El maniquí de mimbre: XVII
El señor Mazure, archivero municipal —quien se veía condecorado, al fin, con las Palmas académicas—, juzgaba ya con indulgente suavidad al Gobierno; pero como era de suyo irritable y su cólera no admitía ninguna tregua, arremetió contra los clericales y denunció la conspiración de los obispos. Al verse una mañana con el señor Bergeret en la plaza de San Exuperio, le puso en autos acerca del peligro clerical.
—Como no pudieron destruir la República —dijo—, ahora quieren acapararla.
—Lo mismo ambicionan todos los partidos —respondió el señor Bergeret—, y es la consecuencia natural de las instituciones democráticas. La democracia se reduce precisamente a la lucha de los partidos, porque los afectos y los intereses del pueblo se hallan diseminados.
—Pero —insistió el señor Mazure— no es posible tolerar que los clericales, con la máscara de la libertad, seduzcan a los electores.
A lo cual replicó el señor Bergeret:
—Todos los partidos excluidos del Gobierno reclaman la libertad que fortalece la oposición y debilita el Poder. Por esta misma causa, el partido gobernante cercena todo lo posible la libertad y en nombre del pueblo soberano promulga las más tiránicas leyes, pues no hay Constitución que garantice la libertad contra las determinaciones de la soberanía nacional. El despotismo es democrático; teóricamente, no tiene límites; por sus consecuencias y en los tiempos actuales, no inspira confianza.
—Señor Bergeret —dijo el señor Mazure—, ¿quiere oír un prudente consejo? Si es usted republicano, respete a sus amigos y calle sus faltas; a nada que nos descuidemos, nos regirá un Gobierno de curas. La reacción avanza de un modo terrible. Los blancos siempre son blancos y los azules siempre son azules, como decía Napoleón. Usted es azul, señor Bergeret. El partido clerical no le perdona que llamase a Juana de Arco "mascota". Yo mismo se lo perdono difícilmente, porque Juana de Arco y Dantón son mis ídolos. Usted es librepensador; ¡defienda, como nosotros, la sociedad civil! ¡Unámonos! Únicamente la concentración puede ofrecernos la victoria. Tenemos todos un interés común contra el clericalismo. ¡Combatamos al clericalismo!
—Veo en ello, esencialmente, un interés de partido —adujo el señor Bergeret—. Si yo necesitara pertenecer a un partido, me afiliaría al de ustedes, el único donde puedo alistarme sin mucha hipocresía; pero afortunadamente no he llegado aún a ese caso ni pienso, por ahora, encasillarme como político. Sus disputas no me interesan; conozco su vacuidad. Lo que les distingue a ustedes de los clericales, en el fondo, no es nada. Si, al cabo, ellos lograran adueñarse del Poder, no variaría la condición de las personas, y la condición de las personas es lo único importante en un Estado. Las opiniones políticas no pasan de ser floreos de retórica. Diferencian a los clericales de ustedes las opiniones políticas y nada más; no pueden ustedes oponer una moral a su moral, por la sencilla razón de que no hay en Francia una moral civil que haga frente a la moral religiosa. Las apariencias engañan a los que lo ven de otro modo; lo comprenderá usted fácilmente.
"Hay en cada época ciertas condiciones de vida que determinan una manera de pensar común a todos los hombres. Nuestras ideas morales, no son fruto de la reflexión, sino consecuencia de las costumbres; los que se someten a esas ideas son honrados y se infama a los que las repudian, por lo cual nadie se decide a combatirlas abiertamente. La comunidad entera las practica sin examinarlas, aparte de las creencias religiosas y de las opiniones filosóficas, y las mantienen con el mismo rigor los que las rechazan como normas de sus acciones y los que se obligan a obedecerlas. Únicamente se discute su origen. Mientras las imaginaciones llamadas libres hallan en la Naturaleza las reglas de su conducta, las almas piadosas las deducen de la religión, y esas reglas vienen a ser las mismas, con escasa diferencia; no porque sean absolutas, a un tiempo divinas y naturales, como se gozan algunos en decir, al contrario: porque son propias de tiempo y lugar, porque proceden de las mismas costumbres y se deducen de las mismas preocupaciones. Cada época tiene su moral reinante, que no resulta de la filosofía ni de la religión, sino de las costumbres, única fuerza capaz de reunir a los hombres en un mismo sentimiento, ya que todo lo que se puede razonar los divide; y la Humanidad sólo subsiste a condición de no reflexionar acerca de lo que constituye la esencia de su vida. La moral informa las religiones, a cada punto sujetas a discusión, pero la moral no es discutida.
"Y, precisamente porque la moral es el conjunto de prejuicios comunes, no pueden existir dos morales contrarias en una misma época y en una misma región. Fácil me sería robustecer esta verdad con infinitos ejemplos, pero no hay ninguno tan elocuente como el del emperador Juliano, cuyas obras leí poco ha y las he meditado mucho, juliano, que tenía tanta entereza de corazón como espíritu inteligente; Juliano, adorador del sol, profesaba todas las ideas morales de los cristianos; como ellos, despreciaba los placeres de la carne y ensalzaba la eficacia del ayuno, que pone al hombre en comunicación con la Divinidad; como ellos, mantenía la doctrina de la expiación. Seguro de que purifica el sufrimiento, se iniciaba también en misterios que responden, como los de los cristianos, a un vivo deseo de pureza, de abnegación, de amor divino. En fin, su neopaganismo parecía, en lo moral, un hermano del naciente cristianismo. No es posible que sorprenda, porque son los dos cultos hijos gemelos de Roma y de Oriente. Respondían uno y otro a las mismas costumbres humanas, a los mismos instintos arraigados en el mundo asiático y en el mundo latino; sus almas eran semejantes, pero se distinguían el uno del otro por el nombre y por el lenguaje. Bastó esta diferencia para que fueran enemigos mortales. Frecuentemente, los hombres disputaban por unas palabras; por unas palabras matan y se dejan matar con entusiasmo. Se preguntan los historiadores con ansiedad de qué modo se hubiera encaminado la civilización si el emperador filósofo hubiese obtenido una victoria, merecida por su constancia y su prudencia, sobre el Galileo. No es fácil rehacer la Historia; pero se adivina claramente que, vencedor Juliano, el politeísmo, ya entonces reducido a una especie de monoteísmo, más y más reformado con el tiempo, con las costumbres nuevas de las almas, tomara, por fin, la misma expresión moral que tiene ahora el cristianismo. Analice las ideas de los mayores revolucionarios y diga si uno solo, ni uno, hace innovaciones en la moral. Robespierre tuvo siempre, acerca de la virtud, las mismas ideas que sus maestros los curas de Arras.
