VI

La evasión

En medio de nuestras despedidas se extendió alrededor de nosotros un olor aliáceo que me apretó la garganta. Era la doncella de las damas, que venia a mover la generosidad de éstas. Esta criatura habia resultado más incómoda que útil, y desde hacia dos días se le había dispensado de todo servicio. Con todo, la señora Simons sintió no poder hacer nada por ella, y me rogó que contase al Rey cómo habia sido despojada de su dinero. Hadgi—Stavros no pareció ni sorprendido ni escandalizado. Se encogió sencillamente de hombros, y dijo entre dientes: «¡Ese Pericles!... Mala educación... La ciudad... La corte... Hubiera debido esperar esto.» Y añadió alto:

Suplique usted a estas damas que no se preocupen de nada. Yo he sido quien les he dado una criada, y yo debo pagarla. Digales que si necesitan un poco de dinero para volver a la ciudad, mi bolsa está a su disposición. Les daré una escolta para que las acompañe hasta el pie de la montaña, aunque no corren ningún peligro. Los gendarmes son menos de temer de lo que generalmente se piensa. En la aldea de Castia encontrarán almuerzo, caballos y un guia:

todo está previsto y todo está pagado. ¿Cree usted que me harán el obsequio de estrecharme la mano en señal de reconciliación?

La señora Simons se hizo un poco de rogar; pero su hija tendió resueltamente la mano al viejo palíkaro, y le dijo en inglés con una travesura bastante divertida:

—Es un gran honor que nos hace usted, interesante señor, pues en este momento somos nosotros los cleftas y usted la victima.

El Rey respondió confiadamente:

—Gracias, señorita; es usted demasiado bondadosa.

La linda mano de Mary—Ann estaba tostada por el sol, como una pieza de satén rosa que se hubiese quedado a la luz durante tres meses de verano. Sin embargo, puede usted creerme que no me hice rogar para aplicar en ella mis labios. Después besé el metacarpo austero de la señora Simons.

—¡Valor, caballero! — gritó la vieja señora, alejándose.

Mary—Ann no dijo nada; pero me echó una mirada capaz de electrizar a un ejército.

EL REY DE LAS MONTAÑAS 12 Cuando el último hombre de la escolta hubo desaparecido, Hadgi—Stavros me llevó aparte, y me dijo:

—Qué, ¿hemos cometido alguna torpeza?

—¡Ay, si! No hemos sido hábiles.

—Su rescate no ha sido pagado. ¿Lo será? Eso creo. Las inglesas parecen estar en los mejores términos con usted.

—Esté usted tranquilo; dentro de tres días estaré lejos del Parnés.

—¡Vamos, mucho mejor! Como usted sabe, necesito urgentemente dinero. Nuestras pérdidas del lunes van a gravar nuestro presupuesto. Es menester completar el personal y el material.

—¡Me hace usted gracia quejándose! ¡Y acaba usted de embolsarse cien mil francos de un golpe!

—No, noventa; el monje se ha quedado ya con el diezmo. De esta suma que le parece a usted enorme, no me quedarán veinte mil francos. Nuestros gastos sou considerables; tenemos pesadas cargas. ¿Y qué seria si la asamblea de los accionistas se decidiese a fundar un cuartel de inválidos, según ya se ha habla lo? No faltaria más que establecer una pensión para las viudas y los huérfanos del bandolerismo.

Como las fiebres y los tiros nos arrebatan treinta hombres por año, ya puede usted ver adónde nos llevaria esto. Nuestros gastos resultarian apenas cubiertos. ¡Me costaria a mi el dinero, querido amigo!

—¿No le ha ocurrido a usted nunca perder en un negocio?

—Una sola vez. Habia cobrado cincuenta mil francos por cuenta de la Sociedad. Uno de mis se cretarios, a quien después ahorqué, huyó a Tesalia con la caja. Yo tuve que enjugar el déficit: soy el responsable. Mi parte se elevaba a siete mil francos; de suerte que perdi cuarenta y tres mil. Pero al granuja que me robó le costó caro. Le castigué a la moda de Persia. Antes de ahorcarle le arranqué todos los dientes uno a uno, y se los hundi a martillazos en el cráneo... para ejemplo. ¿Comprende usted?

No soy malo; pero no aguanto que me hagan daño.

Me regocijé pensando que el palikaro, que no era malo, perdería ochenta mil francos en el rescate de la señora Simons, y de que recibiria la noticia cuando mi cráneo y mis dientes no estarian ya a su alcance. El me tomó por el brazo, y me dijo familiarmente:

—¿Cómo piensa usted hacer para matar el tiempo hasta su marcha? Va a sentir la falta de las damas, y la casa le parecerá grande. ¿Quiere usted echar una ojeada por los periódicos de Atenas? El fraile me los ha traído. Yo no los leo casi nunca. Sé exactamente lo que valen los artículos de periódico, puesto que los pago. Aqui tiene usted La Gaceta Oficial, La Esperanza, El Palikaro, La Caricatura.

Seguramente hablan ahi de nosotros. ¡Pobres suscriptores! Le dejo a usted. Si encuentra usted algo curioso, cuéntemelo.

La Esperanza, escrita en francés y destinada a darle el pego a Europa, había consagrado un largo articulo a desmentir las últimas noticias del bandolerismo. Dedicaba ingeniosas bromas a los ingenuos viajeros que ven un ladrón en un campesino harapiento, una partida armada en cada nube de polvo, y demandan gracia al primer matorral que les detiene por la manga del traje. Esta hoja verídica encomiaba la seguridad de los caminos, celebraba el desinterés de los indigenas, exaltaba la calma y el recogimiento que se estaba seguro de encontrar en todas las montañas del reino.

El Palikaro, inspirado por algunos amigos de Hadgi—Stavros, insertaba una elocuente biografía de su héroe. Contaba que este Teseo de los tiempos modernos, el único hombre de nuestro siglo que jamás haya sido vencido, habia intentado un fuerte reconocimiento en dirección de las rocas escironianas. Traicionado por la flojedad de sus compañeros, se había retirado con pérdidas insignificantes.

Pero, profundamente asqueado de una profesión degenerada, renunciaba al ejercicio del bandidaje, y abandonaba el suelo de Grecia para retirarse a Europa, donde su fortuna, gloriosamente adquirida, le permitiria vivir como un principe. «Y ahora, añadia El Palikaro, ¡id, venid, corred por las llanuras y por las montañas! Banqueros y comerciantes griegos, extranjeros, viandantes, no tenéis nada que temer: el Rey de las montañas ha querido, como Carlos V, abdicar en lo más alto de su gloria y de su poder. » En la Gaceta Oficial se leía:

El domingo 3 del corriente, a las cinco de la tarde, cuando se conducía a Argos la caja militar con una suma de veinte mil francos, pretendió asaltarla la partida de Hadgi—Stavros, conocido por el nombre de Rey de las montañas. Los bandoleros, en número de tres o cuatrocientos, se arrojaron sobre la escolta con furor increible. Pero las dos primeras compañías del 2.0 batallón del 4.° de linea, a las órdenes del bravo comandante Nicolaidis, opusieron una resistencia heroica. Los salvajes agresores fueron rechazados a bayonetazos, dejando el campo de batalla sembrado de cadáveres. Dicese que HadgiStavros se encuentra gravemente herido. Nuestras pérdidas son insignificantes.

» El mismo día, a la misma hora, las tropas de Su Majestad alcanzaban otra victoria a diez leguas de distancia. Hacia la sima del Parnés, a cuatro estadios de Castia, la 2.ª compañía del primer batallón de gendarmeria deshizo la partida de Hadgi—Stavros. También alli, según el parte del bravo capitán Pericles, el Rey de las montañas ha debido recibir un balazo. Por desgracia, este éxito ha sido caramente pagado. Los bandoleros, protegidos por las rocas y los matorrales, han matado o herido gravemente a diez gendarmes. Un joven oficial de grandes esperanzas, el señor Spiro, recién salido de la Escuela de los Evélpides, ha encontrado en el campo de batalla una muerte gloriosa. En presencia de tan grandes desgracias, no es poco consuelo pensar que, allí como en todas partes, la ley ha sido mantenida.»» El periódico La Caricatura publicaba una litografia mal dibujada, en la cual reconocí, sin embargo, los retratos del capitán Pericles y del Rey de las montañas. El ahijado y el padrino estaban estrechamente abrazados. Debajo del dibujo, el artista habia escrito la leyenda siguiente:

«¡CÓMO SE BATEN!» «Según parece, me dije a mi mismo, no soy el único iniciado, y el secreto de Pericles se parecerá pronto al secreto de Polichinela..

