El mayordomo de la duquesa de Amalfi/Acto III

El mayordomo de la duquesa de Amalfi
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto III

Acto III

Salen ANTONIO y BERNARDO.
BERNARDO:

   Proseguid adelante vuestra historia,
porque son los sucesos más estraños
que ha visto el mundo en su inmortal memoria.

ANTONIO:

   Temiendo resultar mayores daños,
me fingió despedir, Bernardo amigo.
En fin estuve en Nápoles dos años.
   De allí, más descuidado el enemigo,
me vine a Ancona y con igual secreto,
el cielo solo de mi bien testigo,
   caminaba de noche y, en efeto,
abriendo Libia una pequeña puerta,
gocé su hermoso y celestial sujeto.
   Pero teniendo ya por cosa cierta
que está tercera vez preñada, ¡ay, cielos!,
declararse con todos se concierta;
   y para asegurar tantos desvelos
a Loreto ofrecida se ha fingido,
huyendo a Otavio y sus crueles celos;
   y dejando a su hijo, que ha crecido
gallardamente, a gobernar su estado,
mejor que lo ha trazado lo ha cumplido.

BERNARDO:

   ¿Su casa y sus vasallos ha dejado?

ANTONIO:

No ha podido sufrir mi larga ausencia,
ni los temores del tercer preñado.
   De Loreto, con grande diligencia,
fingiendo ver esta ciudad de Ancona,
hoy pienso que ha de estar en mi presencia;
   y, como amor cualquiera yerro abona,
decir quiere que está con su marido,
que estima en más que una imperial corona;
   que cuando toda Italia haya sabido
caso tan desigual, ya por lo menos
sabrán que en justo matrimonio ha sido.

BERNARDO:

   Pienso que sus hermanos, de ira llenos,
os han de perseguir.

ANTONIO:

Nadie lo duda,
más yo fío de príncipes tan buenos,
   que aquella espada contra mí desnuda
envainará piedad de dos sobrinos,
como a la sangre la nobleza acuda.
   Hoy vinieron mis ángeles divinos
con un pastor, vestidos de villanos,
ocho años de sus padres peregrinos.

BERNARDO:

   Antonio, mucho temo estos hermanos
de la Duquesa.

ANTONIO:

Es gente poderosa,
mas pienso que serán en esto humanos.

BERNARDO:

   ¡El cielo con su mano generosa
del corazón les quite la venganza!

(Sale LUCINDO.)
LUCINDO:

Dame albricias de nueva tan dichosa.

ANTONIO:

   ¿Vino ya la Duquesa?

LUCINDO:

Tu esperanza
cumplen los cielos. Ya ha llegado a Ancona.

ANTONIO:

¡No viva más quien tanto bien alcanza!
   ¡Dichosa vida que tal muerte abona!
¡Mátenme los señores Aragones,
que basta a un hombre humilde esta corona!
   ¡Cielos, para tan altas ocasiones
quiere la vida un noble!

BERNARDO:

Es alta empresa,
mas notable el peligro a que te pones.

ANTONIO:

   Viva casado yo con la Duquesa
un hora sola en tantos regocijos,
y máteme después a quien le pesa.
   Vamos a recebilla. Traed mis hijos.
Conocerá si son suyos agora
si miraren su sol con ojos fijos.

BERNARDO:

   ¡Oh, que mal lo miró tan gran señora!

(Váyanse y salgan todos los criados que puedan, y la DUQUESA y LIBIA de camino, y URBINO, secretario, CELSO, FURIO, DINARCO, FILELFO.)
URBINO:

   Pues, ¿cómo en casa de Antonio
quieres, señora, posar?

DUQUESA:

Con eso le quiero dar
de mi perdón testimonio.

URBINO:

   Pues, ¿al cabo de seis años
que de tu casa salió,
donde de tu hacienda dio,
en vez de cuentas, engaños,
   a la suya te has venido?
¿No hay aquí dos mil señores?

DUQUESA:

Pienso que son las mejores,
si es el dueño conocido.

URBINO:

   Es pobre Antonio, señora.

DUQUESA:

¿Cama y mesa no tendrá?

URBINO:

No hay que replicarte ya.

DUQUESA:

Esto me conviene agora.

(Sale ANTONIO con DORISTO y ALEJANDRO, niño, vestido de villano, y LEONORA, niña, de villanita.)
ANTONIO:

   Señora, Vuestra Excelencia
honra aquesta pobre casa.

DUQUESA:

¡Oh, Antonio!

DINARCO:

Lo que aquí pasa
basta a quitar la paciencia.

FURIO:

   Callad, que más justo es
posar en cas de un criado
tan caballero y honrado.

ANTONIO:

Dadme mil veces los pies.

DUQUESA:

   Tente, Antonio, que han de ser
las cosas de otra manera.

ANTONIO:

Quiero a tu divina esfera
dos ángeles ofrecer.

DUQUESA:

   ¿Quién son aquestos villanos?

DORISTO:

Mis hijos, señora, son.

ANTONIO:

Echaldes la bendición.
Hijos, besalde las manos.

ALEJANDRO:

 [Aparte.]
   (¡Qué grande amor la he cobrado
desde el punto que la vi!

LEONORA:

Yo, Alejandro, siento en mí
el corazón alterado.)

DUQUESA:

   ¿Tenéis madre?

ALEJANDRO:

Ya murió
la madre que nos criaba.

DORISTO:

La muerte todo lo acaba,
en agraz me la llevó.

DUQUESA:

   Vos, niño, ¿cómo os llamáis?

ALEJANDRO:

Alejandro, mi señora.

DUQUESA:

¿Y vos, mi niña?