"Usted es librepensador, amigo Mazure y supone usted al hombre obligado a buscar sobre la tierra la mayor suma posible de goces. El señor de Terremondre, católico, supone que vivimos aquí en expiación constante para ganar con el sufrimiento la gloria celestial; y, a pesar de la contradicción patente de sus creencias, tienen casi la misma moral el uno y el otro, porque la moral es independiente de las creencias.
—Usted se burla —dijo el señor Mazure— y me dan tentaciones de mandarle a paseo por toda respuesta. Las ideas religiosas entran por mucho en la formación de las ideas morales. La existencia de una moral cristiana es indudable. Pues bien: yo la repruebo.
—Pero, amigo mío —respondió el catedrático suavemente—, hay tantas morales cristianas como épocas atravesó el cristianismo y tantas como países ha subyugado. Las religiones, como los camaleones, toman el color de la tierra por donde pasan. La moral única para cada generación (y en esto consiste su sola unidad), cambia con los usos y costumbres, cuya representación exactísima puede ser la sombra que se agranda sobre una pared. De manera que la moral de los católicos actuales que tanto le irritan, es muy semejante a la moral de usted y muy diferente de la de un católico del tiempo de la Liga. No hablemos ya de los cristianos de las edades apostólicas, los cuales parecerían al señor de Terremondre seres monstruosos. Amigo mío, sea usted razonable y justo en lo posible: ¿en qué se diferencian esencialmente su moral de librepensador y la moral ordinaria de las gentes piadosas que van a misa? Ellos profesan la doctrina de la expiación, fundamento de su creencia, pero se indignan tanto como usted cuando un sacerdote intransigente y severo explica desde el pulpito esta doctrina. Creen saludable y grato a Dios el sufrimiento; pero ¿tiene usted noticia de que se martiricen? Usted ha proclamado la libertad de cultos; ellos contraen matrimonio con la hija de un judío y no achicharran al suegro. ¿Qué idea tiene usted que no tengan los católicos acerca de la unión de los sesos, acerca de la familia y acerca del matrimonio, como no sea que permite usted el divorcio, pero sin aconsejarlo? Ellos imaginan que desear a una mujer es pecaminoso. Las mujeres de los católicos, ¿asisten a los bailes y a los banquetes menos escotadas que las de los librepensadores? ¿Llevan para salir de paseos vestiduras que impidan admirar sus formas? ¿Recuerdan lo que dijo Tertuliano acerca del traje de las viudas? ¿Ocultan sus cabellos y se velan? Y ustedes, ¿no se conforman con las mismas costumbres? ¿Pide usted que las mujeres vayan desnudas porque sabe que no se cubrió Eva con la hoja de higuera cuando la maldijo Jehová? ¿Qué ideas opone usted a las ideas de los católicos acerca de la patria, que también ellos quieren servir y defender, como si no fuera su patria el cielo? ¿Y respecto al servicio militar obligatorio, al cual se someten? ¿Y de la guerra, que los hallaría dispuestos en cuanto los llamasen, a pesar de que Dios les dice: "No matarás"? ¿Es usted internacionalista o anarquista para disentir de los católicos en aspectos de la vida social tan importantes? ¿Qué ideas propias tiene usted? Hasta el duelo es admitido por su elegancia en las costumbres de unos y de otros, a pesar de que a ellos los curas y el rey se lo prohiben, y a usted la sensatez debiera prohibírselo, porque supone la increíble intervención de Dios. ¿No tienen ustedes idéntica moral acerca de la organización del trabajo, de la propiedad, del capital, de todo el sistema económico de la sociedad presente, cuyas injusticias y abusos padecen los unos y los otros? Es necesario que se declare usted socialista para que así no suceda, y cuando usted se decida, ellos lo serán también. Algunas desigualdades del antiguo régimen, que aún perduran, las tolera usted siempre que le son ventajosas; y, por otra parte, sus adversarios de fachada y de rutina admiten las consecuencias de la Revolución cuando se trata de recoger una fortuna que proviene de algún antiguo comprador de bienes nacionales. Ellos, como usted, aceptan el Concordato, y la propia religión los une.
"Como su fe no modifica sus afectos, viven, como usted mismo, apegados a esta existencia que debieran despreciar y a los bienes que pueden ser un obstáculo para la salvación de su alma. Por tener casi las mismas costumbres, unos y otros tienen la misma moral. Usted los ataca en asuntos que sólo importan a los políticos y que son ajenos a los intereses de la sociedad. Esclavos de las mismas tradiciones y sumergidos en las mismas tinieblas, mutuamente se devoran como los cangrejos en un cesto. Ante sus luchas de ratones y de ranas, resulta difícil tomar en serio sus teorías.