El maniquí de mimbre: IX
El señor Bergeret releyó los pensamientos de Marco Aurelio. Simpatizaba mucho con el esposo de Faustina. Sin embargo, advertía en aquella obra un sentimiento de la Naturaleza tan falso, una física tan deplorable, un desprecio tal de las caridades que no pudo saborear a su placer toda su grandeza. Leyó enseguida los cuentos del señor de Ouviüe y los de Eutrapel; inmediatamente leyó Cymbalum, de Desperiers; Les matinées, de Choliére, y Les serées, de Bouchet. Esta selecta lectura le satisfizo. La consideró más apropiada a sus circunstancias y, por consiguiente, más edificante, a propósito para comunicar una tranquilidad serena, una celestial placidez a su alma. Y dio gracias a los amables narradores que, desde la Mileto antigua, donde ya fue conocido el cuento del cubero, hasta la Borgoña salada, la dulce Turena y la grasienta Normandía, enseñaron al hombre la risa bondadosa y dispusieron a la plácida indulgencia los corazones irritados.
"Esos narradores —pensaba— que hacen fruncir el entrecejo a los moralistas austeros, a su vez son moralistas excelentes, a los que debemos admirar y bendecir por haber insinuado lindamente las soluciones más sencillas, más naturales, más humanas, a domésticas dificultades, que los orgullos y los odios encendidos en el corazón fiero del hombre pretenden resolver con el asesinato y la destrucción. ¡Oh narradores milesianos!... ¡Oh sutil Petronio!... ¡Amable Noel-du-Fail! ¡Oh precursores de La Fontaine!
¿Qué apóstol hubo más prudente y mejor que vosotros? ¿Por qué os llaman desvergonzados?... ¡Oh bienhechores, que nos enseñasteis la verdadera ciencia de la vida, un benévolo desprecio de los hombres!"
Y el señor Bergeret se persuadía de que nuestra soberbia es la causa principal de nuestras desdichas, que solamente nos diferencia de los monos el traje; que aplicamos con solemnidad principios de honor y de virtud en circunstancias que nos ridiculizan; que el Papa Bonifacio VIII discurría cuerdamente al considerar como pequeñeces agigantadas los más graves asuntos; que Amelia y Roux eran tan indignos de alabanza o de censura como una pareja de chimpancés. Sin embargo, tenía la imaginación demasiado clara para olvidar su parentesco íntimo con ambos primates. El mismo se creía un chimpancé meditabundo, y esto exaltaba su vanidad, porque siempre flaquea en algo el juicio.
Tampoco logró armonizar completamente sus máximas y su conducta. No tuvo violencias; pero no fue indulgente. No parecía un discípulo de aquellos narradores milesianos, latinos, florentinos, galos, cuya risueña filosofía era, en su opinión, la más conveniente para la ridicula Humanidad. No reprochó la conducta de la señora. No le dijo una palabra, ni la miró siquiera. Comía sentado frente a ella como si no la viese, y al tropezarla en alguna de las habitaciones de su aposento, cruzaba por su lado como si ella fuera para él un ser invisible.
Acostumbróse a ignorarla como si nunca hubiera existido. La suprimió de su conciencia externa y de su conciencia interna. La borró. En la casa, entre las múltiples atenciones de la vida común, no la veía ni la oía, ni reparaba en ella.
La señora de Bergeret fue siempre una criatura insultante y grosera; pero, al cabo, criatura humana y viviente. La consumía no poder prorrumpir en voces, en insultos, en gestos amenazadores, en chillidos: la desesperaba no sentirse ya la dueña de la casa, el alma de la cocina, la madre de familia, la matrona; se dolía de no influir, de no ser considerada no ya como una persona indiferente, pero ni siquiera como el objeto más despreciable. De buena gana se hubiera convertido en silla, en plato, en cualquier cosa de las mil que se necesitan y se atienden. Si el señor Bergeret le pusiera de pronto un cuchillo en la garganta, la sorpresa terrible, a pesar de su miedo instintivo, le hubiera causado alegría. Pero no preocupar, no intervenir en todo, no ser tomada en consideración era horrible para su naturaleza opaca y tosca. El suplicio monótono y continuado que le impuso el señor Bergeret le producía tales angustias, que se tragaba el pañuelo para contener los sollozos. Y el señor Bergeret, desde su estudio solitario, la oía sonarse ruidosamente en el comedor, mientras él clasificaba las papeletas de su Virgilius nauticus, tranquilo, sin amor y sin odio.
