El mayordomo de la duquesa de AmalfiEl mayordomo de la duquesa de AmalfiFélix Lope de Vega y CarpioActo II
Acto II
Salen OTAVIO DE MÉDICIS y criados, y URBINO, secretario.
OTAVIO:
¿Dijistes a la Duquesa
que eran cartas de su hermano?
URBINO:
Todo amor agora cesa,
reina aqueste humor tirano.
OTAVIO:
De su enfermedad me pesa.
Dos años forzosamente
he estado en Roma y, ausente,
tanto más mi amor creció
que parece que dobló
la fuerza del acidente.
Acabé el pleito del Conde,
traté con Julio Aragón
mi casamiento, y responde
que estima mi pretensión,
si ella a quien soy corresponde,
pero que sabe su intento,
que es huir del casamiento.
Mas sabiendo mi afición
me dio cartas en razón
de mover su pensamiento.
Estas traigo, y no quisiera
darlas sin verla.
URBINO:
Ha dos meses
que vive de esta manera.
OTAVIO:
Querría que le dijeses
si este mi amor considera,
si mi sangre, mi valor...
Mas quien, aunque me desangre,
jamás ablanda el rigor,
no se moverá por sangre,
que no hay sangre como amor.
¿Trátame, Urbino, lealtad?
OTAVIO:
¿Es por no hablarme, por dicha,
fingir esta enfermedad?
¿Ha cerrado mi desdicha
las puertas de su piedad?
¿Dos meses dices que ha estado
en la cama? Mira bien
si por saber que he llegado
y que la adoro también,
ha de improviso enfermado.
Dime todo lo que pasa,
si por haber yo venido
este acidente la abrasa,
que un amor aborrecido
puede dar peste a una casa.
¿Mandote que me dijeses
que estaba enferma?
URBINO:
La fama
me espanto que no supieses.
Es sin duda que en la cama
ha estado enferma dos meses.
Hoy no la podrás hablar.
Las cartas me puedes dar
que, si mañana se alivia,
haré que le diga Libia
que te dé, Otavio, lugar.
OTAVIO:
¡Que habiendo salud tenido
dos años que he estado ausente
agora la haya perdido!
URBINO:
No, que este mismo acidente
otra vez ha padecido.
Estuvo el año pasado
por aqueste tiempo ansí.
OTAVIO:
¿Que otra vez enferma ha estado
después que a Roma partí?
URBINO:
Casi a la muerte ha llegado.
Todas son melancolías.
OTAVIO:
Es moza y está viuda.
¿Privas con ella?
URBINO:
Estos días
de dejarla estuve en duda,
sobre ciertas cosas mías.
No solo soy su privado,
pero apenas de olvidado
papel en la mano tomo.
Antonio, su mayordomo,
es el señor de su estado.
Por él se vive, él ordena,
él quita, él pone, él da leyes.
OTAVIO:
¿Buena persona?
URBINO:
Muy buena.
OTAVIO:
Sirvió en Nápoles los reyes
de Francia.
URBINO:
Nadie condena
su privanza, mas yo siento
que me sirva cierta dama
y que trate casamiento.
OTAVIO:
¿Es Libia?
URBINO:
Libia se llama,
mas no alivia mi tormento.
(Sale ANTONIO.)
ANTONIO:
Mi señora la Duquesa,
a quien en estremo pesa
de no poderos hablar,
que el mal no le da lugar,
ni solo un momento cesa,
dice que os avisará,
señor Otavio, tan presto,
si el cielo alivio le da,
cuanto con hábito honesto
os pueda hablar.
OTAVIO:
Bien está,
que por la desdicha mía
presumí que lo fingía;
mas sabiendo que es verdad,
que siento su enfermedad
diréis a Su Señoría;
y que licencia me dé
solo para regalalla
mientras en Amalfi esté;
y que vendré a visitalla
cuando me reciba en pie;
que imagino que ha guardado
tanto decoro a su estado
que en la cama no querrá.
ANTONIO:
Sabéis su término ya,
en castidad ha igualado
a Cenobia y a Etelfrida.
OTAVIO:
Pues, caballeros, a Dios.
(Váyase OTAVIO [y criados].)
ANTONIO:
Él te guarde.
URBINO:
Si a mi vida
fue el amistad de los dos
siempre, Antonio, preferida,
oye, pues Otavio es ido,
cuán justa queja he tenido
de tu proceder estraño.
ANTONIO:
Amor es un cierto engaño,
sueño del loco sentido.
¿No has visto en el azul velo
del aire que cubre el cielo
nubes, a quien damos nombres
ya de sierpes, naves, hombres,
ya de animales del suelo?
Pues tal la imaginación
de un amante pinta en sí
la sospecha, la traición;
pero deshácense allí,
que, en efeto, nubes son.
Las de los ojos te quita,
y mira que no te ofendo.
URBINO:
Siempre al cocodrilo imita
tu llanto, siempre fingiendo
mi muerte y fin solicita.
Atrevime, aunque me pesa
de mi loco atrevimiento,
a pedir a la Duquesa
que me diese en casamiento
a Libia, mi antigua empresa,
y respondiome que a ti
la tenía prometida.
Pues si esto, Antonio, es ansí,
¿no ha sido amistad fingida
negarme tu intento a mí?
¿Es esto lo prometido
tantas veces?
ANTONIO:
Yo no he dado
ocasión ni la he pedido.
Su Excelencia habrá pensado
que por haberla servido
con Libia me ha de pagar.
Si no tengo a Libia amor,
¿por qué me quiere casar?
