El pozo del Yocci: 07
El general se quedó inmóvil, fijos los ojos en la sombría quebrada; y el secretario le oyó murmurar entre dos suspiros -¡Juventud! ¡juventud! ¡paraíso alumbrado por tres soles de mágica luz: el amor, la fe y la esperanza, que nunca abandonan tu cielo!... ¡ah! ¡porque eres tan corta!...
Estaba cerca de mediar la noche, que era obscura, aunque en la cima de las montañas comenzaba a blanquear la azulada claridad que precede a la salida de la luna.
De aquel lado y por senderos de atajo, un grupo de jinetes entre los que ondeaban los velos y las luengas faldas de dos amazonas, bajaban al fresco vallecito del Tilcara.
Eran seis y montaban magníficos caballos, cuyo brío refrenaban para igualar su paso al de cuatro hombres que llevaban al centro conduciendo una silla de manos.
El silencio profundo que reinaba en aquellos parajes, la sombra de los peñascos y el prestigio de la hora, impresionaban, al parecer, el ánimo de los viajeros, que caminaban en actitud meditabunda.
Las dos amazonas, asidas de las manos, callaban también; pero el mutismo de dos mujeres reunidas es un fenómeno de la naturaleza de los meteoros: no puede prolongarse un minuto.
-¡Aura! -dijo la una a media voz.
-¡Juana! -respondió la otra en el mismo tono.
-¿En qué piensas, alma mía? ¿De seguro en Aguilar?
-En él siempre; mas en este momento pensaba en la dicha de verte a mi lado, que de veras me parece un sueño.
-¿No es cierto? ¡Bah!, mi escapada tiene algo de novelesco.
-¡Y tanto!, te confieso francamente que mientras caminaba, hace un cuarto de hora, entre las sombras, custodiada sólo por mis dos pajes y llevando al lado a mi madre enferma, imaginábame una princesa errante; y la fantasía se llevaba tras sí mi pobre cuerpecillo, y ambas íbamos a parar allá a las edades pasadas; y nos plantábamos en una de esas encrucijadas, en la espera de un Amadís para demandarle un don. Pero he aquí que quien se aparece es una dama que vestida de negro y cabalgando en un corcel del mismo color, viene asistida de dos caballeros con espada al cinto y el yelmo cristino en la cabeza. Se acerca, llega, alza su velo, cae en mis brazos. ¡Es Juana! Juana la joven y bella esposa del general de un ejército en campaña, traspasando de incógnito su línea de fortificaciones para internarse en lugares que el enemigo va a ocupar de un momento a otro... ¡Ah! tu leyenda ha echado por tierra la mía. Un poeta haría de ella un bellísimo romance.
-¡Pues no!
-Y caería a tus pies si yo le dijera todo, si le dijera que desafiaste esos peligros sólo por ir en busca de una amiga, ¿adónde? a las agrestes soledades de Ituya.
-Eso y más te debe mi corazón. Aura querida. Pésame haberte encontrado de regreso. Habríame sido tan grato ocultarme contigo en esas misteriosas hondonadas... ¡porque ay! no es sólo tu amor el objeto de mi peregrinación; y tu poeta si había de completar mi drama, tendría que dar en él cabida al despecho.
-¡El despecho! No te comprendo.
-¡Y sin embargo sabes todos los secretos de mi corazón!
-¡Dios mío! ¿Te preocuparán todavía esas injustas sospechas?
-¡Oh!, pero ahora son profunda certidumbre.
-¡Visiones!, hermosa mía.
-Escucha y juzga. Cuando procuraba acallar en mi espíritu esas alarmas que te parecían quiméricas, pero que me llegaban en los rumores del pueblo, esa voz de la verdad, el mismo Alejandro vino a justificarlas de un modo irrecusable.
Anunció que iba a marchar al ejército, ordenó los preparativos, y acercándoseme a mí en extremo cariñoso diome el abrazo de despedida.
