El mayordomo de la duquesa de Amalfi/Acto I

Elenco
​El mayordomo de la duquesa de Amalfi​ de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto I
Acto II

Acto I

Sale ANTONIO.
ANTONIO:

   Desiguales prendas mías,
pues al sol os atrevistes,
bien es que tengáis el pago
y que la tierra os eclipse.
Ojos que mirar osastes
sus rayos inacesibles,
Ícaros de mi deseo,
con alas de plumas viles,
caed del cielo sereno
donde sin fuerza subistes
al mar de mi justo llanto,
en que la esperanza espire.
¡Ay, prendas mías humildes,
fuego merece quien al viento sigue!

ANTONIO:

De la Duquesa de Amalfi
osaron mis ojos libres,
siendo un hombre su criado,
siendo un hombre que la sirve,
mirar los divinos rayos.
Diome licencia, atrevime,
que me llamó con mirarme,
que amor tiene ojos de lince.
Y aunque no me dice nada,
mucho mirando me dice,
pues me ha obligado a querer
aquel divino imposible.
¡Ay, prendas mías humildes,
fuego merece quien al viento sigue!
Nací en Nápoles hidalgo,
estudié, profesión hice
de gentilhombre en la corte.

ANTONIO:

¡Qué principios y qué fines!
Federico de Aragón
era su rey infelice,
echáronle de su estado,
seguí su destierro, ¡ay, triste!
Amparole Luis de Francia;
canseme, a Nápoles vine;
en mi humildad descansaba,
rico el que contento vive.
Como enviudó la Duquesa,
y el hijo es niño, me pide
por cartas que a su servicio
o a su gobierno me incline.
Nunca yo lo imaginara,
pues aunque con ella prive,
quieren mis locos deseos
que a pretendella me anime.
¡Ay, prendas mías humildes,
fuego merece quien al viento sigue!

(Sale OTAVIO DE MÉDICIS, [FABRICIO] y criados.)
OTAVIO:

   ¿Vino Antonio?

FABRICIO:

Sí, señor.

ANTONIO:

Aquí esperando estaba.

OTAVIO:

Debes, amigo, a mi amor
ese cuidado. Hoy se acaba
de mi esperanza el temor.
   Hoy pone a su fundamento,
de tan rica posesión,
la primer piedra mi intento.

ANTONIO:

 [Aparte.]
(Temo que esta pretensión
debe de ser casamiento.)

OTAVIO:

   No estéis vosotros aquí.

ANTONIO:

¿Qué es, señor, lo que me quieres?

OTAVIO:

Escúchame atento.

ANTONIO:

Di.

OTAVIO:

Antonio, yo sé quién eres;
¿sabes quién soy?

ANTONIO:

Señor, sí.

OTAVIO:

   Con eso sabrás que soy
del gran duque de Florencia
sobrino.

ANTONIO:

Más gloria os doy
por vuestra virtud.

OTAVIO:

Mi herencia
no la sé, a figura estoy.
   Desde que el Duque murió,
el de Amalfi, Antonio, digo,
aunque heredero dejó
traigo pensado conmigo...

ANTONIO:

 [Aparte.]
(No en vano el alma temió.)

OTAVIO:

   ...casarme con la Duquesa.

ANTONIO:

Por deciros la verdad,
de que lo penséis me pesa,
si es bien que con libertad
habla el que verdad profesa,
   que aunque la Duquesa mía
es bella y moza, ese día
que el casar le dé cuidado
de su hijo y de su estado
perderá la tutoría.
   Pues pobre y sin heredar,
¿qué habéis de hacer?

OTAVIO:

Esperar
al lado de una mujer
que me puede enriquecer
con que se deje mirar.

ANTONIO:

   Bien entiendo que es amor,
señor Otavio, el que os mueve,
pero todo ese rigor
es como julio, que llueve
para acrecentar calor.
   Pasará la tempestad
al primero mes de mesa,
vendrá la serenidad
del alma, y veréis que os pesa
de esa loca voluntad,
   porque cuando en una aldea
os retiréis pobremente
adonde ninguno os vea,
se templará el acidente
que agora el alma desea,
   y el justo arrepentimiento
os traerá tanto disgusto
que no tengáis sufrimiento,
porque del amor el gusto
es una cometa al viento.

OTAVIO:

   Antonio, yo no os llamé
para pediros consejo
cuando me determiné,
ni agora sois vos tan viejo,
ni sabéis más que yo sé.
   Por mayordomo y privanza
de la Duquesa os quería
dar cuenta de mi esperanza,
y fue porque no entendía
que todo el daño os alcanza;
   porque si os han de quitar
el gobierno de esta hacienda,
bien hacéis de replicar.

ANTONIO:

Vueseñoría no entienda
que interés me ha de obligar
   a dejar de ser quien fui.
No vine a servir aquí
por interés, fue afición
que a la casa de Aragón
tengo desde que nací.
   Pobre soy, pero no tanto
que hacienda de la Duquesa
me obligue.

OTAVIO:

De vos me espanto,
señor Antonio, y me pesa
que mi amor honesto y santo
   os parezca mal a vos,
si en esto no os va interés.

ANTONIO:

¡Interés! ¡Bueno, por Dios!

OTAVIO:

¿Qué se os da a vos que después
vivamos pobres los dos?

ANTONIO:

   Digo, señor, que os caséis
una vez y mil.

OTAVIO:

Antonio,
esto es amor, ya lo veis.

ANTONIO:

Bien lo dice el testimonio
del disparate que hacéis.

OTAVIO:

   Vos, ¿queréiselo decir?

ANTONIO:

Quiero serviros en eso.

OTAVIO:

¡Si le habéis de persuadir
como a mí...!

ANTONIO:

Verdad profeso,
yo os quiero en esto servir.
   Id con Dios que, a fe de hidalgo,
haré todo buen oficio,
si con la Duquesa valgo.

