El maniquí de mimbre: XI
—Según parece, será mañana —dijo el señor de Terremondre—, apenas hubo entrado en la librería de Paillot.
Todos comprendieron que se trataba de la ejecución de Lecoeur, el mozo de la carnicería condenado a muerte como asesino de la viuda Houssieu. El joven criminal había interesado a todo el mundo.
El juez Roquincourt, hombre de buena sociedad y caballero muy galante, acompañó a las señoras Dellion y de Gromance para que viesen al condenado en la cárcel por la reja del calabozo, donde Lecoeur jugaba tranquilamente a las cartas con su carcelero.
Además, el director de la cárcel, señor Colot, condecorado con las palmas académicas, hacía, gustoso, a los periodistas y a las personas eminentes de la ciudad, los honores de su condenado a muerte.
Ossian Colot había comentado, con mucha competencia, diversos asuntos penitenciarios. Hallábase orgulloso del establecimiento que dirigía, dispuesto conforme a los últimos adelantos, y no era insensible a la notoriedad. Los visitantes que miraban a Lecoeur curiosamente suponían el género de relaciones que pudo tener un mozo de veinte años con la viuda nonagenaria que debía ser luego su víctima y se quedaban anonadados ante aquel monstruoso bruto.
Sin embargo, el padre Tabarit, cura de la cárcel, refería con lágrimas en los ojos que la pobre criatura manifestaba sentimientos edificantes de contrición y de piedad. Hacía ya ochenta y dos días que Lecoeur jugaba a las cartas con sus carceleros y hacía los "acuses" en su propia jerga, porque se habían educado todos entre la misma gente. Sus frases no revelaban los padecimientos de su alma oscura; pero el mozalbete, rojo y mofletudo, que diez meses antes silbaba siempre mientras recorría la ciudad, con el cesto en la cabeza y el delantal blanco sujeto al talle vigoroso, tenía ya el rostro pálido, macilento, y temblaba dentro de su camisa de fuerza, con aspecto de hombre maduro y enfermizo. Su hercúleo cogote había menguado, y sobre sus hombros, caídos, se alzaba un cuello delgado y largo.
Sus conciudadanos agotaron con él su odio vengativo, su compasión y su curiosidad; ya era hora de que aquello terminara.
—Mañana, a las seis; me lo ha comunicado el propio Sorcoux —dijo el señor de Terremondre—. Los instrumentos de la justicia llegaron ya.
—Me alegro —dijo el doctor Fornerol—. Que sea pronto lo que ha de ser. Hace tres noches que la multitud aguarda en las cuatro calles, y hubo que lamentar varios accidentes. El hijo de Julián se cayó de un árbol y dio en el suelo de cabeza, con tan mala fortuna, que me será difícil salvarle. Al condenado nadie le puede librar, ni el mismo presidente de la República. Ese joven, sano y vigoroso antes de ir a la cárcel, está en el último período de tisis.
—¿Lo ha visto usted en el calabozo? —preguntó Paillot.
—Varias veces —repuso el doctor Fornerol—, y hasta le prodigué mis cuidados facultativos a ruegos de Ossian Colot, el cual se preocupa mucho de la salud y de la moral de los presos.
—Colot es un filántropo —dijo el señor de Terremondre—, y no se puede negar que nuestra cárcel, en su género, es de lo mejor, con sus calabozos blancos y limpios, irradiados todos hacia el observatorio central, de manera que un preso está vigilado siempre y no advierte nada. No se puede pedir más; todo está previsto, modernizado, a la altura del progreso. En mi último viaje a Marruecos, hace un año, vi en una plazuela de Tánger, a la sombra de una morera, una casuca de barro y de yeso, frente a la cual dormitaba un moro harapiento. Era un soldado, y en vez de fusil llevaba un garrote. Por las ventanas angostas asomaban algunos brazos curtidos que sostenían cestas de mimbre; los presos ofrecían así a los transeúntes el producto de su trabajo indolente, a cambio de una moneda de cobre. Su voz gutural modulaba súplicas y lamentos, de cuando en cuando bruscamente interrumpidos por imprecaciones y gritos de furor. Porque, amontonados en una cuadra, reñían ansiosos de asomar todos a la vez sus cestas por las angostas ventanas. Las disputas, ya muy ruidosas, despertaron al moro, quien a garrotazos limpió el muro de cestos de mimbre y de brazos suplicantes. Pero pronto reaparecieron otros brazos curtidos y con tatuajes azules como los primeros. Impulsado por la curiosidad, me acerqué a ver el interior de la cárcel por una rendija de la puerta, y a la difusa luz de aquel recinto, descubrí una muchedumbre desharrapada sobre la tierra húmeda: cuerpos de bronce revueltos con harapos rojizos; rostros adustos con barbas venerables; mozalbetes ágiles que trenzaban cestas. Aparecían de trecho en trecho sobre unas piernas hinchadas unos trapos mohosos, encubridores de úlceras. Sentíase zumbar y crecer la miseria; pero de cuando en cuando circulaba, ruidosa y tiente, una ráfaga de alegría. Una gallina negra picoteaba el fango. El centinela, que no había interrumpido mis observaciones, al verme partir, me tendió una mano pedigüeña. Entonces consagré un recuerdo al director de nuestra cárcel, y me dije: "Ossian Colot se asombraría si viera esta odiosa promiscuidad."