Si piensa hacerme favor,
¡por Dios que me hace pesar!
Está cierto que en mi vida
le daré a Libia la mano.
URBINO:
Ella está de ti ofendida.
ANTONIO:
Pues también se queja en vano
si no es de mí pretendida.
Y si de pensar le pesa
que se ha de casar conmigo,
quéjese de la Duquesa.
URBINO:
Según eso, Antonio amigo,
bien podré seguir mi empresa.
ANTONIO:
Podrás seguro.
URBINO:
Pues voy
a que lo entienda de mí.
(Váyase.)
ANTONIO:
Urbino, tu amigo soy.
¿Qué me detengo? ¡Ay de mí,
que en tanto peligro estoy!
Dos años ha que, casado
con la Duquesa en secreto,
vivo en tan dichoso estado,
tan seguro, tan quieto,
que puedo ser envidiado
de cuantos hoy tiene el mundo.
ANTONIO:
Diome un hijo que se cría
con secreto tan profundo,
que solo a un monte se fía,
en quien mi esperanza fundo.
Y agora este mal fingido
es que una hija ha parido
tan bella, si amor no engaña,
que podrán Troya y España
haberse otra vez perdido.
Tal es, sin duda ninguna,
que los hijos de Latona
no le harán ventaja alguna.
La misma luz los corona:
uno es sol y el otro es luna.
¡Oh, qué hijos, santo cielo!
¡Oh, qué gloria! ¡Oh, qué regalo!
ANTONIO:
Ven, noche, escurece el suelo;
mas si a la luna la igualo
antes detendrás tu velo.
Pues tu luna habrá de ser,
que la tengo de sacar;
mas no tienes que temer,
que no te podrá alumbrar
si la tengo de envolver.
Con mi capa he de cubrir
su resplandor. Noche, ven,
que a un monte habemos de ir.
¡Ay, luna, escóndete bien,
pues otra quiere salir!
Tú, sol, de salir no trates,
que otro sol tengo mejor;
mas perdona y no me mates,
que soy padre y con amor
puedo decir disparates.
(Váyase y salga de noche URBINO.)
URBINO:
Con los celos que me ha dado
la intención de la Duquesa,
puesto que a Antonio le pesa,
o muestra que le ha pesado,
vengo con la obscuridad
de la noche, solo a ver
si lo que me dijo ayer
nace de su voluntad.
Hoy se disculpó conmigo,
celos incrédulos son,
y una amorosa afición
vende al más seguro amigo.
Por aquí Libia me hablaba
cuando en su gracia vivía,
aquí su amor me decía
y de mi amor la informaba.
URBINO:
Si Antonio trata en secreto
el casamiento que dice
la Duquesa, y contradice
la lengua al alma en efeto,
cuán cierto será acudir
a este puesto a requebralla,
que esto de negarme amalla
es un discreto fingir,
porque dando por disculpa
que por fuerza le casó
la Duquesa, tendré yo
después la pena y la culpa.
Pues impedirlo me importa
o a lo menos saber bien
si con la espada tan bien
como con la lengua corta.
URBINO:
¡Válame Dios! ¿Quién abrió
aquella secreta puerta?
Porque eternamente abierta
hombre de casa la vio.
Es de un caracol que sube
al cuarto de la Duquesa.
¡Ay, desengaño, qué apriesa
quitas a mi sol la nube!
(Sale LIBIA con un niño en los brazos.)
LIBIA:
¡Ce, Antonio!
URBINO:
[Aparte.]
(Antonio llamó
y la voz de Libia es.
Dirame Antonio después:
«La Duquesa me forzó».
¿Qué pido más desengaño
a las dudas ni a los celos?
Noche, luna, estrellas, cielos,
sed testigos de mi engaño.)
LIBIA:
¿Oyes, Antonio?
URBINO:
[Aparte.]
(¿Qué aguardo?
Fingiré que Antonio soy.
Tan apasionado estoy
que de llegar me acobardo.)
Aquí estoy.
LIBIA:
Pues toma presto,
que no puedo detenerme. (Dale el niño y vase.)
A Dios.
URBINO:
¿Cuál hombre que duerme
esta quimera ha compuesto?
¡Cielo santo! ¿Estoy en mí?
¿Qué es aquesto que me ha dado?
Cosa es viva, y que ha llorado.
¿Lloró? Sospecho que sí.
¿Qué dudo? Criatura es.
Desdichada suerte mía,
o suya, pues este día
en Argel pone los pies.
Si de mis locos engaños
desengaños pretendí,
a fe que me han dado aquí
bien claros los desengaños.
Yo pedía de otro modo
ver un hombre solo hablando,
mas no un niño que llorando
me desengañe de todo.
URBINO:
A otros hombres de su engaño
dan palabras, mas a mí
las obras me han dado aquí
por último desengaño.
Ya qué tengo que saber,
a qué pruebas me apercibo,
pues un desengaño vivo
me basta a satisfacer.
Celos, ¿qué buscáis, después
de haber visto claro el daño,
pues os dan un desengaño
con ojos, manos y pies?
Las sospechas y el amor
dicen que engendran los celos,
¡qué cierta han hecho los cielos
esta junta en mi dolor!
URBINO:
¡Qué amistades tan estrechas
y qué cierto el parto ha sido,
pues este niño ha nacido
de su amor y mis sospechas!
Muchos desearon ver
a los celos, por ser cosa
tan varia y dificultosa
para poderse entender.