Aquella ternura inusitada hace tiempo, pareciome sospechosa; ¡pero el corazón de la mujer acoge tan confiado el bien!
-¡Quiero acompañarte! -exclamé, seducida por la halagüeña perspectiva de mostrarme en aquellos sitios vedados para las mujeres, al lado del hombre cuyo desamor me echaba en cara con insolencia.
Heredia acogió mi deseo con visible contrariedad, y le opuso toda suerte de obstáculos; pero vio, sin duda nublarse mi frente, y como culpado, hubo de ceder porque temió.
-¿Ves cómo antes que delinquiera lo estabas ya acriminando?
-Escucha todavía y verás.
Con gran frialdad me dio su consentimiento, no para acompañarlo, sino para que fuera a reunirme a él algunos días después... ¿Comprendes, Aura? Rehusaba mi compañía porque deseaba la de Fausia Belmonte, que desapareció de su casa, del paseo, del baño, de todos los lugares donde la liviana santiagueña arrastra sus escándalos.
Adivinándolo todo, y arrebatada de indignación, no esperé el día señalado por Alejandro para emprender mi marcha; y acompañada de una pequeña escolta, partí sobre este bello Tenebroso que acaba de prestarme el servicio más importante que caballo hizo a su dueño: me ha puesto en menos de veinte horas a vista del campamento.
La mirada con que acompañó su saludo un oficial que encontré de paso a Salta en comisión, me dio tanto en qué pensar, que dejando en Jujuí la escolta, y cubriéndome el rostro con un antifaz, seguí sola mi camino.
Ya de lo alto de una colina había divisado la línea de atrincheramientos, cuando al entrar en un camino hondo me encontré frente a frente con el coronel Peralta, y un oficial que lo acompañaba, nada menos que el nuevo edecán de Heredia, ese porteñito Esquivel que ves ahí.
Peralta que reconoció a Tenebroso, palideció de tan extraña manera que todo me lo reveló.
Valida del antifaz que llevaba, pasé ante ellos sin hablarlos, y poniendo a galope mi caballo, muy luego llegué a una altura que dominaba el campamento.
En la vasta llanura que se extendía a mis pies, Alejandro pasaba revista al ejército, que en ese momento ejecutaba vistosas evoluciones.
En la falda de la altura donde yo me hallaba oculta tras de un pedrusco, el general rodeado de su estado mayor tenía al lado una mujer vestida de una suntuosa amazona color de grana y bordada de oro... ¿Adivinas quién era?
-¡Ella!
-¡Ella!... ¡La infame que no sólo me roba el amor de mi marido, sino hasta los colores con que yo sola tengo derecho a engalanarme!... Tú que me llamas visionaria, ¿qué dices a estas visiones?
Aura inclinó la cabeza.
-Como tú, yo también doblé la frente avergonzada de mí misma; y llorando de rabia, eché adelante mi caballo y lo hice correr sin saber qué dirección tomaba. El instinto más que la voluntad me llevaba hacia ti.
Sin que de ello me apercibiera. Peralta y Esquivel me habían dado alcance, y me venían escoltando.
¡Ah!, qué enojosa es la presencia de testigos cuando llevamos en el rostro el rubor de un ultraje. Cada mirada, por benévola que sea, nos parece una sangrienta burla; y en la frase más afectuosa creemos sentir la punta acerada del desprecio.
Mientras la esposa de Heredia hablaba, su compañera con la frente entre las manos, la escuchaba meditabunda.
-¡Aura!, te he entristecido exponiendo a tus ojos la tempestuosa atmósfera conyugal, ¡que pronto va a ser la tuya!...
Háblame; tu voz disipará las nubes que obscurecen mi alma.
-¡Ah! -murmuró la joven, con profundo abatimiento-, yo creía que nada podría turbar la serenidad radiosa de dos seres unidos por Dios, en el amor infinito, en una sola existencia.
