El imperio jesuítico/La conquista espiritual

Nota: Se respeta la ortografía original de la época
La conquista espiritual

No todos los indios aceptaron la dominación jesuítica. Optaron por ella, casi exclusivamente, aquellos más vejados por los encomenderos, buscando el alivio, ya que eran incapaces de proporcionárselo por sí mismos, en una servidumbre menos cruel. Los reducidos fueron, pues, una minoría, faltando á la obra aquellos más bravíos, es decir los más interesantes.

Las reducciones de Quilmes y del Baradero, tan próximas, no obstante, á Buenos Aires, fueron un fracaso; igual puede decirse de las que intentaron evangelizar la Patagonia; siendo las calchaquíes enteramente destruidas y saqueadas cuando la rebelión de Bohórquez, á pesar de que parecían aseguradas por un gran éxito industrial.

Pasando por alto las tribus pequeñas no reducidas, como los salvajísimos nalimegas, los guatás, los ninaquiguilás, etc., y no contando sino las naciones que contenían muchas parcialidades, se tiene el siguiente resultado de rehacios:

Los guayanás, nación tan numerosa que se la creía formada por todas las tribus no guaraníes, siendo de notar que esta denominación comprendía entonces sólo á los indios reducidos. Era gente docilísima, sin embargo; jamás causó daño á las reducciones, con las cuales vivía en continua relación, ayudando á los conversos en el trabajo de los yerbales mediante algunas baratijas.

Seguían por orden de su importancia numérica ó guerrera, los charrúas; los tupíes, tan huraños que se dejaban morir de hambre cuando caían prisioneros; los bugres; los mbayás; los payaguás; los belicosos tobas; los feroces mocovíes y otros muchos, sobre todo chaqueños.

La defección de los guanás y de los jarós, prueba cuan débiles fueron en realidad los lazos que los unían á aquella rudimentaria civilización.

Con inmenso trabajo habían conseguido los P.P. reducirlos, cuando un día se presentaron á su director, comunicándole que se hallaban resueltos á adoptar su antigua vida; pues el Dios que se les predicaba era una deidad muy incómoda, á causa de que estando en todas partes no había cómo librarse de su fiscalización. El estado intelectual de aquellos indios, se revela con harta claridad en ese argumento.

Otra misión también fracasada fué la de los guaycurúes, salvajes belicosos cuya reducción habría convenido efectuar; pero los P.P. tuvieron que abandonarlos á los diecisiete años de esfuerzos infructuosos.

El aislamiento de las tribus, su miseria y sus rivalidades; el dominio laico establecido ya; las identidades religiosas hábilmente explotadas, eran circunstancias favorables á la reducción. Los P.P. habían encontrado que el Pay Zumé, vaga deidad á la cual rendían cierto culto los guaraníes, no podía haber sido otro que el apóstol Santo Tomás (padre Tomé) adaptando á la región una de las tantas leyendas religiosas que el fanatismo dominante creyó notar esparcidas por las selvas americanas, á favor de caprichosas semejanzas eufónicas entre las lenguas, ó de coincidencias mitológicas-como el hallazgo de las dos tribus hebreas, perdidas desde el cisma de Roboam, el rastro evangélico que se creía determinar en el uso indígena de la cruz como símbolo religioso, y aquella pretendida predicación de Santo Tomás.

Tuvo su éxito la leyenda, que los P.P. aplicaron á su sabor y quizá de buena fe, aprovechando el tradicionalismo forzosamente confuso de tribus sin literatura. La veneración de la cruz (que era igualmente quichua y calchaquina) se las había enseñado el apóstol; sus huellas quedaban grabadas en las areniscas, y era él quien les había dado la posesión de aquellas tierras. Esto último lo alegarían después los indios como argumento, ante los comisarios ejecutores del tratado de 1750.

Su cosmogonía infantil, así como su creencia en la inmortalidad del alma y su temor á los espectros, se prestaban á cualquier adaptación en poder más listo; su falta de patriotismo, en el sentido elevado que hace de este sentimiento una fuerza, y la facilidad con que todos entendían el guaraní, tronco de sus dialectos, agregaban nuevas facilidades á la obra evangelizadora. La misma poligamia, que es el obstáculo más arduo de las misiones, no pasaba, para la mayoría, de una aspiración casi nunca realizada.

Cuando los P.P. se convencieron de que la seducción no bastaba para atraer á los guaraníes más salvajes, no obstante su inmediación, echaron mano, como dije, de medios más expeditos.

Uno de ellos fué la compra de los prisioneros de guerra que las tribus se hacían, aun cuando ello implicaba fomentar la discordia; pues lo esencial era, como se advierte sin esfuerzo, el establecimiento del Imperio. Otro consistió en el empleo de neófitos ladinos, que procuraban introducirse en las tribus para inducirlas al nuevo estado. Los indios que conseguían atraer á su culto, daban el pretexto para una intervención más decisiva.

Llegaban entonces los PP. á la tribu, diciéndose atraídos por la fama del cacique á quien lisonjeaban y regalaban, produciendo entre todos la consiguiente agitación.

Cualquier incidente sucesivo-la protesta del hechicero que, por de contado, se alzaba contra los intrusos; la negativa del cacique solicitado, su coacción sobre los flamantes conversos-eran interpretadas con carácter agresivo, justificando la intervención de las armas.

Los PP. unían en su obra lo divino á lo humano, con fino espíritu práctico, y nunca la emprendían sin el correspondiente concurso militar. Ya los que entraron á la Guayra en 1609, llevaban su escolta de mosqueteros [1].

Quedaban, por lo demás, los otros arbitrios del caso para apoyar la acción bélica. Sucesos impresionantes, como las borrascas, estampas que representaban los tormentos del infierno ó la bienaventuranza de los santos, aplicados con oportunidad al asunto y en fácil competencia con míseros hechiceros, les daban pronto la ventaja. Estos eran, sobre todo, médicos; y es de imaginar cómo saldría aquella ciencia, base de su prestigio, en pugna con hombres civilizados y sagaces cuyos actos resultaban milagrosos en relación.

Las acciones de guerra, no producían sino triunfos; y fueron combates célebres de aquellos tiempos, los que el bravo guaraní Maracaná, dirigido por los PP., libró, saliendo victorioso, contra los caciques Taubicí y Atiguajé. El primero, que era brujo además, fué arrojado á un río con una piedra al cuello.

Tres otros más, Yaguá-Pitá, Guirá-Verá y Chimboí, muertos los dos primeros en pelea y gravemente herido el otro, acabaron de cimentar el prestigio de los PP., hasta bajo la faz militar. Llegaron á sostener verdaderos sitios, en campos atrincherados y con buena táctica, como lo demostró el P. Fildi en su lucha contra Guirá- Verá.

Escasas fueron las represalias, contándose en total cinco asesinatos de misioneros: los PP. González, Mendoza, Castañares, Castillo y Rodríguez. Las leyendas milagrosas pulularon en torno de estos sucesos. Decíase que el corazón del P. González había hablado desde su fosa, y que el fuego se negó á consumir su cuerpo. El celo de los misioneros se avivó con esto, habiendo algunos que, en su lecho de muerte, lamentaban no haber recibido el martirio.

