El maniquí de mimbre: XVIII
María entró en la casa como la muerte. La señora de Bergeret comprendió al punto que los tiempos habían cambiado.
La joven Eufemia, que sentía por sus amos y por la casa de sus amos un afecto profundo, brutal, de que no se daba cuenta; una especie de fidelidad perruna, quedóse mucho rato sentada en la silla rota de la cocina, inmóvil y silenciosa, con los carrillos arrebolados. No lloraba, pero tenia fiebre. Se despidió de la señora con la serenidad de un espíritu rústico y religioso. Durante los cinco años que había servido en aquella casa padeció las violencias injuriosas y la infame avaricia de Amelia, que le regateaba los alimentos; ella tuvo, por su parte, rasgos de insolencia y de rebeldía; también murmuró de la señora en sus conversaciones con otras criadas; pero era cristiana, y en su corazón sabía honrar a sus amos como a su padre y a su madre. Con la voz enronquecida por el dolor, dijo:
—Adiós, señora. Ya rezaré por su felicidad. Me hubiera gustado mucho despedirme de las señoritas.
La señora de Bergeret, al mismo tiempo que la infeliz moza, sintióse despedida de aquella casa; pero creyó conveniente ocultar su emoción.
—Vete, hija mía. El señor te pagará el salario.
Después de ajustarle la cuenta el señor Bergeret, a vueltas con el dinero, ella lo pasaba y repasaba de una mano a otra, y removía los labios como si rezara. Sonó una por una las monedas, con la inquietud propia del que no distingue las falsas, y, al fin, guardó en su bolsillo aquella cantidad, toda su fortuna, debajo del pañuelo, bien sujeta con la mano.
Luego, dijo:
—Señor, usted ha sido siempre bueno para mí; pero hoy me despide de su casa.
—Me creías malo; me dijiste que me portaba mal —repuso el señor Bergeret—, Y si prescindo en mi casa de ti es con sentimiento y por necesidad, mi buena Eufemia. Si de algo puedo valerte, lo haré con gusto; ya lo sabes.
Eufemia se restregó los ojos con el revés de la mano, sorbió, y dijo con ternura, mientras corrían por sus carrillos gruesas lágrimas:
—Aquí no es malo nadie.
Se retiró, y al cerrar la puerta, hizo el menor ruido posible.
El señor Bergeret se la imaginaba ya en casa de Deniseau, con su cofia blanca y su paraguas de algodón azul entre las rodillas, en un rincón de la sala, con los ojos fijos en la puerta, entre la triste muchedumbre de mujeres desacomodadas.
Y María, moza de un establo, que sólo había cuidado bestias, encogida y estúpida en la cocina de aquella casa de señores, contemplaba las cacerolas. No sabía guisar; no hizo en su vida más que sopas de aceite, y sólo entendía el dialecto de su región. Ni siquiera llevó referencias aceptables. Parece ser que se dejaba gozar por los pastores y que bebía mucho aguardiente.
La primera vez que abrió la puerta fue para el comendador Aspertini, que, de paso en la ciudad, iba a saludar a su amigo el señor Bergeret. Debió de producir una profunda impresión al erudito italiano la presencia de la campesina, porque apenas cambió con el señor Bergeret las rutinarias frases de cortesía, trató de la moza con el interés que inspira la fealdad cuando es mucha y terrible.
—Su criada, señor Bergeret —dijo el comendador—, me recuerda una expresiva figura que Giotto pintó en una bóveda de la iglesia de Assisa, cuando, inspirado en un terceto de Dante, representó "Aquella a quien nadie abre su puerta sonriente".
"Y a propósito —añadió el italiano—, ¿ha visto usted el retrato de Virgilio, en mosaico, que los franceses acaban de hallar en Argelia? Figura un romano con la frente deprimida y alargada, con la cabeza redonda y ancha la mandíbula inferior; no se parece al hermoso joven que nos pintan. El busto que durante mucho tiempo fue tenido por un retrato del poeta es, en realidad, una reproducción romana de un busto griego del siglo IV, y representa la imagen de un dios adorado en los misterios de Eleusis. Antes que nadie creo haber definido el verdadero carácter de aquella figura en la Memoria que redacté acerca del Niño Triptolemo. Pero ¿tiene usted noticias anteriores del Virgilio en mosaico, señor Bergeret?
—A juzgar por la fotografía que yo vi —adujo el señor Bergeret—, el mosaico argelino copia un retrato que, sin duda, es digno de atención. Ese retrato parece ser el de Virgilio, y no creo inverosímil que reprodujera con exactitud sus facciones. Los humanistas italianos del Renacimiento, señor Aspertini, nos ofrecen al autor de la Eneida como un sabio. En las antiguas ediciones venecianas de Dante, que yo he hojeado en la Biblioteca, hay muchos grabados en madera que nos representan a Virgilio con la barba filosófica. Más recientemente se le atribuyó la belleza de un dios mozo. Ahora resulta con la mandíbula vigorosa y el cabello sobre la frente, a la moda romana. El concepto que su obra merece no es menos variado. Cada época literaria la interpretó a su manera, y son muchas y muy distintas las interpretaciones. Aun cuando se prescinda de los cuentos de la Edad Media, que suponen a Virgilio hechicero, las admiraciones que inspira el poeta de Mantua obedecen a criterios muy diferentes. Macrobio reconoció en Virgilio la sibila del Imperio. Dante y Petrarca estiman su filosofía. Chateaubriand y Víctor Hugo le consideran precursor del cristianismo. Yo le creo un hablista feliz, y sólo hallo en sus libros asunto para divagaciones filosóficas. Usted, señor Aspertini, admira en él un profundo conocimiento de las antigüedades romanas, y acaso éste sea el mérito mayor de la Eneida. Colgamos nuestras ideas en los antiguos textos; cada generación reviste de nuevo las obras clásicas, y así les comunica una inmortalidad mudable. Mi colega Pablo Stapfer ha escrito respecto a este asunto muy atinadas reflexiones.
