El gran simpático: 07
Capítulo VII
Ahora llevaba veinte días escribiendo su comedia. Le parecía mejor debutar con una comedia de costumbres, modernísima, en tres actos, que no con género trágico. Se había hecho socio del Ateneo y se pasaba en la biblioteca las horas. Leía a Shakespeare... Luego el teatro francés. Una noche, amigo, sin saber cómo, de un joven periodista, le leyó, llenándole de sincera admiración, la mitad del primer acto. El periodista le aconsejó que, puesto que tardaría bastante en concluir la obra, no estaría de más que «se fuese haciendo nombre en los periódicos». Buscó Gabriel en sus papeles, y halló tres cuentos cortos. Entonces, por no pedirle al reciente amigo el favor de colocarlos, y visto que no le recibían los directores de periódicos, se acordó de la marquesa. Le escribió, incluyéndole la tarjeta de aquel amigo de su padre, y que lo era de la marquesa también.
Señalado para la entrevista un viernes, fue Gabriel. La marquesa no era vieja, como él se figuró; sino una rubia y casi bella dama de treinta años. Sobre todo limpia, ¡qué limpia!, y lujosa, y perfumada. Él se dijo ser autor dramático, y ella mostrósele amable... ¡Ah, si una gran señora no fuese cosa de tanto respeto para un pobre autor como Gabriel, habríase prevalido del irresistible cielo de sus ojos! Azules también los de la marquesa, diríase que acariciaban. Ella se iba a San Sebastián al día siguiente.
-¿Usted no sale este verano? ¿No irá a San Sebastián!
-Sí, señora, tal vez -mintió Gabriel al impulso de la confiada «alternativa aristocrática» que parecía otorgarle la marquesa.
-Oh, pues si va usted... tendré mucho gusto en que nos veamos. No deje de buscarme...
Le dio una carta para Ruiz Montero, el ex ministro. La escribió de su puño y letra, en el lindo gabinete de sedas claras y le llamaba en ella «mi buen amigo» a Gabriel.
Triste Gabriel en su feliz aturdimiento, por no poder descifrar lo que estas galanterías de la marquesa pudieran significar para el plebeyo, y por no poder ir, sobre todo, a San Sebastián..., procuró «no atormentarse de nuevo con locuras»... Se atuvo a la carta, y luego a otra que le dió Ruiz Montero para el director de El Liberal; y publicó los cuentos... «Gratis, ¿sabe? -había dicho en el periódico-; busco nombre. No necesito de esto, para vivir, por fortuna».
-¿Quién es éste? ¿Quién es éste? -preguntaban en el Ateneo los jóvenes literatos, al ver por segunda vez la firma de Gabriel.
-Pues uno que viene arriba -informó el que ya le conocía- ¡Un hombre de talento, y principalmente, simpático!
-Sí; ¿sabéis que no están mal?
-¡Tienen un tono estos cuentos!
-¿Por qué no nos lo presenta?
Subió por Gabriel su amigo y lo presentó a la tertulia. Todos quedáronse prendados de su arrogancia, de su elegancia, de su irresistible simpatía. Su voz era una música, y su talento muy claro.
-Tiene usted las condiciones todas para triunfar -sancionó uno de ellos cuando a la hora de cenar partieron juntos.
Y como acordaron ir al teatro, no escribió en su comedia Gabriel aquella noche.
A los tres días hablábanse de tú. Entre estos hombres ilustrados no tenía Gabriel para qué adoptar los aires doctorales que en Villaleón. Se manifestaba como un juvenil camarada franco, y se encontraba con ellos «lo mismo que el pez en el agua».
En una carta a su madre, expresó:
«Sí, sí, madre mía de mi alma: ya habréis visto en El Liberal mi nombre. Estoy en mi elemento. No se puede imaginar qué a gusto. Me quieren todos, y triunfaré, no lo dude. Yo no debí ser médico jamás...» Sin embargo, la engañaba, por el padre, añadiendo que «no descuidaba tampoco su carrera...»
Y le querían, en verdad, cuantos le hablaban dos veces.