LEONORA:

Leonora.

DUQUESA:

Temor y amor, ¿qué aguardáis?
   ¿A qué vengo, si es que tengo
tan justa resolución?
Pues ya llegó la ocasión,
sepan luego a lo que vengo.
   Estadme atentos, amigos,
ya que declararme quiero,
porque sepáis la ocasión
de venir adonde vengo.
   Ya no es tiempo de callar,
que, si callé tanto tiempo,
era esperando este día.

URBINO:

¡Válgame el cielo! ¿Qué es esto?

DINARCO:

En gran confusión, señora,
con la prevención que has hecho,
hoy pones a tus criados.
Di, que ya estamos atentos.

DUQUESA:

Ya sabéis todos, amigos,
que el Duque, mi señor, muerto,
quedé muy moza y mi estado
con hijo, aunque sin gobierno.
Yo traje al señor Antonio
de Nápoles, cuyo ingenio,
cuya persona y valor
sabe Italia y todos vemos.
Mas como las excelencias
de sus generosos méritos
me diesen justa ocasión,
puse los ojos en ellos.
Esto no os parezca agora
caso en el mundo tan nuevo,
si en los Triunfos del Petrarca
vistes de amor el ejemplo.

DUQUESA:

No hice mi honor infame
por imitar los remedios
que de Semíramis dicen
los que escribieron sus hechos;
que antes que el señor Antonio
me tocara solo un dedo
estaba con él casada,
o desposada en secreto.
De él, como de mi marido,
aquestos dos hijos tengo;
que no es de Libia ninguno,
como han dicho algunos celos.
En un monte se han criado,
cuyo segundo suceso
me obligó que desterrase
de mi casa al mismo dueño.

DUQUESA:

Estos destierros, amigos,
son causa de muchos yerros,
cansados tienen mis ojos,
mis años tienen deshechos,
sospechosos mis hermanos,
mi honor de opiniones lleno;
y así, para fin de todo,
hoy a su casa me vengo.
El señor Antonio, amigos,
es mi marido. No quiero
título, estado, ni hacienda,
rentas, vasallos, ni reinos.
Señor os dejo en mi estado,
Amalfi tiene heredero.
Ya el Duque es hombre, ya puede
ser de su hacienda gobierno;
ya el Duque se ciñe espada
con que sabrá defenderos,
y os podrá dar sucesión
con un igual casamiento.

DUQUESA:

El que se quisiere ir
tendrá cartas y dineros,
el que quisiere quedarse
tendrá esta casa y mi pecho.

URBINO:

Responded.

FURIO:

¡Estoy sin mí!

URBINO:

Hablad vos.

DINARCO:

¡Estoy suspenso!
Hable el más viejo de todos.

CELSO:

Yo hablaré, como más viejo.
Señora, en cosa tan hecha
que no hay humano remedio
que la pueda deshacer,
ya no hay lugar de consejo.
Dar tiene a Italia y a España
que decir este suceso,
que pensar a tus hermanos
y que sentir a tus deudos.
Dios los pacifique a todos,
que solo Dios puede hacerlo;
y sí hará, pues este amor
es lícito casamiento.
Estas canas, que en sus brazos
de un año y menos te vieron,
¿cómo te podrán dejar
por respeto ni por miedo?

CELSO:

Esta vida corta mía,
señora, a tu lado ofrezco,
al cuchillo o al perdón,
porque sin ti no la quiero.
Serviré al señor Antonio,
de cuyos merecimientos
no tengo qué te decir,
pues le escogiste por dueño.

DUQUESA:

No lloréis, padre, que yo
tengo esperanza en el cielo
que moverá a mis hermanos
la sangre que de ellos tengo,
la inocencia de estos niños,
y el valor, partes y ingenio
del señor Antonio, a quien,
con ser quien soy, no merezco.
¿De qué te suspendes, Furio?

FURIO:

Con tal razón me suspendo,
que no me he atrevido a hablar,
por no decir lo que siento.
¡Ah, señora, cuántas veces
tuve de este mal recelos!
¡Cuántas señales me daban
tus ojos, lenguas del pecho!
Pero ya no hay qué decirte,
perdóname si me alejo
de tu servicio este día,
teniendo justo respeto
al señor Duque, tu hijo,
a cuyo servicio vuelvo
por lo que debo a su padre,
a quien tal ofensa has hecho.
(Váyase FURIO.)

DINARCO:

Señora, en esta desgracia
muchas cosas considero
que me obligan a dejarte,
y no es la menor que pienso
el daño que te amenaza.
Dios te ampare y dé consuelo,
que soy pobre, como sabes,
y he de buscar mi remedio.
(Vase DINARCO.)

FILELFO:

Si las cosas de tu estado
tuvieran otro Filelfo
que las supiera entender
en el que tú las has puesto,
yo me quedara contigo;
tú sabes que yo no puedo.
Dame licencia y tus manos.

DUQUESA:

Amigo, yo te agradezco
que con el Duque te vuelvas.

FILELFO:

Por lo que digo me vuelvo,
el cielo te dé su amparo.
(Váyase FILELFO.)

URBINO:

Aunque pudiera el ejemplo
de estos bárbaros moverme,
antes su ejemplo condeno.
Servirle como a ti misma
al señor Antonio quiero.
Quien mereció ser tu esposo,
¿por qué no será mi dueño?
De rodillas le suplico,
si con amor o con celos
algún disgusto le hice,
me perdone.

ANTONIO:

Alzad del suelo,
alzad, Urbino, que yo
os tuve siempre y os tengo
por amigo y por hermano.