OTAVIO:

Y yo os haré algún servicio,
si con lo que emprendo salgo.
   En albricias por lo menos
una cadena tendréis
de mil escudos.

ANTONIO:

Los buenos
mandando obligan.
(Váyase OTAVIO, [FABRICIO y criados].)
¿Qué hacéis,
ojos de lágrimas llenos?
   ¿Por qué no formáis un mar
en que me pueda anegar?
Mas nombre ingrato merezco,
pues la tabla no agradezco
donde me puedo salvar,
   que, casada la Duquesa,
de este amor y vano empleo
cesará la loca empresa,
si el efecto del deseo
cesando la causa cesa,
   o conoceré su intento
tratándole el casamiento.
Ánimo, esperanza loca,
que como vos sois tan poca
desmaya el atrevimiento.

(Váyase y salgan la DUQUESA DE AMALFI, en hábito de viuda, y LIBIA, camarera suya, y CELSO, viejo.)
DUQUESA:

   ¿Qué hace el Duque?

CELSO:

Está en lición.

DUQUESA:

¿Qué lición?

CELSO:

Como ya escribe
también a oír se apercibe
gramática.

DUQUESA:

Y es razón.
Sepa a lo menos latín,
que en un príncipe está bien.

CELSO:

Él lo decora tan bien
que le verá presto el fin.
   El niño más entendido
es Su Excelencia, señora,
que Italia conoce agora.

DUQUESA:

Dice al padre que ha tenido.
   Id y diréis al maestro
que el de las armas no falte.

CELSO:

Es de las letras esmalte
ser un caballero diestro.
   A fe que si me cogiera
algunos años atrás,
que yo le enseñara más
que Rodamonte pudiera.

DUQUESA:

   ¿Fuistes diestro?

CELSO:

Pues, ¿había
en toda Italia mi igual?
Ya es más diestro, por mi mal,
este bordón, pues me guía.

DUQUESA:

   Id a lo que os digo.

CELSO:

Voy.

[Vase CELSO.]
DUQUESA:

¡Ah, Libia, en cuánto cuidado
me ha puesto amor!

LIBIA:

No me ha dado
menos, aunque libre estoy,
   que el ver tu desasosiego
en cosa tan desigual;
si a ti te tiene mortal,
a mí me deshace en fuego.
   Conozco en la libertad
con que te quieres perder
que es gran mal en la mujer
enviudar en mocedad.

DUQUESA:

   Luego, ¿piensas, Libia mía,
que por mortal interés
a Dios primero y después
a mi honor ofensa haría?

LIBIA:

   Pues, ¿por qué quieres hablar
a Antonio, tu mayordomo?

DUQUESA:

Yo pienso que entiendes cómo.

LIBIA:

La vida te ha de costar
   este indigno casamiento.

DUQUESA:

¿Quiéresle tú?

LIBIA:

¿Yo, señora?
¡Máteme el cielo la hora
que tenga tal pensamiento!

DUQUESA:

   Mucho, Libia, te he fiado,
mucho del alma me debes.

LIBIA:

Yo me huelgo que me pruebes.

DUQUESA:

Lo más que puedo te he dado,
   lo que guardaba de mí
esta noche te conté,
y si de ti imaginé
que Antonio reinaba en ti
   es porque su entendimiento,
su persona, su valor,
pienso que engendren amor
en el más helado intento.
   ¡Qué bien habla, qué bien mira,
qué bien escribe y entiende
cualquiera cosa que emprende!
¿Su condición no te admira?
   ¿No te espanta su buen modo,
su verdad, su trato honesto,
su vestir noble y compuesto,
y su beldad sobre todo?
   ¡Qué bien que pone los pies
a un caballo, qué bien canta,
qué gracia!

LIBIA:

A mí más me espanta
que esa alabanza le des.
   Mas pues ya tu mala estrella
a tanto mal te inclinó,
que tu autoridad bajó
donde Antonio la atropella,
   por Dios te ruego que adviertas
al secreto de tu honor.

DUQUESA:

A todo vano temor
cierra el casarme las puertas,
   que siendo con gran secreto,
cuando se venga a saber,
sabrán que soy su mujer.

LIBIA:

Y tú su muerte, en efeto.
   No sé, toda estoy temblando.
Ni te aconsejo ni impido.
Mas si deseas marido
muchos te están deseando,
   si no de tu calidad,
poco menos.

DUQUESA:

Ya he pensado
que casar con mi criado
desdice mi autoridad,
   mas fíome en el secreto,
porque el casarnos los dos
es justo temor de Dios,
más que de mi honor respeto.
   No se sabrá si se fía
de ti y de él.

LIBIA:

¡Quiéralo el cielo!

(Sale ANTONIO.)
ANTONIO:

Amor con alas de hielo
lleva la esperanza mía,
   cual mariposa a la llama,
al sol de unos ojos bellos,
que quien se iguala con ellos
imita a Luzbel la fama.
   Voy donde me he de abrasar,
mas quiere naturaleza
que me esfuerce su belleza
para atreverme a llegar.
   El sátiro que vio el fuego
con las manos le tomó,
pero como le abrasó,
arrojole de ellas luego.
   ¡Ay, quién, luego que llegase
al fuego de tanto amor,
con la pena del dolor
de las manos le arrojase!
   ¿La Duquesa estaba aquí?

DUQUESA:

Antonio.

ANTONIO:

Señora mía,
hablar a solas querría
con Vuestra Excelencia.

DUQUESA:

¿Ansí?
   Pues, Libia, aguarda allá fuera,
despeja la cuadra luego.

ANTONIO:

 [Aparte.]
(¡Cielos, mirándola ciego!)

LIBIA:

 [Aparte.]
(Tu calidad considera,
   vuelve, señora, por ti.