—Muy atinadas —repitió el comendador Aspertini—. Pero no le inspira el derrumbamiento de las opiniones humanas ideas tan desoladoras como las de usted.
De este modo, aquellos dos hombres pacíficos y excelentes agitaban en su conversación imágenes de gloria y de belleza que engalanan la vida.
—¿No me dice usted nada —preguntó el comendador Aspertini— de aquel soldado latinista que me presentó aquí; de aquel estudiante que parecía saber lo que vale una gloria militar, puesto que desdeñaba los galones de cabo?
El señor Bergeret respondió, en frases concisas, que su discípulo Roux se había incorporado nuevamente al regimiento.
—En mi último viaje a esta ciudad —prosiguió el comendador Aspertini—, el día dos de enero, si no me equivoco, sorprendí a ese joven erudito en el patio de la Biblioteca y a la sombra del tilo, de charla con la hija del conserje, la cual tenía las orejas coloradas. Ya sabe usted lo que indica esto: sin duda, le oía con una inquietud amable. No contemplé jamás nada tan delicioso como aquella menuda concha carmínea que asomaba sobre un cuello blanquísimo. Fingí no verlos, por discreción y por no parecerme al personaje del filósofo pitagórico, que en el Metaponte desconcertaba la dicha de los enamorados. La tal muchacha es muy seductora, con el pelo rubio encendido, con el cutis muy suave, muy blanco, donde se transparenta un tenue sonrojo como si estuviera iluminado por dentro. ¿Se ha fijado usted en ella, señor Bergeret?
El señor Bergeret, que se había fijado bastante porque la muchacha era muy de su gusto, respondió afirmativamente con un gesto. Era comedido, se preocupaba mucho de su dignidad y le sobraba discreción para no permitirse libertades con la hija del conserje de la Biblioteca, pero el suave y transparente cutis, la figura sutil y flexible, y el atractivo de aquella criatura, más de una vez flotaron, incitantes y provocadores ante sus ojos mientras recorría las amarillentas páginas de Servio o de Domat.
Se llamaba Matilde, y se le suponía muy afectuosa con los buenos mozos. El señor Bergeret solía mostrarse indulgente para los enamorados, y, sin embargo, le desagradó pensar que Matilde se interesara por su discípulo Roux.
—Los vi a la caída de la tarde cuando iban a cerrar —prosiguió el comendador Aspertini—. Yo había copiado tres cartas inéditas de Muratori, tres cartas que no cita el catálogo. Al cruzar el patio, donde se hallan juntas las reliquias de los monumentos antiguos que hubo en esta ciudad, vi, a la sombra del tilo, cerca del pozo, no lejos de la estela de los Barqueros galorromanos, a la hija del conserje, a la criatura de cabellos rubios y encendidos, con los ojos bajos; mecía el manojo de llaves que tenía pendiente de la punta de un dedo y escuchaba las frases del estudiante discípulo de usted. Lo que le dijo no sería, sin duda, muy diferente de lo que dijo a la pastora el vaquero de Oaristis, y de las consecuencias de su discurso no era posible dudar. Comprendí que le daba cita. Gracias a la costumbre adquirida en la interpretación de los monumentos antiguos, pude interpretar de pronto la significación de aquel grupo.
—Señor Bergeret, no aprecio como quisiera los matices de su hermoso idioma; pero decir "moza" o "muchacha" no me parece bastante para designar a una criatura como la hija del conserje de la Biblioteca Municipal. Tampoco me atrevo a usar la palabra "doncella", que ha envejecido, ignoro por qué. Sería impropio llamarla "una joven". A mi juicio, sólo se le debe dar el nombre de "ninfa". Naturalmente, señor Bergeret, usted guardará en secreto lo que acabo de comunicarle acerca de la ninfa de la Biblioteca, temeroso de perjudicarla. Es preciso evitar que lleguen esas noticias a conocimiento del alcalde y de los bibliotecarios. Me desazonaría ocasionar un disgusto a su ninfa encantadora.
"Sí; en verdad es encantadora mi ninfa", pensaba el señor Bergeret.
Quedóse malhumorado, y no sabía en aquel momento qué reprocharle más a su discípulo Roux, si haber seducido a la hija del conserje o haber gozado a la señora de Bergeret.
—Su patria —dijo el caballero Aspertini— ha llegado a la mayor cultura intelectual y moral. Pero aún se resiente como consecuencia de la barbarie prolongada en que vivió sumergida; se resiente, repito, de indecisión, de apocamiento al juzgar lances y goces de amor. En Italia, el amor para los enamorados lo es todo; pero a nadie más le importa. La sociedad no se considera interesada en esas acciones que, realmente, sólo interesan a los que las ejecutan. Un concepto justo y equilibrado de la pasión y de la voluptuosidad nos preserva de ser hipócritas y crueles.
El comendador Aspertini continuó sus eruditas divagaciones acerca de varios asuntos de moral, de arte, de política. Luego se levantó para despedirse, y al ver a María en el recibimiento, se creyó obligado a decir al señor Bergeret:
—Le ruego que no se agravie por lo que antes dije de su cocinera. También Petrarca tuvo una criada espantosamente horrible.