—En el cuadro que usted nos pinta —dijo el señor Hergeret— reconozco la barbarie de los moros. La barbarie, menos cruel que la civilización. Los presos allí sólo sufren la indiferencia y, a veces, la ferocidad irascible de sus guardianes; pero no han de temer a los filántropos. Su vida es llevadera, puesto que no se les impone un régimen celular. La más odiosa cárcel resulta cómoda y grata si la comparamos con la celda que han inventado nuestros egregios criminalistas. Existe una ferocidad propia, especialísima, de los pueblos civilizados; las imaginaciones incultas no discurren de modo tan cruel. Un criminalista es mucho más refinado que un salvaje... Un filántropo inventa suplicios desconocidos en Persia y en China. El verdugo persa mata de hambre a sus prisioneros; solamente a un filántropo se le ocurre hacerlos morir de soledad. Esto realiza la cárcel moderna, mucho más atroz que todo suplicio. Gracias que los condenados enloquecen, y su locura los acompaña, los consuela. Para justificar semejante abominación, aducen los criminalistas la necesidad de sustraer a los criminales a la dañina influencia y evitar de sus compañeros que practiquen actos inmorales o criminales. Los que así discurren son demasiado estúpidos para que podamos creerlos hipócritas.
—Tiene usted razón —dijo el señor Mazure—; pero no seamos injustos con nuestra época. La Revolución, que supo realizar la reforma jurídica, mejoró también la existencia de los presos. Los calabozos del antiguo régimen eran, en su mayoría, infectos y oscuros.
—Ciertamente —replicó el señor Bergeret—, los hombres han sido perversos y crueles en todas las épocas, y siempre fue un goce atormentar a los desdichados. Pero cuando no había filántropos, se limitaban las torturas de los hombres a un sentimiento de odio y de venganza, y no se perpetraba el mal en provecho de las buenas costumbres.
—¡Olvida usted, amigo mío —afirmó el señor Mazure—, que prosperó en la Edad Media la filantropía más abominable, la más odiosa: la filantropía espiritual. No es otro el espíritu de la Santa Inquisición. Ese tribunal llevaba a los herejes a la hoguera por caridad pura; sacrificaba los cuerpos —así lo decía— para salvar las almas.
—No decía eso —insistió Bergeret—, ni lo pensaba siquiera. Víctor Hugo creyó seguramente, que Torquemada hizo quemar a los herejes por su bien, a fin de asegurarles, a costa de un breve suplicio, la salvación eterna; y en esta idea fundó el desarrollo de un drama plagado todo él de antítesis, pero esa teoría no es admisible. Y no comprendo que un erudito, atiborrado, como usted lo está, de viejos códices, pueda tomar en serio los embustes de un poeta. La verdad es que la Inquisición, cuando condenaba a los herejes, lo hacía para amputar el miembro dañado y que la Iglesia entera no se contaminara. La suerte futura del miembro amputado se confiaba a la misericordia divina. Tal es el espíritu de la Inquisición, terrible, pero nada romántico. Donde aplicaba el Santo Oficio lo que usted califica exactamente de filantropía espiritual, era en el tratamiento infligido a los "reconciliados". Los condenaba caritativamente a encierro perpetuo y los emparedaba para conseguir la salvación de sus almas. Pero yo me refería sólo a las cárceles civiles, tal como fueron en la Edad Media y en épocas posteriores, hasta el reinado de Luis Catorce.
