El gran simpático: 08
Capítulo VIII
Pero otra nueva sorpresa, y por cierto formidable, le desconcertó igualmente este trabajo. En uno de los más lujosos trenes que reanimaban la calle de Alcalá, descubrió una tarde a la Doria. ¡A la Doria!... ¡Pero qué Doria, gran Dios!...
-¡Sí, la Doria! ¡Esa es la Doria! -le manifestaron los amigos-. Sin duda llega de París. ¿Es la misma que decías?
-¡La misma! -confirmó Gabriel, aturdido por el fausto versallesco de ella y por su centuplicada hermosura.
Habría podido contestar que no... porque ¡cuán otra esta mujer que la hija aquella del Alondro! Comprendió que fuese célebre.
Pocas mañanas después, averiguados por Gabriel la casa y los hábitos de Doria, que vivía como una dama, subía al elegante primero de la calle Monte-Esquinza. Se anunció como «un amigo», sin anticiparle el nombre. Un lujo de duque, el salón. Doria apareció con una bata de duquesa y con el pelo suelto. Le pareció tan limpia como la marquesa, como la Matilde Irréis... en esta impresión de limpieza que le obsesionaba como no vulgar en las mujeres. La escena fue de odios y recuerdos. Sólo que Doria, irritada, rebelde, no le echó... como creyó él que iba a hacer, o a arañarle, al ímpetu primero de sorpresa. La despreocupación seguía formando su carácter. Se sentó y acabó por sonreír con extraño diabolismo.
-«Bien... y ¿qué quieres? ¿Verme? Pues ven, hijo, si te place, de dos a tres por las tardes; no tengo más hora, y a esa salgo en coche. ¿Qué quieres, que te vuelva yo a querer?... Pues hijo, ve si puedes; pero te aviso que actualmente mi cariño es algo más caro y difícil... Sí, sí, inténtalo, que será muy divertido; ¡quién lo duda!... Era guapa, y eras guapo y eras rico... ¡natural que tú me despreciases... después! Por eso, nada de odio. ¡Te debo al fin este lujo!... Tú... o cualquiera: ¡qué más daba, si soy feliz y había nacido derecha para serlo!... Fíjate, pues: sigo guapa y sigues guapo; pero la rica soy yo. Mira, no me vengo de París con las...manos vacías... precisamente... (las tendió llenas de joyas...) y esta lanzadera me la regaló anteayer Alfredo... de quien no quise atender proposiciones aceptables. ¡Oh, sí, han dado en decir, no siendo tú, que valgo mucho... y lógico parece que yo sea ahora quien, de ti, se digne ver si se deja conquistar!»
Gabriel partió con los ojos abrasados de belleza, pero sonriéndose a su vez de la infantil vengativa cándida que pronto caería en sus brazos.
A la otra tarde inició el asalto en regla. Doria, coqueta, consintiéndole al descuido ciertas confianzas, no le dejó terminarlo. Él suplicó, se enfadó, volvió a suplicar... Rabió de veras... «¡Ah, la casta heroína de su enojo, que no lo supo ser de su virtud!»
Bien; querría decirse que debiera mudar de plan en las siguientes; con la cocota, romántico -como para la Matilde Irréis-. A la cocota le placería el amor romántico que la inocente no tuvo... La cercó, en idealidades y respetos, a prueba tenacísima del sonreír de burla triunfadora con que le iba ella escuchando, y sólo desistió cuando la oyó contestarle siempre a carcajadas:
-No, hombre, no. ¡Mira que a mí con idealismos!
Gabriel se desconcertaba. Terco, sin embargo, en otras tardes cambió la táctica, desplegando, sin tocarla ya ni la punta de los dedos, porque ella no lo consentía, cuadros de perversa seducción en fantásticos delirios...
-No, hombre, no. ¡Si ya ves que es de lo que estoy más harta!
¿Cómo hacer, entonces? El coche llegaba a llevársela con otro en lo mejor de los coloquios.
Continuó visitándola. Desfallecido, derrotado, no sabiendo ya ni qué decirla, limitábase a mirarla con la ternura dolorosa de un perro fiel molesto.
Un primero de mes, al recibir el desdichado su dinero (junto con el de un plazo de arriendos de su padre), tomó, de los veinte duros de sus gastos, quince...; buscó por las casas de préstamo, y compró y le llevó a la esquiva una sortija con chispas de diamante... Ella sonrió y la soltó en el tocador:
-¡Hombre... se le voy a dar a mi criada!
-¡Doria!
-¡Cómo! ¿Pero es que esperas tú... que yo me ponga eso?