Amelia sentía invencibles y constantes deseos de sorprender a su marido en el estudio, que también le servía de alcoba y de impenetrable asilo de un pensamiento impenetrable, para pedirle perdón o injuriarlo con los más groseros insultos, rajarle la cara con el cuchillo de la cocina o clavárselo a sí misma en el pecho; cualquiera cosa mientras fuese advertida; sólo se proponía fijar su atención, existir para él. Aquello que se le negaba le parecía tan indispensable como el agua, el pan, el aire y la sal.
Despreciaba, como siempre, a Bergeret, porque su desprecio era hereditario, de familia, lo llevaba en la sangre. Dejaría de ser una Pouilly, sobrina de Pouilly, el del Diccionario, si hubiera reconocido alguna igualdad entre su marido y ella. No le despreciaba por haberle burlado, sino por ser ella una Pouilly de cuerpo entero y él un insignificante Bergeret. Tenía el buen criterio de no conceder a su aventura excesiva importancia, de no apoyar en su engaño su prestigio, y a lo sumo le molestaba que a su marido le hubiese faltado coraje para matar a Roux en aquel momento. Su desprecio constante y fijo no era susceptible de aumento ni disminución; pero no le odiaba, no le repugnaron jamás los roces y contactos con su marido en la vida matrimonial. Le atormentaba, le irritaba y le reprochaba que manchase la ropa, que no hiciese lo necesario para satisfacer a todos; le refería interminables cuentos y chismes de vecindad; le narraba historias vulgares y absurdas en las cuales todo era dudoso y pobre, hasta su malevolencia y su picardía. Un soplo de vanidad inflaba su espíritu, que nunca destiló venenos terribles ni pócimas complicadas.
La señora de Bergeret había nacido, sin duda, para vivir en buena inteligencia junto a un compañero al cual burlaría y oprimiría con la serena exuberancia de sus fuerzas en el funcionamiento normal de su organismo. Era sociable por la energía de su cuerpo y por su carencia de vida interior.
El señor Bergeret, de pronto insensible a su influjo, le hacía tanta falta como el marido ausente a una mujer virtuosa. Y, por añadidura, endeble y todo, considerado siempre insignificante y despreciable, aunque nunca molesto, aquel hombre le infundía temor. Al borrarla de su vida el señor Bergeret la convenció de su propio acabamiento. Amelia sentía un vacío dentro de sí; la anonadaban la tristeza, el espanto de aquella situación desconocida, inesperada, incomprensible, semejante a la soledad y a la muerte. Por la noche aumentaba su angustia cruel, porque su naturaleza era sensible a las influencias del espacio y de las horas. Desde su lecho miraba con horror el maniquí de mimbre que le había servido para entallar sus trajes durante muchos años, que se alzó, arrogante, sin cabeza, siempre tieso, en el estudio del señor Bergeret, y que al presente, chafado, torcido, se apoyaba contra el armario del espejo, a la sombra de los cortinajes de reps, color de vino. El tonelero Lenfant, que lo halló en su patio, entre las artesas donde nadaban y se lavaban los tapones de corcho, lo había entregado a la señora de Bergeret, la cual, sin atreverse a colocarlo de nuevo en el estudio, lo cobijó —informe, inservible, víctima de una venganza emblemática— en la alcoba conyugal, como representación de un maleficio siniestro.
Padecía mucho. Al levantarse una mañana, mientras un sol amarillento se deslizaba entre los cortinajes y clavaba sus rayos tristes en el maltrecho maniquí de mimbre, sintió, como nunca, su miserable infortunio, y se juzgó inocente, convencida ya de que su marido era cruel. Indignóse; no podía tolerar que Amelia Pouilly sufriese a causa de un Bergeret. Consultó mentalmente con el espíritu de su padre, y de este modo fortaleció su convencimiento: el señor Bergeret, hombre insignificante, no podía tener la pretensión de martirizarla. Su orgullo la tranquilizó, y aquel día tuvo ánimos para emperejilarse. Fue la misma de siempre, segura de que no había desmerecido poco ni mucho.