DUQUESA:

Urbino, obligada quedo
a vuestro amor, y así os juro,
por la vida que deseo
a mi esposo, de mostrarme
agradecida en estremo.

URBINO:

Señora, Vuestra Excelencia...

DUQUESA:

Ya las Excelencias dejo,
ya tiene su duque Amalfi,
lo que es mi Antonio ser quiero.
No quiero estados, ni vida.
Suya soy. Libia, muy presto
te casaré con Urbino,
que aunque pobre y sola quedo
yo tengo para tu dote.

LIBIA:

Tus pies y tus manos beso,
que solo servirte es paga.
La misma sangre te ofrezco,
si llegare la ocasión.

DUQUESA:

Doristo, vos lo habéis hecho
como muy hombre de bien.
Mudad el traje, que quiero
que me acompañéis

DORISTO:

Señora,
de que vos lo estéis me alegro;
aunque quisieran echarme
no me fuérade con ellos,
que estos ángeles, mis hijos,
con su amor me tienen preso.
Aunque me dieran mil palos,
me dejara como un perro
matar en estos umbrales,
con ansia de no perdellos.

DUQUESA:

Ya es razón, Antonio mío,
que otros vestidos les demos.

ANTONIO:

Ya es razón, pues ya se sabe,
mi señora, que son vuestros.

DUQUESA:

Pues vamos, y vuestra hacienda
con lo que traigo juntemos,
que para dos que se quieren
es la riqueza lo menos.
Pondremos nuestra casilla,
que con vos, mi bien eterno,
una ropa de sayal,
una camisa de anjeo,
serán telas de Milán,
serán cambrayes flamencos.

ANTONIO:

Con lágrimas os respondo,
que con palabras no puedo.

(Váyanse y salgan JULIO DE ARAGÓN y OTAVIO DE MÉDICIS.)

JULIO:

   ¡Si lo supiese el cardenal, mi hermano,
por los cielos, Otavio, que sospecho
que todo el mundo resistiese en vano
que no le hiciese atravesar el pecho!

OTAVIO:

El hecho ha sido, Julio, más liviano
que fue jamás de noble mujer hecho.
¿Con su criado, con Antonio?

JULIO:

¡Ay, loca,
de poca edad y de vergüenza poca!

OTAVIO:

   Antonio de Bolonia es hijodalgo,
mas desigual para tan gran señora.

JULIO:

No lo dudéis que de sentido salgo,
¡cuñado nuestro un hombre humilde agora!
Si de locuras del amor me valgo,
que bien es cierto que al infame adora,
hiciéranos la ofensa de secreto,
y su deseo vil tuviera efeto;
   pero casarse tan desatinada
que dejase su casa, hijo y estado,
no puede ser locura disculpada,
ni este yerro de amor jamás dorado.
Hoy la sangre Aragón queda afrentada
con la bajeza de tan vil cuñado.
Mas yo me vengaré por propia mano,
sin que lo sepa el Cardenal mi hermano.
   ¡Viven los cielos que es infamia nuestra
que tenga padre el Duque, mi sobrino,
Antonio, vil en la bajeza vuestra,
y que solo en pensarlo desatino!

OTAVIO:

Pues Julio de Aragón, mi mano diestra,
para hacer la venganza que imagino,
como Médicis doy, y como amante
que ve la infamia y deshonor delante.
   Por seguros que vivan en Ancona
hay criados, pistolas y soldados,
o yo le mataré por mi persona.

JULIO:

Para eso, Otavio, sobrarán criados.
Mientras más lo imagino me apasiona
con más rigor. ¡Qué hermanos desdichados!

OTAVIO:

Pues los que al Duque ha dado son muy buenos.

JULIO:

No merecen vivir de infamia llenos.

JULIO:

   En un monte los tuvo con secreto,
en hábito de rústicos villanos.

JULIO:

¡Qué graciosos hermanos, en efeto,
para ser de un señor tan grande hermanos!
Pero vamos, Otavio, que os prometo
hacer venganza con mis propias manos.
¡Ay, traidora Duquesa!

OTAVIO:

¡Ay, mi Duquesa!
Antonio ha de morir, por ti me pesa.
(Váyanse y salgan el DUQUE DE AMALFI, hijo de la Duquesa, FURIO, DINARCO y FILELFO.)

AMALFI:

   Ya lo sabe el Cardenal,
todos mis deudos y tíos.

FURIO:

Todos lo tienen por mal
que hiciese estos desvaríos
una mujer principal.

AMALFI:

   ¿Cómo que mi madre hiciese
un desatino que fuese
de nuestra sangre deshonra?
¡Que ni mi amor ni su honra
la ejecución resistiese!
   ¡Válame Dios, más quería
este su Antonio que a mí!
¡Desdichada madre mía!
¡Oh, si cuando yo nací
muriera aquel mismo día!

FILELFO:

   Vuestra Excelencia, señor,
no se fatigue ni acabe
con la fuerza del dolor.

AMALFI:

Quien eso dice no sabe
qué fuerza tiene el honor.
   Ocho años ha durado
esta infamia con secreto.

DINARCO:

De algunos fue murmurado;
mas por temor, en efeto,
fue de los mismos callado.
   Señales hartas se vieron,
Otavio dijo mil cosas,
aunque nunca se creyeron;
que mucho más poderosas,
señor, las virtudes fueron
   que en mi señora se vían.

AMALFI:

Todas fingidas serían.
¿Yo tengo padrastro? ¿Yo
soy hijo de Antonio?

FURIO:

No,
que no lo son los que crían,
   sino aquellos que dan ser.