Doblé los periódicos, y mientras esperaba la vuelta del Rey de las montañas, medité sobre la situación en que la señora Simons me había dejado. Cierto que era glorioso no deber mi libertad más que a mi mismo, y que era preferible salir de la prisión por un rasgo de valor que por una astucia de escolar. En un momento podía pasar a la situación de héroe y convertirme en un objeto de admiración para todas las señoritas de Europa. No cabia duda de que Mary—Ann se pondria a adorarme cuando me viese sano y salvo, después de una evasión peligrosa. Pero podia fallarme el pie en aquel formidable resbalón. Si me rompía un brazo o una pierna, ¿veria Mary—Ann con buenos ojos un héroe cojo o manco? Además, debía tener por seguro que me vigilarian noche y día. Mi plan, por ingenioso que fuera, no podia ejecutarse más que después de la muerte de mi guardián. Matar a un hombre no es asunto cualquiera, aun para un doctor. De palabra esto no es nada, sobre todo hablando a la mujer a quien se ama. Pero después de la marcha de Mary—Ann, yo no tenia ya la cabeza del revés. Me parecía menos fácil procurarme un arma, y menos cómodo servirme de ella. Una puñalada es una operación quirúrgica que debe poner carne de gallina a un hombre de bien. ¿Qué le parece a usted, caballero? Yo pensaba que mi futura suegra había acaso obrado a la ligera con su yerno en perspectiva. No le costaba mucho enviarme quinee mil francos de rescate, sin perjuicio de descontarlos más tarde de la dote de Mary—Ann. Quince mil francos serian para mi poca cosa el dia del matrimonio: pero eran mucho para mi, dada la situación en que me hallaba, en visperas de estrangular a un hombre y de bajar algunos centenares de metros por una escalera sin escalones. Llegué a maldecir a la señora Simons, tan cordialmente como la mayoria de los yernes maldicen a sus suegras en todos los países civilizados. Y como me quedaban maldiciones de sobra, envié también algunas a mi excelente amigo John Harris, que me abandonaba a mi suerte. Si él hubiese estado en mi sitio y yo en el suyo, me decía yo para mis adentros, no le hubiese dejado ocho largos días sin noticias. ¡Esto podia disculparse en Lobster, que era demasiado joven; en Giacomo, que era una fuerza ininteligente, y en el señor Mérinay, cuyo profundo egoísmo conocía yo! A los egoistas se les perdona fácilmente una traición, porque se ha adquirido el hábito de no contar con ellos. ¡Pero Harris, que había expuesto su vida para salvar una vieja negra de Boston! ¿No valía yo tanto como una negra? En buena justicia, y sin prejuicios aristocráticos, creía valer tanto, por lo menos, como dos o tres.

Hadgi—Stavros vino a cambiar el curso de mis ideas ofreciéndome un medio de evasión más sencillo y menos peligroso. No se necesitaban más que piernas, y, gracias a Dios, me encuentro bastante bien provisto en ese punto. El Rey me sorprendió en el momento en que bostezaba como el más humilde de los animales.

—¿Se aburre usted?—me dijo—. Es la lectura.

Nunca he podido abrir un libro sin riesgo para mis mandibulas. Veo con gusto que los doctores no resisten más que yo. Pero ¿por qué no emplea usted mejor el tiempo que le queda? Habia usted venido aquí para recoger las plantas de la montaña: no parece que en estos ocho días se haya llenado su caja.

¿Quiere usted que le deje ir de paseo, bajo la vigilancia de dos hombres? Soy demasiado magná nimo para negarle este pequeño favor. Cada uno debe desempeñar su oficio en este bajo mundo. Para usted, las hierbas; para mi, el dinero. Dirá usted a los que le han enviado aqui: «¡He aqui unas hierbas cogidas en el reino de Hadgi—Stavros!» Si encontrase usted alguna que fuese bella y curiosa, y de la que no se hubiese hablado nunca en su país, nabría que darle mi nombre, y llamarla Reina de las montañas.

—Positivamente—pensaba yo—, si me encontrase a una legua de aqui, entre dos bandidos, no sería dificil ganarles la delantera. El peligro doblaria mis fuerzas, no hay que dudarlo. Corre mejor el que tiene mayor interés en correr. ¿Por qué la liebre es el más vivo de todos los animales? Porque es el más amenazado.

Acepté el ofrecimiento del rey, y, sin perder momento, éste colocó dos centinelas de vista a mi lado.

No se extendió en recomendaciones minuciosas. Les dijo sencillamente:

—Es un milord de quince mil francos; si lo dejais escaparse habrá que pagarlo o reemplazarlo.

Mis acólitos no parecían, ni mucho menos, estar inválidos; no tenían ni herida, ni contusión, ni desperfecto de ninguna clase; sus piernas eran de acero, y no había que esperar que sus pies se sintiesen incómodos en sus zapatos, porque gastaban una especie de alpargatas muy amplias que dejaban al descubierto el talón. Al pasarles revista advertí, no sin sentimiento, dos pistolas tan largas como fusiles de niños. Con todo, no perdi ánimo. A fuerza de estar con malas gentes, se me habia hecho familiar el silbido de las balas. Ajusté la caja a la espalda, y me puse en marcha.

—¡Que se divierta usted!—me gritó el Rey.

—¡Adiós, señor!

—No. ¡Hasta la vista!

Llevé a mis compañeros en la dirección de Atenas; era ir ganando terreno al enemigo. Ellos no pusieron ningún inconveniente, y me permitieron ir por donde queria, Estos bandidos, mucho mejor educados que los gendarmes de Pericles, dejaban a mis movimientos toda la amplitud necesaria. No sentia a cada paso sus codos metérseme en los costados.

Por su parte, ellos también herborizaban para la comida de la noche. En cuanto a mí, parecía muy metido en mi tarea; arrancaba a diestro y siniestro manojos de hierba, que no podia pedirse más; fingia escoger una brizna de hierba en la masa y la depositaba cuidadosamente en el fondo de mi caja, procurando no sobrecargarme: bastante era el peso que llevaba ya encima. En una carrera de caballos habia yo notado que un admirable jockey había quedado vencido por llevar una sobrecarga de cinco kilos. Mi atención parecia fija en tierra; pero puede usted creerme que no había nada de eso. En tales circunstancias no es uno un botánico, sino un prisionero. Pellisson no se hubiese entretenido con las arañas si hubiese tenido tan sólo un clavo para ase rrar sus barrotes. Acaso encontré aquel dia plantas inéditas que hubiesen constituido la fortuna de un naturalista; pero me preocupaba tanto de ellas como de un alheli amarillo. Estoy seguro de haber pasado junto a un pie admirable de Boryana variabilis; pesaba media libra con las raices. No le concedí ni elhonor de una mirada; yo no veia más que dos cosas:

Atenas en el horizonte y los bandidos a mi lado. Espiaba los ojos de los dos granujas con la esperanza de que una feliz distracción me libertase de su vigilancia; pero lo mismo cuando se encontraban al alcance de mi mano, que cuando estaban a diez pasos de mi persona, ocupados en recoger su ensalada o en mirar el vuelo de los buitres, tenían siempre, por lo menos un ojo fijo en mis movimientos.

Se me ocurrió crearles una ocupación seria. Estábamos en un sendero bastante estrecho que se dirigia evidentemente a Atenas. Divisé a mi izquierda un espeso matorral de retama, que la solicitud de la Providencia habían hecho crecer en la cima de una roca, y fingí sentir deseos de alcanzarlo como si fuese un tesoro. Escalé cinco o seis veces el talud escarpado que lo protegia. Tales fueron mis esfuerzos que uno de mis centinelas se compadeció de mi situación y se ofreció a servirme de escala. No hubo más remedio que aceptar sus servicios; pero, al alzarme sobre sus espaldas, le magullé tan terriblemente con un golpe de mis zapatos ferrados, que dió un grito de dolor y me dejó caer a tierra. Su compañero, que tenia interés en el éxito de mi empresa, le dijo:

—¡Esperal; voy a subir en lugar del señor; yo no tengo clavos en los zapatos.