Ya dicen que son antojos
que hacen las cosas mayores;
ya que piedras de colores
que están burlando los ojos;
ya dicen que envidia son,
ya que crédito perdido,
ya que un monstruo mal nacido
del temor y la opinión.
URBINO:
Y yo, tras tantos desvelos,
digo que este niño vea
quien verlos vivos desea,
porque este niño es los celos.
Un hombre viene, y sin duda (Sale ANTONIO, de noche.)
que es Antonio.
ANTONIO:
¡Si he tardado!,
que me ha tenido ocupado
quien mi gozo en llanto muda.
Viene Otavio a pretender
otra vez el casamiento
de la Duquesa. Aquí siento
gente. ¡Ay, Dios! ¿Quién puede ser?
Ya me ha visto, y pues me vio,
saber será bien quién es.
ANTONIO:
¿Si es Otavio, que después
de hablarle aquí me siguió?
¡Válgame Dios! Nunca vi
de noche en este lugar
gente, ni pasar ni estar.
Hoy es todo contra mí.
No sé qué anoche soñé;
hoy vino Otavio; hoy me ha dado
el secretario cuidado.
Él se está quedo, ¿qué haré?
Pero, ¿qué remedio tiene?
¡Ah, caballero! ¿No piensa
que es de aquesta casa ofensa
si aquí se para y detiene?
¿No sabe el recogimiento,
y de su dueño el estado?
Desde el balcón le he mirado
y con justo sentimiento
le vengo a quitar de aquí.
Vaya, el mayordomo soy.
URBINO:
Mejor dijérades hoy
mayor traidor para mí.
ANTONIO:
¿Es Urbino?
URBINO:
¿Son aquestas
las palabras?
ANTONIO:
¿Yo he quebrado
palabra que os haya dado,
ni merezco esas respuestas?
URBINO:
Respondiera con la espada
a un hidalgo tan villano,
a no tener esta mano
con vuestra sangre ocupada.
Aunque no era mucho error
ponérosla por broquel
para que vos dando en él
me vengárades mejor.
URBINO:
Aquí llegué, y me llamó
Libia, que por vos me tuvo,
porque solo se detuvo
cuanto lo que veis me dio.
Pues, ¿cómo, Antonio, tenéis
hijos de Libia y decís
que os fuerzan? ¡Qué bien fingís!
¡Qué buen mayordomo hacéis!
Gozaisla con tanto espacio
que tenéis hijos, y os pesa
de que os case la Duquesa.
Fruta llaman de palacio
los abrazos y los besos,
pero aqueste plato no,
que quien a tanto llegó
pasó de honestos sucesos.
URBINO:
Tomad allá vuestro hijo,
no digáis que somos dos
contra vos, que es otro vos
y de tenerle me aflijo.
Llevalde al hombro, pues es
vuestra justa obligación,
que conforme a la traición
me satisfaré después.
Por su inocencia me aparto,
que ser alcahuete siento,
ya que no del casamiento,
de la vergüenza del parto.
¡Buena cuenta dado habéis
del honor de la Duquesa!
URBINO:
¡Vive el cielo!, que me pesa,
porque no lo merecéis,
de haberos el niño dado;
que más justa lealtad fuera
que allá Su Excelencia viera
testigo tan abonado;
que, aunque es de tan poca edad,
le creyera la Duquesa,
porque en lo poco que pesa
prueba vuestra liviandad.
Mas basta, yo le diré
que un mayordomo traidor,
con ser mi mayor dolor,
su mayor deshonor fue. (Váyase URBINO.)
ANTONIO:
¿Viose tal confusión como la mía?
¿A cuál hombre del mundo sucediera
que de dos años el error de un día
el más secreto amor público hiciera?
Mas no quejarme con razón debría
de mi fortuna humanamente fiera,
pues ya que tanto mal me ha sucedido
ha errado el blanco donde el tiro ha sido.
El amor de su Libia le ha engañado.
Los celos este bien me han hecho. ¡Ay, cielos,
cuánto quedo a sus celos obligado!
Más fueron para mi cielos que celos.
Del honor de Camila confiado,
vencido de sus ansias y desvelos,
a Libia lo atribuye, que en efeto
sufrirá el deshonor por el secreto.
ANTONIO:
Que de que este lo diga a la Duquesa
no puede enojo alguno resultarme,
pues vengarse de mí no es tanta empresa
que no sepa del daño repararme.
¡Hija del alma, caminad apriesa,
que quieren mis desdichas acabarme,
y si por dicha el sobrescrito os vieran,
vieran que para mí las cartas eran!
¡Ángel, un libro sois de mi secreto,
guardaros quiero, que ninguno os lea,
que es la cifra mayor vuestro conceto
que amor a tantos encubrir desea!
Un mayordomo soy, vos en efeto
el libro de mis cuentas. Nadie os vea,
que soy humilde y es mi dueño altivo,
y no alcanzan los gastos al recibo.
ANTONIO:
Venid y acompañad a vuestro hermano
con aquellos honrados labradores,
que con un pecho tan sincero y llano
darán sustento y os dirán amores.
Vuestra inocencia, con piadosa mano,
para cosas más dignas y mayores
ampare el cielo, que lo que él defiende,
en vano el hombre deshacer pretende.
(Váyanse y salgan DORISTO y BARTOLA, labradores.)
DORISTO:
A la villa tengo de ir,
si os pesa cuarenta veces.
BARTOLA:
Bien a quien eres pareces.
DORISTO:
No hay quien os pueda sufrir.
¿Caseme con vos, Bartola,
para estar siempre con vos?