-Yo también acaricié esa deliciosa utopía, y creí eterno el amor de Alejandro. Pero un día entre él y yo se alzó como un muro de bronce, la influencia fatal de esa mujer; y la desconfianza, el odio y una perpetua alarma se deslizaron en mi corazón, y lo habitaban, y no han dejado en él un solo sentimiento sano...
-¡Mentira! ¿Y el que nos une?
Juana llevó a sus labios la mano de la joven.
-¡Ahora, querida!... Sí, en ese oasis fresco y apacible donde gusta refugiarse mi alma en las borrascas que la devastan. ¡Ah!, cuán grato me habría sido vagar contigo oculta en esos apartados valles, de los que se cuentan extrañas consejas. ¿Por qué fatalidad
te encuentro de regreso? ¿No fuiste en busca de aquel viejo empírico que debía restituir la salud a la madre?
La joven palideció.
-No es un empírico -dijo con voz profundamente conmovida- es un genio misterioso, que oculto en un cuerpo informe, conoce el pasado y lee en el porvenir. Vive en un antro, sobre el borde de un precipicio, acompañado sólo de una águila que tiene allí su nido.
Un grupo de coposos molles oculta la entrada de ese retiro agreste, donde se llega costeando horribles despeñaderos.
Cuando, llevando apoyada en mis hombros a mi madre, entré en aquella caverna, la escena que se presentó a mis ojos me pareció el desvarío de un sueño; y me fue necesario pulsar los latidos de mi corazón para persuadirme de la realidad.
En el centro de la cueva y delante de una hoguera alimentada con yerbas secas que exhalaban acres y extraños aromas, hallábase posado el busto de un hombre cuyos miembros atléticos tenían el color y los dorados reflejos del bronce.
Una larga cabellera cana y una barba del mismo color, contrastaban con la negra y juvenil mirada de unos ojos profundos y huraños como los de una ave que anidaba a su lado.
Aquel torso de poderosa musculatura, truncado de repente, como al golpe de un martillo, parecía tallado en la peña rojiza que le daba asiento y semejaba a esos ídolos de las pagodas indias, esculpidas en el granito de sus altares. La llama de la hoguera prestaba tal verdad a esta fantasía, que el movimiento de aquellos párpados, y el alentar de aquel pecho parecían un prodigio inherente a los misterios del antro.
El ser extraño que contemplábamos, detenidas con medroso asombro a la entrada de la cueva, tenía delante de un montón de hojas de colores, formas y dimensiones diversas, y que pertenecían a todos los árboles de la creación, desde el ombú de la Pampa, hasta el tara de la sierra; desde el cocotero del Ecuador hasta el pino de las nieves. Pero esas hojas estaban frescas, recientemente arrancadas de sus ramas.
Tomábalas él en puñados cogidos al acaso; las extraía una a una de su mano cerrada, y las arrojaba al fuego, examinando con atención la flama que producían, y aspirando el perfume que exhalaban...
-¡Dios mío! -exclamó Juana, con esa mezcla de ligereza y sentimentalismo que la caracterizaban.
-¡Cuánto he perdido! ¡Una caverna!, ¡un monstruo!, ¡los ritos de un culto misterioso!... ¡qué motivos de distracción para mi pena!...
-La mirada, a la vez reposada y penetrante de esos ojos sombreados de espesas cejas blancas, alzó de repente y se fijó en nosotros.
En ese momento, de entre el puñado de yerbas que ocultaba su mano izquierda y que extraía la derecha, salió una hoja de ciprés.
Una expresión de bondad mezclada de dolor se pintó en aquel semblante; desarrugó su frente, vagó en sus ojos, y se detuvo en sus labios, convirtiéndose en una triste sonrisa. Arrojó la hoja al fuego, y nos llamó con una seña.