—Seguramente —opinó el señor de Terremondre— no ha producido el sistema de prisión celular todos los brillantes resultados que prometía respecto a la educación moral de los presos.
—Ese régimen —dijo el doctor Fornerol— provoca frecuentemente desórdenes mentales de cierta gravedad. Es justo añadir que los delincuentes son muy propensos a perturbaciones de tal naturaleza. Ya se reconoce al delincuente como un degenerado. Gracias a la cortesía de Ossian Colot, he podido estudiar atentamente a nuestro asesino Lecoeur, y he descubierto en él vicios fisiológicos. La dentadura, por ejemplo, es anormal. Considero su responsabilidad algo atenuada.
—Vea usted lo que son las cosas —dijo Bergeret—. Una hermana de Mitrídates nació con dos hileras de dientes en cada mandíbula, y Mitrídates la creía magnánima por esto precisamente. Tanto la quiso, que al huir de Lúculo la mandó estrangular por un siervo, temeroso de que los romanos la hiciesen prisionera. Ella no desmintió el buen concepto en que su hermano la tenía; recibió la cuerda con serenidad gozosa, y dijo: "Agradezco al rey que atienda solícito a mi honor y se ocupe de mí entre tantos y tan graves cuidados." Basta mi ejemplo para probar que una dentadura anormal no impide ser heroico.
—Lecoeur —insistió el médico— presenta otros caracteres muy significativos para un hombre de ciencia. Como la mayoría de los criminales de nacimiento, es poco sensible. Y pude observar, en los tatuajes de su cuerpo, que le obsesiona una fantasía lúbrica, a juzgar por los atributos y escenas que ha dibujado en su piel.
—¡Es muy curioso! —dijo el señor de Terremondre.
—Tan curioso me parece —añadió el doctor Fornerol—, que me agradaría poder conservar la piel de Lecoeur para nuestro Museo. Pero lo más original y significativo no son los asuntos de los tatuajes, sino el número y distribución que alcanzan sobre todo el cuerpo. Ciertas fases de la operación debieron causar al paciente un dolor tan agudo, que un hombre de sensibilidad normal no podría soportarlo.
—En esto ya no estamos conformes —dijo el señor de Terremondre—. Sin duda, no conoce usted a mi amigo Jilly, a pesar de ser muy conocido. Jilly, muy joven todavía, en mil ochocientos ochenta y cinco hizo un viaje alrededor del mundo con el inglés Tumbridge, en el yate Old Frined; y juraba por su honor que durante la travesía, ni él ni su compañero asomaron a cubierta, entretenidos en el camarote bebiendo champaña con un viejo gaviero de la Marina real que había recibido lecciones de tatuaje de un cacique tasmaniano. El gaviero, durante aquel viaje alrededor del mundo, tatuó a los dos amigos desde la nuca al talón. Y Jilly volvió a Francia cubierto por una cacería de zorros que no contiene menos de trescientos veinticuatro figuras entre hombres, mujeres, caballos y perros. Suele mostrarla después de cenar alegremente con amigos. Ignoro si Jilly tiene una sensibilidad anormal, pero aseguro que su postura es distinguida, su trato correctísimo y agradable, y le creo capaz...
—Ahora bien —adujo el señor Bergeret—: puesto que usted admite, doctor, que hay criminales natos, y supone que la responsabilidad contraída por el carnicero Lecoeur puede considerarse atenuada por una predisposición congénita, ¿le parece a usted honrado aplicarle como único remedio la guillotina?
El doctor encogióse de hombros para responder:
—¿Y qué quiere que hagan?
—Seguramente —repuso Bergeret— ese individuo, me interesa menos que a nadie; pero soy refractario a la pena de muerte.
—Veamos cómo razona y justifica Bergeret su afirmación —dijo el archivero Mazure, fanático del 93 y del Terror, que admiraba en la guillotina una especie de virtud misteriosa y de belleza moral—. Yo suprimiría la pena de muerte en el Derecho común, pero la restablecería en las causas políticas.
En aquel momento, el señor Fremont, inspector de Bellas Artes, asomóse a la librería de Paillot, donde le había citado el señor de Terremondre. Debían visitar juntos la casa de la reina Margarita. El señor Bergeret miró con algún recelo al señor Fremont, por creerse insignificante junto a una figura de tal importancia. Las ideas nunca le desconcertaban, pero era tímido ante los hombres.