AMALFI:

Ya que con él se casó,
que, en efeto, fue mujer,
y como mujer erró,
que no hay más que encarecer.
   Fuera madre para mí,
no me despreciara ansí,
ni me dejara sin verme.
¡Mas soy grande para hacerme
esos amores a mí!
   Allá a los hijos de Antonio
tendrá amor, pues fue a su gusto
ese bajo matrimonio.

FILELFO

¿Ya te dan celos disgusto?

AMALFI:

¿Yo celos? Es testimonio.
   ¡Vive Dios, que los pusiera
en el alma a mis hermanos
si aquí presentes los viera!,
que no serán tan villanos.
Si esto bien se considera,
   Antonio ¿no es caballero?

FURIO:

Sí, señor

AMALFI:

Pues de mi madre
la parte que darles quiero
supliera la de su padre,
si fuera un bajo escudero.
   Escribid, por vida mía,
a mis tíos grandes honras
de Antonio.

DINARCO:

¡Bien haya el día
que naciste!

AMALFI:

Estas deshonras
cubrid con justa osadía.
   Decid grandes bienes de él,
que yo pienso de mi parte
esmerarme hablando en él.

FURIO:

Mil gracias queremos darte,
señor, por ella y por él.

AMALFI:

   Nadie diga en casa mal
de Antonio, o sálgase de ella.

FURIO:

¡Qué nobleza! ¿Hay cosa igual?

AMALFI:

Pues bien será socorrella,
amigos, en tiempo tal.
   ¿Qué llevó?

DINARCO:

Sola su plata,
joyas, camas y vestidos.

AMALFI:

¿No más?

DINARCO:

De aquesto se trata.

AMALFI:

¡Qué amores tan bien seguidos!,
los de otro tiempo retrata.
   Veinticinco mil ducados
buscad, aunque sean prestados,
y para poner su casa
los llevad.

FURIO:

Tu piedad pasa
a los ejemplos pasados.

AMALFI:

   Cinco mil a mis hermanos
les llevad para vestidos.
Dejen los suyos villanos.

DINARCO:

De escucharte están corridos
griegos, persas y romanos.

AMALFI:

   Pues vamos, y escribiremos
a cuantos deudos tenemos
de nuestra casa Aragón,
que será justa razón
que al señor Antonio honremos.
   Llamalde el señor Antonio,
pues la goza en matrimonio.
¡Ay, Duquesa!, ¿quién te culpa
si ser mujer te disculpa,
y luego amor, que es demonio?

(Váyanse y salga la DUQUESA, ANTONIO, URBINO.)

URBINO:

   Conviene que a toda furia
huyáis los dos, porque creo
que vienen con gran deseo
de satisfacer su injuria.
   Y aquí veréis si es verdad
lo que os avisé en Ancona.

DUQUESA:

¿Mi sangre no te perdona?
¿En mi sangre no hay piedad?
   ¿Mis hermanos me persiguen?
Ya, ¿qué me pueden querer?

ANTONIO:

La causa debo de ser.

DUQUESA:

Otras hay que los obliguen,
   Antonio, a tener piedad.

ANTONIO:

Como a Venecia lleguemos
de nuestras vidas tendremos
seguro en su libertad.
   De su república espero,
señora, grande favor.

URBINO:

Caminad con más furor,
porque viene el mundo entero.

DUQUESA:

   No podré mientras no vienen
mis hijos.

URBINO:

Ya están aquí.

(Sale LIBIA y los niños.)

LIBIA:

Caminad, triste de mí,
si pies los que temen tienen;
   que un hombre nos ha contado
que al pasar de aquesta fuente
vio en aquel bosque de gente
todo un escuadrón formado.
   Sin duda no saben bien
el desinio que lleváis,
y si tan despacio os vais,
haréis que aviso les den.

DUQUESA:

   ¡Ay, hijos del alma mía,
solo aguardaba a los dos!
(Sale CELSO.)

CELSO:

Huid, señores, por Dios,
que habemos visto una espía,
   que esta senda atravesó
y, como nos vio, se fue.

ANTONIO:

¿Iba a caballo o a pie?

CELSO:

A pie, señores, pasó
   con un arcabuz, volviendo
por momentos la cabeza.
(Sale DORISTO, ya de escudero.)

DORISTO:

Id, señores, con presteza
la vecina muerte huyendo,
   que en ese cerro subido
vi por el llano marchando
gente que os viene buscando.

DUQUESA:

Huye, mi Antonio querido,
   huye, mi bien, porque a mí
¿qué mal me ha de hacer mi hermano?
A ti te busca el tirano,
vengarse quiere de ti.

DORISTO:

   Señor, aunque ayer vivía
en un monte, labrador,
sabed que sé qué es honor
y que sé que es cobardía.
   Ninguna es agora huir,
si el mundo os viene a buscar.

ANTONIO:

¿No veis que siento el dejar
mi esposa más que el morir?

CELSO:

   Si creéis a aquestas canas,
huir os dan por consejo.
Creed esta vez a un viejo,
y más en cosas tan llanas.
   Urbino se queda aquí,
yo me quedo aquí también.

DUQUESA:

Huid, mi señor, mi bien,
huid y doleos de mí.
   No me dejéis sin marido,
ni a vuestros hijos sin padre.

ALEJANDRO:

Señor, bien dice mi madre.
Yo también que huya le pido.
   Huya, pues podrá volver,
y no se deje matar.

LEONORA:

Padre, ¿qué quiere aguardar?

ANTONIO:

Hija, quiéroos defender.

LEONORA:

   Con eso a todos nos mata.