La aguardaba el coche. Gabriel, que había venido jadeante y con retraso, salió detrás, sin el valor, al menos, de llevarse la sortija. Se fue a la fonda y consideró largo rato las dos mil pesetas del arriendo... ¡No! Le contuvo su honradez; le contuvo su bondad, incapaz de darle tal disgusto a la familia...; y le contuvo también, y sobre todo, la evidencia de que no convencería a la Doria, como tampoco Alfredo Gil con su lanzadera de brillantes, con una sortija más. ¡Sí, sí, veíalo claro! ¡Ambiciosa y para el mejor postor, como todas las vendedoras de placeres!... ¡Su misma venganza era una celeste música que se vendría con rapidez abajo si Gabriel tuviese lo que un conde... De hermoso a hermosa, perdía él. «Feliz del que nace hermoso... y con dinero», habría que adicionarle al adagio, por él tergiversado para el hombre. Y para la mujer, otra forma: «Feliz de la que nace hermosa... y sin vergüenza!...» Esta negativa condición bastábale a una hermosa para convertir en mina y triunfo su hermosura; mientras que a él, la suya de Apolo, le estaba siendo maldición que le estorbaba todas las serias empresas.
El fin de la ridícula aventura. Resolvió no verla más. Fue esta misma tarde a pagar el arriendo, por quitarse tentaciones... y halló que el señor que debía tomarlo estaba ausente de Madrid. No supo dónde meterse luego, sin un céntimo propio. ¿Providencial?... Trabajaría. Se encerró en la fonda y decidió emprender la conquista del nombre y la fortuna. Lloró su alma de poeta, enternecida por este irrevocable propósito de bien, y pensando en su excelente madre.
Pero la soledad y la fiebre de trabajo hiciéronle pronto persuadirse de que adora a Doria Y que su afán consistía en poder llevarla los mil duros, los dos mil acaso que le hubiese producido en un mes el estreno... Y la impaciencia le hizo terminar la comedia en quince días. Una cosa así como entre de Maeterlinck e Ibsen.
Salió con su manuscrito una noche y recorrió tres teatros. Un brevísimo calvario, en cuya salida, al revés que en la entrada del infierno, leyó el lasciate ogni... terrible. El Español, la Comedia y la Princesa, avanzada ya la temporada, tenían estrenos de más. Cosecha de sonrisas, en resumen, por parte de los tres amables directores... sus amigos...
-¡Cá, hombre, no lo creas! -le comentó otro amigo literato-. ¡Lo que hay es que tú no tienes nombre!
-¡Cómo! ¡Que yo no tengo nombre! -dijo Gabriel asombrado.
-Bueno, digo de cartel -repuso el otro, por no arrancarle la ilusión de que un nombre literario fuese el ser en Madrid personalmente conocido de las gentes, como Garibaldi, por ejemplo; y aconsejó, lleno de amistosa simpatía hacia el Gran simpático: -¡Como les llevases una recomendación de fuste, ya verías!
Gabriel se dio en la frente un puñetazo, recordando a la marquesa.
Se vistió su levita y su huit reflets, y la vio a los pocos días. Siempre tan gentil... como extasiada al mirarle. Acordaron que ella escuchase la comedia, y la nueva tarde de la lectura, con té y brioches en el bello saloncito, observó el lector que la marquesa, ¡tan limpia, tan limpia!... le prestaba más atención a él mismo que a la obra... «¡El pasaje aquel de los carneros...!», hubiese podido decirle también ingenuamente. Pero su orgullo de autor quedó aplacado bajo su orgullo de hombre... de buen mozo... y no supo si alegrarse... ¡Qué limpia, qué limpia esta marquesa!
Le gustó, con o sin carneros, la comedia. Era lega, sin embargo, la auditora, y propuso una nueva reunión, con asistencia del director del teatro.
El jueves próximo llegó el de la Princesa al saloncito; mas con una hora de retraso, que forzosamente aprovecharon ella y Gabriel en intimar; prefirió que la llamase Josefina, amistosamente, y dio detalles del marido, hombre demasiado de sport, a quien no veía a lo mejor en dos semanas.
-¡Hola! Qué bien nos hizo esperar. ¡Las siete! ¡Una hora justa! -increpó ella amable al director, cuando entraba.
-No, perdón; exacto, señora marquesa...: la cita fue a las siete. Y como enseñaba en prueba la carta, ella tuvo que confesarse tan aturdida que hubiese avisado a Gabriel, «equivocadamente», para las seis.
Entendió Gabriel, y agradeció con una líquida mirada, que ella le recogió sonriente. «¡Bravo, suya una marquesa... y obra al teatro!» Temblaba, restituyendo a su brevedad primitiva el adagio para hombre, y asombrado de su total olvido de la Doria... ¡Ah, una marquesa... una marquesa!
Por mirarla, por ver que, en efecto, ella le estaba derramando siempre la ávida dulzura azul de sus ojos (¡feliz del que nace hermoso!), comprendía el autor que ni entonaba bien la lectura. El juego resultó tan evidente, que hasta el director de la Princesa lo advirtió.... y tampoco atendía gran cosa. ¿Fue por esto? ¿Fue porque no le dió Gabriel expresión a las escenas? ¡Bah! La cuestión estuvo en que sucedieron al final dos cosas raras: una, que el director «halló bellísimo el asunto de la obra, pero mal ejecutado», e indicó reformas, muchas reformas; otra, que no le importó a Gabriel apenas, aunque las reformas eran tales que equivalían a escribir de nuevo los tres actos.