DUQUESA:

Vete y no repliques más.)
(Vase LIBIA.)
¿De qué tan suspenso estás?

ANTONIO:

Señora, de verme aquí.

DUQUESA:

   ¿Otras veces no has estado?

ANTONIO:

Nunca, señora, he venido
a lo que agora, que ha sido
causa de haberme turbado.

DUQUESA:

   ¿Turbado, Antonio, por qué?
¿Qué tengo yo de aspereza?

ANTONIO:

(Aparte.)
(Lo que tienes de belleza
causa de turbarme fue.)

DUQUESA:

   Aunque por señora puedo
causar algo que temer,
la blandura de mujer,
¿no basta a quitar el miedo?
   ¿Tengo mala condición?
¿Soy soberbia? ¿Soy muy grave?

ANTONIO:

Ya Vuestra Excelencia sabe
de mi temor la razón.
   ¿Si corriendo una cortina
un ángel se descubriese
no era justo que temiese
ver su figura divina?
   No todas las cosas graves
dan temor llegando a ellas,
también le ponen las bellas,
por mi esperiencia lo sabes.

DUQUESA:

   ¿Soylo aquí más que otras veces
que me has visto y me has hablado?

ANTONIO:

Habré llegado a tu estrado,
señora, con más jueces,
   porque ver en soledad
una hermosura divina,
luego el pensamiento inclina
a alguna temeridad;
   porque ¿quién ha de tener
las alas del pensamiento?
Que el primero movimiento
a nadie puede ofender.

DUQUESA:

   Ni yo, Antonio, me ofendiera
cuando como hombre pensaras
que soy mujer.

ANTONIO:

Bien reparas
lo que el temor considera.
   A tu gran benignidad,
a tu heroica discreción
debe el ama esa razón.

DUQUESA:

Dejemos la autoridad.
   Háblame familiarmente,
que aunque tu señora soy,
no siempre en el trono estoy
del título impertinente;
   y aunque es verdad que he tenido
fama de mujer discreta,
como esto de ser perfeta
es raras veces oído,
   nunca he querido, en efeto,
a mi discreción creer,
que gobierno de mujer,
¿cómo puede ser discreto?
   Por eso te traje aquí,
y pues que me has gobernado
hijo, casa, hacienda, estado
con el valor que hay en ti,
   quiero que de aquí adelante
me hables de otra manera.
Cúbrete.

ANTONIO:

Señora, espera,
dame lugar que me espante,
   dame lugar que a esos pies
derribe la humildad mía.

DUQUESA:

Háblame con osadía,
deja agora el ser cortés.
   Cúbrete, Antonio.

ANTONIO:

Señora,
si tanta merced me hacéis,
atrevimiento daréis
a mi pensamiento agora.
   A fe que os he de decir
lo que denantes callé.

DUQUESA:

 [Aparte.]
(Él me entendió, bien hablé.
Basta mirar, basta oír.
   Si toda el alma me vio,
acábeme de entender,
que basta que una mujer,
y tan noble como yo,
   hable con tantas colores.
Atrévase, pues, ¿qué tarda?
Que es necio el hombre que aguarda
a que le digan amores.)

ANTONIO:

   Sabed, señora, que Otavio
de Médicis...

DUQUESA:

 [Aparte.]
(¡Esto es bueno!)

ANTONIO:

de alegre esperanza lleno
-no sé si en esto os agravio-
   hoy me ha enviado a llamar,
y me pidió que os hablase.

DUQUESA:

 [Aparte.]
(¡Qué de esto agora tratase!
Él no me debe de amar.
   Si, como lo he sospechado,
este me quisiera bien,
entendiérame tan bien
como yo me he declarado.
   Pues, sin conocer su amor,
error será declararme.)

ANTONIO:

O no quieres escucharme
o te divierte el honor.
   Digo, señora, que Otavio
adora a Vuesa Excelencia.
Es hombre de la presencia
que ha visto, es gallardo, es sabio.
   Quiere casarse, y no quiere
más que sola su persona.

DUQUESA:

A Otavio su amor le abona.
Es hombre, su amor refiere.
   Todo hombre tiene licencia
de decir a una mujer
que la desea.

ANTONIO:

Ha de ser
como él a Vuestra Excelencia,
   que es su igual, y la pretende
por mujer.

DUQUESA:

Un desigual
ofende si quiere mal,
que si quiere bien no ofende.
   ¿Es mal hecho querer bien?

ANTONIO:

No es mal hecho. Mas, ¿si llega
a deseo, y pide y ruega
que de amar premio le den?

DUQUESA:

   ¿Ante qué juez la pide?
¿Qué testigos falsos llama,
si la persona a quien ama
es quien la causa decide?
   Espántasme, Antonio.

ANTONIO:

¿Cómo?

DUQUESA:

No mires a mi nobleza,
habla como mi cabeza,
y no como mayordomo.
   Habla como hombre.

ANTONIO:

No puedo.

DUQUESA:

¿Qué tienes?

ANTONIO:

Tiemblo.

DUQUESA:

¿De qué?

ANTONIO:

Del miedo con que llegué
a quitarte tanto el miedo.

DUQUESA:

   ¿Mi ánimo te acobarda?

ANTONIO:

¡No, por Dios! Mas dime agora,
¿qué dire a Otavio, señora?

DUQUESA:

Oye, y la respuesta aguarda.
   Finge que un camino emprendes
largo, por mar o por tierra,
y que al salir de tu tierra
al tiempo que ir solo entiendes,
   se te ofrecen dos que intentan
hasta el fin acompañarte,
y cada cual por su parte
a tu lado se presentan.
   Al uno de estos dos tienes
natural inclinación,
en cuya conversación
te regalas y entretienes;
   al otro aborrecimiento,
con tal fuerza de pesar
que solo el oírle hablar
te causa desabrimiento.
   ¿Con cuál de aquestos harías
el camino a que te ofreces,
con el que amas o aborreces?