Pero la masa cedió en todas partes con notable docilidad, aunque no creo, como sostienen los escritores clericales, que fué organizada por los jesuitas en la única forma posible, dadas sus condiciones morales.

Se ha pretendido, en efecto, que el comunismo estaba requerido por su naturaleza ociosa é imprevisora; el aislamiento, por su variabilidad que constantemente la exponía á intentar aventuras fuera del patrocinio jesuítico; la adopción exclusiva de su idioma, porque no toleraba el español. Será así; pero el caso es que no hay indicio de un solo ensayo contradictorio, útil por demás, si no se quería hacer del indígena un incapaz en perenne tutela.

Mi opinión es que los PP., tomando como base de organización social la de su propio instituto, que lógicamente les parecería la mejor, hicieron de las reducciones una gran «Compañía», en la cual no faltaban ni el comunismo reglamentario, ni el silencio característico. En los pueblos no se cantaba sino los días de precepto, y hasta los juegos de los niños carecían de espontaneidad. Todo estaba reglado á son de campana, y á la voluntad exclusiva de los religiosos.

La evangelización se detuvo, en cuanto el éxito que aseguraban los privilegios concedidos por la Corona, y la fertilidad del país, determinaron el carácter proficuo de la empresa. El ideal místico cedió entonces el campo al económico, por más que continuara influyendo con su prestigio ya probado, al éxito de este último. Entonces, toda la actividad de aquellas factorías religiosas se consagró á buscar la salida marítima, que la conquista laica había intentado con la expedición de Chaves, por el Mamoré y el Marañón. En este propósito iba á experimentar su primer revés.

Algunos deportados lusitanos y piratas holandeses, habían fundado en la provincia brasileña de San Pablo, una especie de colonia libertaria, que se mantenía explotando á su guisa el trabajo de los indios. El choque era inevitable entre aquellas dos fuerzas que iban hacia el mismo fin, usando medios de todo punto opuestos. Eran el self made man de un tipo, contra el de otro antagónico, y se disputaron la supremacía con encarnizamiento mortal.

La humanidad y la civilización tienen que estar con los jesuitas en esa lucha, pues ellos representaban la defensa del débil contra semejantes hordas de facinerosos sin ley; mas el problema que aquella implica, no es solamente sentimental. Reside ante todo en la desigual condición que creaba á los «paulistas» el privilegio jesuítico, con sus exenciones contributivas, y la intervención del gobierno para poner bajo tal influjo á los indios [2].

Tremenda fué su invasión de la Guayra. Entraron á sangre y fuego, con ánimo de arrasar para siempre el foco rival, y lo ejecutaron casi sin oposición. Aquella soldadesca sugería horrores salvajes con su desarrapada masa, su armamento irregular hasta lo monstruoso, sus morriones de cuero crudo y sus corazas de algodón.

Lleváronse de calles toda resistencia, maltratando á los jesuítas que procuraron detenerlos, y aun asesinándolos como al P. Arias. Ni los ornamentos sagrados con que los encontraban revestidos, eran poderosos á contenerlos. Saquearon y profanaron lo mismo los hogares que las iglesias.

A un tiempo destruyeron las reducciones de la Guayra y del Tape; mas como toda montonera, carecieron de constancia, y hartos de botín no pensaron sino en gozarlo. A esto debieron los PP. la relativa eficacia de su retirada.

No obstante, el golpe fué espantoso. Los montes quedaron llenos de niños y de moribundos, que se rezagaban del rebaño de esclavos conducido en insolente triunfo. A sesenta mil lo hacen llegar los jesuítas contemporáneos. En vano el P. Maceta se trasladó al Brasil en demanda de justicia. No la había contra los montoneros enriquecidos, que ya empezaban á hablar de un nuevo ataque. Aquel no tuvo otro recurso que regresar, para evitarlo con la fuga, decidiéndose en consecuencia el abandono de las trece reducciones guayranas.

Bajo las órdenes del P. Montoya, doce mil personas, con setecientas barcas, se movieron aguas abajo del Paraná, en dirección al actual territorio de Misiones. Memorables fueron aquellas jornadas por sus peripecias trágicas, como el destrozo de las canoas en las rompientes de la gran catarata, y la peste que azotó á los expedicionarios. Estos hasta debieron suspender su viaje, durante toda una estación, mientras sembraban y recogían lo necesario para mantenerse; y si algo resalta con admirables caracteres en ese éxodo colosal, es la figura del P. Montoya, apóstol digno de la epopeya por su heroísmo y por su genio.

Las orillas del Yabebirí, á donde arribaron por último los emigrados, sustentaban diez reducciones desde 1611. Allá fueron acogidos, empezando recién con su establecimiento la existencia firme del núcleo central del Imperio, y las fundaciones definitivas que, andando el tiempo, serían los treinta y tres pueblos célebres. Las trece primeras recibieron los mismos nombres que las abandonadas de la Guayra, estribando en esto, sin duda, los errores cronológicos de Azara y de sus secuaces.

Así, pues, el centro del Imperio se había desplazado; pero aquellos hombres, con un tesón digno seguramente del triunfo, no abandonaron su proyecto.

Treinta años después, florecía ya vigorosa la conquista espiritual en el nuevo territorio, á través del cual, y dominando ambas márgenes del Uruguay, penetraba otra vez por el Brasil cuya costa buscaría, sin perder su objetivo, á la altura de Porto Alegre.

Una vez reorganizada, su rendimiento fué más que satisfactorio, como va á verse; aunque resulte tan exagerado atribuirle un carácter comercial exclusivo, como negárselo del todo. En realidad, los PP. no tenían por qué rehusar un justo provecho, con mayor razón cuando no era para su enriquecimiento personal.

Los escritores clericales se han empeñado en demostrar, exagerando á mi ver su objeto, que los indios andaban muy livianos de trabajo con aquel régimen, disfrutando, mejor dicho, de un ocio disimulado. No lo indica así el rápido progreso de las Misiones, donde los PP. eran además muy pocos (dos comúnmente en cada una) para que su trabajo personal influyera. Si la dificultad está en conjeturar el paradero de sus saldos favorables, yo no la veo. Al fin, aquella era una obra humana, y no me parece que se dezluzca por un éxito más, como sería el industrial. Su producto amonedado, iría naturalmente á poder del generalato, invirtiéndose en bien de la orden y de la religión; porque en cuanto á existir utilidad, ella es evidente [3].

Una estricta economía imperaba en las reducciones. Todos los productos eran almacenados, proveyendo los P.P. á la manutención de cada una, con la administración de los depósitos, y enviando el resto á Buenos Aires, de donde volvían en retorno efectos de consumo y ornamentos, previa deducción del tributo eclesiástico y civil.

Pero las necesidades de la población no eran grandes. Como tejidos, usaba exclusivamente el algodón, producido y labrado allá mismo, y andaba toda descalza. Su alimentación era también producto de la tierra, con la excepción única de la sal, que se importaba; sus viviendas no requerían ningún material extranjero; armas y pólvora, allá se fabricaban; lujo, no existía, pues la vida era para todos reglamentariamente igual, y en cuanto á los objetos del culto, éstos, por su propio destino, exigen pocas reposiciones.

Ahora bien, solamente los yerbales de los siete pueblos situados en la margen izquierda del Uruguay, estaban estimados en un millón de pesos; los algodonales eran vastísimos; las dehesas muy pobladas; la industria daba para exportar tejidos y artefactos á las comarcas limítrofes. Las reducciones producían, pues, mucho más de lo que gastaban.