ANTONIO:

Pues, hijos del alma mía,
si aquesto no es cobardía,
mi sangre a la vuestra ingrata,
   quedaos con Dios, Él os guarde.
Estos abrazos tomad
y estas lágrimas llevad,
que es bien que llore un cobarde.
   Y vos, dulcísimo bien
de mi esperanza y mi vida,
perdonad aquesta huida,
pues me lo mandáis también.
   A Dios, Libia, a Dios, Urbino;
mi Doristo y Celso, a Dios.

DUQUESA:

El alma lleváis con vos.

ANTONIO:

¡Qué desdichado camino!
(Váyase ANTONIO.)

DUQUESA:

   Hijos, allegaos a mí,
que lo habré bien menester.

LEONORA:

¿Luego ya no le ha de ver?

DUQUESA:

No sé, sin dicha nací.

ALEJANDRO:

   Callá, señora, que yo
iré a hablar al Cardenal,
mi tío.

DUQUESA:

No digáis tal,
pues ya su sangre negó.

ALEJANDRO:

   A fe, que si edad tuviera
que a Julio desafiara.

DUQUESA:

Ya solo el cielo me ampara.

LEONORA:

Señora, en el cielo espera.

DUQUESA:

   Mi hijo, el Duque, me deja,
Julio de Aragón me sigue,
el Cardenal me persigue,
mi Antonio de mí se aleja.
   Pues venga la muerte ya,
que es el remedio postrero.

LEONORA:

Madre mía, en Dios espero
que su piedad mostrará.
(Sale JULIO DE ARAGÓN y OTAVIO, con cuatro criados con arcabuces y alabardas.)

OTAVIO:

   Estos, sin duda, son.

JULIO:

Teneos, cobardes,
viles, ribaldos, fementidos, locos.
Teneos a la furia de mi ofensa.

DUQUESA:

Aquí, ¿quién se defiende, hermano mío?

JULIO:

¿Yo soy tu hermano? ¿Yo? ¿Qué dices, bárbara?

DUQUESA:

¿No eres tú Julio de Aragón?

JULIO:

El mismo.

DUQUESA:

Pues, ¿no soy yo tu hermana?

JULIO:

No, villana;
la Duquesa de Amalfi, que ya es muerta,
era mi hermana.

DUQUESA:

Pues, ¿no soy la misma?

JULIO:

¡Oh, qué graciosa cosa! Otavio, escucha,
que la mujer de Antonio de Bolonia
me dice que es mi hermana, y se ha fingido
la duquesa de Amalfi.

OTAVIO:

No pudiera
la duquesa de Amalfi haber pensado,
cuanto más cometido, tal bajeza.

DUQUESA:

¿Que tú vienes aquí?

OTAVIO:

Pues, ¿quién pensabas?

DUQUESA:

¿De qué te toca a ti la sangre nuestra?
¿No eres Médicis tú?

OTAVIO:

Sí, yo soy Médicis,
sangre en que ha habido reyes y pontífices.

DUQUESA:

¿Por dónde tienes tú los Aragones?

OTAVIO:

Por amistad, que es la más noble sangre
y el cuartel de las armas de más honra.

DUQUESA:

¿Aquí paró tu amor?

OTAVIO:

Aún no ha parado,
ni parará mientras la causa vive.

DUQUESA:

Hermano, ¡oh, Julio!, ¿qué es lo que me quieres?

JULIO:

¿Quién son aquestos niños?

DUQUESA:

Tus sobrinos.

JULIO:

¿Cómo sobrinos? Uno solo tengo,
que es el Duque de Amalfi, y este es hijo
de un hombre que era igual a nuestra sangre.

DUQUESA:

Estos lo son de un hombre que no tiene
igual en la virtud ni en el ingenio,
de que es claro testigo toda Italia;
y estos niños que ves y que desprecias,
si no son tus sobrinos, son mis hijos,
y si no tienen padre, basta el cielo,
que el cielo cubre a quien desprecia el hombre.

JULIO:

También castiga el cielo a quien le ofende.

DUQUESA:

Yo me casé por voluntad del cielo.

JULIO:

Voluntad que le ofende, ¿en qué le sirve?

DUQUESA:

Más yerro fuera no me haber casado.

JULIO:

Más secreta estuviera nuestra infamia.

DUQUESA:

Casada yo, ¿qué infamia te resulta?

OTAVIO:

Déjate de argüir con quien te ofende.

DUQUESA:

Nunca juzgaron bien de amor los celos.

OTAVIO:

No soy celoso yo, sino ofendido.

DUQUESA:

Pues, ¿cuando fui yo tuya? ¿Qué te ofendo?

OTAVIO:

¿No basta que engañaste mi esperanza?

DUQUESA:

No es esperanza confianza loca.

JULIO:

Ahora bien, ¿dónde queda tu marido,
ese que llamas el señor Antonio?

DUQUESA:

Ese señor Antonio, y mi marido,
está en Milán.

JULIO:

¿Que no venía contigo?

DUQUESA:

No, que supo muy bien vuestras crueldades.

JULIO:

No importa, donde quiera tendrá amigos
el Cardenal, y yo también los tengo.
Ven presa.

DUQUESA:

¿Presa yo?

JULIO:

Pues, ¿eso dudas?

DUQUESA:

Pues, ¿tú puedes prenderme? ¿Por qué causa?

JULIO:

¿No es causa la deshonra y desventura
de la casa Aragón?

DUQUESA:

Pues, ¿con qué orden
del Rey o del Pontífice?

JULIO:

Camina.
Y estos, ¿quién son?

URBINO:

Yo soy su secretario.

JULIO:

¿Por qué dejaste al Duque?

URBINO:

No he servido
al Duque, sino solo a mi señora.