Era el santo de la señora de Leterrier, la esposa respetable del rector de la Universidad. La señora de Bergeret fue a visitarla y en el salón azul en presencia de la señora de Compagnón, esposa del catedrático de Matemáticas, lanzó —después de los más corteses preámbulos— un suspiro profundo, pero no de víctima; un suspiro de luchador que se apresta.
Y cuando tuvo preparado al auditorio, la señora de Bergeret dijo:
—Hay muchas causas de sufrimiento en la vida, sobre todo si no se tiene un carácter acomodaticio que nos permita pasar... ¡por lo que debemos pasar! ¡Usted es feliz, señora de Leterrier! ¡Usted es feliz, señora de Compagnón...!
Y la señora de Bergeret, prudente púdica, discreta, calló ante las miradas compasivas de las dos señoras universitarias, pues había dicho lo bastante para dar a entender que su marido la desatendía y la humillaba. En la ciudad se comentaban las asiduidades obsequiosas de Roux con Amelia; pero desde aquel día la señora de Leterrier alzóse contra la calumnia; y presentó a Roux como un joven correctísimo. Al hablar de la señora de Bergeret, con los ojos humedecidos por una lágrima, decía:
—Esa pobre señora merece compasión y respeto. En mes y medio, la buena sociedad quedó convencida, y se ocupaba con elogio de la señora de Bergeret. Se dijo que el catedrático era una mala persona, refractario a las visitas, porque despreciaba el trato cortés y ameno. Se dijo que manchaban su vida vicios ocultos y desórdenes vergonzosos. El señor Mazure —su amigo, su compañero en la tertulia de la librería, su camarada— creyó haberle visto cierta noche meterse de tapadillo en el café de la calle de Seminarios, centro de corrupción.
Mientras condenaban de tal modo al señor Bergeret las personas cultas y pudientes, el pueblo le creaba otra reputación. La caricatura grosera y simbólica dibujada en la puerta de su casa ofrecía rasgos borrosos; pero como en varias calles habían aparecido muñecos de la misma especie, no podía ir el señor a la Universidad, ni al paseo, ni a la librería sin descubrir en alguna pared, entre inscripciones obscenas, eróticas o triviales, algún retrato suyo, en el estilo rudimentario común a los pilluelos de todas las ciudades, trazado con un carbón, con un lápiz o con algún instrumento punzante, y acompañado siempre de un rótulo explicativo.
El señor Bergeret examinaba esos grafittos sin cólera ni turbación, asombrado solamente al ver cómo aumentaba su número. Había uno en la pared blanqueada de la vaquería de Goubeau, en la calle de Tintelleries; otro en la fachada amarilla de la Agencia Deniseau, plaza de San Exuperio; otro, en la esquina que forma la calle de la Manzana con la plaza del Mercado Viejo; otro, en el hotel Nivert, contiguo al hotel de Gromance; otro, en la Facultad, junto a la portería; otro, en la tapia del jardín de la Prefectura. Y cada mañana el señor Bergeret solía descubrir alguno más. Observó que los grafittos no habían sido trazados todos por una sola mano. En unos, la figura estaba hecha de un modo rudimentario; en otros, ofrecía un conjunto más perfecto, sin que ninguno alcanzara remotamente un parecido ni el menor asomo de arte; y en todos, la insuficiencia del dibujo estaba suplida por el rótulo. Nunca faltaban los cuernos sobre la cabeza en las repetidas efigies populares del señor Bergeret. Pudo advertir que la cornamenta salía unas veces del cráneo descubierto, y otras, del sombrero de copa.
"¡Dos procedimientos o escuelas diferentes!", pensó.
Y, a pesar de su mucha tranquilidad, sentía un poco mortificado su instinto de hombre delicado.