ANTONIO:

¿De esa respuesta tenías
   alguna duda?

DUQUESA:

Pues di,
¿con cuál de los dos irás?

ANTONIO:

Con el que me agrada más.

DUQUESA:

Lo mismo entiende de mí.
   El casarse es un camino
largo, hasta el fin de la vida.
La compañía ofrecida
en dos hombres la imagino.
   Otavio es el que aborrezco.

ANTONIO:

¿Puedo el que quieres saber?

DUQUESA:

Para tan poco entender
muy descubierta me ofrezco.
   ¿Dónde está tu ingenio, Antonio?

ANTONIO:

Mi humildad le tiene ciego.

DUQUESA:

Con vergüenza a tratar llego
del segundo matrimonio.
   Pero espera aquí un papel,
sabrás el hombre que quiero,
que a ser su amor verdadero
él me entendiera sin él.
(Váyase la DUQUESA.)

ANTONIO:

   Cobarde pensamiento, nunca el cielo
logre tus esperanzas,
pues cuando el bien alcanzas
te derribas humilde por el suelo.
Mas tal castigo lleve
el que ama y es amado y no se atreve.
Cuando ocasión alguna
le ofrece su fortuna,
si allí no cobra lo que amor le debe,
   ¿qué esperanza le queda?
Merece que jamás cobrarla pueda
quien suelta los cabellos.
¡Ay, dulces ojos bellos,
a mi fortuna detened la rueda!
El bien perdí, cobarde,
que perdido una vez se alcanza tarde.
Dirá el papel que espero:
«hoy justamente muero».
Si tuve el bien ¿qué bien habrá que aguarde?
Que amor no le concede
cuando le deja el que gozarle puede.

(Sale LIBIA con un papel.)
LIBIA:

   Este papel me ha mandado
mi señora la Duquesa
que te diese.

ANTONIO:

A mí me pesa,
Libia, de haberla enojado
   tratándole casamiento.

LIBIA:

Ahí dice que hallarás
el hombre que quiere más.

ANTONIO:

Yo solo su gusto intento.
   La casa Médicis era
muy conforme a su valor.

(Sale URBINO, secretario.)
URBINO:

 [Aparte.]
(Sin duda le tiene amor:
papel le dio.) Libia, espera.

LIBIA:

   ¿Qué quieres?

URBINO:

No eran en vano
mis celos. ¿Qué papel diste
a Antonio?

LIBIA:

¿Yo?

URBINO:

Tú, y le asiste
con tiernos ojos la mano.

LIBIA:

   Lo del papel es verdad,
lo de los ojos mentira.
Siempre con antojos mira,
Urbino, la voluntad.
   Aquel papel es memoria
del recado de un vestido.
A Dios.

(Vase LIBIA.)
ANTONIO:

 [Aparte.]
(Desdichado he sido
al principio de mi historia.
   ¿Si me vio dar el papel?)

URBINO:

Pues, ¡Antonio!

ANTONIO:

¡Oh, secretario!

URBINO:

Si ese nombre es necesario
para un amigo fiel,
   aquí le tenéis en mí.
Huélgome que Libia os ame.

ANTONIO:

¿En qué lo veis?

URBINO:

En que os llame
su dueño.

ANTONIO:

¿A mí? ¿Cómo ansí?

URBINO:

   Negad que un papel os dio.

ANTONIO:

 [Aparte.]
(Decir quiero que es verdad.)
Tengo a Libia voluntad.

URBINO:

¿Sabéis que la sirvo yo?

ANTONIO:

   Agora lo sé de vos,
desde hoy más por vuestra queda.

URBINO:

Cuando acetarla os conceda,
por la amistad de los dos,
   ha de ser como no entienda
que os cuesta pena el dejalla,
y que el discurso de amalla
no tiene prenda que prenda.
   ¿Tenéis más de ese papel?

ANTONIO:

Solo este papel me ha dado.

URBINO:

Si mi amor os ha obligado,
dadme, Antonio, parte de él.
   Véamosle aquí los dos,
por vida de la Duquesa.

ANTONIO:

De que me tratéis me pesa
con tal sospecha, por Dios.
   Basta que palabra he dado,
que no la hablaré creed.

URBINO:

Pues hacedme una merced
de que le rasguéis cerrado.

ANTONIO:

   El rasgar de mi memoria
a Libia haré yo por vos;
y basta que de los dos
cese al principio la historia,
   sin pedir cosas que son
contra mi buen proceder,
que no es bien que una mujer
me tenga en baja opinión.

URBINO:

   La grande amistad, Antonio,
que hemos tenido los dos,
de que sospecho que vos
tenéis cierto el testimonio,
   a pediros me obligó
todo lo que habéis oído;
mas pues me habéis respondido
a lo del papel que no,
   acabose la amistad,
desobligado me habéis.

ANTONIO:

Oíd, si os vais.

URBINO:

¿Qué queréis?

ANTONIO:

Si quedo en mi libertad,
   y hemos de ser enemigos,
a Libia vuelvo a querer.

URBINO:

¿Cómo eso podéis hacer,
Antonio, en no siendo amigos?
   Querelda, que yo también
algún día os daré enojos
en las niñas de los ojos.

ANTONIO:

Oíd, y tratadme bien,
   que si no os he respondido
es porque he considerado
que de un amigo enojado
triunfa mucho el ofendido;
   y porque veáis que soy
tan hidalgo y liberal
que en vez de responder mal
gusto por enojo os doy.
   ¿Es este el papel?

URBINO:

Él es.

ANTONIO:

Pues quito el sello.

URBINO:

¿A qué efeto?