El señor de Terremondre no tenía la llave de la casa. Mientras iba por ella León, el dependiente de la librería, invitaron al señor Fremont a que tomase asiento en la tertulia.
—El señor Bergeret —dijo el señor de Terremondre— nos ponderaba la excelencia de las cárceles del régimen antiguo.
—Eso no —advirtió el señor Bergeret, algo confuso— No es eso lo que yo decía. Eran cloacas. Los infelices estaban encadenados en sus calabozos. Pero no estaban solos; tenían compañeros; y algunos burgueses, caballeros y señoras, iban a visitarlos para cumplir una de las siete obras de misericordia. No se le ocurre a nadie, hoy día, visitar a los presos, como no sean amigos. Además, el reglamento de Penales tampoco lo permite.
—Verdad es —dijo el señor de Terremondre— que antes era costumbre visitar a los presos. Tengo en mis colecciones una antigua estampa de Abraham Bosse, en la cual se ve a un señor con plumas en el sombrero y a una señora que lleva un camisolín de blondas venecianas y un corpiño de brocado, entre los miserables que hormiguean en un calabozo, vestidos apenas con andrajos mugrientos. Dicha estampa corresponde a una serie de siete, que poseo completa, todas de la edición antigua, y es fácil confundirse, porque se han hecho posteriormente nuevas tiradas con los mismos cobres.
—La visita de cárceles —dijo el señor Fremont— es un asunto frecuente del arte cristiano en Italia, en Flandes y en Francia. Ha sido interpretado con acento vigoroso de verdad por los Della Robbia, en el friso de tierra cocida y coloreada que rodea con su rica ornamentación el hospital de Pistoia... ¿Conoce usted Pistoia, señor Bergeret?
El catedrático vióse obligado a confesar que no estuvo en Toscana.
El señor de Terremondre, que se hallaba junto a la vidriera, tocó en el brazo a Jorge Fremont para advertirle:
—Señor Fremont, mire hacia la plaza, por el ángulo derecho de la iglesia, y verá pasar a la mujer más bonita de nuestra ciudad.
—La señora de Gromance —dijo Bergeret— es encantadora.
—Y da mucho que decir —añadió el señor Mazure—. Su padre fue un Chapón, abogado y prestamista; un terrible prestamista. Sin embargo, ella tiene verdadero tipo de aristócrata.
—Lo que se llama tipo aristocrático —dijo Fremont— es un puro concepto espiritual. Realmente sólo existen los tipos clásicos de la Bacante y de la Musa. Muchas veces he reflexionado acerca de cómo se fijó en la conciencia popular el tipo de la mujer aristocrática. Procede, según imagino, de muy diversos elementos reales, entre los que figuran las heroínas de comedias y dramas, las actrices del antiguo Gimnasio y del teatro Francés y hasta las del bulevar del Crimen, que ofrecieron durante un siglo, a los franceses amantes del teatro, figuras infinitas de princesas y nobles damas. Hay que añadir también los modelos que nuestros pintores modernos han elegido para las reinas y las duquesas de sus cuadros de historia y de género. Tampoco se debe olvidar la influencia más reciente, menos general, pero muy activa, de los figurines de carne que vistieron los modistos, hermosas muchachas arrogantes y esbeltas. Pero las actrices, las modelos y los figurines de modisto son mujeres de humilde condición; y colijo que se formó el tipo de aristócrata con gracias plebeyas reunidas. No me sorprende hallar ese tipo en la señora de Gromance, hija de Chapón. Tiene soltura, y, cosa extraña en estas ciudades mal adoquinadas, cuyas aceras, fangosas, no se prestan a ello, sabe andar, y anda bien; pero la encuentro demasiado escurrida: le faltan caderas. ¡Es una lástima! ¡Un grave defecto!
El señor Bergeret asomó la nariz por encima del volumen XXXVI de la Historia general de los viajes para admirar al parisiense de barba roja —como si estuviera encendida—, que podía juzgar en frío, con severidad, la belleza deliciosa y la forma deseada de la hermosa señora de Gromance.
