El pozo del Yocci: 06



Una noche, en el consejo de guerra, exasperados por su forzada inacción, sublevábase contra las restricciones que el jefe imponía a su ardoroso coraje. Un nuevo insulto inferido en la persona de un cura anciano y venerable, había venido a colmar la medida de su cólera; los argentinos, en una de sus nocturnas invasiones lo arrebataron del templo mismo de su parroquia, a pocas leguas del ejército, mientras que rodeado de sus feligreses imploraba para todos los hombres, la paz y la concordia.

Tratábase de vengar este agravio; y el consejo en un voto unánime pedía esta satisfacción, agobiando a Braun con muestras de profundo descontento.

-¿Qué queréis? -decíales el antiguo veterano-, ¿puedo yo algo contra las decisiones inapelables del supremo poder? Hoy mismo, un correo de gabinete me ha traído órdenes apremiantes a este respecto. El protector quiere regularizar la guerra en la esperanza de un pronto arreglo que le permita reconcentrar todas sus fuerzas en el Perú, para hacer frente a la poderosa cruzada que en este momento se organiza en Chile. ¿Cómo realizar aquella idea si devolvemos al enemigo escándalo por escándalo? Convenid, pues, en que las represalias, en tales circunstancias, serían un hecho impolítico, absurdo. Además...

-¡Ah! general -exclamó un oficial interrumpiéndolo-, no era así como usted y el mismo cuya autoridad invoca, hacían la guerra allá, cuando la sangre de la juventud corría por sus venas. Por Dios, ¡cuánta paciencia dan los años!

-Ella es su único privilegio, comandante Castro -respondió Braun, sonriendo a ese juvenil arranque con su calma alemana-. ¡Oh! Si supieran aguardar los que atraviesan la florida edad de la vida, no tan sólo tendrían el mundo a sus pies; lo soliviarían en sus manos...

En ese momento la voz del centinela profirió un enérgico ¡atrás! y casi al mismo tiempo un hombre jadeante de cansancio, y cubierto de polvo, se precipitó en la tienda pasando sobre el arma que aquel cruzaba para detenerlo. Quien así infringía, a riesgo de su vida, la severa consigna de campaña, era un mensajero del corregidor de La Quiaca, pueblo situado a diez minutos de la línea divisoria de ambas repúblicas; traía el aviso de que una fuerza enemiga, introduciéndose dispersa, por diferentes puntos en el territorio boliviano, había asaltado la hacienda del gobernador de Moraya, saqueádola, entregádola a las llamas, y huido, llevándose prisioneros al propietario y su hija, la doncella más linda de la comarca.

-¡Lucía! -exclamó el comandante Castro, entre la explosión de gritos airados que estalló al oír esta nueva; y una veintena de adalides encabezados por él se arrojó en tumulto a la puerta de la tienda para correr hacia los potreros donde pastaban las caballadas del ejército.

Braun les cerró el paso.

-¡Deteneos! -gritó-. ¿Dónde vais? ¿Qué pretendéis hacer? ¿Correr tras esos bandoleros? ¡Qué locura! ¿Sabéis siquiera el camino que llevan en ese laberinto de quebradas donde en cada recodo encontraríais una emboscada en que pereceríais sin gloria, sin alcanzar vuestro objeto?

A estas palabras, los oficiales se detuvieron vacilantes. Castro palideció de indignación, y se adelantó solo hacia el viejo guerrero. -¡Paso! -exclamó con acento breve y resuelto- ¡paso! mi general, porque es forzoso que yo persiga a estos bandoleros, que los alcance y los extermine, vive Dios, o que deje en sus manos mi vida. ¿Sabe usted quiénes son los cautivos que a esta hora arrastran en pos suya, atados quizá a la cola de sus potros? Los seres que más amo en este mundo; mi padre adoptivo, su hija, mi desposada, la elegida de mi corazón. Cada minuto que pase es un crimen para mí; un peligro más para ellos... ¡Paso, general!

