El imperio jesuítico/Expulsión y decadencia

Nota: Se respeta la ortografía original de la época
Expulsión y decadencia

El Tratado de Permuta entre los gobiernos lusitano y español, que cambió la Colonia del Sacramento al primero, por los pueblos que el segundo poseía en la margen oriental del Uruguay, interrumpió aquella tranquila dominación.

Dichos pueblos eran, en efecto, las siete reducciones jesuíticas del Brasil, que por el distrito del Tape y Porto Alegre buscaban el soñado desahogo sobre el Océano.

Liberal se había mostrado la Corona en sus indemnizaciones á los habitantes. No sólo podían éstos retirarse con todos sus bienes á las reducciones de la costa occidental (Art. 16 del tratado), sino que se daba á cada pueblo 4.000 pesos para gastos de mudanza, eximiéndoselo además del tributo por diez años en el nuevo paraje donde se situara. Pero esto era nada en comparación de lo que se perdía. Arrojados de la Guayra por los mamelucos, y abolido por consecuencia todo intento de comunicarse á su través con el Atlántico, los PP. habían diferido la realización de este propósito dominante, para cuando replantearan sobre bases más sólidas el núcleo de su Imperio. Comenzaba esto á lograrse, después de ciento y pico de años de esfuerzos, avanzando ya su dominio hasta la Sierra del Tape, donde tenían vastas dehesas, dependientes de las reducciones de San Juan y San Miguel-cuando el tratado de 1750 vino á desvanecer por segunda vez sus aspiraciones. Era demasiado, sin duda, para que lo sufrieran tranquilos, y la insurrección guaraní de 1751 lo demostró enteramente.

No creo que los PP. llevaran ninguna idea separatista en ello. Semejante imputación fué una calumnia, que la Corona recogió cuando le convino, para explicar la expulsión, junto con la leyenda ridícula, circulada por los publicistas anticlericales de Amberes, según la cual aquellos habían proclamado rey del Paraguay á un cacique, con la intención de separarse de España; pero me parece no menos evidente, que la insurrección tuvo origen jesuítico. Queríase, sin duda, impedir su trabajo á las comisiones demarcadoras, mientras se gestionaba ante la Corte la denuncia del tratado; cosa después de todo factible, en época de semejante instabilidad, y cuando el mismo documento de Utrecht no había remediado nada. Entre tanto, la guerra demostraba á las dos Coronas cuan ruinosa iba á salirles la ocupación en campos enteramente arrasados por las montoneras, y con habitantes que incendiaban sus pueblos al retirarse.

Dicha suposición, es el término medio natural entre los que aseveraron sin pruebas el separatismo de los P.P., y la neutralidad absoluta que éstos pretendían haber observado en la contienda. Los indios carecían de iniciativa, como es evidente, para lanzarse por cuenta propia en lance tan grave; y lo que es peor, desobedeciendo á sus directores. El lector juzgará si esto era posible, dada la situación moral y social de las reducciones. Sostenían los P.P. que el movimiento había sido una reacción natural del patriotismo, al verse los indios desterrados de los pueblos donde nacieron; y los que hablaron con los comisarios reales en nombre de sus paisanos, argumentaron efectivamente con esto, agregando que aquellas tierras fueron dadas á su raza por el apóstol Santo Tomé; pero otros, hechos prisioneros durante la insurrección, declararon que estaban instigados por los P.P. Después, el patriotismo debía resultar algo baladí para aquella gente que nada poseía, siendo ese un sentimiento consecutivo á la propiedad. Nada habían tenido tampoco en su estado salvaje, puesto que en él fueron nómades; de manera que su indiferencia al respecto, era á la vez atávica é inmediata. Considero, pues, que los P.P. fueron los promotores encubiertos de la insurrección. No se fracasa dos veces en siglo y medio de esfuerzos gigantescos, sin intentar la segunda cuanto arbitrio venga á mano para conjurar la adversidad. En cuanto á poder hacerlo, los P.P. habían demostrado lo bastante su energía y su constancia, con más que el propósito merecía cualesquiera sacrificios; siendo, por otra parte, bien sabido que los medios no los preocupaban mucho. Además, ellos estaban en el buen terreno respecto á los intereses bien entendidos de la Corona, pues lo cierto es que ésta realizaba una permuta desastrosa, en la cual sólo consiguió perder su dominio de la margen oriental del Uruguay [1]; de modo que tenían buenas razones para ser oídos. La insurrección era, entonces, un medio heroico, pero de eficacia segura, si no se mezcla en el asunto el amor propio de las armas españolas, que no habría sido posible dejar como dominadas por los guaraníes, ante el aliado portugués. Las intrigas de Corte hicieron el resto.