BARTOLA:
A lo menos manda Dios
que me queráis a mí sola.
DORISTO:
¿Quién os lo dijo?
BARTOLA:
¡Oh, qué bien!
El cura que me casó.
DORISTO:
¿Y eso no lo cumplo yo,
como en el monte lo ven?
BARTOLA:
No lo cumples, pues te vas
y con mil celos me dejas.
DORISTO:
Con poca razón te quejas.
BARTOLA:
¡Ay, mi bien, no puedo más!
DORISTO:
Eso de celos, Bartola,
muy de las ciudades es.
BARTOLA:
Si es ansí, no me los des,
pues son de la ciudad sola.
Pero bien saben los cielos
de aqueste dolor profundo,
que en cualquier parte del mundo
que hay amor ha de haber celos.
Como el reloj del lugar
sin las ruedas no lo fuera,
o sin cobre la espetera,
o sin platos el vasar;
como casa sin techumbre
y jardín sin hortelano,
como un almirez sin mano,
como un alnafe sin lumbre,
como pila sin hisopo,
como fea sin afeite,
como sartén sin aceite
y como rueca sin copo;
como migas sin tocino,
como enfermo sin regalos,
como tamboril sin palos,
como albarda sin pollino
y berros sin anapelos,
o labranza sin cortijos;
como casados sin hijos
parece el amor sin celos.
DORISTO:
Bartola, muy sabia estáis,
yo os voto al sol que me aprieta
mucho el veros tan discreta.
¿Dónde diablos estudiáis?
¿Habeisos topado acaso
con algún libro del cura?
BARTOLA:
Amor me enseña y me apura
en el fuego en que me abraso.
DORISTO:
Mas apostemos que son
liciones del sacristán.
BARTOLA:
Hartas los celos me dan,
si es la escuela el corazón.
DORISTO:
¡Tomá si afloja!
BARTOLA:
Pues di,
¿a quién no ha enseñado amor?
DORISTO:
Que me dejes es mejor,
Bartola, salir de aquí,
que no es discreta mujer
la que el marido cautiva.
Déjame que libre viva,
pues no te voy a ofender.
Si siempre quieres que esté
en casa y siempre te vea,
cree que parece fea
cosa que siempre se ve.
Vista siempre en una casa,
una mujer viene a ser
un silla y no mujer,
una artesa en que se masa.
DORISTO:
Más parece la espetera
que la mujer, y así es justo
que venga picado el gusto,
y que ande el marido fuera.
Tras eso, descubre un hombre
que siempre ha de estar con ellas,
mil faltas, Bartola, en ellas,
de que aun no supiera el nombre.
Velas tocar y afeitar,
al arquilla y al espejo,
y una mujer en bosquejo
es terrible de mirar.
Hallar la mujer tocada
y la mesa puesta es cosa
limpia, agradable y curiosa;
verlo guisar mucho enfada.
DORISTO:
De la mujer el regalo
como el pastel ha de ser,
que no se ha de ver hacer,
porque hay mosca, pelo y palo.
Las libres y las casadas
con este engaño navegan
en su gusto, que unas ruegan
y las otras son rogadas.
Gente parece que siento.
BARTOLA:
Atando un caballo está
un hombre.
DORISTO:
Él viene hacia acá.
(Sale ANTONIO.)
ANTONIO:
Corriendo he vencido el viento,
pero más supo correr
el día, pues me alcanzó.
Mas donde me amaneció
ninguno me pudo ver.
A las tapias de esta huerta
dos pastores están. ¡Hola!
¿Cuál cortijo es de Bartola?
BARTOLA:
Él se ha perdido y no acierta.
DORISTO:
Antes tu nombre nombró.
BARTOLA:
¿Si es nuesamo?
DORISTO:
El mismo es.
BARTOLA:
Dadnos, mi señor, los pies.
ANTONIO:
¿Es Doristo?
DORISTO:
¿Luego no?
ANTONIO:
¿Es Bartola?
BARTOLA:
¿No lo ve?
ANTONIO:
¿Mi hijo?
DORISTO:
Está con dos barbas.
BARTOLA:
Bueno, a las primeras parvas
pondrá sobre el trillo el pie.
ANTONIO:
¿Pariste, Bartola?
BARTOLA:
¡Ay, Dios,
seis días ha que lo enterré!
DORISTO:
O fue mi desdicha o fue
prenóstico de los dos;
que el uno y otro decía
que el mochacho había de ser
de la Igreja por tener
algo de la Igreja un día.
Y tan presto se cumplió
que es suyo, aunque sin oficio,
hasta el día del juicio.
ANTONIO:
¡Qué bien que me sucedió!
BARTOLA:
Si sabe de algún criado,
pues ya ve cómo los crío,
y que el suyo, aunque ya mío,
de año y medio destetado
está como un elefante,
encamínemele acá.
ANTONIO:
De uno sé y tan cerca está
que ya le tenéis delante.
Esta es una niña bella,
desotro muchacho hermana,
porque el sol de tal mañana
tenga aurora, tenga estrella.
BARTOLA:
Suelte, señor. ¡Ay, bendiga
el cielo tan linda cara!
¿Quién tal ventura pensara?
DORISTO:
Bartola, dale una higa.
BARTOLA:
Una y mil. ¡Guárdete Dios!,
y qué risa, hablarme quiere.
ANTONIO:
Mi buena dicha se infiere
de hallaros aquí a los dos.
BARTOLA:
¡Por el siglo de mi abuelo,
que parece que me pide
el pecho! ¡Qué luz despide
de estos dos ojos del cielo!