JULIO:

¿Quién eres tú?

CELSO:

Quien la crió y la sirve
de bracero más ha de catorce años.

JULIO:

¿Y tú quién eres?

DORISTO:

Amo de estos niños,
ayer pastor de un monte y cuatro ovejas,
y hoy cortesano para tal desdicha.

JULIO:

Vamos, Otavio, que el traidor se ha ido
con aviso que tuvo.

OTAVIO:

Dime, Urbino,
¿tú eres también de este delito cómplice?

URBINO:

Yo no tengo el casarse por delito.

OTAVIO:

¿No es delito infamar a tantos príncipes
una mujer?

JULIO:

Dejemos eso agora.
Váyase el que quisiere, que aquí solo
se prende esta mujer y sus dos hijos.

DUQUESA:

¿Qué culpa tienen estos inocentes?

ALEJANDRO:

¿A nosotros nos prende, señor tío?

JULIO:

¿Yo tío? ¡Hay desvergüenza semejante!
A Amalfi caminad.

DUQUESA:

No importa nada,
ya sé que me queréis tener cautiva;
matadme, y el señor Antonio viva.

(Váyanse y entre ANTONIO.)

ANTONIO:

   ¿Dónde me lleva mi suerte
con tan vergonzosa huida,
desamparando la vida
por el temor de la muerte?
   Triste de mí, ¿dónde voy,
dejando el alma en las manos
de aquellos fieros tiranos,
a quien cuatro vidas doy?
   La de mi amada mujer,
de mi Alejandro y Leonora,
hijos que mi alma adora,
y la que está por nacer.
   ¿Cuál hombre de un alto estado
ha venido a tal bajeza?
¿Dónde hallará fortaleza
corazón tan desdichado?

ANTONIO:

   ¿Cómo podré yo tener
ánimo, viendo perdidas
cuatro tan amadas vidas
de mis hijos y mujer?
   Que si no me engañan señas
todo es ya, todo, perdido;
tentaciones me han venido
de arrojarme de estas peñas.
   ¡Cielos, tenedme las manos!
¡Quitadme las armas, cielos!,
que entre tantos desconsuelos
no valen medios humanos.
   ¡Ay de mí!, ¿si los han muerto
con la furia del enojo?
¿Cómo de aquí no me arrojo?
¿Qué más justo desconcierto?
   ¿Dónde podré yo vivir,
dulce Camila, sin vos?
¿Quién nos aparta a los dos?
¿Quién nos puede dividir?
   ¡Ay, hijos!, ¡ay, dulces prendas
para tanto mal halladas!

(Sale DORISTO.)

DORISTO:

Pienso que van apartadas
del real camino estas sendas.
   Mas con errar acerté.
Señor Antonio...

ANTONIO:

Doristo,
¿es posible que te he visto?
¿Que tal mi ventura fue?
   ¿Huiste? ¿Desamparaste
mis hijos? ¿Quedan ya muertos?

DORISTO:

Antes de vivir más ciertos
que en tu vida imaginaste.
   Camino de Amalfi van.
Pienso que estarán en ella
donde a la Duquesa bella
todos parabienes dan.
   El Duque, su hijo, vino,
y la salió a recebir.
Yo los vi holgar y reír
la más parte del camino.
   Sus hermanos abrazó
el Duque con gran contento,
y allí de tu casamiento
entre los dos se trató;
   donde Julio de Aragón,
hermano de la Duquesa,
muestra que de ver le pesa
tu ausencia en esta ocasión;
   que viendo al Duque con gusto,
todos lo tienen de verte,
y le han jurado no hacerte
eternamente disgusto.
   Aquesta carta es de Urbino.

ANTONIO:

Muestra, y dame mil abrazos,
que del alma y de los brazos
eres por mil causas digno.
   ¿Que ha sucedido tan bien?
¿Que todo está en ese estado?

DORISTO:

Yo digo lo que ha pasado
y lo que he visto también.

ANTONIO:

   ¡Cielos, a piedad movidos!
Más seso habré menester
para el presente placer
que en los males sucedidos.
(Lea.)
«Las cosas se han hecho de otra suerte que las imaginábamos. El Duque ha sido ángel de paz contra la furia de Julio de Aragón y Otavio de Médicis. No se aleje Vuestra Señoría, sino esté a la mira de lo que sucede, que espero en Dios le pondrá presto en descanso.


Urbino Castelvetro».

ANTONIO:

   Papel de mi alma y vida,
mil veces quiero besaros,
mas no sé qué hallazgo daros
de mi esperanza perdida.
   Las lágrimas de placer
en albricias recebid;
esto de un pobre admitid
en tanto que os pueda hacer
   una caja de oro y perlas;
porque en tales ocasiones
merecen estas razones
dentro del alma ponerlas.
   Doristo, ¿que tanto bien
me hace el Duque, mi señor?

DORISTO:

Templó del tío el furor,
y de otros deudos también,
   y con entrañas abiertas
habla a su madre y hermanos.
(Sale URBINO.)

URBINO:

¡Con qué pensamientos vanos
voy por sendas tan inciertas!
   Dudo que le pueda hallar,
y dejo el caballo muerto.

ANTONIO:

¿Gente por este desierto?

URBINO:

Gente siento caminar.
   ¡Válame Dios! ¿No es aquel
el señor Antonio?

ANTONIO:

¡Ay, cielo!
¿Si es Urbino aquel?

DORISTO:

Recelo
que viene por vos, si es él.

URBINO:

   ¡Señor Antonio!

ANTONIO:

Mi Urbino,
¿qué es esto?

