El maniquí de mimbre: X
Con el señor Worms-Clavelin almorzaba su antiguo camarada Jorge Fremont, inspector de Bellas Artes, que había ido a visitar aquel departamento. Cuando se conocieron en los estudios de pintor de Montmartre, Worms-Clavelin era muy joven, y Fremont, joven aún. Nunca tuvieron una idea común; jamás opinaron lo mismo. A Fremont le agradaba contradecir siempre; Worms-Clavelin le sufría; la palabra de Fremont era violenta y abundante; Worms-Clavelin cedía a la violencia y hablaba poco. Se hicieron muy amigos; después, las circunstancias los alejaron; pero cuando se veían por casualidad, se alegraban, se trataban con afectuosa confianza, y les divertía disputar. Jorge Fremont, envejecido, aplomado, condecorado, famoso, conservaba en sus discusiones el fuego de su juventud. Aquella mañana, sentado a la mesa entre la señora de Worms-Clavelin y el señor Worms-Clavelin, ambos en traje de mañana, refería —encarado con la señora— que había encontrado en los desvanes del Museo, cubierta de polvo, una figurita en madera de puro estilo francés, una Santa Catalina con traje de burguesa del siglo XV, de una expresión maravillosamente delicada y un aspecto de pureza tan candoroso, que, mientras le sacudía el polvo, la contemplaba, enternecido. El prefecto preguntó si era una estatua o un cuadro. Jorge Fremont, que afectuosamente le despreciaba, respondió con dulzura:
—¡Worms! No trates de comprender lo que le digo a tu esposa. Eres absolutamente incapaz de concebir lo bello en cualquiera de sus manifestaciones. Las armoniosas líneas y los pensamientos nobles para ti serán siempre ininteligibles.
El señor Worms-Clavelin encogióse de hombros, y dijo:
—¡Cállate, comunista!
Jorge Fremont era, efectivamente, un viejo comunista. Parisiense, hijo de un constructor de muebles del barrio de San Antonio, discípulo de la Escuela de Bellas Artes, alistóse a los veinte años — cuando la invasión alemana— en una compañía de guerrilleros, que la Defensa no quiso destacar. Fremont no perdonó a Troncher semejante desdén, y en los días de la capitulación fue de los más exaltados entre los que vociferaban que París había sido traicionado. Como no era tonto, quería decir con esto que París estuvo mal defendido, cosa indudable. Opinaba que debía proseguir a todo evento la guerra, y al proclamarse la Commune se hizo comunero. A propuesta el ciudadano Charlier, delegado de Bellas Artes —un viejo ebanista que trabajaba en los talleres de su padre—, le nombraron subdirector del Museo del Louvre. No tenía sueldo, y desempeñaba su cargo pertrechado con polainas, cartuchera, fusil y un sombrero tirolés con plumas de gallo. Las telas habían sido arrolladas los primeros días del sitio, metidas en cajas y transportadas a seguros almacenes, que Fremont jamás pudo conocer. Su cometido se redujo a fumar pipa tras pipa, a recorrer las galerías, transformadas en cuerpo de guardia, y a conversar con los ciudadanos guardias nacionales, ante quienes denunció a Napoleón III por haber mandado restaurar estúpidamente los Rubens; y fundaba su denuncia en referencias de un periódico y las afirmaciones del académico Vitet. Los federales lo oían tranquilamente, sentados en banquillos, con el fusil entre las piernas y sin dejar de beber, porque hacía mucho calor; pero cuando los versalleses penetraron en París por la derribada puerta de Point-du-Jour, mientras el tiroteo se aproximaba a las Tullerías, Jorge Fremont vio con inquietud que los guardias nacionales federales rodaban por la galería de Apolo barriles de petróleo. Trabajo le costó disuadirlos de su intento, pues querían embadurnar las maderas y prender fuego. Convidólos a beber y los despidió. Cuando se hubieron ido, auxiliado por los celadores bonapartistas, hizo rodar los barriles incendiarios hasta el pie de la escalera, y luego, hasta la orilla del río; pero al saberlo el coronel de los federales, sospechó que Fremont era enemigo de la causa del pueblo y mandó que lo fusilasen. Ya estaban muy cerca los versalleses, y entre la humareda de las Tullerías incendiadas, Fremont escapó fraternalmente acompañado por los que debían ejecutarle.
