El primer avance
El primer avance
Al otro día muy de mañana, salían de Resistencia los tres sorianitos; acompañados de los agentes del Gobierno Federal que iban a ser sus guías y acompañantes en la expedición. Uno de ellos llamábase Juan Otaduy. Había nacido en Pamplona. Siendo muy joven llegó a la Argentina y allí quedó. Naturalizose ciudadano de la República y entró en el servicio gubernativo. Gozaba de la confianza de sus jefes. Era honrado, laborioso, valiente. Había viajado por todas partes cumpliendo encargos oficiales.
El otro policiaco se llamaba Felipe del Estero, natural de la Argentina, criollo; tenía en la Administración la fama de ser digno y celoso. Gozaba de una fuerza hercúlea. Era gran jinete, incansable andarín. Cuando las turbaciones de los indios del Chaco Austral, realizó proezas que le valieron rápido avance en las categorías oficiales.
No se puede negar que los representantes de España, que habían estudiado el caso de los hijos de Cerdera atentamente habían conseguido la más franca acogida y el apoyo más resuelto.
La primera parte del camino había de hacerse a caballo, atravesando la Reducción de indios de Anapalpi. Así se llama el territorio en que la Argentina tiene bajo su protección y su vigilancia a los indios sometidos. Viven ellos en esparcidos caseríos, en ranchos primitivos. Unos trabajan en los Obrajes de corta de Quebrachos y en la conducción y arrastre hasta la vía fluvial o hasta la estación ferroviaria de Barranquera de los troncones de aquellas y otras especies arbóreas, que se emplean ya en la extracción del tanino, ya para combustibles de las industrias y de los hogares, siendo de advertir que las locomotoras argentinas caldean sus hornos casi exclusivamente de esas maderas.
Desde luego se estableció una cordialidad risueña entre los hijos de Cerdera y los agentes del Gobierno. El más caracterizado de ellos, Juan Otaduy, había dicho a los muchachos:
-Somos vuestros amigos. Cumpliremos la orden que se nos ha dado, sin regatear esfuerzos ni sacrificios. Vamos a vivir como camaradas, aunque vosotros seáis tan mozuelos y nosotros casi viejos.
Próspero repuso:
-Nosotros agradecemos a ustedes mucho el favor que nos hacen. Ustedes mandan. Nosotros obedeceremos.
Antes, en presencia del agente consular de Resistencia, se había discutido sobre si convenía que fuera el reconocimiento de los depósitos del metálico, solo Próspero. Pero éste se negó en absoluto. No quería separarse de sus hermanos.
-Ellos -dijo- son fuertes, sanos, y están acostumbrados, como yo, a la vida del campo.
Curiosa tropa la de los sorianitos y sus acompañantes. Jineteaba cada uno de ellos en un caballejo de los que en el país abundan fabulosamente. Bestias galopadoras, de fea traza, peludos, sin herrar. Estos animales apenas obedecían el freno, pero, en cambio, sentían el rigor de las espuelas de tal modo, que apenas les herían los flancos, avivaban la marcha.
Al pasar por las oficinas de la Reducción de Anapalpí, se detuvieron los expedicionarios para refrescar y tomar algún alimento. Allí vieron la escuela admirablemente regida en que, inteligentísimos profesores enseñaban a los niños de los indios. Ya había llegado a aquel rincón del mundo la noticia de la aventura, por lo que se reunieron delante del edificio de la Reducción muchos de los indios allí habitantes. Y hubo preguntas de éstos a los huérfanos, que experimentaban emociones novísimas, según iban metiéndose en los bosques salvajes.
Otaduy conversó secretamente con el administrador de la Reducción. El policiaco y su colega, cumpliendo instrucciones del Gobierno Argentino, muy detalladas en hojas manuscritas por el Secretario de la Gobernación de Formosa y el Chaco, interrogó al susodicho administrador sobre si podría indicarles cuatro o seis indios de probada reputación para que los acompañaran y sirvieran. El administrador contestó:
-Ya conocen ustedes a esta gente. El mejor de ellos, para quemarlos... Están sirviendo bien muchos años y un día se les revuelve la sangre india, y cometen cualquier brutalidad. Pero ustedes necesitan, además de cuatro hombres fuertes, los que mejor sean estimados por nuestra experiencia, un baqueano.
Llámase en la Argentina así a los que por instinto de caminantes y por el hábito de las excursiones y cacerías conocen palmo a palmo la tierra. Y como en esta parte de aquel país no hay carreteras ni guarderías, ni otra defensa de los viajeros que la propia, personal resistencia, esos baqueanos son la garantía principal.
Una hora después estaba organizada completamente la comitiva. El baqueano elegido, era indio de la tribu Tobí; de unos cincuenta años de edad, de estatura elevadísima, de brazos que casi llegaban al suelo. Su cuello era deformemente prolongado y su cabeza muy pequeña: cráneo insignificante, con luenga nariz, boca dilatadísima, dos pequeños ojos que apuntaban debajo de las pelambreras grisáceas, y el mentón saliente. Aunque estos indios no tienen un nombre bautismal y patronímico definitivo, porque los cambian varias veces en su existencia, según supersticiones dominantes, parecía que el baqueano era conocido por el nombre de Buraic Yaganata. Los otros indios de menor categoría, que iban a marchar en concepto de obreros a las órdenes de los agentes de la Gobernación de Formosa, eran designados con apelativos animalescos. Es costumbre de esas gentes el imitar a las bestias con que luchan en los bosques, de que se sirven y de que se alimentan. Uno se llama, traducidas las palabras de los dialectos indios al castellano, el Zorruno, porque tiene alguna calidad de la vulpeja, el Cerbuno, porque corre como el ciervo, el Leporino, porque es tan cobarde como la liebre, el Aguilucho, porque ya en su traza, ya en sus hábitos, recuerda a la magna señora de los aires... Y así sucesivamente.
Otaduy, examinó uno por uno a los contratados. Se les daría, un jornal diario de diez pesos, al baqueano, y seis a los otros, quedando a cuenta de los herederos, la alimentación y estancia donde fuera posible procurarla bajo techado.
Cargaron los indios con los paquetes de ropas y de viandas, Buraic, estaba exento de la servidumbre porteadora.
-¿Qué armas lleváis? -preguntó Otaduy.
Los indios entendían algo el castellano, pero apenas sabían hablarlo. Buraic, conocía unas cuantas docenas de palabras españolas e italianas. Él contestó por todos:
-Armas, no, por tal... Sólo facones muy agudos y estacas. Nada más.
Añadió Otaduy:
-Bien me parece, porque yo no quiero que llevéis armas de fuego. Nosotros sí las tenemos, rifles y pistolas... Habéis de portaros bien y sobre lo que hemos de pagaros, se os darán mayores cantidades, si quedamos contentos de vuestra obra.
Buraic sonreía, sonreía siempre. Y en aquella faz prolongada, imberbe, que parecía la deformación de un rostro humano en cuya génesis intervino la bestialidad cuadrupedante, esa sonrisa producía miedo. Era como si un mulo quisiera alegrar sus belfos riendo.