Los que sostienen la tesis del separatismo jesuítico, argumentan, para demostrarlo, con la autonomía cada vez mayor de que fué gozando el Imperio por concesiones sucesivas de la Corona, y además con su éxito económico. Esto, dicen, sugirió, como siempre sucede, las ideas separatistas. Agregaban á guisa de dato concurrente y significativo, el hecho de ser extranjera la mayor parte de los P.P., y esto es bastante fuerte á primera vista; pero muy luego se advierte que su objeto fué aislar al Imperio de todo contacto español, con la doble valla del idioma y de la sangre.

Tal aislamiento, que garantía el dominio inconmovible, en la unidad absoluta, fué una preocupación constante á la cual colaboró el gobierno con invariable decisión. Los indios tenían prohibido trasladarse de un pueblo á otro. No podía vivir en las reducciones, español, mestizo ni mulato. Transeuntes, no se los toleraba en su recinto más de dos días, y tres á lo sumo si llevaban mercaderías consigo. Existiendo en el pueblo venta ó mesón, ninguno podía hospedarse en casa de indio. Ya se sabe, por otra parte, que la administración civil, militar y judicial, estaba enteramente confiada á las P.P.; y en el caso especial que me ocupa, tampoco tiene nada de extraordinario su nacionalidad, si se considera que entre los primeros enviados al Paraguay, cuando no podía haber aún ni asomo de separatismo, figuraron italianos, portugueses, un flamenco y un irlandés; pero lo que no admite duda, es su activa campaña para evitar la ejecución del tratado. Hay sobre esto un hecho concluyente. Al finalizar un banquete con que obsequiaron en una quinta de los suburbios de la Asunción al gobernador del Paraguay, junto con diversos miembros de los dos cabildos, pretendieron que dichos invitados firmaran una carta ya preparada para el Rey, en la cual se le demostraba lo perjudicial de la permuta; y este documento hacía ver, además, la posibilidad de un nuevo avenimiento entre las dos Cortes. Los P. P. intentaron no sólo que lo firmaran el gobernador y prebendados, sino que los dos cabildos lo hicieran suyo; pero aquél, remitiendo el negocio para su despacho, por no sentirse quizá muy firme de cabeza, le encontró "cosas tan impropias, que se opuso á su remisión", haciéndolo fracasar también ante las dos instituciones mencionadas.

El carácter enteramente inofensivo que se quiso dar á la rebelión, presentando á los indios como niños grandes, de acometividad nada peligrosa, cuando acababan de mostrarse respetables guerreros en tres años de lucha, prueba lo contrario con su exceso; quedando además, como argumento decisivo, aunque sea conjetural, la resistencia ante la operación que destruía el plan jesuítico.