—Ahora que ya conozco sus opiniones —dijo al señor Fremont el señor de Terremondre—, quiero presentarle a mi tía Courtrai. Por su descomunal anchura, sólo puede sentarse en una butaca de familia, que, desde hace trescientos años, recibe, complacida, entre sus brazos, abiertos desmesuradamente, a todas las ilustres damas de Courtrai-Maillán. El rostro de mi tía no desdice de lo demás: colorado como un tomate, con bigotes rubios y lacios. ¡Ah! El tipo de mi tía Courtrai dista mucho de ser el de las actrices, modelos y figurines, a quienes hizo usted referencia.
—Tendré un verdadero gusto en saludar a su señora tía —dijo el señor Fremont.
—La nobleza rancia —insinuó Mazure— vivía en otros tiempos como viven ahora los agricultores. Iguales costumbres deben imprimir el mismo aspecto.
—Es indudable —añadió el doctor Fornerol— que la raza se debilita.
—¿Indudable? —preguntó el señor Fremont—. Los más nobles caballeros italianos y franceses, en los siglos quince y dieciséis, eran muy enjutos. Las armaduras principescas de fines de la Edad Media y del Renacimiento, hábilmente forjadas, cinceladas y damasquinadas con exquisito arte, son tan encogidas de hombros y tan estrechas de cintura, que uno de nosotros no puede, sin apuros, embutir su cuerpo en ellas. Fueron construidas casi todas para hombres de poca talla y sin mucho desarrollo. En efecto: los retratos franceses de los siglos quince y dieciséis, y las miniaturas de Jean Foucquet nos presentan una sociedad bastante desmedrada.
León volvió con la llave, muy animado, y al entrar dijo a su principal:
—Es mañana. El verdugo y su ayudante han llegado en el tren de las tres y media. Fueron al hotel de París, donde no los han admitido, por lo cual buscaron hospedaje más modesto en el mesón del Caballo azul, hacia Duroc; un verdadero refugio de asesinos.
—En la Prefectura oí hablar de un condenado a muerte —dijo el señor Fremont—. A todos preocupa esta ejecución.
—No se habla de otra cosa —insinuó el señor de Terremondre—. ¡Como hay tan escasas distracciones en provincias...!
—Pero esa distracción —dijo el señor Bergeret— resulta repugnante. Se mata, legalmente, casi de tapadillo. ¿Por qué hacerlo aún, si avergüenza ya? Le bastó al presidente Grévy, hombre muy culto, no aplicar nunca la pena capital para dejarla virtualmente abolida. ¡Si cuantos le han sucedido hubieran imitado su ejemplo! En las modernas sociedades no se garantiza la seguridad con el terror de los martirios. La pena de muerte fue abolida en varias naciones europeas, en las cuales no se cometen más crímenes que donde perdura tan odiosa costumbre.
Hasta en los países que la conservan, languidece y se debilita. No tiene fuerza ni virtud. Es una monstruosidad inútil; sobrevive a su causa. Las ideas de justicia y derecho que derribaron cabezas majestuosamente, vacilan, inseguras, ante la moral fundada en las ciencias naturales. Y puesto que, a todas luces, la pena de muerte agoniza, será una prueba de sensatez dejarla morir.
—Tiene usted mucha razón —dijo el señor Fremont—. La pena de muerte se ha convertido en una práctica intolerable desde que no envuelve la idea teológica de la expiación.
—El presidente hubiera querido indultar —intervino con audacia León—; pero el crimen era demasiado espantoso.
—La prerrogativa para indultar —dijo el señor Bergeret— era uno de los atributos del derecho divino. Indultaba el rey porque, sobre todos los poderes de la justicia humana, era el representante de Dios en su reino. Pero al pasar del rey al presidente de la República, esa prerrogativa perdió su carácter verdadero y su legitimidad; ahora constituye una magistratura sin fundamento, un poder judicial no superior, sino ajeno a la justicia; crea una jurisdicción arbitraria desconocida para el legislador. No es malo que se aplique, puesto que disminuye los castigos que sufren los desgraciados; pero es absurda.
La misericordia del rey era la misericordia de Dios.
¿Conciben ustedes al presidente Félix Faure adornado con atributos divinos? Thiers, que no se creía ungido por el Señor ni fue consagrado en Reims, transfirió el derecho de indulto a una Comisión encargada de ser misericordiosa en nombre del presidente.
—Y que lo hizo bastante mal —insinuó el señor Fremont.
Un soldado entró en la librería y pidió el Perfecto auxiliar para escribir cartas.