Hizo sentar a mi madre en un trozo de roca, y volviéndose a mí que doblaba ante él la rodilla poseída de una emoción pavorosa: -Sé lo que vienes a pedirme, bella niña -dijo con una voz armoniosa y grave como el tañido de una campana-; leo en tu corazón: confías y esperas. Mas sabe que la ciencia humana no alcanza a hacer un cabello blanco o negro, ni a devolver su savia al árbol herido por el rayo.
-¡Qué! -exclamé llorando-, ¡tú que has hecho tantas maravillas, no restituirás a mi madre la salud perdida? ¡Mírala: ningún mal la aqueja, si no es ese extraño aniquilamiento que acrece cada día, sin causa conocida!
-Tu madre no morirá de él, sino de otra dolencia, que le ha traído ésta, y que acabará por ahogarla. Esa dolencia reside en el alma, y se llama dolor maternal.
-¡Te engañas! -exclamé-. Yo la idolatro; hasta hoy la he consagrado mi vida, y ella está contenta de mí. ¿No es verdad, madre mía?
Pero al volverme hacia ella, vila palidecer y caer desmayada en mis brazos.
-¡Socorro! -exclamé-. En nombre del cielo, ¡tú que eres un sabio, dale la vida!... ¿No ves que se muere?
-Al contrario -repuso él extendiendo su mano cobriza y arrugada sobre la cabeza de mi madre, y posándola en la frente helada-, al contrario: ahora reposa. ¡Cuántas veces, en el insomnio de sus eternas noches ha invocado esos síncopes, que hunden el espíritu en los limbos del olvido! Créeme: déjala unos instantes aún, en ese letargo de que despertará para sufrir. El único bien que puedo darla, es la facultad de llamar y prolongar al grado de su voluntad ese anonadamiento que para ella es la felicidad.
Hablando así, tomó de su seno una redoma de plata cuidadosamente cerrada; la abrió y me mandó aspirar el perfume que encerraba.
Pero apenas tomé la redoma en mis manos, sentí un aroma a la vez suave y penetrante que se difundió en la atmósfera, invadió mi cerebro y dio un color azulado a todos los objetos que me rodeaban.
Vilos luego alejarse hasta los últimos límites del horizonte, y perderse en una bruma obscura que se extendió lentamente, llegó a mí, y me envolvió como un vapor tibio y enervante.
Un bienestar inefable se derramó en todo mi ser, que me pareció arrebatado de la tierra, meciéndose en las ondas vaporosas de un íter (sic) rosado y diáfano. ¿Dormía? ¿velaba? ¿desvariaba?
Un soplo que llegó a mi rostro, tenue y frío, disipó aquel arrobamiento; y me hallé de pie y en la misma actitud que tenía al recibir la redoma. Pero ésta se encontraba en manos de mi madre, a quien el viejo decía:
-A los males del alma, la muerte o el olvido.
Y señalaba la redoma que mi madre apretaba con su pecho con devoto fervor:
-En cuanto a ti, niña -añadió, suavizando con una expresión de piedad el fulgor de sus ojos-, no te diré: vete en paz, porque desde hoy la paz habrá huido de tu alma; pero sí te digo: aléjate y no vuelvas; porque la sombra que quieres iluminar, oculta abismos que te darán el vértigo del espanto.
Y el viejo indio, inmóvil como la roca que le daba asiento, nos siguió con una dolorosa mirada hasta que hubimos dejado la cueva.
El acento de la joven se había vuelto tan triste, que su compañera a pesar de su picante turbulencia, escuchaba esta fantástica historia en un profundo silencio.
-Al trasponer el grupo de molles que ocultaban la caverna -continuó la joven-, mi madre aspiró con ansia el aire puro de la montaña; suspiró como aliviada de un grande peso, y sus pies, antes débiles y tardos, marcharon con ligereza y seguridad sobre el borde escarpado de los precipicios. De vez en cuando deteníase para mirar la misteriosa redoma que llevaba escondida en su seno, y una sonrisa de esperanza vagaba en sus labios. En el corto espacio de una hora, aquel cuerpo desfallecido se había transfigurado.