Tan pronto dicho como hecho; se lanza, coge la planta por el tallo, la sacude, la arranca y da un grito. Yo iba ya corriendo sin mirar atrás. La estupefacción de ambos me dió diez buenos minutos de ventaja. Pero no perdieron tiempo en acusarse reciprocamente; pronto ví sus pasos que me seguian de lejos. Redoblé la velocidad; el camino era bueno, llano, liso, como hecho para mi. Iba disparado, con los brazos pegados al cuerpo, sin sentir las piedras que rodaban bajo mis talones, y sin mirar dónde ponia los pies. El espacio huía debajo de mí. Rocas y matorrales parecian correr en sentido inverso a los dos lados del camino; ligero, rápido, me parecia que mi cuerpo no tenia peso, que me habian nacido alas. Pero este ruido de cuatro pies fatigaba mis oidos. De repente se detuvieron y nada más escuché.

¿Se habrían cansado de perseguirme? Una pequeña nube de polvo se levantó a diez pasos delante de mi.

Algo más lejos, una mancha blanca se pega bruscamente a una roca gris. Dos detonaciones resuenan al mismo tiempo.

Los bandidos acababan de descargar sus pistolas; yo, a pesar del fuego enemigo, seguia corriendo. La persecución comienza de nuevo; oigo dos voces sofocadas que me gritan: «¡Pårate! ¡Párate!» Pero yo no me paro. Pierdo el camino; continúo corriendo sin saber adónde voy. Un foso se presenta, ancho como un rio; pero llevo demasiado impetu para medir las distancias. Salto: me he salvado. Mis tirantes se rompen: ¡estoy perdido!

¿Se rie usted? ¡Quisiera verle correr sin tirantes, sosteniéndose con las dos manos la cintura del pantalón! Cinco minutos después, amigo mio, los bandidos me habían cogido. Me pusieron esposas en las manos y trabas en los pies, y dándome golpes con una vara me empujaron hacia el campamento de Hadgi—Stavros.

El Rey me recibió como si yo me hubiese declarado en quiebra y me hubiese llevado quince mil francos suyos.

Caballero—me dijo—, tenía otra idea de usted. Creia conocer a los hombres; su cara me ha engañado. Nunca hubiese creído que fuera usted capaz de causarnos un perjuicio, sobre todo después de la conducta que he observado con usted. No le extrañe que tome en adelante medidas severas. Usted me fuerza a ello. Se le internará en su cuarto hasta nueva orden. Uno de mis oficiales le acompañará en su tienda. Esto no es todavía más que una precaución. En caso de reincidencia, tenga usted presente que se le castigará. Basilio, a ti te encomiendo la vigilancia del señor.

Basilio me saludó con su cortesía ordinaria.

¡Ah! ¡Miserable! —pensé para mi—. ¡Tú eres el que arroja las criaturitas al fuego! ¡Tú eres el que ha insultado a Mary—Ann y el que ha querido apuñalarme el día de la Ascensión! ¡Pues bien!: prefiero entendérmelas contigo que con cualquier otro.» No le referiré los tres dias que pasé en mi cuarto en compañía de Basilio. Este tipo me proporcionó una dosis de aburrimiento que no quiero compartir con nadie. No me queria mal, y hasta sentía una cierta simpatía hacia mí. Creo que si me hubiese hecho prisionero por su cuenta, me hubiese soltado sin rescate. Mi rostro le habia agradado desde la primera mirada. Le recordaba un hermano que había perdido por sentencia de los tribunales. Pero tales demostraciones de amistad me importunaban cien veces más que los malos tratamientos. No esperaba a que amaneciese para darme los buenos dias; a la caída de la tarde no dejaba nunca de desearme prosperidades, cuya lista era larga. Me sacudia, en lo más profundo del sueño, para informarse si me habia tapado bien. En la mesa me servia como un buen criado; a los postres me contaba historias o me suplicaba que se las contase yo. ¡Y siempre adelantando la garra para estrecharme la mano! Yo oponía a su buena voluntad una resistencia encarnizada. Aparte de que me parecía inútil incluir un que, mador de niños en la lista de mis amigos, no tenia ningún interés en estrechar la mano de un hombre cuya muerte había decidido. Mi conciencia me permitia matarlo. ¿No me hallaba en el caso de legitima defensa? Pero me repugnaba matarlo a traición, y debia, por lo menos, ponerlo en guardia por mi actitud hostil y amenazadora. Al mismo tiempo que rechazaba sus oficiosidades, desdeñaba sus cortesias y procuraba sustraerme a sus atenciones, espiaba cuidadosamente la ocasión de escaparme; pero su amistad, más vigilante que el odio, no me perdia de vista un solo instante. Cuando me inclinaba sobre la cascada para grabar en mi memoria los accidentes del terreno, Basilio me arrancaba a mi contemplación con una solicitud maternal: «¡Cuidado!—decia, tirándome por los pies —. Si tuvieras la desgracia de caerte, me lo reprocharía toda la vida. Cuando por la noche intentaba levantarme a escondidas, saltaba fuera de su cama para preguntarme si tenia necesidad de algo. Jamás hubo granuja más despierto.

Daba vueltas a mi alrededor como una ardilla en una jaula.

Lo que, sobre todo, me exasperaba era su conflanza en mi. Un dia manifesté deseos de examinar sus armas, y él me puso su puñal en la mano. Era un puñal ruso, de acero damasquinado, de la fábrica de Tula. Saqué la hoja de la vaina, probé la punta en mi dedo, la dirigí sobre su pecho, eligiendo el sitio, entre la cuarta y la quinta costilla El me dijo sonriendo: «No aprietes; me matarias.» Ciertamente, señor, apretando un poco le hubiese hecho justicia, pero algo me detuvo el brazo. Es lástima que a las gentes honradas les cueste tanto trabajo matar a los asesinos, mientras a ellos les cuesta tan poco matar a las gentes honradas. Meti el puñal en su vaina.

Basilio me tendió su pistola; pero yo me negué a to marla, y le dije que mi curiosidad quedaba satisfecha. Armó el gatillo, me enseñó el cebo, apoyó el cañón en su cabeza, y me dijo: «Con nada, ya no tendrías vigilante.» ¡No tener vigilante! ¡Si era precisamente lo que yo quería! Pero la ocasión era demasiado favorable, y la idea de ser traidor me paralizaba. Si le hubiese matado en aquel momento, no hubiese podido sostener su última mirada. Mejor era dar el golpe por la noche. Por desgracia, en vez de ocultar sus armas, las colecaba ostensiblemente entre su lecho y el mío.

Acabé por encontrar un medio de huir sin tener que despertarle ni degollarle. Esta idea se me ocurrió el domingo 11 de mayo, a las seis. El dia de la Ascensión habia yo notado que a Basilio le gustaba beber y que resistia mal el vino. Le invité a comer conmigo. Esta muestra de amistad se le subió a la cabeza; el vino de Egina hizo lo demás. Hadgi—Stavros, que no me había vuelto a honrar con su visita desde que perdi su estimación, se conducia aún de modo generoso. Mi mesa estaba mejor servida que la suya. Me hubiese podido beber un pellejo de vino y un tonel de rhaki. Basilio, admitido a participar de estas magnificencias, comenzó la comida con una humildad conmovedora. Se mantenía alejado tres pies de la mesa, como un labriego invitado a casa de su señor. Poco a poco fue el vino suprimiendo las distancias. A las ocho de la noche, mi vigilante me explicaba su carácter. A las nueve, me contaba, balbueiendo, las aventuras de su juventud, y una serie de hazañas que hubiesen puesto los pelos de punta a un juez de instrucción. A las diez, cayó en la filantropía: este corazón, templado como el acero, se fundía en el rhaki como la perla de Cleopatra en el vinagre. Me juró que se había hecho bandolero por amor a la humanidad; que quería hacer en diez años una fortuna, fundar un hospital con sus economias y retirarse en seguida a un convento del Monte Athos. Prometió que no me olvidaría en sus oraciones. Aproveché esta buena disposición de ánimo para ingerirle una enorme taza de rhaki. Hubiera podido ofrecerle pez inflamada: era demasiado amigo mio para negarme nada. Pronto perdió la voz; su cabeza se inclinaba de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, con la regularidad de un balancín; me tendió la mano, y tropezó con un resto de asado, lo apretó cordialmente y se durmió con el sueño de las esfinges de Egipto, a quienes no ha despertado el cañón francés.

