El pozo del Yocci: 05
Cinco lustros habían pasado sobre aquellos días de sacrificios y de gloria. El mismo escenario se ofrece a nuestras miradas; pero cuán diferente el drama que en él se representa.
Los héroes de la independencia, una vez coronada con el triunfo de su generosa idea; conquistada la libertad, antes que pensar en cimentarla, uniendo sus esfuerzos, extraviáronse en celosas querellas; y arrastrando a la joven generación en pos de sus errores, devastaron con guerras fratricidas la patria que redimieran con su sangre. Olvidados de su antigua enseña: Unión y fraternidad, divididos por ruines intereses, volviéronse odio por odio, exterminio por exterminio. Un nombre, un título, el color de una bandera pusieron muchas veces en sus manos el arma de Caín, que ellos ensangrentaron sin remordimiento, obscureciendo con días luctuosos la hermosa alborada de la libertad.
El cáliz amargo de la ingratitud apurado a largos tragos, dio muerte al gran Bolívar, Sucre, Córdoba, Dorrego, Salaverry, cayeron asesinados o sentenciados por sus antiguos hermanos de armas; La Mar, Arenales, Gorriti habían muerto en el destierro; y en el momento que tenían lugar los sucesos que vamos a referir, los paladines de Pichincha y Ayacucho, y los de Salta y Tucumán, separados por una doble línea de fortificaciones, enviábanse mortales saludos, anhelando, impacientes, la hora de llegar a las manos.
¿Qué motivaba aquella contienda entre bolivianos y argentinos? Un trozo de tierra que juntos arrancaran en otro tiempo al enemigo. Dueños de inmensas y fértiles regiones, abandonadas a las fieras, dispútanse a sangre y fuego un rincón semisalvaje, aislado por las moles inaccesibles de los Andes.
Dos campeones de la guerra sagrada mandaban ahora los ejércitos beligerantes Felipe Braun y Alejandro Heredia.
El uno, teniente del protector de la conferencia perú-boliviana, seide, el otro, del feroz dictador de la confederación argentina, cada uno de ellos hacía la guerra al uso del poder que servían. Éste lanceaba a sus prisioneros; aquel los enviaba al interior de Bolivia, de donde los hacían marchar al Perú para ser enrolados al ejército; y atravesada la frontera, Braun procuraba mantenerse en la prudente reserva prescrita en su plan de campaña; Heredia, al contrario, aplaudía, celebrando con fiestas y ascensos al temerario vandalismo a que se abandonaban con frecuencia los jefes de su vanguardia, que seguidos de algunos soldados, y extraviando caminos, ayudados de la noche, burlaban la vigilancia del enemigo y se introducían en el territorio boliviano, arrasándolo, con furiosos malones, como llamaban ellos al pillaje que en tales ocasiones ejercían sobre personas y bienes, regresando cargados de botín a su campamento, donde eran recibidos con gritos de alegría.
Estos atrevidos golpes de mano que envolvían en sí un sangriento ultraje, llenaban de indignación al ejército boliviano, sobre todo a los oficiales jóvenes, que, contenidos a pesar suyo por la helada calma de Braun, envidiaban con venenoso despecho la salvaje libertad concedida a la audacia de sus enemigos.