Doblas, que las conoció ya en decadencia, hizo un cálculo de los gastos y recursos cuyo promedio podía atribuirse á cada pueblo, y esto será mi base para estimar la producción total, no sólo porque se trata de datos oficiales en los que no cabe suponer exageración, pues ella habría redundado en todo caso contra su autor, [4] sino porque éste era más bien amigo de los jesuitas.

Calculaba el citado funcionario el gasto de un pueblo de 1200 habitantes [5], en 8000 pesos anuales, incluyendo sueldos de administración y de curato, que no existían en tiempo de los jesuítas; y el producto en 40 á 50 pesos por habitante, más 3000 de los ganados.

Suponiendo mil personas de trabajo, para descontar doscientas por enfermas é impedidas, pues todo el mundo se ocupaba desde los cinco años, queda á favor de la producción un saldo de 30.000 pesos en números redondos.

Durante el dominio jesuítico, la población de las reducciones alcanzó á 150.000 habitantes (en 1743) pero no quiero contarla sino por 100.000-aunque ya en 1715 subía á 117.488-para atribuir al resto los niños menores de cinco años y los enfermos, muy escasos por lo demás, dada la salubridad del clima.

Incluyendo en los 40 pesos [6] por habitante, que Doblas señala como el término más bajo de su estima, el producto de los ganados también, resultan 4.000.000 anuales.

Pongamos un millón de gastos. En realidad se rían 668.000 pesos exactamente; pero debe agregarse á esta suma los dispendios ocasionados por las fiestas patronales, que calcularé en 1.000 pesos cada una para no regatear, pues Doblas asignaba de 3 á 400 á las más modestas. A una por pueblo son 33.000 pesos; quedando todavía más de 300.000 como exceso favorable, al cual puede imputarse las mercaderías y ornamentos importados.

Y bien; con todas estas concesiones, el resultado es estupendo todavía; pues no contando sino desde 1700, á pesar de que antes de esta fecha la producción era ya muy fuerte, salen más de doscientos millones líquidos.

Doblas era comerciante y sabría apreciar bien; pero rebájese su cálculo de producción á la mitad; exclúyase la circunstancia de haber sido verificado durante la decadencia del Imperio, y siempre se tendrá cien millones en sesenta y siete años; lo cual, dado el valor de la moneda en aquella época, representa una sólida explotación[7].

No es cierto, pues, que el producto de las reducciones, se invirtiera todo en su provecho. Aun asignándoles gastos exagerados, como acaba de verse, éstos no llegan ni con mucho á equipararlo.

La cría de ganados alcanzó en ellas una importancia notable. Los campos de Corrientes y Río Grande se poblaron de estancias, con veinte y treinta mil cabezas cada una; pero como á todos los pueblos correspondía un plantel para el consumo, los del actual territorio de Misiones tenían que importar sal necesariamente. Creo que el sistema de evaporación, mencionado en el Capítulo II, debió de suministrarla para los ganados, siendo muy económico, así como el transporte que se haría en carretas por los excelentes caminos de la época.

Unas reducciones explotaban de preferencia la ganadería y otras la agricultura, en las producciones generales del territorio, siendo las más importantes la yerba y el algodón. Había cañaverales de azúcar, pero no sé que los trapiches suministraran este producto; su rendimiento casi exclusivo, en todo caso, fué de melaza, tal como sucede hoy. El bosque daba también yerba, si de calidad inferior á la hortense, en cantidad mucho mayor; y su transporte se verificaba por los ríos hasta Buenos Aires, en monstruosas jangadas que cargaban hasta cien mil kilogramos y navegaban casi al azar de la corriente.

El monopolio jesuítico era absoluto, pues en las reducciones no circulaba moneda alguna [8]. Como, por otra parte, la entrada de comerciantes en ellas se hacía casi imposible, pues de las treinta y tres sólo podían comerciar libremente seis, en la margen derecha del Paraná, los P.P. eran los únicos exportadores; naciendo de aquí su interés, así en dominar los dos ríos, como en tener por suya la salida al Océano.

Se ha dicho que el comunismo aquel, constituía la felicidad misma, al no admitir pobres ni ricos; y ello resultara discutible, de haber sido los indios sus propios administradores. Pero bajo la tutela absoluta de los P.P., quienes disponían sin limitación de las ganancias, aquello no fué otra cosa que un imperio teocrático, en el cual todos eran pobres realmente, excepto los amos.

Ni la comida tenían suya, como éstos no se la concedieran; el vestido era un uniforme sumamente ligero: calzón, camisa y gorro de algodón para los hombres; para las mujeres un tipoy de la misma sustancia-y ya dije que todos iban descalzos. La comida, casi enteramente vegetal, era un ordinario de mote y mandioca, bueno y abundante.

En todo se mostraba la disciplina monástica, á la cual concurrió con eficacia el aislamiento. Desde el territorio, arcifinio como era, hasta el idioma indígena, conservado con exclusión rigurosa del español, las circunstancias convergían al mismo fin. La salida marítima, tan empeñosamente buscada, tenía, fuera de su importancia comercial, un objeto idéntico.

Buenos Aires formaba un escollo permanente al propósito teocrático, por el espíritu liberal que le venía de sus relaciones con el comercio hereje y por el contrabando de libros prohibidos; siendo por otra parte los jesuítas, la más pequeña de sus comunidades. Evitarlo, formaba parte del proyecto general, con más que así escapaban al control de la autoridad civil.

Aquel poderío en aquel aislamiento, dió al Imperio una existencia indiscutible en el hecho, bien que políticamente formara parte de la monarquía española. El único obstáculo á la autonomía, hubiera sido el gobierno aquel; pero como los jesuítas le realizaban aquí su ideal del Imperio Cristiano, lejos de impedírselo los incitaba más cada vez. Y de tal modo era estrecha esta relación, que el auge de las Misiones empezó coincidiendo con una idea dominante del monarca, perfectamente clara como indicio sincrónico: el dogma de la Inmaculada Concepción, ideal teológico de los jesuítas.

El Superior de las reducciones era nombrado directamente desde Roma por el general de la Compañía, con entera independencia de la iglesia local. Residía en Yapeyú, con todas las potestades de un obispo, pues hasta facultado estaba para administrar la confirmación. El obispo Cárdenas, y Antequera, para no recordar sino los conflictos más célebres, experimentaron el poder de los P.P., siendo echado de las reducciones el primero y malogrado así su objeto de fiscalizarlas; en tanto que el segundo, dejó la cabeza en la demanda [9].Pero debe agregarse que la orden no perdió en su aislamiento discrecional la disciplina característica. Castos y sobrios, sus miembros predicaban con el ejemplo. Su tendencia estudiosa no se relajó al contacto enervante de la selva, residiendo ante todo su prestigio en el talento y en la virtud.

Uno de ellos, el P. Suárez, cosmógrafo distinguido, se construyó por su propia mano los instrumentos más necesarios de su ciencia: anteojos hasta de cinco pies, y un reloj astronómico, que marino tan competente como Alvear, tuvo por obra notable [10].