—Restos de barbarie salpican aún la civilización moderna —dijo Bergeret—, Nuestro Código de Justicia militar, por ejemplo, nos hará odiosos en el futuro. Es un Código redactado para los ejércitos de bandidos uniformados que desolaban a Europa en el siglo dieciocho. Lo conservó la República del noventa y dos y lo sistematizaron más adelante. Cuando al ejército mercenario sustituyó la nación armada, nadie tuvo presente la necesidad imprescindible de rehacerlo; no se puede atender a todo. Y esas leyes terribles, concebidas para refrenar a forajidos, se aplican a los mozos ignorantes de nuestros campos y de nuestras poblaciones, se aplican a los reclutas, que se dejarían conducir suavemente guiados por la reflexión. Todo se hace con la mayor naturalidad y nadie protesta.
—¡No le comprendo a usted! —exclamó el señor de Terremondre—. Nuestro Código militar, preparado, según creo, en la época de la Restauración, data solamente del segundo Imperio. Hacia mil ochocientos setenta y cinco lo reformaron y lo ajustaron a la nueva organización del ejército. ¿De dónde saca usted que se hizo para refrenar a los mercenarios del antiguo régimen?
—Lo digo y lo sostengo —replicó Bergeret—, porque nuestro Código es una compilación de las Ordenanzas referentes a los ejércitos de Luis Catorce y de Luis Quince. Nadie ignora que se formaron con la chusma contratada por los reclutadores y dividida en grupos que los capitanes, a veces casi niños, adquirían por su dinero. Manteníase la obediencia de aquellas muchedumbres con amenazas constantes de muerte. Ya todo ha cambiado.
"A los soldados de la Monarquía y de los dos Imperios los reemplazó una profusa y tranquila guardia nacional. No hay que temer ahora violencias ni sediciones. Y, sin embargo, por el más leve motivo se amenaza de muerte a los mansos rebaños de campesinos y obreros que visten de mala manera el uniforme. Resulta casi ridículo el contraste de costumbres tan apacibles y leyes tan feroces. Si lo reflexionamos, nos parecerá grotesco y odioso infligir la pena de muerte por atentados merecedores, a lo sumo, de ligeros castigos correccionales.
—Pero —dijo el señor de Terremondre— los ejércitos de ahora están armados como los de otros tiempos, y es indispensable que la oficialidad, indefensa por su corto número, asegure la obediencia y el respeto de una muchedumbre de hombres provistos de fusiles y de carruchos. Todo estriba en esto.
—Es una rancia preocupación —dijo el señor Bergeret— suponer que la pena es necesaria y asegurara que las penas más terribles son las más eficaces. La pena de muerte por atentado contra un superior fue establecida cuando el oficial era noble y plebeyo el soldado. Ese castigo se conservó en los ejércitos de la República. Brindamour, nombrado general en mil setecientos noventa y dos, puso las costumbres del antiguo régimen al servicio de la Revolución, y fusiló con magnanimidad a los voluntarios. Al menos, Brindamour, convertido en general de la República, en lucha tenaz, lo sacrificaba todo a los apremios de la guerra; el caso era vencer. No se trataba de la vida de un hombre sino de la salvación de la patria.
—Lo que más castigaban y con más inexorable severidad los generales del año segundo —insinuó el archivero Mazure— era el robo. En el ejército del Norte fusilaron a un cazador por haber sustituido su viejo morrión por otro nuevo. Dos tambores, el mayor de los cuales tenía dieciocho años, fueron fusilados por apoderarse de unas humildes joyas en una granja. Eran tiempos heroicos.
—No solamente se fusilaba de continuo —replicó Bergeret— a los merodeadores en los ejércitos de la República. Se fusilaba también a los rebeldes. Esas tropas, tan glorificadas luego, eran conducidas y tratadas como carne de presidio, y apenas les daban de comer. Verdad que algunas veces tenían exigencias raras, como lo atestiguan los trescientos artilleros de la brigada treinta y tres, que, para pedir el año cuarto, en Mantua, lo que se les debía de sus haberes, apuntaron con los cañones a sus generales.