ANTONIO:

Para verle, y os prometo
que le habéis de ver después.
(Sácale con la mano aquel pedacito en que está escrito su nombre.)
   Mirad qué poco le miro,
tomad.

URBINO:

¿Qué es lo que quitáis?

ANTONIO:

Siete letras.

URBINO:

¿Qué me dais?

ANTONIO:

El papel.

URBINO:

Mucho me admiro
   de que tan seguro estéis
del secreto. En blanco está.

ANTONIO:

Probad a entendello allá,
pues tantas cifras sabéis,
   porque me destruya el cielo
si ninguna tiene en sí.

URBINO:

Pues ¿qué guardastes ahí
para aumentar mi recelo?

ANTONIO:

   Siete letras.

URBINO:

¿No traía
otra cosa?

ANTONIO:

No, por Dios.

URBINO:

Si vive un alma en los dos
y partí con vos la mía,
   dadme las letras primeras
de esas siete.

ANTONIO:

Quiero daros,
para más desengañaros
dos letras de las postreras.
   Tomad aquesta.

URBINO:

Esta es «o».

ANTONIO:

Esta es «i».

URBINO:

Quien dos me da,
las cinco también dará.

ANTONIO:

¿Cómo las cinco? Eso no.
   ¿Soy yo reloj, por ventura?
Llevad, Urbino, esas dos.

URBINO:

Dadme las demás, por Dios,
si mi amor os asegura.

ANTONIO:

   Si la mayor amistad
es de las cosas partir
la mitad, basta pedir
de estas letras la mitad.
   Las tres os tocan, partamos
la una.

URBINO:

Dádmela entera,
por Dios.

ANTONIO:

Por cosa ligera
no es bien que los dos riñamos.
   Dos tenéis, veis aquí dos,
a la «o», sigue la «i».

URBINO:

   Esta ¿no es «n»?

ANTONIO:

Es ansí.

URBINO:

¿Van por orden?

ANTONIO:

Sí, por Dios.

URBINO:

   Pues esta es «o».

ANTONIO:

Ya tenéis
cuatro letras, las postreras.

URBINO:

¡Ay, si las otras me dieras!

ANTONIO:

De la razón excedéis.
 (Aparte.)
   (Cielos, «Antonio» decía
en su papel la Duquesa,
dando a entender que esta empresa
es de Antonio, y ella es mía.
   Las cuatro letras le di,
que no sabrá concertar
por escusar de criar
enemigos contra mí.
   Solo traía el papel
este nombre en que reparo:
que soy su dueño está claro,
mi nombre lo dice en él.
   Bien sé que me ha de costar
la vida si a sus hermanos
llegan mis intentos vanos.
¿Mas dónde podrá emplear
   un hombre tan bien la vida?)
A Dios, Urbino.

URBINO:

Él os guarde.
(Váyase ANTONIO.)
Este sospecha que tarde
será su letra entendida,
   y mientras secreto habló
las cuatro letras junté:
«o», «i», «n», «o», bien sé
que quieren decir «oi no».
   Que hoy no le podrá gozar,
sin duda, quiso decir.
Mas, ¿por qué le ha de escribir
«oi no» si hoy la pudo hablar?
   Las letras dan testimonio
que si a él le quedan tres,
y el «oi no» vuelvo al revés
es fin del nombre de Antonio,
   porque las tres que le quedan,
sin duda son «a», «n», y «t».

URBINO:

Luego «Antonio» el nombre fue.
Pues, ¿qué es lo que estos enredan?
   «Antonio» solo traía
en un papel; ahora bien,
¿si las letras no se ven
y es alguna tropelía?
   Yo le pondré al agua, al fuego,
o con humo le daré,
que agua y fuego y humo haré
de mi loco intento ciego.
   Agua mis ojos darán,
fuego el pecho, y la esperanza
humo, mas esta mudanza
los dos me la pagarán.

URBINO:

   Yo seguiré de manera
a Antonio, pues fue traidor
a nuestra amistad su amor,
y en este amor persevera;
   yo diré de él tanto mal
a la Duquesa, aunque sea
mentira, que presto vea
que fue a mi amor desleal;
   yo le echaré de su casa,
yo le pondré mal con ella.

(Sale la DUQUESA.)
DUQUESA:

Ya la primera centella
a incendio del alma pasa,
   y va creciendo de suerte,
con haberme declarado,
que ya me han notificado
mis desventuras la muerte.
   Pero como yo me case
y no padezca mi honor,
¿qué muerte por tanto amor
no será justo que pase?
   Urbino está aquí. ¿Qué quieres,
secretario?

URBINO:

¿Ha respondido
Vuestra Excelencia?

DUQUESA:

He tenido,
Urbino, mil pareceres
   en razón de este concierto.
Es muy niño el Duque agora.

URBINO:

Tu hermano intenta, señora,
tu bien.

DUQUESA:

Créolo, por cierto.

URBINO:

   Y el del Duque su sobrino.

DUQUESA:

Yo responderé a mi hermano.

URBINO:

Con Vuestra Excelencia en vano
se trata, a lo que imagino,
   negocio de casamiento.
¿Tanto aborrece el casarse?

DUQUESA:

De mí no puede tratarse,
ni tengo tal pensamiento;
   de mi hijo no es razón,
pues no ha llegado a la edad
que nos muestre voluntad,
ni a Ferrara inclinación;
   y segunda no la quiero
en instrumento tan mío.

URBINO:

Que has de ver presto, confío,
un casamiento que espero
   dentro de tu misma casa.

DUQUESA:

¡Válame Dios!

URBINO:

No te alteres.

DUQUESA:

¿Alguna de mis mujeres
sin mi voluntad se casa?

URBINO:

   Juzgando yo sin malicia,
entre personas de honor
pienso que para el amor
en casarse.

DUQUESA:

Eso es justicia,
   pero, ¿quién le tiene a quién?