Hay todavía restos de cuadrantes solares en los pueblos jesuíticos. Puedo mencionar entre otros, uno restaurado en San Javier; otro bastante destruído en Concepción, pues el cubo donde está trazado lo picaron á cincel en busca de tesoros; y uno en la iglesia de Jesús (Paraguay) que los jesuitas dejaron inconclusa. Estaba dedicado, sin duda, á regular el trabajo de los constructores, pues para trazarlo se había revocado provisoriamente un pedazo de pared, donde iba á servir ínterin se llegaba á cerrar la bóveda.

Varias imprentas editaban libros religiosos, teniéndose noticias de cinco, que fueron instaladas en San Miguel, Santa María, San Javier, Loreto y Corpus. El carácter de sus impresiones, como podrá verlo el lector, no difería del dominante en aquella época. Mis ilustraciones proceden de la Historia y Bibliografía de la Imprenta en la América Española por José T. Medina, obra que me señaló como lo mejor para mi objeto, el director de nuestra Biblioteca Nacional, señor P. Groussac, cuya cortesía agradezco de paso; ambas reproducen facsímiles del célebre libro místico del P. Juan Eusebio Nieremberg, De la diferencia entre lo Temporal y Eterno etc., traducido al guaraní por el S. J. José Serrano. El texto pertenece á la primera página [11], y la lámina, una

de las cuarenta y cuatro que lo ilustraban, á la 96; habiéndolos preferido, por tratarse de la obra tipográfica más considerable que produjeron las imprentas de las reducciones en su corto funcionamiento. Éste apenas alcanzó, en efecto, á veintidós años (de 1705 á 1727) sin que se sepa á ciencia cierta por qué fueron suspendidas las publicaciones. Poco dado á las novedades sin objeto, he preferido una modesta reproducción de aquellos trabajos, con tal que ella presente al lector el mejor ejemplar posible.
Fac-símile de la primera página del libro del P. Nieremberg.
(reducido)


Había también escuelas en todos los pueblos; pero así éstas como las imprentas, empleaban únicamente el guaraní. Los libros de los P.P. eran naturalmente en latín y venían de Europa en su mayor parte.

La uniformidad topográfica de los pueblos, no manifestaba sino leves excepciones.

Una plaza de 125 metros por costado, con la iglesia, el convento y el cementerio en uno de ellos. En los tres restantes, casas generalmente de piedra, con galerías corridas que permitían andar á cubierto.

Desembocaban á la plaza, calles formadas por dos hileras de habitaciones. Cada hilera estaba aislada, siendo variable y hasta irregular el ancho de las calles intermedias sombreadas por naranjos, tanto más necesarios, cuanto que se cocinaba frente á las puertas. Dichas hileras formaban manzanas, lo cual daba al conjunto un aspecto enteramente rectangular. Las calles no tenían veredas [12].

Las casas, con una puerta al frente y una ventana á su lado, constaban, pues, de una sola habitación que no comunicaba con las vecinas. Estas puertas, daban además al muro trasero de las que formaban la hilera subsiguiente, con el objeto, según parece, de evitar el comadreo. Sin embargo, en las ruinas paraguayas de Jesús y de Trinidad, algunas tenían ventanas y aún puertas al fondo.

Construídas con gruesos bloques de piedra tacurú, cuya disposición prismática se aprovechaba, acabando de labrarlas en esta forma, su mortero más común era el barro. Tampoco lo ne
Una lámina del libro del P. Nieremberg.
cesitaban mucho, dado el amplio basamento de aquellos sillares, y por lo general no se lo empleaba sino para tomar las junturas [13]. Otras eran de piedra, nada más que hasta la mitad de los muros, formando una gruesa tapia el resto; muy pocas de arenisca, y éstas sólo en los pueblos de más reciente fundación; bastantes de tapia y de adobe. Los techos, de tejas solidísimas, que en ciertos pueblos se conservan aún á millares, eran de dos aguas, muy rápidas por causa de las lluvias continuas, lo cual exageraba su aspecto de capuchas; y los frontis de algunas viviendas de las plazas, ostentaban cresterías formadas por medias lunas de piedra. Por lo común el piso era de tierra; pero las principales, así como las celdas de los P.P., estaban soladas con baldosas exagonales, muchas enteras todavía, del propio modo que sus almorrefas correspondientes. Casi en ninguna se usaba revoque, con excepción de las que encuadraban la plaza, teniendo éstas, además, por adorno, un florón de alto relieve en el tímpano. La capacidad media era de cinco metros por cinco, y cada cual bastaba á una familia. Pesadas puertas de urunday completaban el edificio. Su interior era muy fresco, así por el gran espesor de las paredes, como por el cañizo que formaba su plafón; pero reinaba en él una suciedad verdaderamente indígena. Excavando en las ruinas, para dar con el piso antiguo, se encuentra, al alcanzar su nivel, los trozos de baldosa todavía cubiertos de hollín y de pringue. El aspecto exterior debía de ser muy pintoresco, por el contraste de los tejados rojos con el verdor metálico del naranjal. Acentuaría esta impresión la aspereza leonada de los muros, con su matiz de cemento antiguo, cuando no el suave rosa del gres, dando cierto carácter grandioso al conjunto la recia fábrica de aquellos edificios. Los muros, atizonados con fuertes machos de urunday, han resistido á todos los azotes, enlazados sus sillares sin desencajarse, por raíces de árboles que vinieron á buscar en sus junturas la tierra negra del mortero. Son ahora robustos ejemplares-higueras silvestres, naranjos y hasta cedros, que se balancean en agreste intrusión sobre ese arrasado salmer ó aquella desequilibrada imposta.
SAN JOSÉ
Una poderosa tapia, ó un foso profundo, defendían los recintos, sobre todo aquellos situados en la costa del Uruguay y más expuestos, por consiguiente, á las incursiones mamelucas [14]. A veces se combinaba las dos defensas, soliendo ser el foso una continuación de los arroyos entre los cuales estaba situado casi siempre el pueblo, y cuyos inexpugnables sotos componían una trinchera natural.

El lector tiene á la vista un plano de la antigua reducción de San José, cuyas líneas de defensa he reconstruído, considerándolas un caso típico de combinación entre la muralla y la zanja, servida y completada ésta por arroyos de vado muy estrecho.

Las ruinas son un montón informe de tierra, pues en aquel pueblo predominó la tapia; de modo que el plano se limita á calcular su distribución dada el área que abrazan y la capacidad de ciertas habitaciones, vagamente determinadas por la situación de algunos machos enhiestos, sin pretender fijar exactamente otra cosa que la trinchera.

A distancias variables entre quinientos y dos mil metros del pueblo mismo, estaban los puestos que vigilaban el potrero inmediato; las atalayas situadas con buen artificio; las ermitas en que se recluían los penitentes para sus prácticas, ó adonde iban ciertas procesiones como la de Vía Crucis; las canteras de asperón ó de escoria y una ó dos fuentes para baños y lavaderos.

Manantiales captados con la mayor solidez en pequeñas cisternas de piedra, formaban estas fuentes, cuyo piso empedrado se encuentra á poco de sondearlo, así como sus bordes de piedra labrada. Más adelante hallará el lector la descripción de una.