No me quedaba un instante que perder: los minutos eran oro. Cogi su pistola y la arrojé al barranco..

Me apoderé del puñal, e iba a tirarlo en la misma dirección, cuando reflexioné que podía servirme para cortar los terrones de césped. Mi grueso reloj señalaba las once. Apagué las dos hogueras de leña resinosa que alumbraban nuestra mesa: la luz podia llamar la atención del Rey. El tiempo era hermoso.

Nada de luna, pero una profusion de estrellas: era la noche que me convenia. El césped, cortado en largos trozos, podia ser levantado como si fuese una pieza de paño. Al cabo de una hora mis materiales estaban dispuestos. Cuando los llevaba á la fuente, le di a Basilio con el pie. Se levantó pesadamente y me preguntó, por costumbre, si necesitaba algo. Yo dejé caer mi carga, me senté al lado del borracho y le supliqué que bebiese otra copa a mi salud.

— Si —dijo, tengo sed.

Le llené, por última vez, la copa de cobre. El bebió la mitad, se derramó el resto por la barbilla y el cuello, intentó levantarse, cayó de bruces extendió los brazos y no se volvió a mover. Corrí a mi dique, y, a pesar de ser novicio, consegui detener sólidamente el arroyo en cuarenta y cinco minutos. Era la una menos cuarto. Al ruido de la cascada sucedió un silencio profundo. Senti miedo. Reflexioné que el Rey debia tener el sueño ligero, como todos los viejos, y que probablemente le despertaria aquel silencio inusitado. En el tumulto de ideas que agitaba mi espiritu, recordé una escena de El barbero de Sevilla, donde Bartolo se despierta en cuanto deja de escuchar la música. Me deslicé a lo largo de los árboles hasta la escalera, y recorrí con los ojos el gabinete de Hadgi—Stavros. El Rey descansaba apaciblemente al lado de su chibudgi. Me deslicé hasta a veinte pasos de su abeto, escuché atentamente: todo dormía. Volvi a mi dique, pasando por un charco de agua que me llegaba ya a los tobillos, y me incliné sobre el abismo.

EL REY DE LAS MONTAÑAS 18 La falda de la montaña brillaba imperceptiblemente. De trecho en trecho notábanse algunas cavidades donde el agua habia quedado. Tomé nota de ellas: eran otros tantos sitios donde podia poner e pie. Volvi a mi tienda, cogi mi caja, que estaba colgada encima de mi lecho, y me la colgué a la espalda. Al pasar por el sitio donde habiamos comido, recogí la cuarta parte de un panecillo y un pedazo de carne, no mojados todavía por el agua. Guardé estas provisiones en mi caja para mi desayuno del día siguiente. El dique resistia, la brisa debía de haber secado mi camino: eran cerca de las dos. Hubiese querido llevarme el puñal de Basilio por si tenia un mal encuentro. Pero estaba debajo del agua, y no perdi el tiempo en buscarlo. Me quité los zapa tos, los até con los cordones y los colgué de las correas de la caja. Finalmente, después de haber pen:

sado en todo, de haber echado una última ojeada a mis trabajos hidráulicos, de haber evocado los recuerdos de la casa paterna y enviado un beso en dirección de Atenas y de Mary—Ann, eché una pierna por encima del parapeto, cogi con las dos manos un arbusto que colgaba sobre el abismo y me puse en camino, encomendándome a Dios.

La tarea era ruda, más ruda de que habia supuesto desde arriba. La roca, mal secada, me producia una sensación de frio húmedo, como el contacto de una serpiente. Había calculado mal las distan cias, y los puntos de apoyo eran mucho más escasos de lo que esperaba. Dos veces me equivoqué de camino, inclinándome hacia la izquierda. Fué preciso desandar lo andado, a través de dificultades increíbles. La esperanza me abandonó a menudo, pero no la voluntad. En una sombra me pareció ver un saliente y perdi pie, cayendo de quince o veinte pies de altura, apretando mis manos y todo mi cuerpo al costado de la montaña, sin encontrar dónde agarrarme. Una raiz de higuera me prendió por la manga de mi gabán: aqui tiene usted las señales. Un poco más allá, un pájaro, escondido en un agujero, surgió tan bruscamente por entre mis piernas, que por poco si el miedo no me hace caer de espaldas. Andaba con los pies y con las manos, sobre todo con las manos. Tenia los brazos deshechos, y sentia temblar todos los tendones como las cuerdas de un arpa. Mis uñas estaban tan cruelmente doloridas, que ya no las sentia. Acaso hubiese tenido más fuerza, de haber podido medir el camino que me quedaba; pero en cuanto volvia la cabeza se apoderaba de mi el vértigo y me sentia arrastrado a la inercia. Para sostener mi valor, me exhortaba a mí mismo, me hablaba alto con los dientes apretados. Me decia:

«¡Un paso más por mi padre! ¡Un paso más por Mary—Ann! ¡Un paso más para confusión de los bandidos y la rabia de Hadgi—Stavros.» Al fin, mis pies se apoyaron en una plataforma más amplia. Me pareció que el suelo había cambiado de color. Plegué las piernas, me senté y volvi tímidamente la cabeza. No estaba más que a diez pasos del arroyo: habia alcanzado las rocas rojas.

Una superficie plana, con pequeños agujeros donde el agua se conservaba todavía, me permitió tomar aliento y descansar un poco. Saqué mi reloj: no eran más que las dos y media. Yo hubiera creido que el viaje habia durado tres noches. Me palpé brazos y piernas para ver si no estaba descabalado: en esta clase de expediciones se sabe con lo que se sale, pero no con lo que se llega. Habia tenido suerte: algunas contusiones y dos o tres rozaduras, a esto se reducia mi deterioro. Quien habia sufrido más era mi abrigo. Levanté los ojos, y todavia no para dar gracias al cielo, sino para asegurarme de que nada ocurria en mi domicilio. No oi más que algunas gotas de agua que se filtraban a través del dique. Todo iba bien; mi retaguardia estaba asegurada y sabia hacia dónde caia Atenas: ¡adiós, pues, Rey de las montañas!

Iba a saltar al fondo del barranco, cuando una forma blancuzca se levantó delante de mi y escuché los más furiosos ladridos que jamás han despertado los ecos a hora semejante. ¡Ay, señor!, no había contado con los perros de mi carcelero. Estos enemigos del hombre rondaban a todas horas alrededor del campamento, y uno de ellos me había olido. El furor y el odio que me inspiró su encuentro no puede describirse: no se detesta hasta este punto a un ser irracional. Hubiese preferido encontrarme cara a cara con un lobo, un tigre o un oso blanco, nobles fieras que me hubieran comido sin decir una palabra; pero que no me hubiesen denunciado. Los animales feroces salen de caza para sí mismos; pero ¿qué pensar de este horrible perro, que iba a devorarme ruidosamente para adular a Hadgi Stavros?

Lo acribillé a injurias, le arrojé los nombres más odiosos; pero todo en vano: hablaba más alto que yo. Cambié de tono, probé con buenas palabras, le interpelé duicemente en griego, en la lengua de sus padres: el no sabia más que una respuesta a todas mis palabras, y su respuesta estremecia la montaña.

Se me ocurrió callarme; él se calló. Me tumbé entre los charcos de agua; él se extendió al pie de la roca gruñendo entre dientes. Fingi dormir; él se durmió.

Me dejé deslizar insensiblemente hacia el arroyo; él se levantó de un salto, y apenas tu ve el tiempo justo de volver a encaramarme en mi pedestal. Mi sombrero quedó entre las manos o, más bien, entre los dientes del enemigo. ¡Un instante después no era más que una mermelada, una papilla de sombrero!

¡Pobre sombrero! Le compadecia; me ponía en su lugar. Si hubiese podido salir del negocio sólo mediante algunos mordiscos, no me hubiera importado mucho; le hubiera concedido al perro su parte. ¡Pero estos monstruos no se contentan con morder a las gentes, sino que se las comen!