Por lo que hace al separatismo, no se ve cómo habría podido beneficiar á los jesuítas. Si era por la autonomía, ya la disfrutaban absoluta; si por el comercio, nadie se los fiscalizaba; si por la seguridad exterior, jamás la nación fundada con las tribus guaraníes por plantel, habría alcanzado el respeto del inmenso reino español, siendo por el contrario una presa entregada á la voracidad de las naciones colonizadoras. La situación de vasallos implicaba para los jesuítas todas las garantías que da á los suyos una nación poderosa, sin los deberes que les impone en compensación, pues eran autónomos y privilegiados; mientras que la independencia, empezando por echarles de enemigo á la madre patria, no les daba por de contado otra perspectiva que la ruina. Súbditos, quedaban protegidos; independientes, permanecían encerrados en una comarca mediterránea y rodeada de enemigos: eran cosas demasiado graves para sacrificarlas al patriotismo sentimental. No resta otra hipótesis, en efecto, y ya se sabe que los jesuítas no tenían patria en verdad, consistiendo en esto su fuerza de expansión superior á la de los gobiernos. Esparcidos por todas las naciones, mal podían hacer cuestión patriótica en ninguna, pues la influencia que pretendían respetaba las formas externas. Era la restauración del dominio moral de Roma sobre los poderes temporales que manejaría como agentes, en un definitivo retroceso hacia la situación de la Edad Media; y en cuanto á aquel ensayo de teocracia, la Corona seguía fomentándolo cada vez con mayor afición, siendo el Tratado de Permuta no otra cosa que un incidente político cuyas consecuencias le resultaban nocivas; pero cuyo objeto tendía á algo bien distinto de su perjuicio. Creer que el estado social de las reducciones ocasionaba ideas de independencia, sería un absurdo; no habiendo entonces razón alguna para suponer el discutido separatismo.

La Corona procedió lealmente en sus indemnizaciones, pues los P.P. habían recibido ya 52.000 pesos al estallar la rebelión; pero ya he dicho que ésta defendía algo mucho más importante.

El primer movimiento estalló en 1751, interrumpiendo los trabajos de demarcación; pero la guerra no se generalizó con violencia hasta 1753, cuando los demarcadores, apoyados por poderosas escoltas, llegaron á la jurisdicción de San Miguel. La ocupación de ese punto extremo de las reducciones en dirección á la costa marítima, hacía perder toda esperanza, motivando consecutivamente la demostración bélica como recurso extremo. El cacique Sepé salió al encuentro de las comisiones, cortándoles el paso con una serie de combates que duraron casi un año. Prisionero al atacar el fuerte de Río Pardo, el comisario portugués le puso en libertad, con el intento de ver si se sometía por la blandura y el buen trato; pero al empezar el 1756, reapareció más amenazador, capitaneando numerosas fuerzas, con bastante artillería de fierro y algunos sacres bastardos de tacuara reforzada con torzales.

Un ejército lusitano-español había penetrado en la comarca, para reprimir las montoneras que sostenían la guerra desde cuatro años atrás; y los insurrectos se le atrevieron. Muerto Sepé en un rudo encuentro, los indios rehiciéronse al mando de Languirú, que también perdió la vida en la sangrienta batalla de Caybaté, verdadero acto final de la guerra; terminándola del todo la ocupación de los pueblos de San Miguel y San Lorenzo por las tropas aliadas, durante Mayo y Agosto de 1756. En el segundo de dichos pueblos, cayeron prisioneros tres jesuítas, uno de los cuales era el P. Henis, tenido por director de la insurrección. Ésta había durado cinco años, casi sin interrupción, pues mucho la favoreció el terreno con sus peculiaridades topográficas, costando al gobierno de Portugal veinte millones de cruzados [2].

No es de creer que por tan largo tiempo, y conservando los P.P. su influencia sobre los indios, ella hubiera sido nula para contenerlos; la opinión portuguesa fué unánime á este respecto, y una sorda inquina quedó declarada desde entonces entre la corona lusitana y la poderosa Compañía.

Las ideas liberales, dominantes por entonces en el gobierno español, facilitaron una acción conjunta contra los jesuítas, cuyo resultado fué la expulsión de la orden por ambas Coronas y su abolición por la curia romana.

Excedería de mi propósito un estudio sobre esta oscura cuestión, en la cual intervinieron, tanto las razones políticas como las rivalidades internas de la Iglesia [3]; pues debo ceñirme estrictamente á sus consecuencias sobre el Imperio Jesuítico.

Realizada la expulsión, el gobierno español conservó el comunismo en las reducciones, nombrando empleados civiles para administrarlas, y encargando de los asuntos religiosos á las comunidades de San Francisco, Santo Domingo y la Merced; pero estos nuevos apóstoles ignoraban el espíritu de la empresa. El fiasco económico que resultó la expulsión, pues los comisarios reales no hallaron los conventos tesoros ni cosa semejante, como se creía, fué socialmente mayor en poder de los agentes españoles.