¡Mi vida, mi emperadora,
mi duquesa!
ANTONIO:
Bueno está.
DORISTO:
Como esas cosas dirá.
¿No veis que está loca agora?
Dice que habla, ¡de dos días!,
y que le pide la teta;
que a la mujer más discreta
enloquecen niñerías.
Tose una niña, y dirá
su madre que «taita» dijo.
ANTONIO:
Vamos a ver a mi hijo,
amos, ya que vengo acá,
y dejareles dineros.
DORISTO:
¿El caballo?
ANTONIO:
Allí le até.
DORISTO:
Desde la choza se ve,
y aquí hay siempre ganaderos.
¿Quitástele el freno?
ANTONIO:
¡Allí
pace la hierba con él!
BARTOLA:
¡Qué azucena y qué clavel!
Esto, Doristo, parí.
Vivo está, consuelo tengo.
Vete agora donde quieras.
DORISTO:
¿Que ya me dejas de veras?
BARTOLA:
Con este bien me entretengo.
DORISTO:
¿Luego ya no me querrás?
BARTOLA:
No hay que tratar de quererte,
porque es la niña de suerte
que la quiero mucho más.
DORISTO:
Si ansí remedias tus daños,
también yo voy a buscar
otra niña que criar,
de hasta catorce a quince años.
(Váyanse. Salen la DUQUESA y URBINO.)
DUQUESA:
Si es, Urbino, el s:ecreto por Otavio,
no quiero que le tomes en la boca.
URBINO:
No es de Otavio el secreto, que ya creo
que de Otavio de Médicis te burlas
y de cuantos te hablaren en casarte.
DUQUESA:
Pues, ¿qué puedes querer en tal secreto?
URBINO:
No quisiera, señora, que este día
en que Vuestra Excelencia se levanta
de enfermedad tan larga y melancólica,
que la tuvo dos meses en la cama,
para dar alegría a sus estados,
a su casa y vasallos, yo viniera
a entristecella en pago de este gusto.
DUQUESA:
¿Cosas, Urbino, son que pueden darme
tristeza a mí?
URBINO:
Tu discreción bien puede
tomarlas de otra suerte, que por eso
pintó al entendimiento un sabio antiguo
con un peso en la mano, que tenía
en la una balanza la fortuna,
con naves rotas, con perdidos bienes,
con honras por el suelo derribadas,
con ceptros, con imperios adquiridos,
con laureles, con triunfos y con armas,
y en la otra una pluma solamente.
DUQUESA:
No estoy para que agora me des pena.
URBINO:
Siempre me escuchas mal.
DUQUESA:
Vete en buenhora.
URBINO:
Así gobiernan siempre las mujeres.
¡Plega al cielo que llegue presto el día
en que de mis desprecios te arrepientas!
DUQUESA:
Vuelve, ¿qué dices?
URBINO:
Que tu bien procuro.
DUQUESA:
Veamos, pues, ¿qué es esto que encareces?
URBINO:
¿No es para encarecer que anoche, estando
paseando el terrero, me llamase
Libia, que imaginó que yo era Antonio,
y me diese un testigo de su infamia?
DUQUESA:
¿Cómo testigo?
URBINO:
Una criatura envuelta
en un manteo.
DUQUESA:
¡Válganme los cielos!
¿Y tú qué piensas de eso?
URBINO:
Que era suya,
y que los dos te han hecho tanto agravio.
DUQUESA:
¿Que criatura te dio?
URBINO:
Fue tan sin duda,
que quise entrar con ella hasta tu cama.
DUQUESA:
Debiste de soñar.
URBINO:
Sí, sueño era;
y así, como hombre que soñando estaba,
arrojé la criatura en una acequia.
DUQUESA:
¡Mal cristiano! ¿Qué dices?
URBINO:
Si era sueño,
¿qué importa que en la acequia la arrojase?
DUQUESA:
Oye, por Dios, que si es verdad, es cosa
de mayor compasión que no mi agravio.
URBINO:
Pues fue verdad lo que de Libia digo,
mas no el haberla echado, porque Antonio
venía ya por ella.
DUQUESA:
¿Y quién la tiene?
URBINO:
A Antonio se la di.
DUQUESA:
Mejor hiciste,
que a Dios ha de mirarse sobre todo.
Grande es mi agravio, pero, en fin, es alma
que a Dios costó su sangre. ¡Ay, honor mío!
¡Ay, el recogimiento de mi casa!
Antonio, de quien yo mi honor fiaba,
¿ha hecho tal maldad? Llámame a Libia.
URBINO:
Señora, si en tu casa se entendiese
este suceso, por ventura luego
por toda Italia se sabrá, y podrían
decir algunos con dañados ánimos,
de quien no es tu virtud tan conocida,
alguna cosa que tu honor disfame.
DUQUESA:
¿Qué me aconsejas, secretario amigo?
Urbino, ¿qué haré yo? ¡Válgame el cielo!
¿Llamaré mis hermanos?
URBINO:
Lo que puedes
remediar en secreto, ¿agora pones
en contingencia de que sea tan público?
DUQUESA:
Haré matar a Antonio.
URBINO:
Aun eso es cosa
más segura.
DUQUESA:
Pues alto, Antonio muera.
Pero, ¿qué diré yo, pues no es posible
que deje de saberse y sospecharse,
y es Antonio, en efeto, caballero?
Casarlos es mejor.
URBINO:
Si tú los casas,
también sospecharán que lo sabías,
y que en tu casa pasan estas cosas.