Se me ocurrió que acaso tuviese hambre; que si conseguía hartarle me morderia probablemente aún; pero que no me comeria. Tenia provisiones, y las sacrifiqué; lo único que sentia es no tener cien veces más. Le lancé la mitad del pan y se lo tragó como si fuese un abismo: imaginese usted un guijarro que cae en un pozo. Yo miraba triste lo poco que me quedaba que ofrecerle, cuando reconoci en el fondo de la caja un paquete blanco que me sugirió algunas ideas. Era una pequeña provisión de arsénico destinada a mis preparaciones zoológicas. Me servia de ella para disecar los pájaros; pero ninguna ley me prohibía deslizar algunos gramos en la envoltura de un perro. Mi interlocutor, lleno de apetito, no deseaba otra cosa que proseguir su comida. «¡Espera—le dije—, voy a servirte un plato a mi gusto!...» El paquete contenía unos treinta y cinco gramos de un bonito polvo blanco y brillante. Verti cinco o seis en un pequeño depósito de agua clara, y coloqué el resto en mi bolsillo. Deslei cuidadosamente la parte del animal; esperé que el ácido arsenioso estuviese bien disuelto; introduje en la solución un pedazo de pan, que la absorbió toda como si fuese una esponja. El perro se lanzó con buen apetito y se tragó su muerte de un bocado.

Pero ¿por qué no me habia yo provisto de un poco de estricnina o de cualquier otro buen veneno más fulminante que el arsénico?

Eran más de las tres, y los ensayos de mi invención se hicieron esperar cruelmente. Hacia la media, el perro se puso a aullar con todas sus fuerzas. Yo no iba ganando mucho con ello: ladridos y aullidos, gritos de furor o gritos de angustia, iban todos al mismo punto; es decir, a los oídos de Hadgi Stavros.

Pronto el animal se retorció en convulsiones horribles; echaba espuma por la boca; tenia náuseas, y hacia esfuerzos violentos para expulsar el veneno que le devoraba. Era un espectáculo muy grato para mi; yo saboreaba golosamente el placer de los dioses; pero sólo la muerte del enemigo podia salvarme, y la muerte pårecia hacerse rogar. Esperaba que, vencido por el dolor, acabaria por dejarme pasar; pero se encarnizaba contra mi, y me enseñaba su boca, babosa y sanguinolenta, como para reprocharme mis presentes y decirme que no moriría sin venganza. Le lancé mi pañuelo de bolsillo, y lo desgarró tan vigorosamente como mi sombrero.

El cielo comenzaba a aclararse, y yo sospechaba que había cometido un asesinato inútil. Una hora más, y los bandidos estarian encima de mi. Levanté la cabeza hacia el cuarto maldito que habia abandonado sin pensamiento de volver, y al cual el poder de un perro iba a volverme. Una catarata formidable me arrojó de ices contra el suelo.

Terrones de césped, guijarros, fragmentos de roca, rodaron en torno mío con un torrente de agua glacial. El dique se habia roto, y el lago entero se vaciaba sobre mi cabeza. Un temblor se apoderó de mí: cada ola se llevaba ai pasar algunos grados de mi calor animal, y mi sangre se iba poniendo tan fria como la sangre de un pez. Echo una mirada so bre el perro: continuaba al pie de mi roca luchando contra la muerte, contra la corriente, contra todo, con la boca abierta y los ojos fijos en mi. Era preciso acabar de una vez. Desaté mi caja, la cogi por las dos correas y golpeé con tal furor aquella repugnante cabeza, que el enemigo me abandonó el campo de batalla. El torrente le cogió de lado, le hizo dar dos o tres vueltas sobre sí mismo, y le arrastro no sé adónde.

Salto entonces al agua: me llegaba hasta medio cuerpo; me agarro a las rocas de la orilla; salgo de la corriente; gano la orilla; me sacudo y grito: «¡Hurra por Mary—Ann!» Cuatro bandidos salen de la tierra y me cogen por el cuello, diciendo:

¡Ya estás aquí, asesino! ¡Venid todos! ¡Ya ha caído en nuestras manos! ¡El Rey quedará contento!

¡Basilio será vengado!

Parece que, sin saberlo, había ahogado a mi amigo Basilio.

En aquel tiempo yo no había matado todavia hombres: Basilio era el primero. Después he derribado bastantes defendiéndome, y únicamente para salvar mi vida; pero Basilio es el único que me ha dejado remordimientos, aunque su fin fuese el resultado de una imprudencia bastante inocente.

¡Usted sabe lo que es el primer paso! Ningún asesino descubierto por la policia, y llevado de puesto en puesto hasta el teatro de su crimen, bajó la cabeza más humildemente que yo. No me atrevia a levantar los ojos frente a las buenas personas que me habían detenido; no me sentía con fuerzas para sostener sus miradas acusadoras; presentia, temblando, una prueba temible; estaba seguro de que comparecería delante de mi juez, y que me pondrian en presencia de mi victima. ¿Cómo afrontar las cejas del Rey de las montañas después de lo que había hecho? ¿Cómo ver de nuevo, sin morir de ver— !

güenza, el cuerpo inanimado del infeliz Basilio? Más de una ez se me doblaron las rodillas, y me hubiese quedado por el camino sin los puntapiés que me eseoltaban por detrás.

Arab d sampamento desierto, el gabinete del Rey, ocupado por algunos heridos, y bajé o, más bien, cai hasta el pie de la escalera de mi cuarto.

Las aguas se habían retirado, dejando manchas de fango en todos los muros y en todos los árboles. Un último charco quedaba todavia en el sitio de donde había arrancado el césped. Los bandidos, el Rey y el monje se hallaban de pie, en circulo, alrededor de un objeto gris y fangoso, cuya vista me puso los pelos de punta: era Basilio. ¡Que el cielo le libre a usted, caballero, de ver nunca un cadáver de su mano!

El agua y el barro, al escurrirse, habian depositado una capa a su alrededor. ¿Ha visto usted alguna vez una mosca grande que lleva tres o cuatro dias cogida en una tela de araña? La confeccionadora de las redes, viendo que no puede deshacerse de semejante huésped, lo envuelve en una madeja de hilos grisáceos, y los cambia en una masa informe y dificil de conocer: tal era Basilio algunas horas después de haber cenado conmigo. Le encontré a diez pasos del lugar en que me habia despedido de él. No sé si los bandidos le habían cambiado de sitio, o si él mismo se había movido en las convulsiones de la agonía; sin embargo, me inclino a creer que su muerte había sido dulce. Lleno de vino como se hallaba, ha debido sucumbir sin lucha, de alguna buena congestión cerebral.

Un murmullo de mal agüero saludó mi llegada.

Hadgi Stavros, pálido y con la frente crispada, salió a mi encuentro, me cogió por la muñeca izquierda, y tiró de mi tan violentamente, que por poco si no me desarticula el brazo. Me arrojó en medio del círculo con tal viveza, que estuve a punto de poner el pie encima de mi victima; me eché atrás vivamente.

— ¡Mire!—me gritó con voz de trueno—; ¡mire lo que ha hecho! ¡Alégrese usted de su obra! ¡Hártese usted de contemplar su crimen! ¡Desgraciado! ¿Pero adónde va ir usted a parar? ¿Quién me hubiese dicho el día en que le recibi que abria mis puertas a un asesino?

Balbuci algunas excusas; intenté demostrar al juez que sólo era culpable de mi imprudencia. Me acusé sinceramente de haber embriagado a mi guardián para escapar a su vigilancia y poder huir sin obstáculo de mi prisión; pero me defendi del crimen de asesinato. ¿Era culpa mia si la crecida de las aguas lo había ahogado una hora después de mi partida? La prueba de no haberle querido hacer ningún daño es que no le había dado ni una sola puñalada cuando estaba borracho perdido, y sus armas se hallaban entre mis manos. Podían lavar su cuerpo y convencerse de que estaba sin heridas.

—¡Al menos—replicó el Rey—, confiese que su imprudencia es muy egoista y culpable! Nadie amenazaba la vida de usted; no se le retenia aquí más que por una suma de dinero, y se ha fugado usted por avaricia; ha pensado usted economizarse 'algunos escudos, ¡y no se ha ocupado de este pobre miserable, a quien dejaba morirse detrás de usted! ¡No se ha preocupado usted de mi, a quien privaba de un auxiliar indispensable! ¿Y qué dia ha escogido usted para traicionarnos? ¡El dia en que todas las desgracias nos asaltan a la vez: en que acabo de sufrir una derrota; en que he perdido mis mejores soldados; en que Sófocles está herido; en que el corfiota está moribundo; en que el joven Spiro, con quien contaba, ha perdido la vida; en que todos mis hombres están cansados y sin ánimos! ¡En este momento ha tenido usted el valor de arrebatarme mi Basilio! ¿Es que carece usted de sentimientos humanos? ¿No era cien veces mejor pagar honradamente su rescate, como conviene a un buen prisionero, que autorizar a que se diga que ha sacrificado usted la vida de un hombre por quince mil francos?