Civiles ó religiosos, éstos no conocían las costumbres del indio, no entendían su lengua, no tenían concepto alguno de esa organización peculiar, y su primer error fué querer civilizar á la europea un medio semi-salvaje. Pero aquello era ya hereditario, y cambiarlo requería tiempo á lo menos. De una perfecta teocracia se pasaba á una sociedad normal, con el único resultado de engendrar en los poderes desunidos una rivalidad perfecta. El civil tomaba por suyo el nuevo estado de cosas; el eclesiástico pretendía la conservación de todo el privilegio; y sus contradicciones, que degeneraron á poco en escandalosas reyertas, hicieron del indio su víctima. El siervo, destinado á pagar todas las culpas de sus amos, sufrió también las consecuencias de aquel desorden. Empequeñecióse el vasto alcance industrial de la empresa, decayendo hasta una sórdida explotación dividida á regaña dientes entre misioneros y administradores. El peculado, lacra eterna de la administración española, lo contaminó todo sin consideración, pues siendo aquello de la Corona, resultaba ajeno para unos y otros. Nadie tenía interés en cuidar una obra que no era suya. Ganados y yerbales, explotados sin miramientos, se acababan porque no los reponían; y los indios, sin amor hacia una cosa de la que tampoco eran propietarios, se dejaban llevar por su pasividad característica, impasibles ante la dilapidación.

Indiferentes al halago de la propiedad, por su condición de eternos proletarios, y careciendo del aliciente que implicaba su relativo bienestar bajo el poder anterior, se dispersaron convirtiéndose en agentes de destrucción á su vez, puesto que reingresando á la vida nómade se volvieron salteadores de las propias estancias jesuíticas. Algunos administradores celosos no pudieron contener la ruina, pues ella estribaba en algo mucho más serio que un defecto de administración. Era el cambio de vida lo que había trastornado las bases de la obra, y ésta se desmoronaba sin remedio posible. El sistema jesuítico consistió en una relativa cultura de forma, sobre un fondo de salvajismo real, única situación posible por otra parte, dado que el indio, rota su unidad psico-fisiológica por la civilización, perece en ésta. Los mismos jesuítas experimentaban ya el efecto, al producirse la expulsión, pues como se ha visto en el anterior Capitulo, la población de las reducciones había disminuído; y esto fué tan rápido, que en sólo trece años (1743-56) la falla alcanzó á 46.000 habitantes.

Es que la vida sedentaria y la división del trabajo llevaban irresistiblemente al progreso, no obstante el hábil equilibrio de la organización jesuítica y el aislamiento en que se la mantuvo; y aquello fué perturbando el organismo salvaje, que evolucionaba desparejo en su doble aspecto físico y moral, cambiado el primero por las nuevas condiciones, mientras el segundo permanecía inmóvil en su nueva idolatría, única condición que se le exigió.

Desequilibrado de este modo, el sér no resiste á la civilización, pues lo mismo en los pueblos que en los individuos, lo físico depende substancialmente de lo moral. El lector que ha notado ya el predominio de este concepto en toda mi apreciación histórica, no extrañará que lo particularice para explicar un fenómeno del cual sacaré consecuencias más adelante.

Restos de una raza en decadencia, la servidumbre en que se hallaron aquellos salvajes no hizo sino acelerar la descomposición, y nadie ignora que el hecho más significativo en una raza decaída es la esterilidad. Inadaptables, además, por las ideas, que es el único acomodo fecundo, á una civilización cuyo concepto fundamental no podían entender, pues lo cierto es que sin muchas centurias de evolución no se pasa de la tribu á la vida urbana-carecieron de esa condición para prosperar. Entonces se vió el siguiente fenómeno: la población aumentó al salir de las encomiendas, por reacción sobre un estado asaz peor, y mientras coincidieron las nuevas condiciones de vida con la característica esencial de la situación anterior á la conquista; pero cuando aquellas empezaron á progresar, llevando lentamente hacia la civilización, vino el descenso. El indio demostró una vez más, que en cuestiones étnicas y sociales, la adaptación al medio es regla invariable.

