El primer alambrado

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.

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(1847)


Puesto en prensa el magín del
gaucho más perspicaz, nunca
hubiera llegado á comprender
cómo un tenue hilo de alambre,
casi invisible, resistiría la
embestida del ganado bravio,
á la vez que preservaría toda
disparada y entrevero.


I

Pero al fin, ¿quién extendió el primer alambrado en nuestra campaña?

Tal discusión empezada en el rincón de los viejos, contaminado había á todos los estantes en la tertulia de lo de Guerrico.

Encontrábanse: don Silverio Ponce, estanciero de verdad, rural por los cuatro costados, frente á don Nicolás Anchorena, rico hacendado que en su vida puso los pies en ninguna de sus estancias; Terrero, Fernández, Iraola, Atucha, Alzaga, Elía, Ramos, Chas, Peña y otros que seguían entrando y llenando la sala, por donde ha pasado todo lo notable de aquellos tiempos.

Las conversaciones se ramificaban en diálogos dispersos, hasta que fueron concretándose en el que vino á absorber los demás.

— No ha de pasar mucho sin que los alambrados se multipliquen, centiplicando las riquezas de los campos — repitió uno.

Al que cierto rural de antigua data, replicó:

— Sí, señor; para guardar cochinillos de la India será bueno ese tenue alambradito, pero tal proyecto es irrealizable. ¿Quién pone puertas al campo?

— Es un error — replicaban otros — seguir con los campos abiertos donde entran, cuerean, marcan, y contramarcan cuantos pasan, aunque les siga la Partida pisándoles los talones.

— Don Juan Manuel de Rozas — agregó Terrero — que entre sus muchos aciertos, no negados por sus enemigos más acérrimos, le reconocen haber sido el más práctico estanciero, empezó á cerrar con tapiales una estancia de cuatro leguas.

La propiedad rural viene valorizándose, y de seguir como antaño, no semillero de vacas, sino de pleitos, legaremos á nuestros hijos. Hoy nadie sabe lo que tiene. Basta un cuatrero en la vecindad para que señale y contramarque haciendas alzadas ó aquerenciadas, como acontece á Portugués en Tapalqué.

— Eso estará bueno allá por Prusia, donde las cabañas suelen ser no más grandes que poncho pampa. Pero á más de lo costoso de largos alambrados, ya tendrá que galoparse en vueltas y revueltas por el campo, para dar con la tranquera que dé paso. Una simple disparada de yeguas en noche de fuerte pampero, los echarán al suelo. ¿Cómo se va á evitar el paso de las tropas? El capataz no ha de respetar que le cierren el camino, usando como adminículo indispensable el cortaalambre colgado al tirador.

En lo más acalorado de la discusión arribó cierto sembrador de ideas, que si bien sólo cultivaba por entonces mimbres en Carapachay, fertilizó muchas inteligencias infantiles y también de grandulitos pradera de su predilección, agregando:

— Señores míos: mientras cada estanciero no cierre bien su propiedad, no sabrá cuántos de los animales que pastan dentro de ella son de su pertenencia — repetía el señor Sarmiento saludando á la reunión. — Viene usted en mi apoyo — agregó Halbach. — Hacendados rutineros me auguran ruina en los alambrados que implanto, asegurando que ni los postes van á dejar los troperos, arrancándoles para hacer fuego.

— Mi paisano don Domingo poco ha de ententender en vacas, que nunca las vio sino pintadas. ¡Hablando de vacunos, aquí estoy yo!

Y como la exclamación de este 2° don Juan también sanjuanino seguía á la de su tocayo, ex ministro de hacienda: «A los pueblos, como á los niños, preciso es limpiarles y asearlos, aunque sigan llorando, pues descontentadizos siempre hubo, encontrando todo mal y peor. Bien que si les cuelga patas arriba, no les cae un cuarto, y aunque les llenaran los bolsillos de oro, habían de seguir quejándose de que las monedas son pesadas!»

Interrumpiendo el contertuliano que entraba, contestó á los dos Juanes contrincantes:

— Puede ser, señor, pero muchos conozco que ya se les ponga patas arriba ó patas abajo, ó se les vuelva por todos lados, de ninguno les cae una idea. Nunca la tuvieron vacunos que en su egoísmo no ven horizonte más allá que el de sus vacas.

Y la acalorada discusión arreciaba entre rurales y estancieros de escritorio á la sazón que entraba otro Domingo, á quien el Gobernador había dado cita allí, para que le ayudara el conclave de patriotas á convencer al señor Olivera aceptase el Ministerio de Hacienda, vacante por renuncia de don Juan Bautista Peña, antecesor de don Norberto de la Riestra.

Prendida sobre el pucho nueva controversia, sobre si era el señor Halbach el primero ó el tercero en alambrar campos, he aquí lo recordado por el señor Domingo Olivera, ex Oficial Mayor en el Ministerio del señor Rivadavia.

Cual si fuera ayer revemos la tertulia en lo de Guerrico, salón de los cuadros, enfrente al zaguán cruzando el primer patio. ¡Cuántas buenas mejoras se iniciaron y se propusieron! Todos han muerto ya: ¡ninguno queda para catalogar tantas obras benéficas allí iniciadas!

Apenas don Pedro Agote, don Miguel Cuyar y uno que otro estanciero en cesantía. Los jóvenes de la casa, como jóvenes, no siempre pernoctaban alrededor de sus viejos. ¡Qué buenos eran nuestros viejos! ¡Qué no daríamos por volver á saludar aquel grupo de cabezas blancas cuya experiencia transmitía la expresión viva del pasado! Han transcurrido cincuenta años, pero las impresiones de la primera juventud quedan hondamente grabadas. Honrados, sinceros, bien intencionados, cada uno se apresuraba con todo desinterés á llevar su granito de arena á toda obra de progreso.