-Hola -gritó Braun, con severo acento volviéndose a la guardia-, detened a ese hombre; condúzcasele a su tienda y que se le guarde con centinela de vista.

En cuanto a ustedes, señores -continuó, dirigiéndose a los demás revoltosos- exíjoles la promesa de renunciar a esa locura, y reservar su valentía para las numerosas batallas que tendremos que dar hasta que hayamos dado cima a la grandiosa obra de la confederación perú-boliviana.

Forzado a ceder, Castro entregó su espada; pero murmurando con voz sorda:

-¡Tanto mejor!

Sus camaradas otorgaron también la promesa exigida y se retiraron cabizbajos; y al parecer resignados.

Cuando Braun hubo quedado solo con su secretario y el mensajero, volviose a aquel, riendo con una risa silenciosa.

-¿Qué dice usted de esto, señor diplómata? ¿No es cierto que el mismo Talleyrand me envidiaría este golpe de estrategia? ¿Y esos muchachos se quejarán todavía! A todos ellos los he puesto en el punto que deseaban; es decir en el disparadero; al uno bajo la fuerza que sabe romper; a los otros en el lazo que saben desatar. En cuanto a mí, móvil de esos complicados resortes, pero sujeto a las prescripciones de ajena voluntad, réstame un papel: el de espectador; sí; pero espectador de los resultados deseados de mi propia obra, ¡qué diablo! Venga usted, doctor. Y tú -añadió volviéndose al mensajero- ve a decir al corregidor, que mañana a esta hora el gobernador de Moraya y su bella hija estarán en nuestro campamento...

-¿Ves esa bolsa? -dijo, de pronto, Fernando de Castro, acercándose al centinela que lo guardaba con ocho hombres y un oficial, dormidos en ese momento a la puerta de la tienda-, ¿ves que está llena? Mira lo que contiene.

-¡Oro! -murmuró el centinela.

-Es tuyo, si me dejas salir de aquí... ¿Ves esto? -añadió mostrándole un puñal-. Es para atravesarte el corazón si das una voz, o haces el menor movimiento. Elige.

El soldado dejó caer su arma y quedó inmóvil.

-¡Bien! He aquí tu oro; guárdalo, y entrégame tus manos; porque tu resignación es como la mía de ahora ha poco, de todo punto falsa.

En un momento el joven agarrotó al centinela púsole una mordaza, y huyó por una abertura, que su puñal hizo en un lienzo de la tienda.

La noche era obscura; pero al dudoso resplandor de las estrellas Fernando divisó a espaldas de una tapia un grupo de hombres al parecer en acecho.

-Amigos o enemigos -se dijo-, vamos a ellos.

Eran sus compañeros, que lo recibieron murmurando en voz baja gozosas aclamaciones.

-Y ahora, Fernando -dijo uno de ellos-, ¿nos llamarás todavía tontos, cuando acabamos de interpretar tan maravillosamente el puñado de tierra con que has cegado al general?

-¡Oh!, ahora si que estás verdaderamente estúpido, Ávila. ¿Podía traducirse de otro modo mi conducta?... Pero ¡en qué fruslerías nos detenemos! Vamos a buscar nuestros caballos.

-Están prontos allá en el fondo de aquel barranco. Todos son nuestros caballos de estimación...

-¿Por dicha, cuéntase entre ellos mi volador?

¿No lo oyes?

Relinchaba en ese momento un caballo en lo hondo del barranco indicado.

-¡Oh!... ¡gracias, amigos! Esto se llama tener a más de talento corazón...

Pocos instantes después Braun oculto con su secretario a la vuelta de una roca, vio desfilar veinte jinetes que se internaron en los tortuosos senderos de una quebrada, corriendo como sombras, sin despertar rumor alguno. Fernando y sus compañeros habían envuelto en lienzos los cascos de sus caballos para apagar el ruido de sus pasos.