Preferíase para situar la población una meseta, por razones de salubridad y de vigilancia; y tanto esta posición como las defensas, y la distribución de los edificios que los jesuitas ajustaron estrictamente á la ley [15], daban á los pueblos esa perfecta igualdad notada por los viajeros en las ciudades chinas; pues de tal modo gobiernan las ideas al mundo, que el espíritu quietista produce los mismos efectos materiales á través del tiempo y del espacio.

El convento, agregado á la iglesia, estaba dividido en dos porciones correspondientes á otros tantos grandes patios. En el primero, vasto rectángulo de 60 ms. X 40, regularmente, se hallaban las celdas, de 6 ms. X 6, todas blanqueadas y con argollas fijas en los muros para colgar hamacas. El claustro era de una arquería pesada y suntuosa; y sus pilares de 0.20 á 0.40 ms. de cara, tenían hasta 4 ms. de elevación.

Hallábanse así mismo en este patio, el depósito común del pueblo, la armería y la escuela. El refectorio tenía un sótano espacioso, muy requerido por el ardor del clima. Caminos subteráneos ponían además en comunicación al convento con el pueblo, sin duda por razones de vigilancia sobre los indios; otro iba á dar á la cripta, que caía bajo las gradas del altar mayor, y en la cual se depositaba los restos de los P.P. solamente. Calculaban estos sepulcros para mucho tiempo, pues la de Trinidad (Paraguay) tenía quince, y ya se sabe que sólo había dos P. P. por reducci6n.

En el segundo patio estaban los talleres de diversos oficios, contándose entre éstos pintores, doradores, escultores, fabricantes de utensilios en cuerno y madera y hasta relojeros. Remataba la distribución una quinta que era verdaderamente magnífica, durando hasta hoy sus naranjales.

La pompa de aquellos pueblos estaba en la iglesia, suntuosa y espaciosísima, de tres y cinco naves, variando sus dimensiones entre 70 ms. de largo por 20 de ancho (San Luis en el Brasil) y 74 por 27 (Trinidad en el Paraguay).

Eran tan ricas, que cuando el general Chagas saqueó los diez pueblos de la margen izquierda del Uruguay en 1817 [16], no obstante haber sido depredadas ya las iglesias por sacristanes y comisionados de la Corona, pudo enviar á Porto Alegre, como botín de guerra, 579 ornamentos de plata que dieron un total de 750 kgs.

Suntuosa era su decoración, así como la indumentaria de sus imágenes, toda en terciopelo y brocado. Los ornamentos, hasta las campanillas, eran de plata. Las paredes adornadas con vivas pinturas y los retablos profusamente dorados, hacían resplandecer el interior como un cofre de joyas bajo el resplandor cirial de las fiestas. Algunas poseían órganos de madera, construídos allá mismo bajo la dirección de los P.P. Los púlpitos y los confesonarios, verdaderamente erizados de adornos que variaban desde los lazos y lambrequines de un plateresco recargadísimo, hasta las más profanas cariátides, entre las cuales contaban faunos y sirenas; la profusión de santos y candelabros, completaban aquella impresión de pompa; y un alfarje de artesones riquísimos, revestía la bóveda con su dorado cedro.

Afuera se dejaba desnuda la piedra, con excepción de la cúpula y á veces del frontispicio. Adornaba los muros una profusión de nichos, con imágenes de asperón bastante bien esculpidas. El campanario de madera ó de piedra, cuadrado ó redondo, tenía muchas campanas-nunc menos de seis-fundidas algunas con cobre de la región; un atrio, empedrado con losas de arenisca, daba acceso al templo; el pórtico estaba sostenido por pilares de urunday, que dan idea de los árboles en cuyos troncos fueron labrados. En Mártires queda enhiesto uno de 7.50 ms. y en Trinidad hay dos de 9 X 0.60 de cara. Una barbacana que reforzaban columnitas abalaustradas, circuía todo el edificio. Los muros eran de tapia en las iglesias más antiguas, como la de San Carlos; de mampostería seca en piedra tacurú, como la de Apóstoles; de lajas y sillares de asperón asentado en barro, como la de San Ignacio; de sillares de asperón, tomadas las junturas con cal, como la de Trinidad; del mismo material asentado en argamasa, como la inconclusa de Jesús; siendo de notar que sólo en estos dos últimos tipos, están descargados por poderosos estribos. Inmediato á ellas se extendía el cementerio, con sus tumbas cubiertas por lápidas de arenisca que llevaban inscripciones en latín ó guaraní. Una cruz de piedra lo coronaba generalmente. Sobre él daban los calabozos, de una solidez aplastadora y muros hasta de 2.50 ms. de espesor, que aislaban enteramente al preso hasta de los rumores mundanos. En una especie de ermita, situada bajo el bosque que circunda las ruinas de San Ignacio, se encontró una barra de grillos remachados, siendo de creer que se trataba de un presidio [17].

Considero oportuno decir dos palabras á propósito, sobre los subterráneos jesuíticos. Ellos han atizado, junto con las minas y los tesoros ocultos, la fantasía de la región [18]. Ya he dicho el destino que en mi opinión tenían, aunque por allá se asegura una cantidad de cosas espeluznantes. Puede que sirvieran alguna vaz de cárcel, mas no creo que se halle gran cosa al explorarlos. Conozco dos: el de Santa María y el de San Javier. Aquel sigue la línea de una ruina que debe de haber sido un salón del convento. Tendrá 12 ms. de longitud, estando obstruído por un derrumbe, y 4 de profundidad. Es un angosto pasadizo subterráneo, revestido de piedra tacurú. El de San Javier tiene todo el aspecto de una bodega. Su entrada está reducida por los derrumbes á un agujero de 0.50 ms. Es de bóveda muy recia, también en piedra tacurú, y mide 6 ms. de largo por 2 de ancho. En sus paredes hay diversos nichos, quizá ocupados en su época por pequeñas imágenes, pues dada su situación me inclino á creer que fuera una especie de sacristía subterránea. Es muy húmedo, pero se respira en él sin dificultad; y la media docena de murciélagos que lo habita, no forma obstáculo alguno. Hasta le da su detallito macabro, que los espíritus románticos pueden apreciar con discreto horror...

Tal vez los PP., tan cuidadosos siempre de conservar en el indígena la idea de poderío, impresionándole á la vez con espectáculos conmovedores, aprovecharían en ciertas ocasiones aquellos pasadizos para mostrarse de súbito en un sitio inesperado, ó para sorprender con su presencia una mala acción que se creía cometer á ocultas, saliendo, por ejemplo, de la cripta mortuoria en medio de la iglesia obscura, como un justiciero espectro. Es, pues, verosímil que mantuvieran secreta la entrada de aquellas obras, proviniendo de esto, quizá, el cariz misterioso que hasta el presente han conservado.

Grandes constructores de subterráneos fueron los jesuítas en todas partes, yen Córdoba ha llegado á atribuírseles algunos de diez leguas de longitud [19]; pero si esto fué para ocultarse, como parece obvio, en las Misiones, donde imperaban absolutos, no lo necesitaron seguramente. Por otra parte, muchas pretendidas catacumbas son viejos acueductos, cuya comunicación está cortada, pero cuya restauración es fácil idear, tanto por su carácter típico cuanto por su arrumbamiento hacia el supuesto manantial, que muy luego se encuentra.