—¡Vaya una cosa!—exclamé yo a mi vez—; me parece que ha matado usted a bastantes más y por menos.

Él replicó con dignidad:

—Es mi oficio, caballero; usted no estaba en el mismo caso. Yo soy bandido, y usted es doctor. Yo soy griego, y usted es alemán.

Nada tenia que responder a esto. El temblor de todas las fibras de mi corazón me hacia sentir claramente que no habia nacido ni estaba educado para la profesión de matador de hombres. El Rey, alentado por mi silencio, elevó la voz y prosiguió de esta manera:

—¿Sabe usted, desgraciado joven, quién era la criatura excelente cuya muerte ha causado usted?

Descendia de esos heroicos bandidos de Suli, que han sostenido tan crudas guerras por la religión y por la patria contra Ali de Tebelen, bajá de Janina. Desde hace cuatro generaciones, todos sus antecesores han sido ahorcados o decapitados; ni uno ha muerto en la cama. Todavia no hace seis años, pereció su propio hermano en el Epiro a consecuencia de una sentencia de muerte: habia asesinado a un musulmán.

La devoción y el valor son hereditarios en su familia. Nunca ha dejado Basilio de cumplir sus deberes religiosos. Daba a las iglesias, daba a los pobres. El dia de Pascua encendía un cirio más grueso que todos los demás. Se hubiera dejado matar antes que violar la ley del ayuno o comer carne en día de abstinencia. Estaba haciendo economías para retirarse a un convento del monte Athos. ¿Lo sabia usted?

Confesé humildemente que lo sabia.

—¿Sabía usted que era el más resuelto de mis compañeros? No quiero disminuir el mérito personal de los que me escuchan; pero Basilio era de una abnegación ciega, de una obediencia intrépida, de un celo a prueba de todas las circunstancias. Ninguna empresa era demasiado dura para su valor; ninguna ejecución repugaba a su fidelidad. Hubiera degollado a todo el reino si se lo hubiese mandado. Habria arrancado un ojo a su mejor amigo a una señal de mi dedo meñique. ¡Y lo ha matado usted! ¡Pobre Basilio! Cuando tenga que quemar una aldea, que poner sobre ascuas a un avaro, que cortar una mujer en pedazos, que desollar vivo un niño, ¿quién te reemplazará?

Todos los bandidos, electrizados por esta oración fúnebre, exclamaron unánimemente:

—¡Nosotros! ¡Nosotros!

Los unos tendían sus brazos hacia el rey, los otros desenvainaban sus sables, los más celosos me apuntaron con sus pistolas. Hadgi—Stavros puso un freno a su entusiasmo: me protegió con su cuerpo como una muralla, y prosiguió su discurso en estos términos:

—Consuéla te, Basilio; no quedarás sin venganza. Si sólo escuchase mi dolor, ofrecería a tus manes la cabeza del asesino; pero vale quince mil francos, y esta idea me contiene. Tú mismo, si pudieses usar de la palabra como en nuestros consejos, me suplicarías que preservase sus días y rechazarias una venganza tan costosa. No son las circunstancias en que tu muerte nos ha dejado propias para hacer locuras y para tirar el dinero por la ventana.

Se detuvo un momento; yo respiré.

—Pero—continuó el Rey—yo sabré conciliar el interés con la justicia. Castigaré al culpable sin arriesgar el capital. Su escarmiento será el más bello adorno de tus funerales, y desde la elevada mansión de los palikaros, adonde tu alma ha volado, contemplarás con gozo un suplicio expiatorio que no nos costará un céntimo.

Esta peroración entusiasmó al auditorio. Todo el mundo quedó encantado, excepto yo. Me devanaba los sesos procurando adivinar lo que el Rey me reservaba, y me sentia tan poco seguro, que mis dientes castañeteaban como para romperse. Ciertamente, debía considerarme afortunado de salvar la vida, y la conservación de mi cabeza no me parecia una ventaja insignificante. Pero conocía la imaginación inventiva de los helenos de camino real. Sin darme la muerte, podia Hadgi—Stavros infligirme un castigo que me hiciese aborrecer la vida. El viejo malvado se negó a decirme qué suplicio me preparaba. Hasta tal punto no se compadeció de mis angustias, que me obligó a presenciar los funerales de su teniente.

El cuerpo fué despojado de sus vestiduras, transportado junto a la fuente, y lavado en el agua corriente. Las facciones de Basilio apenas habian cambiado; su boca, entreabierta, conservaba todavia la sonrisa del borracho; en sus ojos abiertos se mantenía una mirada estúpida. Los miembros no habían perdido su flexibilidad; la rigidez cadavérica se hace esperar largo tiempo en los individuos que mueren por accidente.

El cafedgi del Rey y su porta—chibuque procedieron a vestir al muerto. Hadgi—Stavros corrió con los gastos en calidad de heredero. Basilio no tenía familia, y todos sus bienes le correspondian al Rey. Revistieron al cuerpo de una camisa fina, de una falda de hermoso percal y de una chaqueta bordada de plata. Encerraron sus cabellos húmedos en un bonete casi nuevo. Ajustaron a sus piernas, que no debian correr más, polainas de seda roja. Le calzaron los pies con babuchas de piel de Rusia. Nunca en su vida habia estado tan guapo y tan limpio el pobre Basilio. Pasaron sus labios con carmin; le pintaron con blanco y rojo, como si fuese un joven galán que se dispone a entrar en escena. Durante toda la operación, la orquesta de los bandidos ejecutaba un aire lúgubre que ha debido escuchar usted más de una vez en las calles de Atenas. Me felicito de no haber muerto en Grecia, pues es una música abominable, y nunca me consolaria de haber sido enterrado a los acordes de esta música.

Cuatro bandidos se pusieron a cavar una fosa en medio del cuarto, en el lugar en que había estado emplazada la tienda de la señora Simons, y en el sitio donde Mary—Ann habia dormido. Otros dos corrieron al almacén a buscar cirios, que distribuyeron a la concurrencia. Yo recibi uno como los demás. El monje entonaba el oficio de difuntos. Hadgi—Stavros salmodiaba el responso con una voz firme que me removía hasta el fondo del alma. Corria un poco de viento, y la cera de mi cirio caía sobre mi mano en lluvia ardiente; pero, ¡ay!, era bien poca cosa al lado de lo que me esperaba. Me hubiese abonado con gusto a aquel dolor si la ceremonia hubiese podido no acabar nunca.

Acabó, sin embargo. Pronunciada la última oración, el Rey se acercó solemnemente a las parihuelas donde estaba depositado el cadáver y le besó en la boca. Los bandidos, uno a uno, siguieron su ejemplo.

Me estremecia a la idea de que me llegase mi vez.

Me escondi detrás de los que habían ya pasado; pero el Rey me vió y me dijo:

—Ahora le toca a usted. ¡Vaya usted! ¡Bien le debe usted esto!

¿Era esta la expiación con que me habia amenazado? Un hombre justo se hubiese contentado con menos. Le juro a usted, caballero, que no es un juego de niños besar los labios de un cadáver, sobre todo cuando se reprocha uno el haberlo matado.

Avancé hacia el féretro; contemplé frente a frente este rostro, cuyos ojos abiertos parecian burlarse de mi confusión; incliné la cabeza y rocé ligeramente los labios. Un bandido jocoso me empujó por la nuca.

Mi boca se aplastó contra la boca fria; senti el contacto de sus dientes de hielo y me levanté transido de espanto, guardando en mis labios no sé qué sabor de muerte que ahora, en el momento de hablarle, me aprieta todavia la garganta. Las mujeres son muy dichosas: tienen el recurso de desmayarse.

Entonces bajaron a tierra el cadáver. Le arrojaron un puñado de flores, un pan, una manzana y algunas gotas de vino de Egina: las cosas de que menos necesidad tenía. La fosa quedó cerrada más pronto de lo que yo hubiese querido. Un bandido hizo observar que hacian falta dos palos para una cruz. Hadgi—Stavros le respondió:

—Está tranquilo; pondremos los palos del milord.