Pero esta animación, ese alivio que yo había venido a buscar para ella, y que habría pagado a precio de mi vida, derramaban ahora en mi alma una dolorosa inquietud; porque comprendí que los producía la esperanza de substraerse por unas horas de anonadamiento a ese martirio desconocido de que había hablado el viejo de la caverna, y que yo buscaba en mi propia conciencia, sin encontrar más que amor y consagración.
-Yo lo sabré -dije abrumada por la más dolorosa de las dudas: la duda de sí mismo-, yo lo sabré; ¡y destrozaré mi corazón si hay en él algún sentimiento que pueda causarte pena, madre querida!
Anoche, cuando todo callaba en el profundo valle de Iruga levanteme de la cama donde me acosté vestida, y recatando mis pasos, fui a espiar el sueño de mi madre.
Encontrela reclinada en los cojines de un diván, inmóvil y al parecer en el más tranquilo reposo. En sus labios y en sus ojos entreabiertos vagaba una dulce sonrisa, y sobre sus mejillas se extendía el rosado tinte de la salud que hacía tiempo había huido de ellas.
Toqué su frente que estaba fresca, incliné mi oído sobre su pecho que se alzaba en suaves aspiraciones bajo sus manos cruzadas que estrechaban la redoma del viejo de la montaña.
Cuán feliz parecía en aquel sueño que semejaba al éxtasis. -Y sin embargo -decía yo con amargura-, he ahí tu rostro enflaquecido, tus manos transparentes, tus ojos cóncavos y rodeados de un círculo azulado. ¿Cuál es ese dolor maternal de que habló aquel viejo, y que pesa todo sobre la cabeza de tu hija única? ¡Oh!, yo lo sabré.
Y sola, y caminando a tientas entre las tinieblas, dirigí mis pasos a la montaña.
Atravesé el valle, subí la áspera falda y costeé el precipicio en cuyas paredes se abría el antro del misterioso viejo.
Al penetrar entre el grupo de molles, el ala poderosa de una ave rozó mi frente, y me arrancó un grito que repitió a lo lejos una voz cavernosa. Era el eco.
Encontré al viejo inmóvil en el mismo sitio, delante de la hoguera; pero ahora leía a la rojiza luz de la llama un libro inmenso cubierto de caracteres extraños.
-¿Qué me quieres? -exclamó, alzando los ojos del libro y fijándolos en mí con una mirada severa-. Aléjate, ve a correr sobre el sendero que se alza ante ti y no pretendas mirar los abismos que cubre.
-Aunque sepa morir -le respondí-, quiero saber.
El viejo me contempló con una expresión de piedad.
-¡Qué quieres saber? -me dijo, con la frente contraída por una penosa emoción.
Ignoras que ciencia y dolor son sinónimos en el libro de la vida. ¡Aléjate! Unos pocos días felices son mucho en el destino humano. ¿Por qué quieres abreviarlos?
-Tú mismo lo has dicho: la paz había huido hoy para siempre de mi alma. Y bien ¡sea! Descúbreme ese horizonte desconocido, donde rugen las tempestades que envolverán mi vida. Quiero contemplarlo.
-¡Sondar! ¡Inquirir! ¡Saber!... ¡Cumple, pues, ese anhelo funesto que perdió a tu raza! Mira.
Y alzando con una mano un enorme trozo de roca, hízome inclinar con la otra sobre el hueco que aquella dejaba, concavidad obscura en cuyo fondo brillaba a la luz de la hoguera un charco de agua negra y profunda.
-¿Qui vez? -articuló una voz que me pareció venir de las bóvedas sinuosas de la caverna. Y yo, palpitante, subyugada por un poder desconocido, respondí: -Nada, sino un resplandor rojizo que oscila entre las tinieblas.
