El maniquí de mimbre: XIX
Desde que le quitó el manejo de la casa a la "suprimida" señora, el señor Bergeret lo disponía todo, y todo lo disponía mal. Es cierto que la criada nueva no pudo cumplir sus órdenes por no haberlas comprendido; pero como se impone hacer algo, y la vida es movimiento, María no paraba, y su roma imaginación le inspiraba las determinaciones más enfadosas y los actos más desatinados; no era extraordinario que finalizaran sus bríos en una borrachera. Un día que bebió el alcohol de quemar, estuvo cuarenta horas tumbada, inmóvil en el suelo de la cocina. Sus letargos eran terribles, y al volver en sí, cada movimiento suyo producía una catástrofe. Hizo lo que nadie hubiera hecho: rajar con una palmatoria el mármol de la chimenea. Todo lo guisaba en la sartén con chirridos abrumadores, y llenaba la casa de humo grasiento, irrespirable. No se podían comer sus guisos.
La señora de Bergeret, sola en la estancia conyugal, gritaba con furia y lloraba con dolor sobre las ruinas de su hogar. Su desventura tomó formas nuevas, imprevistas, que le crispaban y contradecían su espíritu de orden. Todo iba de mal en peor. No recibía ningún dinero del señor Bergeret, el cual, poco antes le daba mensualmente su paga íntegra, sin reservarse siquiera para fumar; y como Amelia gastó mucho en vestirse para ser agradable a Roux en su período voluptuoso, y más aún después, cuando se dedicó a ganarse la simpatía de las gentes haciendo visitas a todo el mundo, comenzó a recibir recados apremiantes de la costurera y de la modista. La casa de confecciones de Achard, que no la trataba como a una dienta antigua, lanzó contra ella una demanda judicial, y la hija de los Pouilly, consternada, estremecióse una tarde al recibir el pliego de papel sellado. Reflexionó que tantas desdichas eran la consecuencia inesperada, pero indudable, de su desliz, y dedujo la importancia del adulterio. Recordaba entonces, confusa, todo lo que le enseñaron en su juventud acerca del crimen incomparable, único, al cual acompaña la vergüenza que nunca fueron impuestas a la envidia, a la codicia ni a la crueldad.
Junto a la cama, en pie, al acostarse, Amelia entreabría su camisón, y con la barba hundida en el cuello contemplaba un instante las dilatadas formas de sus pechos y de su vientre, que, recubiertos por la batista, daban la impresión de un hacinamiento de almohadones de blancura suave, dorada por los reflejos del quinqué. Y, sin preocuparse de su belleza —porque ignoraba el desnudo y sólo comprendía las formas de figurín—, sin envanecerse ni lamentarse de su figura, sin despertar memorias de voluptuosidades gozadas, heríala una inquietud, una turbación, a la vista de aquella carne, cuyas emociones íntimas produjeron tan tristes consecuencias domésticas y sociales.
Comprendía que un acto natural, sencillo, al ser juzgado, adquiere una importancia enorme; porque su alma era moral y religiosa, bastante metafísica para no dudar acerca del valor absoluto de una sota o de un as en los juegos de naipes. No sentía remordimientos, por falta de imaginación, porque tuvo siempre una idea razonable de Dios y porque se creía de sobra castigada. Pero sin hacer objeciones al supuesto de que resida el honor de la mujer donde generalmente se le supone y sin lanzarse a la monstruosa empresa de trastornar la moral universal para confeccionarse una inocencia escandalosa, vivía desasosegada, intranquila y sin gozar un momento de la paz interior.
Sus tribulaciones la hostigaban con el misterio de su duración indefinida. Se ofrecían continuamente como el bramante rojo del ovillo encerrado en una caja de madera, sobre el mostrador de la señora Magloire en su confitería de la plaza de San Exuperio. La señora Magloire tiraba del bramante que asomaba por un orificio, para atar uno tras otro innumerables paquetes de golosinas; la señora de Bergeret ignoraba cuándo llegaría el término de su desventura, que su tristeza y su arrepentimiento adornaban con cierto encanto misterioso.
Por la mañana, con los ojos fijos en la ampliación de un retrato de su padre, que murió al año de casarla con Bergeret, llorosa, pensaba en su niñez, en las blancas tocas de su primera comunión, en los paseos de los domingos, cuando merendaban un vaso de leche recién ordeñada sus primas las Pouilly del Diccionario y ella; también pensaba en su madre, que aún vivía, muy anciana ya, en su pueblo natal: un pueblo del Norte, al otro extremo de Francia. El padre de Amelia, Víctor Pouilly, autor de una edición muy estimable de la Gramática de Lhomond, tuvo en su vida una elevada idea de su dignidad social y de sus méritos intelectuales.