URBINO:

Vengo por vos,
y doy mil gracias a Dios
de haber errado el camino,
   que por errarle os hallé.

ANTONIO:

¿Por mí?

URBINO:

Por vos.

ANTONIO:

¿De qué modo?

URBINO:

El Duque lo allana todo,
ángel de estas paces fue,
   como príncipe lo ha hecho.
Sosegad el corazón,
que ya a Julio de Aragón
tiene sosegado el pecho
   y aquesta carta os escribe;
porque también han llegado
cartas que le han obligado,
que por momentos recibe,
   y entre ellas del Cardenal,
que le manda que no os toque
ni que a enojo le provoque,
porque sois muy principal,
   y quiere honrarse de vos.

ANTONIO:

¡En fin, príncipe romano!

URBINO:

Leed, y vamos.

ANTONIO:

¿Que está llano?

URBINO:

Todo está llano, ¡por Dios!
(Lea.)
«El Cardenal, mi hermano, me ha escrito que os deje en paz con vuestra mujer y hijos. Venid por ellos, que con tal condición que os vais a vivir a España o Alemania, soy contento de dároslos».

ANTONIO:

   ¿Cómo a España o a Alemania?
A Costantinopla iré,
que por mis hijos seré
parida tigre de Hircania.
   Urbino, dame esos brazos.
Doliose el cielo de mí.

URBINO:

¡Qué bien merezco de ti
esos amorosos lazos!
   Vamos, señor, que te espera
la Duquesa, que me dio
mil recados.

ANTONIO:

¡Ay, si yo
volar, Urbino, pudiera!
   Pero caballos tomemos.

DORISTO:

Yo os quiero servir de guía.

URBINO:

Camine Vuseñoría,
aunque mil postas matemos.
(Váyanse y salgan OTAVIO, JULIO y el DUQUE DE AMALFI.)

AMALFI:

   Toda mi vida estaré,
señor tío, agradecido
al favor que he recebido.

JULIO:

Serviros, sobrino, fue
   cosa muy puesta en razón;
que si vos contento estáis
de este agravio, sois quien dais
a todos satisfación.

OTAVIO:

   Ya, pues habemos comido
juntos, no hay más que tratar
del agravio, sino dar
remedio a lo sucedido.
   Ayude el Duque a su madre,
y a España se pueden ir.

AMALFI:

Yo la quisiera servir
con cuanto heredo a mi padre;
   pero, fuera de la hacienda
vinculada al mayorazgo,
como si fuera en hallazgo
de alguna perdida prenda,
   le doy todo lo demás,
y que se vaya me pesa.

JULIO:

No ha de volver la Duquesa,
sobrino, a Italia jamás.

AMALFI:

   No vuelva, pues no queréis.

JULIO:

 [Aparte.]
(Otavio...

OTAVIO:

¿Qué me mandáis?

JULIO:

¿Para qué tanto os cansáis
en los conciertos que hacéis?
   Que ya tiene en la comida
la Duquesa el justo pago
de haber sido fiero estrago
de nuestra sangre ofendida.

OTAVIO:

   ¿Qué le habéis dado?

JULIO:

No sé,
mas no vivirá media hora.

OTAVIO:

¡Ay, desdichada señora,
cuánto tu estrella lo fue!
   ¡Ay, crueldad! ¡Ay, sinrazón!

JULIO:

Pues, ¿eso decís, Otavio,
viendo tan notable agravio?

OTAVIO:

No me basta el corazón.
   Quísela, adorela. Hoy muero.

JULIO:

Paso, ¡pesia al hombre, amén!,
no lo entienda el Duque.

OTAVIO:

¿Es bien
que deis la muerte a un cordero,
   a un ángel?

JULIO:

Paciencia, Otavio,
que me echaréis a perder;
que no es ángel la mujer
que hace a su sangre agravio,
   ¡y por tan liviano antojo!

OTAVIO:

Ello ha sido desvarío.)

AMALFI:

¿Por qué os riñe Otavio, tío?
¿No es acabado el enojo?

JULIO:

   Díceme que bien pudiera
vivir vuestra madre aquí.

AMALFI:

Y dice bien, porque a mí
de gran consuelo me fuera.
   Y si hay lugar, os lo ruego.

JULIO:

Digo que sea por vos.

AMALFI:

¡Mil años os guarde Dios!
(Salen URBINO, ANTONIO y DORISTO.)

ANTONIO:

Temblando a sus ojos llego.

URBINO:

   Aquí está el señor Antonio.

ANTONIO:

Aquí a vuestros pies estoy,
que con mis lágrimas doy
de mi humildad testimonio.
   Nunca creí mi bajeza,
loco de tan alto empleo,
como agora que me veo
a los pies de Vuestra Alteza.

AMALFI:

   Antonio, pues ya mi madre
como a padre te me dio,
bien puedo llamarte yo
una y muchas veces padre.

ANTONIO:

   ¿Padre, señor? No soy hombre
que de vos serlo merezco;
esclavo sí, y ansí ofrezco
a esos pies mi humilde nombre.

AMALFI:

   Álzate, Antonio, no es bien
que estés ansí, ya que Dios
puso en estado a los dos
que soy tu menor también.
   Fía de mi voluntad,
que te estimo como a padre,
que a mí me dio ser mi madre
y a ti te dio calidad.
   Yo quiero lo que ella quiere,
yo estimo lo que ella estima.

ANTONIO:

Mucho tu piedad me anima
para que remedio espere.

AMALFI:

   Besa a mi tío las manos,
que a todos hace merced.

ANTONIO:

Vuestra intercesión poned
con príncipes tan cristianos.
   Id delante, gran señor.

AMALFI:

Tío, aquí viene.