"¡Con aquellos mozos no era conveniente bromear! Hubieran ensartado, a falta de enemigos, a una docena de sus jefes. Tal es el espíritu heroico. Pero Dumanet aún no es un héroe. En la paz no se desarrolla semejante semilla. El sargento Brindoux no puede temer nada en su cuartel tranquilo. Y, sin embargo, le complace pensar que si un recluta le diese una bofetada sería fusilado a son de tambores. En tiempo de paz y de moderadas costumbres resulta excesivo, y, sin embargo, nadie lo dice; tal vez nadie lo piensa y a nadie preocupa. Es verdad que las penas de muerte sentenciadas en Consejo de guerra sólo en Argelia se cumplen, y se procura por todos los medios posibles evitar en Francia esas ceremonias marciales, que producirían, sin duda, mal efecto. Esto constituye la reprobación tácita del Código militar.
—Sería muy expuesto modificar la disciplina —dijo el señor Terremondre.
—Si ha visto usted en el patio del cuartel —adujo el señor Bergeret— a los nuevos reclutas que ingresan en las filas, no es posible que suponga necesario amenazar de muerte a esos jóvenes sumisos para mantenerlos en la obediencia. Sólo se preocupan, entristecidos y recelosos, de acabar los tres años de servicio; el sargento Brindoux se enternecería y compadecería lacrimosamente su lastimosa docilidad si no se viese obligado a infundirles terror para gozar de su poderoso prestigio; y no porque sea el sargento Brindoux más desalmado que otro cualquiera, sino porque, a un tiempo déspota y esclavo, se halla doblemente pervertido. No sabemos aún si Marco Aurelio, con los galones de sargento, hubiera tiranizado también a los reclutas. Sea como fuere, basta esa tiranía para mantener la sumisión atemperada por el disimulo, que resulta la virtud más necesaria del soldado en la paz.
"Hace tiempo que los códigos militares, con sus aparatosas amenazas de muerte, debieran estar sólo en los museos de horrores, junto a las llaves de la Bastilla y a las tenazas de la Inquisición.
—Las reformas del ejército han de ser meditadas muy prudentemente —dijo el señor de Terremondre—. Para el ciudadano, el ejército es la tranquilidad y la esperanza; también es la escuela del patriotismo. ¿Dónde, como en el ejército, podríamos encontrar abnegaciones y sacrificios voluntarios?
—Es cierto —añadió el señor Bergeret— que los hombres, como primera obligación social, aprenden a matar metódicamente a sus prójimos, y en los pueblos civilizados, la gloria carnicera es la mayor de las glorias, Al fin y al cabo, al Universo no le interesa mucho que sea o no sea el hombre incurablemente dañino y ruin, porque la Tierra no es más que una gota de lodo en el espacio, y el Sol, una burbuja de gas inflamada y al punto consumida.
—Veo —adujo el señor Fremont— que no profesa usted el credo positivista, y lo deduzco precisamente de la indiferencia que le inspira el ídolo gigante.
—¿A qué llama usted ídolo gigante? —preguntó el señor de Terremondre.
—Usted no ignora —respondió el señor Fremont— que los positivistas consideran al hombre como un animal reverenciador; Augusto Comte cuidó mucho de satisfacer sus necesidades, y después de reflexiones detenidas, laboriosas, dióle un ídolo, y ese ídolo fue "la Tierra". No por ateo; al contrario, Augusto Comte se afirmaba en la existencia de un principio creador; pero suponía difícil llegar al conocimiento de Dios. Y sus discípulos, que son hombres muy religiosos, celebran el culto de los muertos, el de los hombres útiles, el de la mujer y el del ídolo gigante: la Tierra. Se consagran a la dicha de los hombres y se preocupan de arreglar el planeta para que nos proporcione la mayor felicidad posible.
—Pues no ha de faltarles trabajo —dijo el señor Bergeret—, Desde luego, se nota que son optimistas; demuestran serlo con exceso, y esta predisposición de su mentalidad me sorprende. Resulta penoso imaginar que hombres reflexivos y sensatos como los positivistas acaricien la esperanza de hacer, con el tiempo, soportable y grata la existencia en una bolita que torpemente da vueltas en tomo de un sol amarillento y casi apagado, y nos arrastra como a unas pobres liendres sobre su corteza enmohecida. El ídolo... gigante no merece adoraciones.
El doctor Fornerol, conciliador, murmuró al oído del señor de Terremondre:
—Tendrá el señor Bergeret muchos motivos de disgusto para quejarse del Universo. A mí, no me parece del todo malo.
—Evidentemente —dijo el señor de Terremondre.