Ya puede usted imaginarse cómo me resonaba el corazón en el pecho. ¿Qué palos eran aquellos? ¿Qué habia de común entre los palos y yo?

El Rey hizo una señal a su chibudgi, que corrió a las oficinas y volvió con dos largas varas de laurel de Apolo. Hadgi—Stavros cogió las parihuelas fúnebres y las llevó sobre la tumba. Las apoyó en la tierra recién removida, las hizo levantar por un extremo, mientras con el otro tocaba en el suelo, y me dijo sonriente:

—Estoy trabajando para usted. Haga usted el favor de descalzarse.

Debió leer en mis ojos una interrogación llena de angustia y de espanto, pues respondió a la pregunta que yo no osaba dirigirle:

—No soy malo, y he detestado siempre los rigores inútiles. Por eso quiero imponerle un castigo que nos aproveche, dispensándonos de vigilarle en adelante. Desde hace algunos días está usted rabioso por evadirse. Espero que, cuando haya recibido veinte palos sobre las plantas de los pies, no tendrá usted necesidad de vigilante, y su afición a los viajes se calmará por algún tiempo. Es un suplicio que conozco: los turcos me lo han hecho sufrir en mi juventud, y sé por experiencia que no mata. Se sufre mucho; gritará usted, se lo advierto; Basilio le escuchará desde el fondo de su tumba, y quedará contento de nosotros.

A este anuncio, mi primera idea fué usar de mis piernas, mientras podía aún disponer libremente de ellas. Pero mi voluntad estaba, sin duda, muy enferma, pues me fué imposible poner un pie delante del otro. Hadgi—Stavros me levantó en alto con tanta ligereza como cogemos un insecto en un camino.

Me senti atar y descalzar antes que un pensamiento salido de mi cerebro tuviese tiempo de llegar a la extremidad de mis miembros. No sé ni sobre qué apoyaron mis pies ni cómo impidieron que me los llevase a la cabeza al primer palo. Vi que las dos varas daban vueltas delante de mí: la una a la derecha, y la otra a la izquierda; cerré los ojos, y esperé. No esperé, de seguro, la décima parte de un segundo, y, sin embargo, en tan breve espacio tuve tiempo de enviar una bendición a mi padre, un beso a EL REY DE LAS MONTAÑAS 14 Mary—Ann y más de cien mil imprecaciones para que la señora Simons y John Harris se las repartieran.

No me desmayé un solo instante; es una cualidad de que carezco, ya se lo he dicho a usted. De modo que no se perdió nada. Senti todos los palos, uno después de otro. El primero fué tan furioso, que crei que nada les quedaria a los sucesivos. Me cogió por el medio de la planta de los pies, bajo esa pequeña bóveda elástica que precede al talón y que soporta el cuerpo del hombre.

No fué el pie lo que me dolió esta vez; pero crei que los huesos de mis pobres piernas iban a saltar en astillas. El segundo me alcanzó más bajo, precisamente bajo los talones; me dió una sacudida profunda, violenta, que hizo estremecerse toda la columna vertebral y lleno de un tumulto espantoso mi cerebro palpitante y mi cráneo, pronto a estallar.

El tercero cayó recto sobre los dedos y produjo una sensación aguda y lancinante que me estremeció toda la parte anterior del cuerpo y me hizo creer un momento que la extremidad del palo había venido a levantarme la punta de la nariz. En este momento, me parece, fué cuando brotó la sangre por primera vez. Los golpes se fueron sucediendo en el mismo orden y en los mismos sitios, a intervalos iguales.

Tuve bastante valor para callarme a los dos primeros; grité al tercero; aullé al cuarto: gemi al quinto y a los siguientes. Al décimo, la carne misma no tenia ya la fuerza necesaria para quejarse: me callé.

Pero el anonadamiento de mi vigor fisico no disminuyó en nada la nitidez de mis percepciones. Hubiera sido incapaz de levantar los párpados, y, sin embargo, el más ligero ruido llegaba con precisión exagerada a mis oidos. No perdi una palabra de lo que se decia a mi alrededor. Es una observación de la que me acordaré más tarde si practico la medicina. Los doctores no tienen escrúpulo en condenar a un enfermo a cuatro pasos de su cama, sin pensar que el pobre infeliz tiene acaso todavia bastante oido para escucharles. Oi a un joven bandido que decía al Rey:

—Está muerto. ¿Para qué fatigar a dos hombres sin utilidad?

Hadgi—Stavros respondió:

—No temas nada; yo he recibido sesenta seguidos, y dos días después danzaba la romaica.

—¿Cómo te arreglaste?

—Usé la pomada de un renegado italiano llamado Luidgi—Bey... En dónde estamos? ¿Cuántos palos van?

—Diez y siete.

—Otros tres más, hijos míos; y cuidad los últimos.

En vano el palo se esforzó por hacerse sentir: los últimos golpes caían sobre materia ensangrentada, pero insensible. El dolor me habia casi paralizado.

Me levantaron de la camilla, desataron las cuerdas, fajaron mis pies en compresas de agua fresca, y, como yo sentia una sed de herido, me hicieron beber un gran vaso de vino. Con la fuerza, la cólera se apodero de mí. No se si a usted le ocurre como a mi; pero nada conozco tan humillante como un castigo físico. No soporto que el soberano del mundo pueda convertirse por un instante en esclavo de un vil palo. Haber nacido en el siglo xix, manejar el vapor y la electricidad, poseer una buena mitad de los secretos de la naturaleza, conocer a fendo cuanto la ciencia ha inventado para el bienestar y la seguridad del hombre, saber cómo se cura la fiebre, cómo se previene la viruela, cómo se deshace la piedra en la vejiga, y no poder defenderse de un palo, ¡es demasiado fuerte! Si hubiese sido soldado y me hubieran sometido a los castigos corporales, hubiese inevitablemente matado a mis jefes.

Cuando me vi sentado en la tierra fangosa, con los pies encadenados por el dolor, con las manos muertas; cuando miré en torno mio a los hombresque me habían golpeado, al que había dado la orden de golpearme y a los que habian visto cómo era golpeado, la cólera, la vergüenza, el sentimiento de la dignidad ultrajada, de la justicia violada, de la inteligencia tratada bárbaramente, un sentimiento de odio, de rebelión y de venganza exaltó mi cuerpo debilitado. Lo olvidé todo: cálculo, interés, prudencia, porvenir; levanté la compuerta a todas las verdades que me ahogaban; un torrente de injurias quemantes subió recto a mis labios, mientras el derrame de la bilis me cubria de espuma amarilla hasta lo blanco de mis ojos. Ciertamente, yo no soy orador, y mis estudios solitarios no me han ejercitado en el manejo de la palabra; pero la indignación, que ha hecho poetas, me presto por un cuarto de hora la elocuencia salvaje de aquellos prisioneros cántabros que entregaban el alma con injurias y escupian su último suspiro al rostro de los romanos vencedores. Todo lo que puede ultrajar a un hombre en su orgullo, en su ternura y en sus sentimientos más queridos, se lo dije al Rey de las montañas.

Le puse en el número de los animales inmundos, y le negué hasta la denominación de hombre. Le insulté en su madre, y en su mujer, y en su hija, y en toda su posteridad. Quisiera repetirle a usted textualmente todo lo que le obligué a escuchar; pero me faltan las palabras ahora que estoy tranquilo. Entonces inventé vocablos nuevos de todas clases, que no estaban en el diccionario, y, sin embargo, eran comprendidos, pues el auditorio de presidiarios aullaba bajo mis palabras, como una jauria de perros bajo el látigo del que la conduce. Pero en vano vigilaba el rostro del viejo palíkaro, en vano espiaba todos los músculos de su cara y observaba ávidamente todas las arrugas de su frente: no sorprendi la huella de una emoción. Hadgi—Stavros no pestañeaba más que un busto de mármol. Respondia a todos mis ultrajes con la insolencia del desprecio. Su actitud me exasperó hasta la locura. Por un instante se apoderó de mi el delirio. Una nube roja como la sangre pasó por delante de mis ojos. Me levanto bruscamente sobre mis pies llagados, veo una pistola en el cinturón de un bandido, la arranco, la armo. apunto al rey a boca de jarro, sale el disparo y yo caigo de espaldas murmurando:

¡Estoy vengado!

