se me agotó la paciencia; volví a mi primer proyecto; cogi mis pistolas, hice una señal a mis amigos, y usted sabe el resto. ¡Ahora le toca a usted! Debe de tener mucho que contar.
—En seguida soy con usted—le dije—. Antes voy a decir dos palabras al oído a Hadgi—Stavros.
Me acerqué al Rey de las montañas y le dije por lo bajo:
—No sé por qué le he contado que Fotini sentia afecto hacia John Harris. El miedo debió de tras tornarme el seso. Acabo de hablar con él, y le juro por la cabeza de mi padre que ella le es tan indiferente como si no le hubiese hablado nunca.
El anciano me dió las gracias con la mano, y yo me fui a contar a John mis aventuras con MaryAnn.
—¡Bravo!—exclamó—. Yo encontraba que la novela era incompleta por faltarle un poco de amor.
Ahora hay mucho, pero esto no está mal.
Perdóneme usted—le dije—. No hay nada de amor en todo esto: una buena amistad por un lado, y un poco de agradecimiento por otro. Pero no es preciso otra cosa, me parece, para contraer un matrimonio bien avenido.
—Cásese usted, amigo mio, y admítame como testigo de su felicidad.
—Lo ha ganado usted bien, John Harris.
—¿Cuándo la volverá usted a ver? Daria cualquier cosa por asistir a la entrevista.
—Quisiera darle una sorpresa y encontrarla como por casualidad.
—¡Una idea! ¡Pasado mañana, en el baile de la corte! Usted está invitado y yo también. La carta le espera sobre la mesa en casa de Cristódulo. Hasta entonces debe usted permanecer a bordo de mi barco para reponerse un poco. Tiene usted el pelo tostado y los pies deshechos: hay tiempo de remediar todo esto.
Eran las seis de la tarde cuando el bote grande de la Fancy nos condujo a todos a bordo. Al Rey de las montañas lo subieron al puente. Fotini se echó en sus brazes llorando. Era mucho ver que todos aquellos a quienes ella queria habían sobrevivido a la batalla; pero encontró a su padre envejecido de veinte años. Acaso le hizo también sufrir la indiferencia de John Harris. Este se la entregó al Rey con una desenvoltura completamente norteamericana, diciéndole:
—Estamos en paz. Usted me ha devuelto a mi amigo, y yo le entrego la señorita. Do ut des. Las buenas cuentas hacen los buenos amigos. Y ahora, augusto anciano, ¿a qué clima bendito irá usted en busca de la horca? ¡Usted no es hombre para retirarse de los negocios!
Perdóneme —respondió el rey con cierta altivez—, me he despedido del bandidaje y para siempre. ¿Qué podria hacer en la montaña? Todos mis hombres están muertos, heridos o dispersos. Podria buscar otros; pero estas manos que han hecho inclinarse a tantas cabezas se niegau a servirme. Que los jóvenes ocupen mi sitio; pero les desafio a que igualen mi fortuna y mi fama. ¿Qué voy a hacer con este residuo de vejez que me dejan ustedes?
No sé todavia. Pero esté usted seguro de que mis últimos dias estarán muy llenos de trajín. Tengo que casar a mi hija, que dictar mis memorias.
Acaso también, si las conmociones de esta semana no han fatigado en exceso mi cerebro, consagraré al servicio del Estado mi talento y mi experiencia. Que Dios me conceda espiritu sano, y antes de seis meses seré presidente del Consejo de ministros.