Por su parte, los administradores civiles atribuían la desorganización que presenciaban, al comunismo, tomando, como sucede siempre á los contemporáneos, la parte por el todo; y es claro que cuanto más cambiaban las instituciones, más precipitaban aquella sociedad á la ruina. A los diez años de la expulsión, los habitantes habían disminuído en una octava parte; treinta años después en la mitad (de 100 á 50.000) por emigraciones á otros puntos, ó por reincorporación á la vida salvaje, donde en concierto con los no reducidos, se volvieron salteadores, como antes dije. Cuatro años después de la expulsión, los ganados, que excedían de un millón de cabezas al efectuarse ésta, quedaban reducidos á la cuarta parte, siendo los nuevos administradores un activo agente en esta despoblación. La leyenda de tesoros escondidos y derroteros de minas, motivó remociones que resintieron muchos edificios, y que continúan todavía con maravillosa estulticia. Antes dije que en las reducciones no circulaba moneda, de modo que no existieron jamás semejantes caudales. El producto de las explotaciones debía ir directamente desde Buenos Aires á Roma, sin que jamás volviera amonedado á su punto de partida; y en cuanto á los ornamentos, como los P.P. tuvieron noticias ciertas de su expulsión un año antes de realizarse ésta, es de suponer que salvarían con tiempo los más valiosos. Las excavaciones no produjeron, pues, otro resultado que acelerar la ruina empezada.

Junto con el siglo XIX comienza una serie de acontecimientos que consumaron la destrucción total.

Ceballos había reconquistado para la Corona española, en 1763, los pueblos cedidos á Portugal por el Tratado de Permuta; pero dicha nación tenía invertido demasiado dinero en ellos, para desperdiciar una ocasión de reconquistarlos. Ésta se presentó treinta y ocho años después. El aventurero Santos Pedroso dió un afortunado golpe de mano sobre la antigua reducción de San Miguel, apoderándose de ella, y dicho acto señaló el comienzo de la reconquista, con gran cortejo de asesinatos y depredaciones, volviendo al dominio portugués la margen oriental del Uruguay que el Brasil conserva todavía.

En 1803, el gobernador Velazco abolió el comunismo en las reducciones, ultimándolas de hecho con esta medida; de modo que al estallar la Revolución de Mayo, no eran ya sino indiadas informes degeneradas en la última miseria. La desgraciada expedición de Belgrano al Paraguay, conmovió un instante su sopor; pero no tuvo sino el mal resultado de entregar á aquel país las establecidas en la orilla izquierda del Paraná, reconociéndole así el dominio total del río.

Cinco años más permanecieron quietos, hasta que Artigas, para hostilizar á los portugueses, organizó en las del Uruguay una montonera de la cual fué jefe inmediato el indio Andrés Tacuarí, á quien la historia conoce por su sobrenombre de Andresito. Estas fuerzas vadearon el Uruguay, y después de varios encuentros afortunados, pusieron sitio á San Borja, capital de las Misiones brasileñas. Derrotadas y obligadas á levantar el sitio, las represalias fueron terribles. El marqués de Alegrete y el general Chagas, de feroz memoria, invadieron los siete pueblos argentinos donde Artigas había organizado la montonera y los asolaron bárbaramente, no dejando cosa en pie en cincuenta leguas á la redonda. El incendio devastó las poblaciones; el saqueo acabó con el último ganado y los postreros restos de la opulencia jesuítica. En otra parte mencioné el botín, compuesto por los ornamentos religiosos, á los cuales hay que añadir las campanas y hasta las imágenes de madera. Semejante desgracia tuvo su repercusión en la costa del Paraná; pues para no disgustar á los portugueses, cuya neutralidad convenía á sus designios, el doctor Francia mandó destruir todas las reducciones que la derrota de Belgrano entregó al gobierno paraguayo, desapareciendo así el núcleo principal del Imperio Jesuítico.