Completaban la edificación pública de las reducciones, el hospital y una casa llamada de las «recogidas», donde se confinaba á las mujeres de vida libre, á las casadas cuyos maridos estaban ausentes por largo tiempo y á las viudas que pedían recluirse. Esta especie de monasterios laicos, era una previsión contra la ligereza harto marcada de las mujeres guaraníes, á quienes una religión puramente formal no contenía en manera alguna.

Dije ya que la ganadería y los cultivos progresaron mucho en las reducciones.

La vialidad correspondió á este progreso. Un camino directo unía dos puntos extremos del país. A medida que otras poblaciones nacían por el contorno, aquella arteria se ramificaba, y así la topografía resultó naturalmente de la ocupación. No hay más que comparar ahora, con los vestigios que ese sistema dejó, la colonia cuadriculada de nuestras mensuras oficiales. Excelente para la pampa, en la cual dió espontáneamente una solución, resulta contraproducente una vez transportada al bosque y á la montaña, donde arroyos y eminencias rompen á porfía su regularidad de damero.

Los jesuítas siguieron el método natural que ha dado á la Europa su excelente red. Allá el camino estableció primero una comunicación directa entre castillo y castillo; las poblaciones inmediatas fueron uniéndose á ella por medio de sendas, que también las enlazaban entre sí, hasta completar el sistema sin los inconvenientes de la rigidez geométrica.

Cuando los agricultores queman sus campo en el invierno, aquello revive como un plano colosal en tinta simpática, sobre la tierra misionera. Los caminos reales, que por la blandura del suelo se ahondaban mucho, iban requiriendo nuevas trazas, efectuadas en poco tiempo al paso de las carretas. Cuatro y cinco accidentan paralelamente el suelo, y como las antiguas huellas de los rodados han sido especies de cunetas naturales para las aguas llovedizas, éstas ahondaron los caminos hasta volverlos zanjones, dando las fajas de terreno intermedio, una perfecta ilusión de terraplenes. En Santa María, punto de gran tráfico entonces, son tantos los que desembocan á las ruinas, que parecen líneas de trincheras; pero puede decirse, sin exagerar mucho, que aun están patentes allá las huellas de los rodados.

De estas vías centrales, despréndense en todas direcciones caminos de herradura, los cuales conducen invariablemente á un bosquecillo redondo que oculta una ruina: puesto de estancia ó de chacra, comunicado á su vez por senderos con un manantial cercano.

Esto se repite en toda la extensión del antiguo Imperio, con abundancia relativa que indica una vialidad bastante desarrollada; pues aunque los habitantes se reconcentraron en los pueblos, para resistir mejor á los indios bravos y á los mamelucos, el desarrollo industrial habíalos diseminado bastante cuando se produjo la expulsión.

Hubo entre aquellos caminos, como los abiertos en lo espeso de la selva, que llama «picadas» la terminología local, algunos notables. El que puso en comunicación á Santa María con Mártires, y á este punto con Candelaria en la costa del Paraná, fué de esos [20].

Mártires, situado en una eminencia de la sierra central, era verdaderamente un pueblo sobre un cerro. Hacia la costa del Uruguay, el declive es violentísimo y todo poblado de profundo bosque, que hace muy difícil su acceso. A la parte opuesta, aquella altura se encadena con la sierra, formando una fértil altiplanicie, á la que no falta ni un oportuno arroyuelo para ser encantadora. Era visiblemente un punto intermedio entre los dos ríos, de fácil defensa y por consiguiente de segura comunicación. De allá partía la «picada» que atravesaba el bosque en una extensión de 60 ks. próximamente, siendo capaz para rodados. Aquellos caminos por el bosque, debían requerir un cuidado permanente en atención á su tráfico. La selva tiende, en efecto, á reconquistar su dominio sobre la vía expedita, que á poco de descuidada degenera en molesta trocha. Los árboles se unen por las copas, abovedándose, y los ciclones, derribando alguno, obstruyen por completo el acceso; las lluvias se encharcan durante meses en aquella sombra; entonces el tranco equidistante de las cabalgaduras ó tiros en caravana, forma albardillas que desaparecen bajo el agua, predisponiendo á peligrosos tropezones; y sólo un servicio constante, podría prevenir inconveniente tan serio. Ya puede suponerse lo que sería eso en 60 ks. de camino.

Antes hablé de los manantiales captados. Quedan en las ruinas muchos restos de piletas, piscinas y estanques, algunos de los cuales fueron quizá empleados en tenerías. Son bastante notables á este propósito, los de Santa Ana, descritos varias veces ya; pero tomaré como tipo la piscina de Apóstoles, por ser la que está más conservada. Queda á unos 500 ms. al N. de las ruinas, formando un exágono irregular según lo muestra la figura. Su base mide 21,20 ms.; 12 en los lados N. E. Y S. O., y 9 en los restantes; su profundidad es de 1.35. Prismas de arenisca, de 1.20 por 0.48, forman sus paredes, estando solada con el mismo material. Circundábala un veredón formado también de arenisca en losas rectangulares, con un ancho de 7. Dos canales subterráneos de piedra, en los costados O. y E., conducían el agua captada en dos manantiales cercanos. El primero desembocaba en un depósito de 7 ms. de longitud por 2.40 de ancho, dependencia del principal, con el que lo comunicaba un prisma hueco de gres, desde el cual se derramaba el agua en la piscina por tres orificios. Estos eran las bocas de otros tantos ángeles, esculpidos entre profusas molduras sobre el paramento interno. Coronaba aquel depósito una cruz de piedra, en cuya base había también esculpidas ricas molduras. El manantial del E., caía directamente á la piscina, y toda el agua salía por un albañal rectangular de 0.30 X 0.25, perforado en un bloque de piedra sobre el costado N., lo cual daba un nivel
continuo y una constante renovación. Una pileta trapezoidal, cuyas bases son de 9.20 y 4.70, estando situada á 4.10 del depósito, recibía el excedente,

desaguándolo á poca distancia en una ciénaga del arroyo Cuña-Manó. Posiblemente serviría de lavadero. Las mediacañas, labradas en gruesos bloques de gres para formar los albañales, tenían 0.28 de diámetro. Sobre la base del exágono que forma la piscina, corrían tres gradas de descenso, y toda ella estaba rodeada de palmeras que le comunicaban agradable aspecto. Debía constituir un bello paseo y un baño delicioso.

Eran también notables los puentes. A 7 kl. O. S. O. de las mismas ruinas, quedan los restos de uno sobre el arroyo Chimiray. Comienza con una calzada de piedra de 9 metros de ancho por 30 de longitud en la margen E., y 58 en la opuesta. Dicho arroyo, que corre allá de N. O. á S. O., tiene un ancho normal de 15 ms. y una profundidad de 1.50; pero durante sus rápidas crecidas, suele salirse de madre hasta 1.000, y alcanzar honduras de 8 cuando no tiene donde extenderse. Previendo esto, se construyó el puente en un terreno anegadizo, lo que impedía que las aguas lo cubriesen. Sus restos están formados por 12 postes de urunday, en 6 filas oblicuas á la corriente. Deben de haber sido 15 en cinco hileras de á tres, estando aquellas á 3.80 ms. de distancia entre sí y los pilotes á 2 cada uno. La anchura del puente resultaría entonces de 4 metros; su longitud de 19 y su altura sobre el agua, de 3. Era el tipo común de esta clase de construcciones, bastante raras después de todo.