Oprimido y protegido por su hermano mayor, el famoso Pourlly del Diccionario^ sometido a la disciplina universitaria, se desquitaba con el resto de los mortales, orgulloso de su nombre, de su Gramática y hasta de su reuma —que no era flojo—. Su actitud expresaba la dignidad propia de un Pouilly; su retrato parecía decir: "Hija mía; ignoro, quiero ignorar todo aquello que no es decente ni digno en tu conducta. Piensa que todos tus males proceden de haberte dado un marido inferior a ti. Yo me propuse elevarlo a mi altura, y nada logré. Luciano Bergeret es un hombre ineducable. Tu falta capital y el origen de todas tus amarguras ha sido tu matrimonio, hija mía." Y la señora de Bergeret saboreaba este discurso, la prudencia y la bondad de aquellas palabras paternales fortalecían un poco su ánimo decaído. Sin embargo, cedía insensiblemente a su contraria fortuna. Suspendió sus visiteos, en los que había fatigado la curiosidad con sus monótonas inculpaciones matrimoniales. Ya se sospechaba, hasta en casa del rector, que las noticias referentes a Amelia y a Roux no eran fábulas. Aburría, y le hicieron comprender su difícil posición ante las insistentes murmuraciones. Ya sólo conservaba simpatías en casa de la señora Dellion, que hizo de la mujer del catedrático una imagen alegórica de la vida abatida por la desgracia. La señora Dellion, de otra clase social, se permitía compadecerla, estimarla y admirarla; pero no se dio el gusto de recibirla. Así, pues, quedóse la señora de Bergeret sola y desventurada, sin marido, sin hogar, sin hijas y sin dinero.
Una vez más trató de recobrar sus derechos. Fue al día siguiente de una fecha muy dolorosa y triste. Después de sufrir las reclamaciones insultantes de Rosa la modista, del carnicero Lafolie y de averiguar que María, la criada, se guardó tres francos y sesenta y cinco céntimos destinados a la planchadora, la señora de Bergeret acostóse tan atribulada y dolorida, que no le fue posible dormir.
Sus infortunios la inclinaban al romanticismo, y en la oscuridad nocturna imaginó que María la envenenaba por mandato del señor Bergeret. Al amanecer se disiparon sus terrores confusos. Vestida con cierta pulcritud, se decidió a entrar, suave y afectuosa, en el estudio de su marido.
Su decisión imprevista encontró la puerta entornada.
—¡Luciano! ¡Luciano! —dijo.
Invocó el cariño de sus hijas inocentes, rogó, suplicó, expresó acertados juicios acerca de la situación lamentable de la casa, prometió para lo sucesivo ser buena, fiel, económica y sumisa; pero no pudo arrancar de los labios del señor Bergeret ni una palabra. Se arrodilló, gimió, se retorció los brazos, antes imperiosos. El señor Bergeret no se dignó ver ni oír nada.
Amelia puso a sus pies una Pouilly; Luciano cogió el sombrero para marcharse, y entonces ella, erguida, con el puño enarbolado y los labios palpitantes de cólera, completamente fuera de si, le dijo:
—No te quise nunca, ¿sabes?, ¡nunca! Ni al casarme contigo. Eres feo, eres ridículo, eres... ¡cualquier cosa! Todo el mundo te conoce bien: eres un estólido; sí, un estólido.
Esta palabra, que Amelia sólo había oído al Pouilly del Diccionario, muerto veinte años antes, se le ofreció de pronto maravillosamente. Amelia no atribuía ningún sentido a esa palabra, pero la supuso muy provocativa y molesta, y la repitió varias veces a gritos, mientras el señor Bergeret bajaba la escalera:
—¡Estólido! ¡Estólido!
Fue la última tentativa.
Y a los quince días se presentó de nuevo a su marido, tranquila, resuelta:
—No puedo sufrir más —le dijo— Tú lo quisiste. Me voy con mamá. Envíame a Mariana y a Julia. Te dejo a Paulina.
Paulina era la mayor, la que recordaba la fisonomía de Bergeret, aquella con quien él simpatizó siempre.
—Supongo —añadió la señora— que señalarás una pensión decente a tus dos hijas menores. Yo no quiero nada tuyo, nada.
Mientras reflexionaba lo que había logrado con su prudente constancia, el señor Bergeret procuró contener su alegría, temeroso de que, al verle satisfecho, Amelia se arrepintiera de una decisión que él juzgaba muy agradable.
Y no dijo ni una palabra; pero meneó la cabeza en señal de asentimiento.