Andresito habíase rehecho entre tanto, organizando otra montonera sobre las mismas ruinas, puede decirse, y Chagas vadeó nuevamente el Uruguay para castigarle; pero fué vencido en Apóstoles y obligado á repasar el río. La montonera creció con este éxito, volviéndose tan temible, que el general brasileño cruzó el Uruguay por tercera vez, sitiándola en San Carlos donde se había atrincherado. Sucediéronse terribles combates; hasta que habiendo volado la iglesia, convertida por los guaraníes en polvorín, Chagas tomó la plaza. Ésta fué arrasada enteramente, lo propio que Apóstoles y San José, ya saqueados en la expedición del año anterior.

Las ruinas de San Javier albergaban algunos dispersos de Andresito, que acosados por el hambre robaban ganados á los paraguayos de la costa del Paraná; éstos expedicionaron sobre aquel foco de salteo, exterminaron á sus habitantes y concluyeron de arrasar las pocas paredes que habían quedado en pie.

Aquellos pueblos, los más pobres ya durante la dominación jesuítica, con excepción de Santo Tomé, que era el puerto más comercial del Uruguay, fueron también los más azotados por la guerra; de modo que ni los restos de la anterior opulencia, los favorecían para una posible reacción.

Entre tanto, Andresito que había escapado de San Carlos por medio de una proeza temeraria, abriéndose paso sable en mano á través de las fuerzas sitiadoras, reunió otra vez una parcialidad compuesta de dispersos y de indios salvajes, entendiéndose con Artigas y con el caudillo entrerriano Ramírez, para una acción conjunta sobre Porto Alegre. Cumpliendo su parte, atacó y tomó el pueblo de San Nicolás; pero un retardo de Artigas frustró la combinación, y el valiente guaraní cayó prisionero, yendo á morir poco después en una prisión de Río Janeiro.

Sus indios se dispersaron por el Brasil y el Paraguay, ó adoptaron definitivamente la vida salvaje, subiendo al Norte y dirigiéndose al Chaco en procura de bosques más espesos. Las últimas noticias que de ellos se tiene, son la tentativa infructuosa que el gobierno unitario del año 1826 hizo para restaurar la civilización en aquellas Misiones-siempre reclamadas como suyas por el Paraguay-convirtiéndolas en provincia de la Unión; y la parte que tomaron al siguiente en la guerra contra el Brasil, bajo el mando de los caciques Ramoncito y Caraypí.

Las Misiones situadas al oriente del Uruguay duraron algunos años más; pero en 1828, con motivo de la guerra antedicha, el caudillo oriental Rivera las arrasó tan completamente, que hasta se llevó en cautiverio á las mujeres y á los niños.

El régimen jesuítico se prolongó en el Paraguay hasta 1823, entrando los indios desde entonces á trabajar por cuenta del gobierno, pero conservando la organización comunista. Esta fué abolida por el general López en 1848, con el objeto de confiscar en su provecho los bienes de la comunidad, declarados fiscales, y semejante medida consumó la ruina del Imperio Jesuítico en el último de sus vestigios históricos.


  1. Su intento era evitar el contrabando por la Colonia, haciéndola suya; pero como este delito emanaba de fuentes más profundas que la hostilidad portuguesa, nada consiguió, anulándose el tratado en 1761.
  2. Casi 60.000.000 de francos, si se toma por tipo al cruzado de 1750 precisamente, moneda de plata cuyo exergo alusivo decía: In hoc signo vinces, y cuyo valor, considerando las mismas equivalencias mencionadas en otro lugar para el peso español, sería de 2 francos 918. El cruzado de oro, que venía á valer 3 francos 395, no puede servir de base por su escasa circulación en aquella época, si bien no alteraría mucho mi cálculo. La moneda de plata á que me refiero, pesaba 14 gramos 605 y tenía 0.899 de fino.
  3. Y hasta las querellas galantes; pues por lo que respecta á la intervención de Francia, parece que el origen de la expulsión estuvo en el disgusto de la Pompadour con el P. de Sacy, el cual había extremado para la real querida, la moral acomodaticia. Las protestas de la reina y del Delfín hicieron retroceder al jesuíta, motivando el incidente.