-Es un lago de sangre que separa el pasado del presente -repuso la voz-. ¡Mira!
Oí el chillido de una águila, y sentí el viento de sus alas; pero la caverna estaba desierta: el viejo había desaparecido y sólo escuché la voz que decía: -¡Salud, reina del íter (sic)!, ¿qué me traes? ¡Ah! sí: he ahí las hojas que contienen la savia de todas las zonas, y cuya combinación tiene el poder de evocar el espectro del porvenir. Mira.
La caverna se iluminó con una luz compuesta de los colores del prisma; un humo denso, acre y penetrante llenó los ámbitos dividiéndose en grupos extraños, que alumbrados por la fantástica luz que se desprendía de la hoguera tomaron de repente la apariencia de un paisaje. En una lontananza sombría, alzábase una montaña cubierta de frondas. Blanqueaban a sus pies cúpulas de una ciudad; en su falda, a la vera de un manantial, un pozo negro y profundo.
-Niña -exclamó Juana interrumpiendo a su compañera-, ¿no se diría que estabas viendo la campiña de Salta? La ciudad, el cerro de San Bernardo, su verde falda, y el pozo del Yocci, de pavorosa fama, con el que las nodrizas nos hacen tanto miedo.
-Miraba yo todo esto -continuó la joven- como al través del vapor oscilante que se exhala de la boca de un horno.
De súbito vibró en el aire una voz desconocida, pero conmovió mi corazón como un acento familiar y querido. Hízola callar una horrible imprecación a que siguió un gemido; y allá en el fondo del pozo sobre el que una extraña fascinación me tenía inclinada, vi mi propia imagen, envuelta en el velo de las desposadas, pero pálida, yerta, y el pecho rasgado por una ancha herida...
El águila dio un chillido lúgubre; el viento de sus alas apagó la llama de la hoguera, y las tinieblas se extendieron sobre la caverna...
La sensación de un inmenso cansancio me despertó de repente. Encontreme recostada en mi cama, los cabellos húmedos de rocío, los pies magullados, los vestidos en girones y llevando enganchadas todavía las espinas de las zarzas. La cucarda federal habíase desprendido de mi cotilla y sus lazos rojos caían sobre mi falda blanca como dos hilos de sangre.
¿Qué había pasado en mí aquella noche? ¿Un desvarío? ¿Una realidad?
La voz de mi madre que me llamaba, cambió el curso a mi preocupación. ¿Cuál era ese dolor que aquejaba su alma, ese dolor cuya causa había yo ido a averiguar del anciano de la montaña, y cuya investigación, dejándome en las mismas tinieblas, había envuelto mi espíritu en un caos de dudas y de terrores?
Encontré a mi madre con el semblante animado, ligera, llena de vida. Sonriose con dulzura; pero cuando iba a preguntarla lo que significaban las misteriosas palabras del indio, selló mis labios con un beso, y me mandó que ordenara los preparativos para nuestro inmediato regreso, pues en la noche había llegado el aviso de la aproximación de una fuerza boliviana que venía llamada por los caudillos de una conjuración que se organizaba en Iruya.
Esta mañana, cuando dejábamos el valle, siguiendo un sendero extraviado divisé a lo lejos el despeñadero y el grupo de molles que oculta la boca del antro. Un bulto negro estaba inmóvil sobre la copa de aquellos árboles. Era el águila de la caverna, que ha poco tendió su vuelo sobre nuestras cabezas en inmensos círculos dando chillidos roncos que repetía el eco de las peñas.
-¡Esto sí es una leyenda, una leyenda maravillosa! -exclamó Juana-. ¡Dios mío! ¡cuánto he perdido!, ¿por qué vine tan tarde? Yo no habría ido a pedir a aquel sabio el secreto del porvenir, habríale demandado el poder de castigar: ¡un haz de rayos para mi mano!
-Querida mía, en vano pretendes chancear: tu mano está húmeda y helada.