Como el principal obstáculo de los vados es el pantano que generalmente los precede, los jesuítas prefirieron formar calzadas de piedra para suprimirlo, sin el coste de un puente. El tráfico de entonces, y aun el actual, no era muy activo, efectuándose por de contado en carretas; de modo que éstas, en caso de crecida, esperaban uno ó dos días sin inconveniente. Los arroyos son muy correntosos y su caudal disminuye rápidamente, de modo que el retardo rara vez excedía las cuarenta y ocho horas.

Fuera de estos trabajos, se nota vestigios de otros especiales para avenar los esteros; y parece que en las inmediaciones de la laguna Iberá existen restos de un vasto drenaje, tendiente á convertir una extensión de terreno anegadizo en campo de pastoreo; mas me inclino á creer que esto no pase de una conjetura.

La población estaba casi uniformemente distribuída en los pueblos del Imperio, pudiendo fijarse á cada uno un promedio de 3.500 habitantes; pero Yapeyú, su capital, alcanzaba á 7.000 y Santa Ana llegó á tener cerca de 5.000. Este promedio no abraza sino los dos puntos extremos comprendidos en el siglo XVIII, cuando las Misiones habían alcanzado su definitiva estabilidad, es decir los 117.488 habitantes que tuvieron en 1715, con los 104.483 á que habían descendido en 1758, diez años antes de la expulsión; pues como dije en otro lugar, la última época señaló en esto una decadencia. El máximum fué alcanzado en 1743, con 150.000. Poseyeron las reducciones una organización militar completa, autorizada por la Corona para que se defendieran de los mamelucos. Táctica y armamento, eran un término medio entre los procedimientos civilizados y las costumbres salvajes. Dividíanse las fuerzas en infantería y caballería. La primera usaba arco y flechas; «bolas»,[21] macana y honda; pero había algunas provistas de mosquete, sable y rodela. La caballería manejaba carabina y lanza. Cada pueblo tenía sus fortificaciones y una armería con su dotación determinada, existiendo orden para que se fabricara en cada uno cuanta pólvora se pudiese. No faltaba la artillería de hierro y de bronce; y se hizo venir de Chile, PP. que habiendo sido militares, instruyeron tácticamente á los indios. Existían autoridades expresamente nombradas para el caso de guerra, y un servicio especial de vigilancia sobre la margen oriental del Uruguay. Produjeron hasta generales indígenas, como José Tiarayú, más conocido con el nombre de Sepé, y Nicolás Languirú, á quien los enemigos de los jesuítas llamaban Nicolás I, rey del Paraguay. Ambos indios lucharon y murieron en la rebelión de 1751, que más adelante conocerá el lector. Todo varón hacía ejercicios militares los domingos, desde la edad de siete años, siendo castigada con multa y prisión su falta. Una vez al mes se tiraba al blanco en todas las reducciones.

Efectuabánse con admirable precisión las convocatorias; el servicio de centinelas era permanente para los pueblos, y una reserva de doscientos caballos elegidos en cada uno, completaba aquella bélica organización. Mamelucos y salvajes experimentaron pronto sus efectos, y no iba á pasar mucho sin que las mismas tropas del Rey tuvieran que habérselas sangrientamente con los guerreros guaraníes.

La vida que los P.P. hacían, así como su situación moral respecto á los indios, mantenía entre unos y otros una distancia verdaderamente inmensa. Más que amos, estaban en una relación de semidioses con sus subordinados. Éstos no tenían relación con el mundo, sino por su intermedio. Ni los caciques sabían leer y hablar otra lengua que el guaraní. Trabajaban, pero no poseían; y todo, desde la alimentación al vestido y desde la justicia al amor, les era discernido por mano de los P.P. Carecían de cualesquiera derechos, puesto que la voluntad de aquellos reglaba la vida entera; mas en cambio se les imponía deberes: situación de esclavitud real que sólo se diferenciaba de las encomiendas, porque siendo más inteligente, resultaba mucho más templada.

Resignados á ella, los indios la aceptaron como más tolerable, pero el caso moral continuaba siendo el mismo; y esto explica por qué en siglo y medio de aparente bienestar, no consiguió vincularlos á la civilización. El Padre director era la encarnación viva del Dios que se les predicaba, y esto sin duda aligeró en gran parte su situación de servidumbre; pero sacerdote ó laico, el amo nunca provocó la fusión de razas, y continuó siendo amo á pesar de todo. La situación más envidiable para el indio reducido, era formar parte de la servidumbre que los P.P. mantenían en su convento, lo cual da, mejor que nada, una idea de aquella sociedad. Los Visitadores, regiamente tratados, no veían, como sucede generalmente, sino lo que sus huéspedes deseaban, juzgando sobre los indios por su situación aparente; y la Corona, cuyos ideales teocráticos realizaban los jesuítas en aquella miniatura de Imperio Cristiano, hallaba en ellos á sus vasallos más fieles.

El comunismo era riguroso. A los cinco años, el niño pertenecía ya á la comunidad, bajo el patronato de alcaldes especiales [22] que vigilaban su trabajo diario. No bien rompía el alba, se los llevaba diariamente á la iglesia, de donde pasaban al trabajo de campos y talleres hasta las tres de la tarde. A esta hora regresaban, conducidos siempre por sus capataces, y después de nuevos rezos volvían recién á sus casas. La paternidad quedaba de hecho suprimida con este procedimiento, que preludiaba de cerca la abolición de la personalidad. Cuando llegaba el momento de que los jóvenes tomaran un oficio, los PP. lo indicaban. Igual hacían con los matrimonios, que resultaban así verdaderos apareamientos. Nada había fundado en la libre iniciativa ni en el amor, que aquellos célibes no podían entender sino como una paternidad mecánica. La obediencia pasiva acarreaba un estado ficticio de producción, y como nadie poseía nada, todos trabajaban lo menos posible Destruído el incentivo de la independencia personal por el trabajo, que al producir el máximum de esfuerzo en cada uno, beneficia á la colectividad, el egoísmo, exaltado á fuerza positiva por este medio en las agrupaciones civilizadas, asumió allá el carácter de una pesimista desidia. Aquellos indios no iban al trabajo sino por la fuerza, hurtándole cuanto podían con mil arbitrios ingeniosos, exactamente como los niños en la escuela: no veían el fruto de su trabajo, no comprendían su objeto, y se les volvía naturalmente aborrecible. Fuera de hilar y trabajar la tierra, las mujeres nada sabían, siendo rarísima la que cosiera. Esta particularidad se debe á la extraordinaria sencillez de los trajes, que apenas requerían costura, y da idea de la pobreza general.