JULIO:

Ya sé
quién viene. Yo le hablaré.

AMALFI:

Pues mostralde mucho amor.

ANTONIO:

   Señor, si Vuestra Excelencia
está ofendido de mí,
mi vida humilde está aquí.

JULIO:

 [Aparte.]
(¡Ah, Dios, que tengo paciencia!)
   El Cardenal me ha mandado,
Antonio, y lo quiero hacer,
que os deje a vuestra mujer;
hace lo que está obligado.
   Entrad en ese aposento
y tratad vuestra partida.

ANTONIO:

Señor, esta humilde vida
a vuestra piedad presento.

JULIO:

   Álzate, que tu mujer
te quiere ver.

ANTONIO:

Voy, señor,
a recebir el favor
que ya me queréis hacer.
   Prospere el cielo la vida
vuestra y la de Su Excelencia.

AMALFI:

Tú has mostrado tu prudencia.

ANTONIO:

¡Jesús!

URBINO:

¡Qué estraña caída!

JULIO:

   ¿Qué fue?

OTAVIO:

Cayó Antonio entrando.

JULIO:

Será de mucho placer.

ANTONIO:

Algo me ha de suceder.
(Váyase ANTONIO.)

JULIO:

Aquí os están esperando.

AMALFI:

   Yo os prometo, señor tío,
que os estoy muy obligado.

OTAVIO:

 [Aparte.]
(¿Que es posible que yo he dado
ayuda a tal desvarío?
   Perdiendo estoy de dolor
el juicio, mas ya viene
Camila. Sereno tiene
el rostro y de buen color.
   Sin duda que me ha engañado
Julio viendo mi afición.)

(Sale FENICIO, criado de JULIO.)

FENICIO:

 [Aparte.]
(Aquello está ejecutado.)

JULIO:

¿Que no le has visto?

DUQUESA:

Yo no.

AMALFI:

   Tú le saliste a buscar
cuando él mismo entraba a verte.

DUQUESA:

Pues, señores, de esa suerte
váyale un paje a llamar.

AMALFI:

   ¡Hola! Llamad a mi padre.

JULIO:

¿Cómo le das ese nombre
a la bajeza de un hombre
que ha hecho infame a tu madre?

(Sale FENICIO, criado de JULIO.)

FENICIO:

 [Aparte.]
(Aquello está ejecutado.)

JULIO:

¿Que no le has visto?

DUQUESA:

Yo no.

AMALFI:

   Tú le saliste a buscar
cuando él mismo entraba a verte.

DUQUESA:

Pues, señores, de esa suerte
váyale un paje a llamar.

AMALFI:

   ¡Hola! Llamad a mi padre.

JULIO:

¿Cómo le das ese nombre
a la bajeza de un hombre
que ha hecho infame a tu madre?

AMALFI:

   ¿Agora tenemos eso?
¿No estaba aquesto acabado?

JULIO:

Y tanto que fin se ha dado
a la infamia del suceso.
   Camila, si quieres ver
tus hijos y tu marido,
digo aquel hombre atrevido
que te llamó su mujer,
   abrid aquese aposento
y entregádselos, que es justo
que al Cardenal demos gusto
y a mi sobrino contento.
   Y apercíbete a morir,
que tienes el pecho lleno
de un abrasador veneno.
¡Ea!, ¿no acabáis de abrir?

(Ábranse dos puertas y véase una mesa con tres platos, en el de en medio la cabeza de ANTONIO y a los lados los dos niños.)

DUQUESA:

   ¡Cúya fuera esta crueldad
sino de un infame monstruo,
que con palabras fingidas
ha dado muerte a mi esposo!
¡De Dios te venga el castigo!
Hijos, pidámosle todos.
¡Clamad, inocentes niños!
¡Ángeles del alto coro,
volved por los de la tierra!
¡Justicia, padre piadoso!
¡Alejandro, Abel, Leonora,
niña, y niña de mis ojos!
¡Marido y señor del alma,
Antonio querido, Antonio!

JULIO:

Obró el veneno, cayó.

OTAVIO:

¿Esto he visto o son antojos?
¡Ah, cielo!, pues ojos tienes,
¿cómo no ves esto y cómo,
si tienes tantos oídos,
estás a este llanto sordo?
¿Para qué quiero la vida?

JULIO:

¿Qué es esto, Otavio, estás loco?

OTAVIO:

Loco estoy.

JULIO:

¿La capa dejas?

OTAVIO:

Muerto mi bien, vaya todo;
que, si se anega la nave,
a la mar la hacienda arrojo.
¡Camila, Camila mía!

(Váyase furioso OTAVIO.)

AMALFI:

¿Qué miras, tigre furioso?
¿Qué miras, león albano?
¿Qué miras, español toro?
Saca la espada, cobarde,
que desde la punta al pomo
teñiré en tu sangre aquesta.

JULIO:

Sobrino, habláis como mozo.
Yo he vuelto por vuestro honor,
y esta venganza que tomo
a vuestra cuenta se ha hecho.
(Váyase JULIO.)

AMALF:

Viles y infames sois todos,
a todos os desafío,
y a esta cruz la mano pongo
de no quitarla del lado,
de no vestir seda ni oro,
de no comer en mesa alta,
ni el tusón ponerme al hombro
hasta que tome venganza.
Llevad el cuerpo vosotros.

URBINO:

Aquí dio fin la tragedia,
senado, del mayordomo,
que como pasó en Italia,
hoy la han visto vuestros ojos.
 
FIN DE LA FAMOSA COMEDIA DE EL MAYORDOMO DE LA DUQUESA DE AMALFI