URBINO:

Libia a Antonio y él a ella.

DUQUESA:

¿Sábeslo de él?

URBINO:

De él y de ella,
y de mis ojos también.
   Mas mire Vuestra Excelencia
que me ha de guardar secreto.

DUQUESA:

Secreto, Urbino, prometo,
 (Aparte.)
(más no prometo paciencia).
   ¿Qué has visto?

URBINO:

Darle un papel
Libia a Antonio.

DUQUESA:

¿Cuándo?

URBINO:

Agora.

DUQUESA:

Vete, Urbino.

URBINO:

Pues, señora,
¿no tengo de ser fiel
   al oficio, al pan que como
tantos años en tu casa?

DUQUESA:

Ya sé lo que en esto pasa,
no es culpado el mayordomo.

URBINO:

   ¿No es culpado?

DUQUESA:

No.

URBINO:

Esas alas
que le da Vuestra Excelencia...

DUQUESA:

Salte allá, poca prudencia.
Cuando de cosas tan malas
   se me ha de dar cuenta a mí
ha de haber información
muy cierta.

URBINO:

Con ocasión
te he contado lo que vi,
   pensando que era en tu ofensa,
porque las cosas de amor
al principio del rigor
tienen más fácil defensa;
   que Antonio es mi grande amigo,
pero si a ti te ofendiera,
de mi padre te dijera
lo que de Antonio te digo.

(Sale ANTONIO.)
ANTONIO:

   La carroza dice Estacio
que has mandado prevenir.

DUQUESA:

Fuera quisiera salir
esta tarde de palacio.
   No sé si ha de haber lugar.
Secretario, oíd.

URBINO:

Señora.

DUQUESA:

A mis hermanos agora
no quisiera disgustar.
   Escribid que no estoy buena
y que por eso no escribo,
mientras remedio apercibo
para escusarme esta pena.
   Esto será necesario;
y no digáis mal de quien
me dice de vos más bien
que merecéis, secretario.

URBINO:

   Voy a escribir lo que mandas.

DUQUESA:

Dilata este matrimonio.
Antonio.

ANTONIO:

Señora...

DUQUESA:

Antonio,
muy necio en mis cosas andas.
   ¿Cómo el secretario vio
darte el papel?

ANTONIO:

Libia tiene
la culpa.

DUQUESA:

Lo que conviene
a mi honor, que yo soy yo,
   no se mira como es justo.

ANTONIO:

 (Aparte.)
(Bien dicen que en la mujer
aborrecer y querer
es tornasol de su gusto.)
 (A ella.)
   De otra manera creí
que aquel nombre señalabas,
pues en el papel mostrabas
   más de lo que cupo en mí.
El papel, señora, hiciste
del corazón; con razón
fue mi nombre el corazón,
pues en medio le escribiste.
   Con siete letras escribes
una mano de papel,
porque la que viene en él
para dármela apercibes.

ANTONIO:

   Mas fue vano mi placer,
y mi crédito más vano,
que fue de papel la mano
y la firma de mujer.
   ¡Ay, Dios, si el amor supiera,
pues andaba entonces franco,
tu nombre, porque en lo blanco
la obligación escribiera!
   Burla fue poner el mío,
pues por luto de mi muerte
en blanco muestra mi suerte
y en negro mi desvarío.
   ¿De esto solo te ofendiste?

DUQUESA:

De suerte que te aborrezco,
pues, cuando mi honor te ofrezco,
adonde ves le pusiste.

ANTONIO:

   ¿Que mi humildad la presunción dilate,
que finja el alma que tu amor ignora,
te ha podido ofender, dulce señora,
por no rendirte en el primer combate?
   Plega al cielo, Camila, que me mate
el primer hombre con quien hable agora,
o que antes que otro sol traiga el aurora,
te goce Otavio, comunique y trate;
   que porque veas si me abrasa y arde
el no asir la ocasión por los cabellos,
yo iré donde mi nombre escuches tarde,
   o por dicha seré Absalón sin ellos,
que no seré para morir cobarde,
estando ausente de tus ojos bellos.

DUQUESA:

   Detente.

ANTONIO:

¿Por qué razón
me tiene Vuestra Excelencia?

DUQUESA:

Antonio, con más paciencia.

ANTONIO:

¿Paciencia en esta ocasión?
   Matareme.

DUQUESA:

Aun por ahí
sospecharé que me quieres.
Antonio, a nobles mujeres
nunca las trates ansí.
   ¿Qué aguardabas, si me vías
perdida, que te dijese?
¿No era razón que entendiese
que algún amor me tenías?
   Si a la ocasión pintan calva,
mucho tu ingenio condeno.
¿Eran mis brazos veneno,
que a Otavio pides la salva?
   ¿Querías, contra mi fama,
que te pusiese, muy loca,
los favores en la boca
y que tú fueses la dama?
   Habla, dime que me quieres,
di que te mueres. ¿Qué lloras?
Porque también las señoras
sentimos como mujeres.
   Atrévete, sepa yo
que me quieres, dime amores.
El título de señores
el cielo a los hombres dio.
   La de mayor calidad
no es señora, ni lo espere,
pues ni hará lo que quisiere,
ni ha de tener libertad.
   ¡Oh, falta de hombres discretos
ser turbados y encogidos!

ANTONIO:

Son los necios atrevidos,
que son de su causa efetos.
   Si conocer mi humildad,
señora, te ha dado enojos;
si el respeto de mis ojos
al sol de tu calidad;
si el no me haber atrevido,
puesto que ocasión me has dado;
si no te haber declarado
que tu amor he conocido,
   vesme aquí que llego a ti,
aunque altar de mi respeto,
porque atrevido un discreto
te muestre que yo lo fui.
   Tu blanca mano asiré,
osaré abrazarte, y creo
que haré abeja mi deseo,
y flor de tu boca haré.