De tal modo es infecundo el despotismo, que hasta en lo relativo á la religión, propósito casi exclusivo de la conquista espiritual durante su primera época, los indios manifestaban una perfecta inconciencia. Cierto que al degenerar en comercial la obra, ese factor pasaba á segundo término; pero como era el pretexto, su importancia formal continuó siendo grande, y en todo caso igual para los naturales. Apenas expulsados los P. P., las costumbres se depravaron, volviendo rápidamente á la instabilidad salvaje; y no fué raro encontrar, promiscuando en la misma casa, varias parejas incestuosas y adúlteras. En la confesión, que sólo efectuaban obligados, salían del paso acusándose culpas que no habían cometido y comulgando en seguida, sin el menor empacho por el sacrilegio. Carecían de noción clara sobre los pecados que habían de confesar y olvidaban con frecuencia hasta los días de precepto. Ello es tanto más significativo, cuanto que todo se hacía rezando. Plegarias, cantos religiosos con acompañamiento de imágenes y ceremonias, para la entrada y salida del trabajo, para los asuetos, para las comidas. El carácter conventual estaba exagerado hasta lo increíble. La enseñanza de la doctrina y de las oraciones, ocupaba más tiempo que la de los oficios útiles. Habría podido creerse que la extraordinaria pompa de las fiestas, produjera una impresión durable en el ánimo del salvaje. Nada pudo contrarrestar la sombría decepción de esclavo que embargaba su espíritu, y fué el gran melancólico de una opresión incomprendida.

Ley escrita no había, y la conducta estaba regulada por la voluntad de los P.P., que castigaban justicieramente casi siempre, pero en forma discrecional. Administraban justicia, sin que los tribunales comunes pudieran citar á juicio á los indios, y tenían facultad hasta para aplicar la pena de muerte. Los azotes constituían la más común, y para que nada faltara á la autoridad absoluta de carácter divino, que revestían, era obligación del azotado ir después del castigo á agradecérselo de rodillas como un bien, besándoles la mano en señal de sumisión...

Dije ya que desde los cinco años se apoderaba de los indios la comunidad; mas lo peor es que esta tiranía colectiva, no terminaba jamás. Casados, es decir en la situación que todas las convenciones sociales consideran sinónima de independencia, excepto para los siervos, entraban bajo la potestad de otros alcaldes, que á su vez los dirigían por delegación, concentrándose así en manos de los P.P. una suma de poder como no la ha tenido gobierno alguno en el mundo.


  1. En una carta dirigida al gobernador de Buenos Aires (1746) el P. Cardiel elogia la dedicación con que la Corona protegió siempre á las misiones del Nuevo Mundo, enviando ministros evangélicos «y señalando en casi todas las provincias buen número de soldados que les sirvan de escolta en sus ministerios. Pues además de los muchos que tiene pagados para esto en Filipinas, Marianas y Méjico... en Buenos Aires tiene pagados para lo mismo 50 con su capitán... Todos estos soldados de todas estas provincias, son para sólo los misioneros jesuítas y no de otra religión».
  2. Recién en 1679, se limitó á 12.000 arrobas la exportación de yerba de los pueblos jesuíticos, que la habían hecho alcanzar a 50.000.
  3. Falta el dato exacto, que sólo habría podido ser suministrado por el archivo jesuítico. Mucho se ha bordado al respecto, no faltando quien asegurara que dicho documento se hallaba en una estancia de Entre Ríos; pero los P.P., que recibieron noticias de su expulsión un año antes de efectuarse, tuvieron tiempo de enviarlo á Roma, donde estará seguramente. Los inventarios de los comisionados reales poco dan de sí, pues certifican un estado de cosas dispuesto con anticipación por los P.P.
  4. Era teniente de gobernador del departamento de Concepción, uno de los cinco en que fueron divididas las Misiones para su administración laica.
  5. Ya se recordará que el promedio de población era triple en la época de los jesuitas.
  6. 218 francos.
  7. El promedio equitativo sería de $300.000.000 (1.600.000.000 de francos) durante el siglo de trabajo pacífico que puede asignarse á las reducciones.
  8. Se había establecido una equivalencia entre una determinada cantidad de productos y la unidad monetaria, lo cual recibía el nombre de "peso hueco". Tres pesos huecos equivalían á un patacón (5 francos 446).
  9. Si los P.P. no intervinieron en su ejecución, causaron por lo menos su ruina.
  10. Tal vez era el mismo de Itapuá que fué llevado á la Asunción, ignorándose su paradero.
  11. El texto Guaraní dice lo siguiente:
    «La ignorancia que hay de los bienes verdaderos, y no sólo de las cosas eternas sino de las temporales».
    «Para el uso de las cosas ha de preceder su estima, y á su es- timación su noticia, la cual es tan corta en este mundo, que no sale fuera de él á considerar lo celestial y eterno para que fuimos criados. Pero no es maravilla que estando las cosas eternas tan apartadas del sentido, las conozcamos tan poco, pues aun las temporales que vemos y tocamos, las ignoramos mucho. ¿Cómo podemos comprender las cosas del otro mundo, pues las de éste en que estamos no las conocemos? A esto puede llegar la ignorancia humana, que aun no conoce aquello que piensa que más sabe. Las riquezas, las comodidades, las honras, y todos los bienes de la tierra, que tanto manejan y codician los mortales, por eso las codician, porque no las conocen. Razón tuvo San Pedro cuando enseñó á San Clemente Romano, que el mundo era una casa tan llena de humo, en la cual nada se puede ver; porque así como el que estuviese en semejante casa, ni vería lo que estaba fuera de ella, ni lo que estaba adentro, porque el humo estorbaría la vista clara de todo; de la misma manera sucede que los que están en este mundo, ni conocen lo que está fuera de él, ni lo que está adentro; ni entienden cuanta sea la grandeza de lo eterno, ni la vileza de lo temporal, ignorando igualmente las cosas del cielo como las de la tierra, y por falta de conocimiento truecan los frenos en la estimación de ellas, dando lo que merecen las eternas á las que son temporales, y haciendo tan poco caso de las celestiales como se debe hacer de las perecederas y caducas, sintiendo tan contrario á la verdad, como nota San Gregorio, que al destierro de esta vida tienen por patria, á las tinieblas de la sabiduría humana por luz, y al curso de esta peregrinación por descanso y morada; siendo causa de todo esto la ignorancia de la verdad y poca consideración de lo eterno. Por lo cual á los males califican por bienes y á los bienes por males. Por esta confusión del juicio humano rogó David al Señor que le diese de su mano un maestro que le enseñase», etc.
  12. Ver el plano de San Carlos.
  13. Ver para más detalles el Capítulo sobre las ruinas.
  14. Los invasores de San Pablo eran llamados también mamelucos.
  15. La ley XVII de Indias, ordenaba que la arquitectura de las casas, en las poblaciones del Nuevo Mundo, fuera enteramente igual.
  16. Ver el Capítulo siguiente.
  17. Estos grillos están en nuestro Museo Histórico, lo propio que los siguientes objetos: 2 santos de madera; 2 cabezas de piedra; 1 bala de plomo; 2 de piedra; la cerradura de la antigua iglesia de Concepción; 1 escudo con la efigie de San Silvestre; 1 cariátide; 1 matraca; 1 puerta decorada-efectos donados por el autor.
  18. Es positivo que los P.P. explotaban minas en el Tucumán, conservando ocultos sus derroteros. Igual pudo suceder en el Imperio, mas allá no abundan los metales preciosos.
  19. En Alta Gracia y Caroya; pero debe de ser una exageración.
  20. Pueblos de las Misiones Argentinas.
  21. La Academia no trae nuestra acepción, que denomina así al arma arrojadiza compuesta de tres guijarros unidos por cordeles.
  22. No se olvide que la comunidad eran, al fin de cuentas, los mismos P.P.