El músico de Mitrídates
El famoso Mitrídates, rey del Ponto, deliraba por la música, premiando generosamente á los que se distinguían en este arte difícil. De los músicos mas afamados entonces, lo era uno anciano, que generalmente asistía á palacio todas las noches, y que con una hija suya, joven y hermosa, sobre toda ponderación, daba lo que ahora llamamos conciertos, entreteniendo al príncipe y á la corte con piezas escogidas.
Mitrídates lo llenaba de distinciones y lo trataba con cariño, pero un dia en que él y su hija habían creído escederse á sí mismos, con todo, en el momento en que el pobre anciano esperaba el premio merecido, observó que el rey no hacia caso alguno y lo trataba, si no con desprecio, al menos con despego y con indiferencia.
Escesivamente susceptible, como todos los pobres honrados, volvió á su casa en la mayor desesperación, quedando su hija en palacio en el cuarto de las mujeres que la habían presentado, como sucedía algunas veces.
— ¿Qué habrá sido esto? ¡oh dioses! decia el anciano; el rey no se ha dignado ni siquiera mirarme, y sin embargo mi hija ha cantado como una diosa y yo he procurado sostenerme á la mayor altura á que he llegado jamás; me amenazará alguna desgracia? ¿qué será de mi? ¿qué será de mi pobre hija?
Solo y abatido por el terror, pasó la noche mas espantosa de su vida, y en efecto, motivo tenia. El rey no habló con él, el rey dehia estar ofendido, y el enojo de un rey era entonces la muerte, porque la vida de los hombres era mucho menos para ellos que lo es para nosotros la vida de un pájaro.
La luz del nuevo dia brillaba en el horizonte, cuando el terror y la angustia de toda la noche habían postrado al anciano de tal suerte que se quedó dormido. Este sueño reparador fué de pocos momentos, porque un grande ruido que se oyó en la calle y en la misma puerta de su casa lo despertó de aquel letargo. Abrió los ojos soñolientos y víó distintamente que su casa estaba llena de soldados y de gentes estrañas que rodeaban su cama obligándolo á levantar.
El anciano se incorporó, se puso de rodillas en el lecho, dobló las manos, y esclamó lleno de terror:
— Yo os suplico, soldados, en nombre de los dioses inmortales, que me perdonéis la vida.
Una carcajada atronadora fué su contestación.
— Levántate, anciano, le dijo el jefe de aquellas gentes; levántate y no tiembles.
— ¿Quién os envía?
— El rey.
— ¿Qué quiere de mí?
— Por ahora, que obedezcas y calles.
Después, dirigiendo la palabra á los que estaban junto á la puerta, les dijo:
— Esclavos y eunucos, llegad y haced lo que debéis. Los esclavos se llegaron al anciano y lo desnudaron completamente; luego, envolviéndolo en sábanas blanquísimas de finísimo hilo, lo cogieron en hombros y lo metieron en un baño de alabastro con agua saturada de esencias y perfumes.
El anciano decia entre sí:
— Voy á morir; sí, la víctima mas agradable á los dioses inmortales es la mejor perfumada: con ungüentos olorosos ungen los cadáveres de los que han sido ofrenda para la divinidad, ¡oh dioses inmortales! voy á morir.
— Vestidlo ya, dijo el jefe á los esclavos.
Inmediatamente lo sacaron del baño, y preciosas esclavas de rizados cabellos y trajes esbeltos, con ajorcas de oro en sus piernas y en sus brazos desnudos, le pusieron un magnífico vestido de púrpura, y adornaron su cabeza con el turbante oriental.
Luego, precedido de las mismas esclavas que bailaban voluptuosamebte, fué conducido á la habitación mas espaciosa de la casa.
¡Qué trasformacion! ¡aquello era un sueño de hadas! Las paredes estaban colgadas de pérsicos tapices, y cubiertas con ricos cuadros y espejos de acero bruñido de colosales dimensiones. Estatuas alabastrinas adornaban los ángulos de la sala, y al rededor de esta se hallaban colocados simétricamente abundantes almohadones de riquísimas telas.
En el centro se habia puesto una magnífica mesa cubierta de vajilla de oro, y llenos los platos de los manjares mas esquisitos.
El anciano, obedeciendo á los que lo conducían, se sentó.
El jefe dijo:
— Principiad.
En el acto algunos jóvenes sirvieron la mesa, y las preciosas esclavas, tomando en sus delicadas manos los instrumentos músicos, principiaron á tocar, bailar y cantar al mismo tiempo.
El anciano creia que soñaba, y se estregaba los ojos y se hería las carnes pellizcándose, por ver si conseguía despertar; pero no soñaba, estaba despierto, era una verdad cuanto pasaba ensurededor.
— Honra y gloria al querido de Mitrídates, repetían los esclavos.
De repente se oyó un clamoreo general, y gran ruido de gentes y de caballos que inundaban la calle.
— ¡Viva la reina! ¡viva la reina! gritaba el pueblo frenético.
Aquel estruendo llegaba ya á las puertas de la habitación.
— Gloria sea dada á la reina, que viene á honrar esta casa, dijo el jefe de los esclavos.
— ¡A mi casa! esclamó asombrado el anciano, ¡ah! ¡la reina viene á mi casa! esto es un sueño, no puede ser otra cosa que un sueño.
Las esclavas tañeron y cantaron con nuevo entusiasmo, la gritería se redoblaba y todo el mundo parecía volverse loco.
— ¡Viva la reina! esclamaron á una voz jefes y soldados, esclavos y esclavas, postrándose todos hasta dar con la cara en el suelo. La reina apareció en la puerta. El anciano la miró, fué á dar un paso hacia ella y cayó en tierra, esclamando:
— ¡¡¡Es mi hija!!!
— Sí, padre mió, dijo la reina, levantándolo y estrechándolo en sus brazos; soy Estratónica, soy tu hija, soy la reina del Ponto.
— Los dioses bendigan al rey, hija mía, y te bendigan á ti, porque honras á tu padre.
— El rey, padre mío, se enamoró anoche de mí, y anoche mismo se casó conmigo. Soy su mujer y quiere honrar al padre de la reina. Un caballo ricamente ataviado te espera á la puerta; y tu, vestído de púrpura, vas á ser conducido en triunfo por la ciudad, acompañado de los principales señores de la corte. ¡Padre mío, ya no tañerás la flauta para comer!
—¡Dioses inmortales! dadme fuerzas, dijo el anciano, porque tanta dicha me va á matar.
Y cayó desmayado en brazos de su hija.
— ¡Viva la reina! esclamó la multitud. Estrátónica, que fué buena hija, fué también buena esposa, y la mas querida de todas las de Mitrí dates.