DUQUESA:

   Tente.

ANTONIO:

¿No me das licencia?

DUQUESA:

¿Tal cosa osaste decir?

ANTONIO:

Pues vuélvome a descubrir:
perdone Vuestra Excelencia.

DUQUESA:

   Ahora bien esto es andar
dando vueltas a la vela.
Para el amor no hay cautela,
ni fuerzas para callar.
   Antonio, yo te adoro, pero advierte
que ha de ser de otra suerte el adorarte.
No has de tocarme en parte de que sienta
mi honor alguna afrenta; con secreto
podrás, si eres discreto, ser mi dueño.
Esta prenda te empeño que es mi honra:
por escusar deshonra, y por la ofensa
de Dios, que ha de ser piensa, amado Antonio,
en justo matrimonio mi deseo.
   Si lo entendiesen, creo que mi vida
y la tuya perdida fuese a manos
de aquellos dos hermanos generosos,
cuyos hechos famosos Francia, España
y cuanto cerca y baña el mar celebran.
Cuantos amores quiebran y se pierden
de la causa se acuerden, que es saberse.
Cuando venga a ofrecerse el ser forzoso,
dirás que eres mi esposo, y entretanto
que quiere el cielo santo favor darme,
gozarte yo y gozarme con secreto
será dichoso efeto de mi gusto.

ANTONIO:

Fuera de que es tan justo, gran señora,
ya que me pone agora mi fortuna
sobre la hermosa luna de tu cielo,
el secreto y recelo del bien mío,
en mi dicha confío que no entienda
ninguno que soy prenda de tu pecho.
Hoy me has formado y hecho. ¿Quién pudiera
sino quien cielo fuera y que hoy me ampara
hacer que te igualara? ¡Yo tu esposo!

DUQUESA:

Antonio venturoso, hoy atropella
mi autoridad tu estrella. Yo soy tuya.
Mas porque se concluya nuestro intento
no hallo al casamiento modo alguno.

ANTONIO:

Si el rumor importuno de la fama
sospechas que te infama, dulce prenda,
yo tengo allá en mi hacienda labradores
rudos, toscos pastores de ganados.
Podremos, disfrazados, ir a vellos,
y mezclados con ellos, por ventura,
hacer que el mismo cura de su aldea,
que puesto que nos vea importa poco,
nos case, y vuelva loco mi sentido
de ver que he merecido tu grandeza.

DUQUESA:

Estraña sutileza. Pues salgamos
esta noche y vistamos tosco traje.
Yo en hábito de paje iré contigo
hasta llegar, amigo, al dulce puesto
donde con lazo honesto de casados,
sin ser jamás culpados, nos gocemos

ANTONIO:

¿Y en casa qué diremos de tu ausencia?

DUQUESA:

Libia, con advertencia, echará fama
que estoy mala en la cama.

ANTONIO:

Gran remedio.
Cuando la noche en medio de los polos
con los luceros solos mire el mundo,
y con sueño profundo esté quieto,
saldremos con secreto en dos caballos.

DUQUESA:

Pues parte a aderezallos.

ANTONIO:

Los vestidos
estarán prevenidos.

DUQUESA:

Amor quiera
que llegue a la ribera de este río.
A Dios, dulce bien mío.

ANTONIO:

A Dios, mi cielo.

DUQUESA:

Ven con grande recelo de mi gente.

ANTONIO:

Solo estará presente amor, que guía
mi esperanza, luz mía, al rayo de oro.

DUQUESA:

¡Ay, Antonio, que adoro esos pies tuyos!

ANTONIO:

Detenga en mí los suyos la fortuna.

DUQUESA:

Por ti no hay muerte alguna.

ANTONIO:

Por ti es vida
la muerte.

DUQUESA:

¡Ay, mi querida prenda amada!

ANTONIO:

Esposa regalada, a Dios te queda.

DUQUESA:

Solo le pido que gozarte pueda.

(Váyanse ANTONIO y la DUQUESA, y salgan MELAMPO y ARSINDO, labradores viejos, y DORISTO, mozo.)
MELAMPO:

   No os pongáis delante, Arsindo,
que he de matar al traidor.

ARSINDO:

Llevalde con más amor.

DORISTO:

¿A mí matarme? ¡Qué lindo!
   Teneos, abuelo.

MELAMPO:

El cielo
te ha de dar justo castigo.

DORISTO:

Teneos, abuelo, digo.
Digo que os tengáis, abuelo.

MELAMPO:

   ¿Ese respeto me tienes?

DORISTO:

¿Qué respeto he de tener?

MELAMPO:

¡Oh, qué presto que has de ver
el engaño con que vienes!

ARSINDO:

   ¿No sabremos la quistión?

DORISTO:

Porque me quiero casar.

MELAMPO:

Sí, ya quiere gallear
sin salir del cascarón.
   Cuando a su madre casé
sus cuarenta años tenía.

DORISTO:

Si ella lo oyera, a fe mía,
que os desmintiera.

MELAMPO:

¿Por qué?
   ¿Fue aquesto en reinos estraños?
¿A mí desmentirme quieres?

DORISTO:

Porque todas las mujeres
se casan de catorce años.
   Si ha quince que conoció
marido y tiene cuarenta,
veréis que confiesa treinta
porque de quince casó.
   Si una hija está presente,
y en edad para casar,
los cinco le ha de quitar,
aunque solo tenga veinte.
   Quince y quince, digo yo,
que serán treinta.

ARSINDO:

Es ansí.

DORISTO:

Pues no ha de pasar de allí,
porque de quince casó.
   Mi madre también dijera
que era yo de quince agora.

MELAMPO:

Calla, Doristo, en malhora.