Denunciado a los versalleses dos días después, fue perseguido por la Justicia militar como insurrecto contra un Gobierno en regla. Y era evidente que el Gobierno de Versalles se hallaba constituido con toda regla, puesto que reemplazó al Imperio el 4 de septiembre de 1870 y conservaba las formas regulares del Gobierno precedente, mientras la Commune, sin haber logrado nunca disponer de las comunicaciones telegráficas indispensables para que un Gobierno se regularice, se hallaba deshecha y vencida, en una extrema irregularidad. Por otra parte, la Commune surgió de un levantamiento revolucionario efectuado frente al enemigo, y el Gobierno de Versalles no podía perdonar aquel origen que recordaba el suyo. En tales circunstancias, un capitán del ejército victorioso, cuya misión era fusilar a todos los insurrectos del barrio del Louvre, persiguió a Jorge Fremont, el cual estuvo escondido quince días en un desván de la plaza de la Bastilla; al fin, salió de París con una blusa y un látigo en la mano, detrás de un carro de hortalizas. Mientras un Consejo de guerra establecido en Versalles le condenaba a muerte, Fremont, refugiado en Londres, confeccionaba, para un rico aficionado, el catálogo completo de la obra de Rowlandson. Inteligente, laborioso y honrado se dio a conocer y se hizo estimar entre los artistas ingleses. Era un apasionado en arte, y en política, un indiferente. Por lealtad y por vergüenza de abandonar a sus amigos en la derrota, no dejó de ser comunista; pero vestía con elegancia y frecuentaba salones aristocráticos. Era infatigable, y sabía sacar provecho de su trabajo. Su Diccionario de los monogramas le dio reputación y dinero. Cuando el último envite de guerra civil fue contenido por la proposición del prudente Gambetta; cuando hubo amnistía, desembarcó un gentleman sonriente y arrogante, de agradable presencia, fatigado por una labor excesiva, joven, pero con algunas canas; correctamente vestido, con un maletín lleno de manuscritos y dibujos. Jorge Fremont se instaló modestamente en Montmartre, y tuvo pronto amigos artistas. Por desgracia, los trabajos que en Inglaterra le producían lo suficiente para vivir, en Francia le reportaban sólo satisfacciones de amor propio.
Gambetta le nombró inspector de Museos, y desempeñó sus funciones con mucha conciencia y habilidad. Tenía un gusto artístico sincero y delicado. La sensibilidad nerviosa que, adolescente, le conmovió ante las desdichas de la patria, ya maduro le conmovía en presencia de los desequilibrios sociales; le interesaban mucho las manifestaciones elegantes del espíritu, las formas delicadas, los perfiles correctos, la gallardía y arrogancia de las figuras. Patriota en todo, hasta en arte, no juzgaba irónicamente la escuela de Bourgogne, fiel a la política sentimental y seguro de que Francia derramaría la justicia y la libertad por todo el Universo.
—¡Viejo comunista!... —repetía el prefecto Worms-Clavelin.
—¡Cállate, Worms! Tienes un alma insensible y una inteligencia obtusa. No significas nada por tu mérito propio; eres un personaje representativo, como ahora se dice. ¡Santo Dios! ¡Pensar que tantas y tantas víctimas durante un siglo de guerra civil se han sacrificado para que tú y otros como tú llegarais a ser prefectos de la República! Worms, tienes mucha menos importancia que un prefecto del Imperio.
—¡El Imperio!... —insinuó Worms-Clavelin—. No se puede hablar del Imperio. Yo hago todo lo posible para desacreditarlo, porque nos condujo a la derrota y porque soy prefecto de la República. Pero se hace vino, se cultiva el campo, se muele y se amasa como en la época del imperio; se juega en la Bolsa como en la época del Imperio; se bebe, se come, se goza como entonces. Y si en el fondo la vida es igual, ¿cómo pueden ser distintos el Gobierno y los gobernantes? Hay algunas diferencias, ya me comprendes; más libertad, acaso demasiada libertad. Y también más tranquilidad. Se vive seguro; disfrutamos de un régimen conforme a las aspiraciones populares. Somos, en cuanto se puede, los dueños de nuestros destinos. Equilíbranse casi todas las energías sociales. Dime si se impone variar algo. Tal vez el color de los sellos de correos, y... ¡aún, aún...!, como decía el viejo Montessuy. No, amigo mío; a no ser que se varíen los franceses, no se puede variar nada en Francia. Naturalmente, soy progresista. Es preciso decir que todo adelanta, que prospera todo, aunque sólo sea una excusa para no moverse. "¡Adelante! ¡Adelante!" ¡Lo que había influido La Marsellesa para que los franceses no se precipitasen hacia la frontera!