-Ya sabe usted que yo recibo los jueves, a las seis. ¿Hasta el jueves?
-Hasta el jueves -prometió Gabriel, besándole la mano a la marquesa.
A las seis en punto, en cuanto llegó el jueves, estaba el dramaturgo en el hotel. Josefina le recibió completamente sola todavía.
-¡Oh! Pero... ¿de veras le dije a usted que a las seis? ¡Si es a las siete! ¡Qué cabeza, qué cabeza!
-¡Tan hermosa, tan artística! -arriesgó Gabriel, sentándose en un muelle diván, a invitación de la dama, como para... la escena del sofá.
Y a poco se tira una plancha, echando mano instintivamente a su cadena sin reloj, al hablar de horas. Al reloj, empeñado el lunes, le debía las cien pesetas con que tomó coches y butacas de teatro, en toda la semana, por buscar a la marquesa. Declaró que nada había hecho en la comedia. No sabía qué le pasaba, que le era imposible trabajar. Únicamente había releído los tres actos, y... tenía razón el director: mal planeados. Saltó una idea, de Josefina: «En la Abadía de los reverendos padres del Palmar, al pie de Guadalajara, alquilaban celdas. ¿Por qué el autor no se iba a una, a fin de escribir con la calma necesaria, lejos de los ruidos e inquietudes de la corte? Justamente ella posela una finca allí, y quería llevar a sus niñitas un mes, por indicación del médico». -Temblaba, temblaba Gabriel. ¡Qué limpia la marquesa! Ofreció partir. Ahogado de emoción y de respeto, de miedo a malograr con impaciencias su ventura, no habíase atrevido ni a pedirle un beso en prenda a Josefina, cuando llegó la primera invitada.
Cuestión a resolver por Gabrielito en la soledad de su fonda y ante las dos mil pesetas del arriendo. Cuestión ardua, cuestión transcendental: ¿debía él irse al Palmar con siete duros, confesándole a la amada, aun antes de tenerla, que era poco menos que un mendigo; o al revés, continuar apareciéndosele en hombre de posición y de prosapia, sin más que utilizar «estos billetes»?.Su padre los repondría. Él, cuando dominase el corazón de Josefina... ¡ah, de una auténtica gran dama, Grande de España!, estrenaría en la Princesa y restituiría a su padre.
-Sí -terminó enérgico y en voz alta, de puro convencido- ¡Todo menos irme al Palmar sin dinero y sin un buen traje de campo... como el de D'Annunzio en el retrato aquel... ¡Se hermanan tan mal el amor y la miseria!...
Su empresa era completamente d'annunziana.
Levantado tempranito al otro día, recorrió medio Madrid comprándose un traje de campo, polainas de cuero barnizado, flexible inglés con plumita de faisán, canana, cartuchos, bolsas, una escopeta marca Jabalí... y hasta un sétter con cadena que llevaba por la Puerta del Sol un golfo.
-¡Se vende el perro, se vende!
El perro, quince duros. Pero elegantísimo... ¡Ahora, si cazaba o no cazaba... le era igual! ¡El cazaba a la marquesa!... ¿Iba a andar regateando un... marqués amante-consorte?
A las tres y cuarenta y cinco de la tarde tomaba el tren. Ya instalado en la perrera el sétter, miraba él desde la ventana la animación de los viajeros. Otros trenes acaban de partir. De pronto divisó Gabriel a una mujer hermosísima que llamaba la atención de todo el mundo. Era Matilde Irréis, y no teniendo él tiempo de bajar, porque iba a salir su convoy, la siseó discretamente:
-¡Eh! ¡Matilde, Matilde!
Acercóse ella al estribo.
-¡Niño! ¿Dónde vas?
-De viaje, ¿sabes? ¿Y tú?
-¡Anda!... Pues de despedir a «mi editor». Acaba de marcharse para Roma... y yo también me iré pronto... ¡Digo, ahora que yo pensaba buscarte y que nos pasáramos un mes... ¡Quédate!
-No puedo.
-¿Vuelves pronto? ¿Cuándo? ¿Adónde vas?
Sonaba el pito. El diálogo se precipitaba.
-¡No sé, no sé! Mira... voy al Palmar, provincia de Guadalajara. Es un convento donde alquilo un cuarto, y que está por la estación siguiente a Alcalá. ¿Por qué no vas un día... antes de marcharte a Roma?
- No sé, no sé. ¿Dices que cae por Alcalá?
-Sí.
-¡Quizás vaya!
Hablaban ya a voces, en marcha el tren. Gabriel se dejó caer en el asiento, y... lamentó su ligereza. Sin embargo, sonrió. ¿Ligereza? ¡Bah, no iría Matilde... y. si fuese, por un día, su marquesa podría ver que era hombre a quien buscaban las mujeres!
Este vehementísimo deseo, indudablemente, fue el que le inspiró la invitación... en honor de Josefina. Pero le pesaba, le pesaba... o...
En fin, no sabía si le pesaba. Y lo probable sería que ni volviera a acordarse Matilde.