El mismo fué quien me levantó. Yo le contemplė con estupefacción tan profunda, como si lo hubiese visto salir de los infiernos. No parecía conmovido y sonreía tranquilamente como un inmortal. Y, sin embargo, caballero, mi puntería no había fallado.

Mi bala le habia herido en la frente, un centímetro por encima de la ceja izquierda: una huella san grienta lo atestiguaba. Pero, bien porque el arma estuviese mal cargada, bien porque la pólvora fu.se de mala calidad, ya más bien por haber resbalado el proyectil sobre el hueso del cráneo, ¡mi pistoletazo no le hizo más que una desolladura!

El monstruo invulnerable me sentó suavemente en tierra, se inclinó hacia mí, me tiró de la oreja y me dijo:

—¿Por qué intenta usted lo imposible, joven?

Ya le había advertido que tenía la cabeza a prueba de balas, y usted sabe que no miento nunca.

¿No le han contado a usted también que Ibrahim me habia mandado fusilar por siete egipcios y que se habia quedado sin mi pellejo? ¡Supongo que no tendrá usted la pretensión de ser más fuerte que siete egipcios! Pero ¿sabe usted que tiene la mano ligera para ser un hombre del Norte? Es usted muy vivo. ¡Caramba! Si mi madre, de quien tan ligeramente ha hablado usted hace un momento, no me hubiese construido con solidez, era hombre perdido.

Cualquier otro en mi lugar hubiese muerto sin decir estaboca es mía. Por mi parte, estas cosas me rejuvenecen. Me acuerdo de mis buenos tiempos. A su edad exponía yo la vida cuatro veces al dia, y eso no me impedía hacer mejor las digestiones. Vamos, no le guardo a usted rencor, le perdono su movimiento de vivacidad. Pero como todos mis súbditos no están a prueba de baia, y podría usted dejarse llevar a alguna nueva imprudencia, aplicaremos a sus manos el mismo tratamiento que a sus pies.

Nada impediría que comenzásemss inmediatamente; sin embargo, esperaré hasta mañana, en interés de su salud. Ya ve usted que el palo es un arma cortés que no mata a nadie; usted mismo acaba de probar que un hombre apaleado vale por dos. La ceremonia de mañana le dará a usted ocupación. Los prisioneros no saben en qué pasar el tiempo. La ociosidad es quien le ha dado a usted malos consejos.

Por lo demás, esté usted tranquilo: en cuanto llegue su rescate, curaré sus llagas. Todavia me queda balsamo de Luidgi—Bey. Al cabo de dos dias no se conocerá nada, y podrá usted danzar en el baile de palacio sin que sus amigas sepan que van en los brazos de un caballelo apaleado.

Yo no soy un griego, y las injurias me hieren tan vivamente como los golpes. Le enseñé el puño al viejo malvado y le grité con todas mis fuerzas:

—¡No, miserable, mi rescate no será pagado jamás! ¡No! ¡No he pedido dinero a nadie! De mi no tendrás más que la cabeza, que no te servirá de nada. Cógela inmediatamente si te da la gana. Sería mejor para mí y para ti también. Me ahorrarás dos semanas de torturas y la repugnancia de verte, que es la peor de todas. Economizarás lo que gastes en alimentarme durante quince días. ¡No dejes de hacerlo; es el único beneficio que puedes obtener de mi!

Sonrió, encogióse de hombros y dijo:

¡Ta, ta, ta, ta! ¡Qué jóvenes! ¡Extremados en todo! Echan la soga tras el caldero. Si le escuchase, me habría de arrepentir dentro de ocho dias y usted también. Las inglesas pagarán, estoy seguro. Conozco todavía a las mujeres, aunque haga mucho tiempo que vivo retirado. ¿Qué se diría si hoy le matase a usted y mañana llegase el rescate? Correría la voz de que he faltado a mi palabra, y mis prisioneros futuros se dejarian degollar como corderos sin pedir un céntimo a sus parientes. ¡No hay que estropear el oficio!

—¡Ah! Crees tú, hombre habilidoso, que las inglesas te han pagado. ¡Si, te han pagado como mereces!

—Es usted muy bondadoso.

—¡Su rescate te costará ochenta mil francos, ¿entiendes? ¡Ochenta mil francos fuera de tu bolsillo!

—¡No diga usted esas cosas! Parece como si le hubiesen dado los palos en la cabeza.

—Digo la verdad. ¿Te acuerdas del nombre de tus prisioneras?

—No, pero lo tengo por escrito.

—Voy a refrescar tu memoria. La señora de edad se llamaba Simons.

—¿Y qué?

—Asociada de la casa Barley, de Londres.

—¿Mi banquero?

—Justamente.

—¿Cómo sabes el nombre de mi banquero?

—¿Por qué has dictado tu correspondencia delante de mi?

—Después de todo, ¿qué me importa? No pueden robarme; no son griegos, son ingleses; los tribunales... Les pondré pleito.

—Y lo perderás. Tienen un recibo.

—Es verdad. Pero ¿por qué fatalidad les he dado un recibo?

—¡Porque yo te lo he aconsejado, pobre hombre!

—¡Miserable! ¡Perro mal bautizado! ¡Cismático del infierno! ¡Me has arruinado! ¡Me has hecho traición! ¡Me has robado! ¡Ochenta mil francos! ¡Yo soy responsable! ¡Si al menos los Barley fueran banqueros de la Compañia! No perderia más que mi parte.

Pero no tienen más que mis capitales; lo perderé todo. ¿Estás seguro, por lo menos, de que esta señora está asociada a la casa Barley?

—Tan seguro como de morir hoy.

No, hasta mañana no morirás. No has sufrido bastante. Se hará daño por valor de ochenta mil francos. ¿Qué suplicio inventar? ¡Ochenta mil francos! Ochenta mil muertes serían pocas. ¿Qué hice a aquel traidor que me robó cuarenta mil? Bah, ¡un juego de niños, una broma! ¡No ha estado aullando ni dos horas! Inventaré algo mejor. Pero ¿y si hubiese dos casas del mismo nombre?

—¡Cavendish—Square, 31!

—Si, allí es. ¡Imbécil! ¿Por qué no advertirme en vez de hacerme traición? Les hubiera pedido doble.

Hubieran pagado: tienen recursos para ello. No les hubiera dado recibo: jamás los daré... ¡No! ¡No! ¡Es la última vez!... He recibido cien mil francos de la señora Simons: ¡qué frase tan estúpida! ¿Soy yo quien ha dictado esto?... ¡Pero ahora me acuerdo!

¡No he firmado!... Si, pero mi sello vale por una firma: tienen numerosas cartas mias. ¿Por qué me pediste ese recibo? ¿Qué esperabas de esas mujeres?

Los quince mil francos de tu rescate... ¡Por todas partes el egoismo! Te hubieses debido franquear conmigo. Y te hubiese soltado de balde, te hubiese pagado encima. Si, como dices, eres pobre, debes saber lo bueno que es el dinero. ¿Te puedes tú solamente imaginar una suma de ochenta mil francos?

¿Sabes qué masa forma esto en una habitación; cuántas piezas de oro representa? ¿Y cuánto dinero puede ganarse en los negocios con ochenta mil francos? ¡Es una fortuna, desgraciado! ¡Me has robado una fortuna! Has despojado a mi hija, la única criatura a quien amo en ei mundo. Para ella es para quien trabajo. Y, si tú conoces mis negocios, debes saber que corro por la montaña durante todo un año para ganar cuarenta mil francos. Me has sustraido dos años de mi vida: ¡es como si hubiese dor mido durante dos años!

¡Al fin había encontrado yo la cuerda sensible!

El viejo palikaro estaba herido en el corazón. Sabia que mi suerte estaba echada, no esperaba perdón, y, sin embargo, experimentaba un placer amargo en trastornar aquella máscara impasible y aquel rostro de piedra. Me gustába seguir en los surcos de su cara el movimiento convulsivo de la pasión, como el náufrago perdido en un mar furibundo admira de lejos la ola que debe tragárselo. Yo era como una caña que piensa, a quien el universo brutal aplasta con su masa, y que se consuela al morir con la conciencia altiva de su superioridad. Me decia con orgullo: «Pereceré en las torturas, pero soy dueño de mi dueño y verdugo de mi verdugo.»