DUQUESA:
Pues, ¿qué he de hacer?
URBINO:
Echalle de tu casa.
DUQUESA:
Bien dices. Pues sin darle cuenta a Libia
de la razón de aqueste injusto agravio,
echaré al mayordomo fementido,
y después me podré vengar de todos.
¡Oh, consejo discreto! ¡Oh, sabio Urbino,
que nunca yo estimé tu entendimiento!
Pues agora que el cielo me castiga,
tú serás el gobierno de mi casa,
tú mi mano derecha, tú mi hacienda.
Llama algunos criados y con ellos
venga Antonio también.
URBINO:
De aqueste modo
con discreción procederás en todo. (Váyase URBINO.)
DUQUESA:
¿Hay suerte más cruel? Antonio mío,
¿cómo tardaste para tanto daño?
Mas pues quedó en su fuerza nuestro engaño,
culpar nuestra fortuna es desvarío.
Cuando nació mi hijo, en quien confío
de toda mi desdicha el desengaño,
hubo secreto, hubo rigor estraño,
trajo consigo de varón el brío.
Cuando nace mi hija los placeres
del parto mudan en pesar los nombres.
Ya se pone mi honor en pareceres.
Hija, no es mucho que a tu padre asombres,
porque desde que nacen las mujeres
comienza la desdicha de los hombres.
(Salen FURIO, FILELFO, DINARCO, RUPERTO y URBINO y CELSO.)
URBINO:
Aquí están Furio y Ruperto,
con Filelfo y con Dinarco.
FURIO:
¿Qué mandas?
DUQUESA:
[Aparte.]
(Hoy es muy cierto
que en mi deshonor me embarco
y tomo en la muerte puerto.)
¿No está en casa Antonio?
FILELFO:
Agora
dicen que viene de fuera.
(Sale ANTONIO.)
ANTONIO:
¿La Duquesa, mi señora,
me llama?
DUQUESA:
[Aparte.]
(Todo me altera,
finge el rostro, el alma llora.)
ANTONIO:
¿Qué manda Vuestra Excelencia
que junta tantos criados?
DUQUESA:
Hago de mi casa audiencia
porque ha de haber reformados
de mi salario y presencia.
Furio, tú, porque has servido
al Duque, que tiene el cielo,
y porque leal has sido,
en premio de tu buen celo,
no te riño ni despido.
Sé que mi casa anda mal,
al fin casa de mujer.
FURIO:
Toda es gente principal,
la información puede ser
no ser a la culpa igual.
Nueva cosa me parece
lo que dices, lo que haces.
FILELFO:
Alguien que no lo merece
y de quien te satisfaces
estas máquinas te ofrece,
y serán torres de viento.
DUQUESA:
Filelfo, ya por mi agravio
son piedra en el fundamento,
bien sé que eres cuerdo y sabio,
conozco tu entendimiento.
Quédate en casa también,
que como Furio has servido.
FILELFO:
Pagas mis servicios bien.
DINARCO:
Ya, señora, estoy corrido
de los ojos que me ven.
¿Soy yo aquel que te ofendió?
DUQUESA:
No, Dinarco.
DINARCO:
Porque yo
siempre te he sido leal.
CELSO:
¡Mas que viene a ser el mal
donde jamás se pensó!
¿Son por dicha aquestas canas
de quien tienes esas quejas?
Porque tardes y mañanas
estas puertas, estas rejas,
corredores y ventanas
saben que no me he quitado
solo un punto de asistir
a lo que soy obligado.
DUQUESA:
Celso, ¿quién puede decir
que vos me habéis enojado?
Como a mi padre os respeto.
CELSO:
Ya mis lágrimas, señora,
muestran un piadoso efeto
de mi voluntad.
RUPERTO:
Agora
descifrarás el secreto.
¿Es Ruperto, por ventura?
DUQUESA:
¿No eres tú?
RUPERTO:
Pues yo seré;
que bien estarás segura
que no es Antonio, ni fue,
quien tu disgusto procura.
DUQUESA:
Ni fue Ruperto ni Urbino.
ANTONIO:
Luego, ¿yo soy? ¿No respondes?
Ya la ocasión imagino,
y pues tu rostro me escondes,
alguien a informarte vino.
Pues, ¿a un hombre que has fiado
tu casa, hacienda, tu estado,
tu honor, tu hijo, condenas,
sin oírle, a tantas penas?
¡Oh, qué bien te han informado!
No te quiero replicar,
sé que te sobra razón;
pero quien te vino a dar
tan presto la información
tendrá presto que llorar.
DUQUESA:
Villano, descomedido,
deshonra de aquesta casa,
no respondáis atrevido,
ya sé todo lo que pasa.
Lealtad y justicia ha sido.
Salid luego al punto de ella.
CELSO:
¿Qué habrá hecho el mayordomo,
Furio, que ansí le atropella?
FURIO:
No lo sé.
DUQUESA:
Si aquí no tomo
venganza de vos y de ella
es, infame, porque sé... (Júntese a él, quedo.)
(¡Ay, mi Antonio, esto he fingido
por quien lo sabe y lo ve! (Quedo.)
ANTONIO:
Discreción, señora, ha sido,
ya que mi desdicha fue.)
(Recio.)
DUQUESA:
Salte de mi casa al punto. (Quedo.)
(Mi gloria, mi luz, mi esposo,
todo el bien me lleváis junto,
que en destierro tan lloroso
queda el corazón difunto.) (Recio.)
No estéis un momento aquí,
que os haré matar.