DORISTO:

Y ella de sus treinta fuera.
   Y aunque con locos engaños
negar la edad se porfía
cierto discreto decía
que, a ser pecados los años,
   aunque se ven en la cara,
y es disparate negallos,
solo por no confesallos
ninguno se confesara.
   Ya no es tiempo, abuelo mío,
de andar en antigüedades,
sabed que en estas edades
es muy diferente el brío.

DORISTO:

   Si en la vuestra se casaban
de treinta años o cuarenta,
ya es diferente la cuenta,
o es que las cosas se acaban.
   Aun no tiene sentimiento
en el pecho de su madre
la niña, y dice a su padre,
«taita, taita, casamiento».
   Apenas en un quillotro
la comienzan a envolver,
cuando dice que es mujer
para casarse con otro.
   Yo soy hombre, ya barbado,
y si me quiero casar,
no es sin causa.

MELAMPO:

Esa has de dar.

DORISTO:

¿Qué más que andar amurado?

MELAMPO:

   ¿No tienes vergüenza?

DORISTO:

No.

ARSINDO:

¿Es mal hecho querer bien
para casarse?

DORISTO:

También
mi padre se enamoró.
   Pardiós, Arsindo, si el cielo
lo tiene determinado,
que hoy me habéis de ver casado,
aunque le pese a mi abuelo.

ARSINDO:

   Melampo, no seáis estraño.
El mozo tien voluntad
de casarse.

MELAMPO:

¡Hay tal maldad!

ARSINDO:

¿Resulta de esto algún daño?

MELAMPO:

   Fuera de que en el gobierno
de su casa andará falto,
me da mayor sobresalto
verle mochacho tan tierno,
   que ha de caer en afrenta
con la novia. Habralde vos.

ARSINDO:

Mira, Doristo, por Dios
que tu bien tu abuelo intenta.
   Él te quisiera casar,
pero eres rapaz agora,
y teme, aflígese y llora
que en falta nos has de echar.

DORISTO:

   ¿Cómo en falta?

ARSINDO:

En no ser hombre
que agrades la desposada.

DORISTO:

¿Eso teme?

ARSINDO:

Esto le enfada.

DORISTO:

Pues para que no se asombre,
   aunque vuestra hija sea,
pardiós que lo he de decir.

ARSINDO:

Deseo como al vivir
que en paz Melampo se vea.

DORISTO:

   En bien o mal gobernada
la casa no me entremeto,
cuanto a la novia, os prometo...

ARSINDO:

Dilo.

DORISTO:

...que está ya preñada.

ARSINDO:

   ¿Preñada?

DORISTO:

Pues, ¿qué queréis,
si no fue más en mi mano?

ARSINDO:

¿Cómo no?

MELAMPO:

Que es cuento vano;
miente porque le caséis.

DORISTO:

   ¿Cómo miente? Pues si vos
estuviérades ansí,
vinieran de Roma aquí,
abuelo, a veros, por Dios.

ARSINDO:

   Melampo, estas burlas son
muy pesadas. Si Bartola
es mi hija única y sola,
¿es buena aquesta traición?

MELAMPO:

   Hijo, dime si es verdad.

DORISTO:

Abuelo, yo no lo sé;
una noche la encontré
camino de la ciudad;
   rempujela en un rastrojo,
no adrede, mas por reír,
y diz que quiere parir,
si no lo habéis por enojo.

MELAMPO:

   ¿Parir? ¡Matarele! ¡A fuera!

DORISTO:

El dimuño os sufrirá.
Si no me casaban ya
porque en falta no cayera,
   cuando han sabido la sobra,
¿de qué sirve este castigo?

ARSINDO:

Melampo, si sois mi amigo,
mirad que el honor se cobra
   de cualquier suerte que sea.

MELAMPO:

Basta, no es la culpa mía.
Decid que a la casería
venga el cura del aldea.

(Salen ANTONIO y la DUQUESA, en hábito de labradores.)
ARSINDO:

   Voyle a llamar.

ANTONIO:

Aquí están,
(Vase ARSINDO.)
señora, dos labradores,
y en no ser de mis pastores
mayor ánimo me dan.

DUQUESA:

   ¿Vamos bien para el aldea?

MELAMPO:

Ese buen hombre va allá.

DORISTO:

A llamar al cura va.

ANTONIO:

Si es por bien, para bien sea,
   si es por mal, pésame.

MELAMPO:

Es bien.

ANTONIO:

Pues del bien parabién doy,
y si viene cierto estoy
que a mí también me le den.
   ¿Cuándo vendrá?

MELAMPO:

De aquí a un hora.

ANTONIO:

 [Aparte.]
(Gran sutileza he pensado.

DUQUESA:

¿Cómo?

ANTONIO:

El cura que ha llamado
pasará este monte ahora.
   Yo me tenderé en el suelo;
dirás que muriendo estoy
de una herida, y que no soy
tu esposo, y tengo recelo
   de perder mi salvación,
que nos case en aquel punto,
porque si quedo difunto
Dios me conceda perdón.
   Viendo la necesidad
y el peligro que tenemos,
nos casará, y volveremos
casados a la ciudad.

DUQUESA:

   Linda industria. Entra en el monte.

ANTONIO:

Yo me echaré en el camino.)
(Váyanse [ANTONIO y la DUQUESA].)

DORISTO:

¿Quién será, abuelo, el padrino?

MELAMPO:

Tu vestido nuevo ponte,
   que tu tío lo será.

DORISTO:

Pues irle a llamar querría,
que es lejos la casería,
y no sé si en ella está;
   que su amo, el mayordomo
de la señora Duquesa,
le llamaba ayer de priesa.

MELAMPO:

Pues parte.

DORISTO:

El camino tomo.

MELAMPO:

   Plega Dios que en ella esté
y que venga con tu tía.

DORISTO:

 [Aparte.]
(Perdonad, Bartola mía,
si dije que os empreñé.)
(Abrace.)