Jorge Fremont fijaba en el prefecto una mirada cordial y despreciativa mientras seguía escuchándolo atentamente.
—¿Todo está bien, amigo Worms?
—No me hagas hablar como un imbécil. Nada es perfecto, todo se apoya, se apuntala se ayuda. Es como la medianería de Mulot que se descubre desde aquí, por encima del invernadero. La ves agrietada, inclinada y alabeada. El imbécil de Quatrebarbe, arquitecto de la diócesis, hace veinticinco años que se para todos los días frente a la casa de Mulot, apunta con la nariz al cielo y, despatarrado, cruza las manos por detrás, al decir: "¡No me explico por qué no se cae!" Y los mozalbetes que salen de la escuela gritan a su espalda, imitando su voz cavernosa: "¡No me explico por qué no se cae!" Se vuelve; no ve a ninguno; mira después al suelo, como si el eco de su voz saliese de las losas, y al irse, murmura: "¡No me explico por qué no se cae!" Pues no se cae porque nadie la toca, porque Mulot no mete albañiles ni arquitectos en su casa y, sobre todo, porque se libra muy mucho de pedir parecer a Quatrebarbe. No se cae porque siempre se ha sostenido. Y con el Estado sucede lo propio. No se cae, viejo utopista, porque no se reforma el impuesto y no se revisa la Constitución.
—Es decir, que se mantiene con el fraude y la iniquidad —replicó Jorge Fremont—. Nos hemos hundido en un pozo de vergüenza. Nuestros ministros de Hacienda están a las órdenes de los banqueros cosmopolitas. Y lo más lastimoso es que Francia, vieja libertadora de pueblos, al presente cuida sólo de mantener en Europa los derechos de los tenedores de papel, de los rentistas. Hemos permitido que sacrificaran trescientos mil cristianos en Oriente, y éramos, por tradición, sus protectores augustos y venerados.
Nos hacemos traición a nosotros mismos cuando somos traidores contra la Humanidad. En las aguas de Creta veía navegar a la República, entre las demás potencias, como una gallina entre una bandada de gaviotas. ¡A eso nos condujo la nación amiga!
El prefecto protestó:
—Fremont, ¿qué puedes reprocharle a la alianza rusa? Es el mejor de los reclamos electorales.
—¡La alianza rusa! —prosiguió Fremont, enardecido—, me parece una risueña esperanza... Y su primer acuerdo fue declararnos partidarios del sultán asesino, ir a Creta y arrojar bombas de melinita sobre cristianos culpables de haber padecido una larga miseria. Pero no tratábamos de complacer a Rusia, no; servíamos a los banqueros poderosos, que tenían sus capitales comprometidos en valores otomanos. Ya viste la bárbara victoria de la Canea, saludada por los millonarios judíos con generoso entusiasmo.
—La tuya es —dijo el prefecto— una política sentimental. Y de sobra sabes adónde conduce. ¿Qué pudo inclinarte a favor de los griegos? A nadie interesan.
—Tienes razón amigo —repuso el inspector de Bellas Artes— La razón te sobra. Los griegos no interesan... porque son pobres. ¿Qué tienen? Su mar azul, sus colinas violáceas, los despojos de mármoles antiguos. La miel de Rimeto no se cotiza en la Bolsa. Los turcos, al contrario, son dignos del interés de la Europa metalizada. Pagan mal y pagan mucho. Se puede negociar con ellos. Cuando sube la Bolsa, todo anda bien. Ahí tienes las inspiraciones de nuestra política exterior.
Con un gesto de reproche, Worms-Clavelin le interrumpió apresuradamente:
—¡Fremont! ¡Fremont! Discutes de mala fe. Ya sabes que no tenemos política exterior porque no podemos tenerla.