-Es de cólera. ¡Oh, yo iré un día en busca de ese hombre, y si algo le pido que me devele, es como acaban las perfidias, las traiciones a la fe jurada al pie del altar!...
-¿No siente usted tentaciones de imitar ese cuchicheo mujeril? -dijo de pronto el coronel Peralta a su joven compañero.
-¡Sí, a fe, mi coronel, pero parecíame usted tan ensimismado!
-Recuerdos ligados a estos parajes que en otro tiempo recorrí tantas en pos del enemigo.
-Bien pronto habremos de hallarlos en las mismas condiciones.
-¡En las mismas condiciones! ¡oh! no: aquella era una guerra santa; esta es una guerra fratricida. ¿Qué hay de común entre la una y la otra?
-Es verdad, perdone usted, coronel: no ha sido mi intención comparar con nada aquella época gloriosa. La respeto, la venero y para no profanar con ligerezas su ínclita memoria, llevemos nuestra sigilosa plática a otro terreno... ¿Quién es, pues, esta joven tan gallarda? Su rostro, que la noche me oculta, debe ser divino, si corresponde a su talle encantador.
-Es una flor exótica, trasplantada a nuestro suelo por una de esas bellas fugitivas que la abandonaron en pos del pendón de los leones -respondió Peralta, cuyo tema favorito era la crónica de aquel tiempo-. El padre de esta muchacha, oficial superior en el ejército realista y muerto en Ayacucho era un noble, cuyo título tiene una historia interesante.
El rey Fernando VII, que era dado a los juegos de fuerza, sobresalía en el de la barra; y no se encontraba en todos sus reinos quien pudiera igualarlo.
Un día vinieron a decirle que en las cercanías de Pamplona había un pastor de tanta fuerza en aquel ejercicio, que había derrotado no sólo a los jugadores de la comarca, sino a todos los que de largas distancias, atraídos por su fama, venían a desafiarlo.
-¡Que me lo traigan! -exclamó Fernando; y en la misma hora partieron correos en busca del pastor, que fue traído a la corte y presentado al rey.
Era un joven de bello rostro, apuesto, fornido y de porte arrogante, que holló con desenfado el pavimento del alcázar, cual si fuera el umbral de su choza, y miró al príncipe con un aire de potencia a potencia.
Colocado en el real palenque, rió de las maneras académicas de su augusto rival; y comenzada la partida la barra del pastor dejó muy atrás la barra del monarca. Declarado su triunfo, el vencedor terció de nuevo el zurrón y empuñó su cayado; el vencido se lo arrancó de las manos.
-Te has medido con tu rey -le dijo- y no puedes ya ser un villano. Conde la Barra, eres noble y caballero. Primo -continuó, volviéndose al duque de Alba- cálzale la espuela de oro.
Pero el pastor supo realzar al Conde; y después de Enrique IV ningún Borbón dio tanta honra a su blasón y su espada.
Vino a América ocupando un alto puesto en el ejército español, y dio la corona de condesa a una hermosa hija de Salta y de un sarraceno testarudo, que arrastró a su familia tras las tropas de Pezuela, pasando sobre el cadáver de su propio hijo; porque en ese nido de godos floreció un héroe de patriotismo... Teodoro...
El joven interlocutor de Peralta aprovechó de la emoción que cortó la voz a éste, para decir:
-Pues yo declaro a la hija del pastor no sólo digna de las barras de su escudo, sino del trono de Isabel, por su gentil apostura y la regia destreza con que lleva ese brioso caballo.
¡Poco a poco, amigo mío!, no gaste usted su pólvora en salvas para celebrar el triunfo de otro.
-¿Y quién es ese dichoso mortal?
-Aguilar, el coronel a la moda, el favorito del general, el héroe de chiripá.
-Añada usted en justicia, mi coronel: el más valiente de los valientes hijos de Corrientes. Placiérame poder amar a esa joven para tener un rival como él.