ANTONIO:
El cielo
volverá presto por mí. (Quedo.)
(Con qué estraño desconsuelo
me aparto, mi bien, de ti. (Quedo.)
DUQUESA:
No se te dé, amores, nada.
De secreto me verás.)
(Recio.)
ANTONIO:
Estás, señora, enojada.
No quiero decirte más... (Quedo.)
(...de que eres mi adorada.
Tu hija y mía llevé,
y tal mi ventura fue
que la que el niño crió
ha seis días que parió
y que sin hijo la hallé.)
(Recio.)
DUQUESA:
No hay disculpa. Vete luego. (Quedo.)
(¿Que muerto el hijo tenía?
ANTONIO:
Todo aquel desasosiego
perdió con la nueva cría.
(Quedo.)
DUQUESA:
Que vivan, al cielo ruego,
que, a pesar de mis hermanos,
serás mío.) (Recio.)
No repliques.
ANTONIO:
¡Que con testigos villanos
tanto deshonor publiques!
¿Esto esperé de tus manos?
DUQUESA:
Tómele Filelfo cuenta.
Venid, Urbino, conmigo,
y no hable en vuestra afrenta,
que le haré matar.
ANTONIO:
No digo
cosa, aunque mil cosas sienta.
DUQUESA:
Agradézcalo al sagrado.
(Váyase la DUQUESA.)
URBINO:
Él merece ese respeto,
y sin él yo soy honrado,
pues no le debo secreto
habiendo sido engañado.
Fuera de que el ser leal
mas lo debo a la Duquesa
que no a un hombre desleal.
(Váyase URBINO.)
FURIO:
Antonio, mucho me pesa,
siendo hombre tan principal,
de que hayáis dado ocasión
tan notable a Su Excelencia.
ANTONIO:
Todo es falsa información.
FILELFO:
Mostrad aquí la prudencia,
Antonio, y la discreción.
Yo no sé que estéis culpado,
quizá agora son enojos.
DINARCO:
Mucho, por Dios, me ha pesado,
Antonio, de estos enojos,
y estoy de Urbino enojado.
Siempre os tuvo envidia.
ANTONIO:
Y tal
que me ha puesto en lo que veis.
CELSO:
No querrá el villano igual,
que lo que vos merecéis
siempre lo ha sufrido mal.
Es cólera de mujer,
dejad pasar estos días.
ANTONIO:
Celso, no hay qué pretender.
¿Soy hombre que niñerías
me pueden descomponer?
Todos sabéis que serví
al rey de Nápoles yo,
sabéis que estimado fui,
y que no me despidió,
como me sucede aquí.
¡Ah señores poderosos
para hacer y deshacer!
CELSO:
Todos vamos temerosos.
ANTONIO:
Y de mi honor puede ser
que vais todos sospechosos.
(Váyanse y salen OTAVIO y FABRICIO, que quieren ir a caza.)
OTAVIO:
Haz que luego se aderece
de monte a aquel español.
FABRICIO:
De los caballos del sol
ser el primero merece.
¿Qué mochila le pondrán?
OTAVIO:
La de plata y encarnado.
FABRICIO:
Cazador enamorado
con razón te llamarán.
Lo verde es al campo igual.
OTAVIO:
No hay verde que bien me venga,
Fabricio, mientras no tenga
nueva esperanza mi mal.
Despréciame la Duquesa
con servicios de tres años.
FABRICIO:
¿Y con tantos desengaños
sigues tan cansada empresa?
OTAVIO:
¿Qué tengo de hacer, Fabricio,
si nací para querer
esta divina mujer,
este ángel de mi juicio,
esta Circe de mi engaño,
esta luna de mi humor,
donde pidiendo favor
siempre me dan desengaño?
Al monte me voy agora
por desechar pensamientos
y porque lleven los vientos
esta esperanza traidora.
¡Plega a Dios que allá os quedéis
y conmigo no volváis,
que en mis suspiros salgáis
y descansar me dejéis!
FABRICIO:
Sobre dejar la esperanza
el que ama, era conceto
de un discreto, harto discreto,
esta aguda semejanza:
hay unos dardos atados
al brazo con un cordel
que vuelven más recio a él,
señor, después de tirados.
Así, de quien tiene amor
con esperanzas ajenas
salen a veces las penas
y vuelven con más furor.
OTAVIO:
No lo comparaba mal,
pues cuanto más los desecho,
más recios vuelven al pecho,
y de sus tiros mortal.
(Sale URBINO.)
URBINO:
Al campo se parte Otavio.
OTAVIO:
¡Oh, secretario!
URBINO:
¡Oh, señor!
¿Qué es esto?
OTAVIO:
Engaños de amor
y desengaños de un sabio
el ejercicio aconseja.
Voy a caza con Fabricio.
URBINO:
Es muy bueno el ejercicio,
mucho el pensamiento aleja.
OTAVIO:
¿Qué hay de aquel ángel cruel?
URBINO:
Está en estremo enojada
y de enojo retirada.
OTAVIO:
Y retirada con él.
¡Ay, Dios, quién su enojo fuera!
¿No sabremos la ocasión?
URBINO:
Cosas de su casa son.
Cualquiera sombra la altera.
OTAVIO:
Notables sospechas tomo.
¿Es por mí?
URBINO:
¿Por vos? ¿Por qué?
Con su mayordomo fue.
OTAVIO:
¡Jesús!, ¿con el mayordomo?
Menos imposible siento
criar España leones,
el fuego camaleones
y salamandras el viento,
haber en Citia azahar
y hielos en Etiopia.
