La Escuela de don Juan Peña: 4

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.

IV

El último día de la tiranía, fué el primero de nuestra libertad de escuelero, que en tal hora dejamos bancos con tanto cariño recordados. Las diez de la mañana sonaban á la sazón en la campana de Cabildo el día más caluroso, (3 de Febrero 1852), cuando al entrar á la Escuela de mala gana, cerraba sus puertas el mismísimo maestro, diciendo á los retardados: «Vuelvan ligero sin detenerse á sus casas». ¿Asueto impuesto? Sin averiguar el por qué volamos, bebiendo los vientos por esa larga y desierta calle Santa Clara, sorprendiéndonos el negro tambor que desde la antigua casa del viejo general Mansilla marchaba por media calle tocando «generala» precipitadamente, en rojo tambor de roto parche que á caja fúnebre resonaba, á tiempo que de las rotas filas del tirano entraban á todo escape los derrotados de su caballería en Caseros, y retumbaban tres cañonazos de alarma en el antiguo Fuerte.

Todavía por doce años más prolongó su propaganda, cayendo como fiel artillero al pie del cañón sobre los bancos en que incansable por cuarenta años había adoctrinado numerosísimos discípulos.

Sus restos mortales entraron á la ciudad del reposo en brazos de representantes de tres generaciones. Sobre el pedestal en cuyo relieve se ve á Jesús rodeado de párvulos, álzase en modesta columna funeraria su blanco busto, repitiendo el mármol lo que hizo en toda su vida: «Dejad que vengan hacia mí los niños.» Se decretaron honores oficiales, amigos, discípulos y admiradores, el gobierno y el pueblo uniéronse en justísimo homenaje.

La Tribuna menciona que cabezas encanecidas de discípulos se descubrieron al abrirse la madre tierra, y rubios ángeles, pequeñitos discípulos en sus postreros días, cubrían el féretro de flores. El ministro Domínguez pronunció la oración fúnebre en nombre del gobierno de que formaba parte con don Emilio Castro y el doctor Malaver, igualmente discípulos, y al que estos recuerdos evoca tocó unir su palabra en nombre del Departamento de Escuelas, de que era Secretario.

A los cincuenta años de día tan angustioso al corazón de los condiscípulos, me es dable pedir á mis colegas en diversas asociaciones de propaganda educacionista, de Historia, Numismática y otras, honremos la memoria de tan eximio benefactor. Muy especialmente del señor Presidente del Consejo Nacional de Educación, doctor Ramos Mejía, que con tanto aplauso inicia el «Monumento al maestro de escuela», solicitamos que una de las Escuelas proyectadas, en memoria de educacionistas como Argerich, Montero, Rufino Sánchez, Sastre, Sarmiento, Juana Manso, se denomine «Escuela Juan Peña», colocándose en sitio preferente el artístico busto en mármol que han costeado sus discípulos.

Bueno es no olvidar que la escuela es el secreto de la prosperidad de los pueblos. Recordar á quienes en tiempos más difíciles ejercieron su apostolado, es levantar manto más pesado que el de la muerte: el olvido, frecuente ingratitud de los beneficiados.

Lamentamos que de este Maestro de bondades que enseñando cientos de niños pasó haciendo el bien, ninguna de los millares de Escuelas abiertas desde que la muerte cerró la suya, le recuerda. Todavía el mármol blanco como su carácter espera la inscripción sobre frontis: Escuela Juan Peña.