En ese momento la luna asomando sobre la cima de las montañas iluminó el paisaje y la caravana.
-¡Ah! -exclamó el oficial- esta Aura gentil era la Estrella de Salta, esa bellísima Aurelia que nos deslumbró en el baile con que la generala festejó nuestro arribo trayendo la división de Tucumán. Yo la vi sólo un momento; pues a las doce de la noche partí para Jujuy en comisión. Justamente en ese momento bailaba con Aguilar, y los danzantes se detenían para contemplar aquella hermosa pareja: él con su traje oriental; ella vestida de gasas blancas y color de rosa, coronada de flores y su rubia cabellera rizada y ondulante como una nube dorada.
-Note usted ahora el contraste que esa belleza de cabellos blondos y de azules ojos, forma con la hermosura morena, ardiente y expresiva de la generala.
-Tiene unos ojos de llama y unos bucles negros que parecen ensortijados por el sol de África.
-¡Cuán viva es! y vueltas de su ligereza unos arranques de pasión que los envidiaría una pantera.
-Esta tarde, por ejemplo...
-¡Silencio!...
-¡Qué pálida está nuestra ama! -dijo uno de los pajes al otro, señalando con los ojos la silla de manos, cuyas cortinas entreabiertas por la brisa dejaban ver un rostro demacrado, cubierto de una palidez mortal pero cuyas facciones finas y de una corrección académica habían conservado los restos de una grande belleza.
La frente blanca y de ahuecadas sienes se reclinaba con abandono en la mullida pluma de un cojín, plegándose de vez en cuando como a la influencia de un ensueño doloroso.
Descansando en el cojín a la altura de la mejilla una mano blanca y transparente como la cera, apretaba entre sus dedos una redoma de plata.
-¡Ah! -continuó el criado con pesaroso acento- por más que uno quiere engañarse, en fuerza del cariño, ahí está la verdad que le salta a los ojos para romperla el corazón.
-Esto viene de muy lejos -repuso el otro, moviendo tristemente la cabeza-. Desde que vio matar a su hermano, el ama no ha tenido un día bueno, por más que la fortuna se empeñaba en darle todos los bienes. Rica y casada con un hombre de título y de caudal, que la amaba, recorrió las suntuosas comarcas del Perú, triste siempre; y atravesaba esas ciudades de los cuentos maravillosos: Chuquisaca, Potosí, Cuzco, Lima, como un alma en pena, mirando sin ver.
Apenas, si cuando nació la niña, un poco de alegría vino a visitarle; y aun entonces mismo, muchas veces, mientras le daba el pecho, la vi llorar apartando los ojos de la inocente criatura, como si le pesara alimentarla...
En ese momento, la caravana saliendo de una estrecha cañada que seguía hacía rato, se halló de repente en el valle de Tilcara.
-He ahí el sitio donde deshicimos a los extremeños -gritó de pronto Peralta, arrebatado de entusiasmo; y su mano señalaba el cauce seco y pedregoso de un torrente encerrado en un recodo del Valle-. En esa hondonada les dimos una carga tan violenta que ni uno solo escapó; y antes que pudieran reconocerse, nuestras lanzas los clavaban contra las peñas.
Un gemido doloroso respondió a estas palabras.
-¡Mi madre! -exclamó la joven rubia; y adelantando su caballo inclinose hacia la silla de manos.
-Duerme -dijo, cuando hubo tocado la frente de la enferma.
-Sin embargo, por profundo que sea su sueño, percibe cuanto se habla en torno suyo; y si es algo que puede causarle pena, llora y suspira como ahora.
-¡Malhaya el eterno hablador y sus historias rancias! -dijo la vivísima morena con un enojo cómico-. Que no permitiera Dios a esos pobres extremeños aparecer de improviso, armados de punta en blanco, a pedirle la cuenta de su agujereada piel.