Todo el Ateneo. Se hizo «el amo» y el «alma de la amenidad de las tertulias». Poníales una nota de vida y de frescura su presencia. Le llamaban Gabrielito y el Gran simpático, pronto prodigadas sus intimidades en derroche cautivante de franqueza. Por las siestas, le esperaban los del corro de sillones de la obscura y fresca galería de los retratos; paseaban por las tardes, y pasábanse las noches, al volver de Parisiana o Recoletos, en la Maison Dorée, hasta que casi amanecía. Claro es que acostándose tan tarde y levantándose a las doce, para almorzar y partir con los amigos, quedaron en suspenso la comedia y aun los cuentos. ¡No importaba! Lo esencial era cultivar las relaciones. ¿Qué más nombre ni importancia le diesen los periódicos que este trato directísimo con lo mejor de las letras?... Hasta personajes, allí en el Ateneo: diputados, senadores, ex ministros campechanos... que le festejaban lindamente.
Hubo dos banquetes. Uno para un escultor, otro para un novelista americano; y brindó Gabriel con elocuencia. La Prensa citó, cariñosa, a Gabriel entre tantos ilustres comensales. -Porque se extendía la simpatía del Gran simpático fuera del Ateneo también.
En sólo un mes, y por más que la época no fuese la mejor, pues hallábase medio Madrid veraneando, las amistades de Gabriel con literatos, con periodistas, se multiplicaron al extremo de no poder dar, sin un saludo, cuatro pasos por las calles.
-¡Gabrielito!
-Hola, Gabrielito; ¿cómo va?
-¡El Gran simpático!
Lo mismo el director de un rotativo, que un político o un cómico de fama.
Mujeres también, de aquellas que convertían la Maison Dorée en jardín, a última hora. Sino que esto, incluso contando sobre la irresistible simpatía y las breves crónicas galantes que les dedicó Gabriel a algunas, en España Nueva, costábale algo caro. Coches, cenas, flores..., aunque nada fuese más, ni siempre triunfo completo; pero aumentando en los amigos (que de todas lo creían) la envidiosa admiración.
Al fin, una celebradísima beldad, la Matilde Irréis, se decidió por él y le lució en su milord a todas horas. Era alta, dulce, inteligente, tocaba la guitarra, pintaba crisantemos y se apasionaba por lo bello y distinguido.
Gabriel recordó con asco a La Bicharraquito.
Se le reproducía en Madrid la vida de Villaleón, pero sublimada en grandezas. Con un definitivo triunfo práctico, además; porque así como todos aquellos admiradores juntos del Casino de su pueblo no habrían podido hacerle ni siquiera concejal, sin la voluntad del cacique, cualquiera de éstos, a nada que se lo indicase, podría nombrarle redactor de un gran periódico, o diputado, de un golpe, sometiendo cien caciques a los puntos de su pluma o al rigor de su oratoria.
«Mamá, yo no sé si decidirme a la vez por la política. Tal vez me afilie con Canalejas...» escribió otro día. El éxito le tenía nervioso y exaltado, como si tomase diarias quince tazas de café de los Cafés.
«Bueno, hijo mío; eso, tú verás -contestó su madre, ilusionada asimismo por la Prensa-; lo que sí desea tu padre es que ganes algo, porque no tiene dinero».
Y justamente la Matilde Irréis, aun en calidad de generosa, mientras estuvo por todo Agosto ausente su «editor», fue para Gabriel motivo de disgustos con el padre. Tuvo que pedirle pecuniarios suplementos... ¡Demonio con las cenas y las flores!... porque estas menudencias, al menos, no parecería ni medio bien que lo pagase la espléndida.
En Octubre, con el regreso del «editor» de Matilde, y de mucha gente, y con la apertura de teatros, quiso Gabriel reglamentarse. Desde el charolado carruaje retornó al eterno encanto aquel de los amigos; mas reservó tres horas cada noche, de vuelta de la Maison, para continuar la comedia... Se dormía a tales horas. Se resistía escribiendo hasta el saludo del sol, y, mal que bien, allá iban las escenas...
Era para Fernando Mendoza -ya también su conocido.