URBINO:
Es de suerte que ella propia
cuentas le quiere tomar,
y quedan solos los dos
donde la da tan estrecha
que ni el ingenio aprovecha
ni la privanza, ¡por Dios!
Ya le tiene despedido.
OTAVIO:
¿Despedido? ¡Caso grave!
¿Y la causa no se sabe?
URBINO:
Sospecho que se ha sabido,
mas no se puede decir.
OTAVIO:
¿Cómo no? ¡Por Dios, que creo
que me matase el deseo!
URBINO:
Pues bien os podéis morir,
que por la fe de hijodalgo
que es imposible decillo.
OTAVIO:
De quien soy me maravillo
y de lo poco que valgo.
Fabricio, apártate un poco.
FABRICIO:
Afuera aguardo.
[Vase FABRICIO.]
OTAVIO:
Ya, Urbino,
estoy solo.
URBINO:
Es caso indino.
OTAVIO:
Haréis que me vuelva loco.
URBINO:
Palabra me habéis de dar
como caballero, Otavio,
de callar, porque es agravio
que a muchos puede tocar.
Y ya que por afición
y amistad a vos lo digo,
no es razón...
OTAVIO:
Urbino, amigo,
no hay que acabar la razón.
¡Vive Dios, que eternamente
lo diga a persona alguna!
URBINO:
Anoche, dada la una,
me llevó cierto acidente
a pasear al terrero.
Libia a una puerta salió
y «Antonio, Antonio» llamó.
Llego y, cuando hablarla quiero,
me pone -tiemblo en decillo-
una criatura en los brazos.
¡Tomara mejor dos lazos
o a la garganta un cuchillo!
En fin, pensó que la daba
a su Antonio, que llegó
al mismo punto que yo
en los brazos la tomaba.
Dísela y desafiele
sobre traición de amistad.
Guardé a la casa lealtad,
como el que es hidalgo suele,
y contelo a la Duquesa,
que hoy también se levantó.
OTAVIO:
Pues, ¿quién pensáis que parió?
URBINO:
Libia.
OTAVIO:
¡Buena gracia es ésa!
¿No sois más necio?
URBINO:
Pues, ¿quién?
OTAVIO:
Esos dos meses que ha estado
mala, encubriendo el preñado
pudiera decir más bien...;
y, ¡por esta vida, Urbino,
y del Duque, mi señor,
que tiene secreto amor
la Duquesa!
URBINO:
No imagino
que hay en Amalfi con quién,
pues en casa es disparate,
que hoy he estorbado que mate
a Antonio, y vos sabéis bien
su grande recogimiento.
OTAVIO:
No fíes de hipocresías.
URBINO:
Mis celosas fantasías
tienen justo fundamento.
La Duquesa ha despedido
a Antonio, y le toma cuenta,
y esto con pública afrenta,
y ha llorado y se ha escondido.
Según esto, no es Antonio.
OTAVIO:
Mal conocéis un monjil;
no suele ser más sutil
el enredo del demonio.
Así parió la Duquesa
como yo soy yo.
URBINO:
¿De quién?
OTAVIO:
De algún duende que no ven
los ojos a quien le pesa.
Ya me espantaba de ver
tanta mocedad con luto,
pues no es campo que da fruto
sin labrador la mujer.
URBINO:
¡Por Dios, que yo me alegrara,
aunque infamia en ella fuera!
Pero, señor, considera...
OTAVIO:
No hay qué, pues la culpa es clara.
URBINO:
Pues, ¿cómo de Antonio fía
su honor y despide a Antonio?
OTAVIO:
Pues, ¿qué mayor testimonio
de aquesta sospecha mía?
¿No ves que por encubrir
su infamia le finge echar?
Y el encerrarse a contar,
¿piensas que es para reñir?
Da noticia a sus hermanos,
haz como hidalgo.
URBINO:
Señor,
calificar es mejor
estos pensamientos vanos
que, sabidos, yo seré
quien primero le destruya,
aunque al infierno se huya.
OTAVIO:
Y yo, celoso, ¿qué haré?
¡Ay de mí, Urbino, que estoy
sin seso! ¡Camila es mala,
Camila a Faustina iguala!
URBINO:
¿Dónde vas?
OTAVIO:
A decir voy
a un monte, a un campo, estos celos.
¡Moriré! ¡Voy reventando!
¿No basta morir amando,
sino con infamia? ¡Cielos,
maldigo vuestro rigor,
el día que tal pensé,
el que la vi y el que fue
causa de tenerla amor!
¡Montes, yo pensé que engaños
llevaba a vuestras defensas;
ya llevo ciertas ofensas,
ya llevo el fin de mis años!
OTAVIO:
Uno de vosotros caiga
sobre mi cuerpo, o si no,
caiga del caballo yo:
muerto a Camila me traiga.
(Váyase OTAVIO.)
URBINO:
Suele sonarse que hace un rey la guerra
al África, y después volverse a Europa;
de un árbol suele amenazar la copa
un rayo, y luego todo el árbol yerra;
el toro a veces con el hombre cierra,
y quédase en los cuernos con la ropa;
toma la nave el puerto, viento en popa,
que estuvo cerca de enemiga tierra.
Tal vez el fuego quema el alto asiento
y perdona del pobre el corto abrigo,
y queda el trigo del granizo esento.
Reino, árbol, hombre, nave, casa, trigo,
libre de guerra, fuego, agua, mar, viento,
pues salvo y sano mi esperanza sigo.